EL MISTERIO DE LA NAVIDAD
POR: EDITH STEIN, SANTA
TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ
(Escritos
Espirituales, BAC, 1998)
Nos encontramos
en medio del tiempo navideño. La gran solemnidad, que nos ha precedido como
una estrella luminosa en el oscuro cielo nocturno del adviento, ha pasado, quizás
para algunos de nosotros, demasiado deprisa. No ha permanecido en silencio
como la estrella sobre el pesebre de belén. Ha pasado como un susurro y
quizás permanecimos asustados porque no pudimos comprender o sacar nada en
limpio de lo que nos quiso y pudo traer. Resulta ciertamente consolador que la Iglesia tenga en cuenta,
al igual que una buena madre, la debilidad de sus hijos y que haya previsto
un buen número de semanas para el tiempo natalicio. Así se puede aún
recuperar algo de lo que se ha perdido; e incluso para hoy no se me ocurre
nada mejor que el que permanezcamos un poco en silencio y volvamos la mirada
a las semanas pasadas.
Cuando los días
se hacen cada vez más cortos y
comienzan a caer los primeros copos de nieve, entonces surgen tímida y
calladamente los primeros pensamientos de la Navidad. Y de la sola
palabra brota un encanto, ante el cual apenas un corazón puede resistirse.
Incluso los fieles de otras confesiones y los no creyentes, para los cuales
la vieja historia del Niño de Belén no significa nada, se preparan para esta
fiesta pensando cómo pueden ellos encender aquí o allá un rayo de felicidad.
Es como si un cálido torrente de amor se desbordase sobre toda la tierra con
semanas y meses de anticipación. Una fiesta de amor y alegría --ésta es la
estrella hacia la cual caminamos todo en los primeros meses del inverno--.
Para los cristianos, y en especial para los católicos, tiene un significado
mayor. La estrella los conduce hasta el pesebre donde se encuentra el Niño
que trae la paz a la tierra. El arte cristiano nos lo presenta ante nuestros
ojos en numerosas y tiernas imágenes; viejas melodías, en las cuales resuena
todo el encanto de la infancia nos cantan de él.
En el corazón
del que vive con la Iglesia
se despierta una santa nostalgia con las campanas del "Rorate" y los cánticos del Adviento; y en aquel en
quien ha penetrado el inagotable manantial de la santa liturgia, palpitan día
a día las exhortaciones y promesas del Profeta de la Encarnación: ¡Caiga el rocío
del cielo y que las nubes lluevan al justo!; ¡El Señor está cerca! ¡Venid,
adorémosle! ¡Ven, Señor, no tardes! ¡Alégrate Jerusalén, exalta de gozo
porque viene tu Salvador!. Desde el 17 hasta el 24
de diciembre resuenan las solemnes antífonas "Oh"
del Mangificat, cada vez más ansiosas y fervorosas:
He aquí que todo se ha cumplido; y finalmente: Hoy veréis que el Señor se
acerca y mañana contemplaréis su gloria. Precisamente cuando al atardecer se
encienden las velas del árbol y se intercambian los regalos, una nostalgia de
insatisfacción nos impulsa hacia afuera, hacia el resplandor de otra luz,
hasta que las campanas tocan a la
Misa del Gallo y --Cuando todo permanece en profundo
silencio-- el misterio de la
Navidad se renueva sobre los altares cubiertos de flores y
de luces: Y el verbo se hizo carne. Ésa es la hora de la plenitud: Hoy los
cielos se han hecho melifluos para todo el mundo.
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