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Retiro
de Cristo en el desierto y tentaciones P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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El Desierto es,
ante todo, lugar de silencio y soledad, que sitúa al hombre ante las
preguntas últimas, ya que le permite alejarse de las ocupaciones cotidianas
para encontrarse con Dios. Por eso Oseas lo presenta como un espacio donde
surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16).
Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su
historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el
desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para
realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la
tentación y el pecado del pueblo. No podemos olvidar las connotaciones que el
desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y
moral, de la pobreza y el abandono. Jesús ha descendido a esas realidades,
para rescatarnos. Él se ha dirigido al desierto para unirse a todos los que
sufren, llevando a cumplimiento las promesas de Dios a Israel. Las tentaciones.
En el bautismo, la voz del Padre identifica a Cristo con el siervo de YHWH,
que carga sobre sus espaldas con el pecado del mundo. El mismo Espíritu que
lo consagra, lo empuja al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1).
Esto quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su
misión; es decir, con nuestra salvación. Satanás le propuso utilizar su poder
en provecho propio y seguir el camino del triunfo. Todo lo contrario de lo
que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentó en otros
momentos de su vida (cf. Lc 4,13), principalmente en la Cruz (cf. Mt
27,40-43). Jesús superó las tentaciones sometiéndose a los planes de Dios:
«Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando
dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad
de Dios sobre sus propias necesidades o proyectos. Él se abandonó en las
manos del Padre, a pesar de que el siervo sufriente parecía condenado al
fracaso. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21). Cristo venció
sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. Por eso, la
liturgia confiesa que Jesús fue tentado «por nosotros», en favor nuestro. San
Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si
la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la
victoria del segundo! (cf. Rom 5,17). Adán, por su
desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su
obediencia, nos abre el camino del desierto al Paraíso. En esta Cuaresma,
todos estamos llamados a ir al desierto, para unirnos a Cristo y vencer, con
su ayuda, todas las tentaciones y contradicciones de la vida. Con Él sí que
podemos. P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. Teresianum Piazza San Pancrazio
5/A 00152-ROMA (Italia) |
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Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds |