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Retiro de Cuaresma Marzo de 2010 P. Eduardo
Sanz de Miguel, o.c.d. |
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1. La liturgia cuaresmal contemporánea El actual leccionario dominical tiene
tres ciclos de lecturas. El primero (ciclo a) propone un itinerario
bautismal. Está organizado con los evangelios que la Iglesia primitiva
utilizaba en la preparación de los catecúmenos: las tentaciones del Señor
(I), la transfiguración (II), la samaritana (III), el ciego de nacimiento (IV),
la resurrección de Lázaro (V), Domingo de Ramos (VI). El segundo (ciclo b) propone el
camino pascual de Cristo: las tentaciones del Señor (I), la transfiguración (II), el templo destruido y reedificado es el cuerpo de
Jesús (III), Dios ha mandado a su Hijo para salvar
al mundo (IV), el grano de trigo muere para dar
fruto abundante (V), Domingo de Ramos (VI). El tercero (ciclo c, este año), por
su parte, expone la llamada a la conversión para todos los cristianos: las
tentaciones del Señor (I), la transfiguración (II),
convertirse o perecer (III), el hijo pródigo (IV), la adúltera perdonada (V), Domingo de Ramos (VI). Las primeras lecturas dominicales
presentan las principales etapas de la historia de la salvación, mostrándonos
que la revelación es la realización progresiva de un proyecto eterno de Dios,
desarrollado en el tiempo, que se dirige hacia Cristo y culmina en Él. Dios
se revela según un proyecto, en el que cada intervención de Dios presupone
las anteriores y prepara las siguientes, en una tensión hacia su realización
definitiva, de la que cada etapa es anuncio, prefiguración y promesa. Por
eso, el Antiguo Testamento nos ayuda a comprender el misterio del Nuevo. Al
mismo tiempo, sólo la luz de Cristo permite comprender el mensaje del Antiguo
Testamento. Se reparten así: Ciclo a: creación y caída de los primeros padres
(I), vocación de Abrahán (II), liberación de la
esclavitud de Egipto y camino de Israel por el desierto (III),
unción del rey David (IV), promesa de la nueva
alianza (V). Ciclo b: diluvio y alianza con Noé (I), sacrificio de Abrahán,
padre de la fe (II), alianza de Dios con Moisés, en
el Sinaí (III), destierro y liberación del exilio (IV), la nueva alianza (V). Ciclo c: orígenes de Israel
(I), alianza con Abrahán (II), vocación de Moisés (III), la Pascua celebrada en la tierra prometida (IV), promesa de renovación (V). Las segundas lecturas
están tomadas de las cartas de San Pablo, y sirven para iluminar los temas
del día con reflexiones del apóstol. 2. Ciclo c: llamada a la conversión Dios nos invita a convertirnos por
medio de los profetas («Convertíos a mí de todo corazón». Jl
2,12), de Cristo («El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está llegando.
Convertíos y creed el evangelio». Mc 1,15) y de San
Pablo («En el nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios». 2Cor
5,20). Al hablar de «conversión», el Nuevo Testamento usa la palabra metanoia. En el griego clásico se utilizaba para señalar
que alguien que seguía un camino equivocado, vuelve atrás y emprende el
correcto. Por eso, terminó significando «cambiar de opinión, arrepentirse».
En la Biblia, indica una verdadera transformación, que conlleva una nueva manera
de actuar, tal como pide San Pablo: «No os acomodéis al mundo presente, antes
bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que
podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Rom
12,2). Se trata de cambiar la vida, tomando a Jesús como modelo, de abandonar
al hombre viejo para revestirse del nuevo (cf. Col
3,9-10). Por eso, el Papa dice que convertirse conlleva una opción radical,
en la que no bastan los pequeños reajustes: «no es una simple decisión moral,
que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos
implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de
Jesús […] La conversión es el “sí” total de quien entrega su existencia al
Evangelio» . Podemos decir que la conversión es un
«descentrarnos», colocando a Dios como origen y destino de nuestro actuar. Como es natural, esa meta no es algo
que se alcanza con una Cuaresma, ni con muchas. Es, más bien, un proceso
continuo de identificación con Cristo, que dura toda la vida, como recuerda
Benedicto XVI: La conversión «no tiene lugar nunca
de una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino interior de toda
nuestra vida. Ciertamente este itinerario de conversión evangélica no puede
limitarse a un período particular del año: es un camino de todos los días,
que tiene que abarcar toda la existencia» . 3. La conversión brota del encuentro con
Cristo Desde mediados del s. XX, se ha repetido muchas veces que «el cristiano del s. XXI será místico o no será cristiano». Al principio, parecía
una afirmación exagerada, pero, con el pasar del tiempo, se ha demostrado
verdadera. Hoy ya no se puede ser cristiano sólo por herencia sociológica,
porque se ha nacido en un país de tradición cristiana o porque lo son los
propios padres. En la sociedad occidental contemporánea, la práctica de la
religión se ha convertido en una opción personal, en la que el ambiente no
sólo no ayuda, sino que la dificulta. Para que surja la fe en un ambiente postcristiano se necesita una experiencia del misterio
(eso es la mística), un encuentro personal con Cristo, que es el corazón del
cristianismo. Y para mantenerla es necesario perseverar en la amistad con Él,
por medio de la oración asidua. 3.1 Parábola del Amazonas Un hombre viajó al Amazonas y regresó
a su tierra sorprendido por la belleza de sus paisajes, la variedad de su
flora y de su fauna, la acogida de sus gentes y el sabor de las frutas
tropicales. De tal manera alabó lo que había visto, que sus amigos se
decidieron a organizar una expedición, para poder contemplar tantas
maravillas. Para ellos dibujó un mapa y escribió un tratado, en el que les
explicaba lo que iban a encontrarse y los lugares que no debían perderse. Los
amigos leyeron con atención el texto y estudiaron el mapa. Aprendieron tan
bien todas las explicaciones, que se sintieron especialistas en el Amazonas,
aunque nunca llegaron a visitarlo. De esta manera, el mapa y el libro
terminaron por sustituir la experiencia del viaje. El Amazonas es imagen del reino de
Dios. Jesús es el amigo que nos ha contado su hermosura y ha dibujado para
nosotros el mapa. Él nos ha dicho que el reino de Dios es como un tesoro
estupendo, escondido en el campo, y que merece la pena vender todo lo que se
tiene para adquirirlo. Ha cantado detenidamente sus maravillas y nos ha
explicado el camino. Sus enseñanzas se encuentran recogidas en los
evangelios. Podemos estudiarlos y llegar a considerarnos especialistas, pero
si no ponemos en práctica sus enseñanzas, si no entramos en el reino, nos
sirven de poco. En nuestros días se predica más que
nunca. Por todos los sitios se imparten cursos bíblicos y conferencias
religiosas. También tenemos acceso a multitud de libros… Pero de nada nos
sirve aprender lo que dicen otras personas, si no hacemos nuestro viaje personal
al Amazonas, poniendo en práctica las enseñanzas de Jesús para gustar lo
bueno que es el Señor (cf. Sal 34 [33],9). La fe no sólo consiste en creer que las cosas que
Jesús nos ha enseñado son verdaderas (lo que los teólogos llamaban la fides quae), sino, antes
incluso, en confiar en Él, en su persona, en abandonarnos en sus manos (lo
que los teólogos llamaban la fides qua). Sólo
porque nos fiamos de Jesús creemos que sus enseñanzas son verdaderas. 3.2 La fe brota del encuentro con el Dios vivo Benedicto XVI,
al inicio de su encíclica sobre el amor, afirma con rotundidad: «No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva» . Por
lo tanto, es el encuentro personal con Cristo, la experiencia de su amor, lo
que hace surgir la fe y lo que la hace crecer y madurar. Hay una cultura
cristiana, que se ha construido sobre los elementos éticos, filosóficos y
artísticos que ha generado el cristianismo en sus dos milenios de historia.
Pero no basta con asumir los valores de la cultura cristiana para ser
cristiano. Para esto se necesita una experiencia personal de encuentro con
Cristo, que posibilite la opción de fe. Ya San Juan de la Cruz escribió que
el inicio de la vida espiritual es «caer en la cuenta» del amor de Dios, que
precede cualquier posible decisión nuestra . Explica
que sólo comprendiendo que Él nos ha criado para sí solo, nos ha redimido por
sí solo y nos ha rodeado de mil manifestaciones de amor desde antes incluso
de nuestro nacimiento, podemos salir de nosotros mismos y entrar en
comunicación de amor con Él. El peligro del hombre consiste siempre en
quedarse encerrado en sí mismo. El Santo de Fontiveros
nos invita a descubrir unos ojos que nos miran, unas palabras que se nos
dirigen, un corazón que nos ama antes de cualquier posible decisión nuestra.
Santa Teresa de Jesús también escribió que «Si no conocemos lo que hemos
recibido, no nos despertamos a amar» . Éste es
nuestro reto: descubrir que el amor de Dios por cada uno de nosotros, nos
capacita para darle una respuesta de amor. No es algo imposible, reservados a
los Santos del pasado. Por el contrario, Dios sigue manifestándose a todos
los hombres e invitándoles a una relación personal con Él. Por eso, San Juan
de la Cruz también afirma que «el Señor descubrió siempre los tesoros de su
Sabiduría y Espíritu a los mortales. Pero ahora que la malicia va
descubriendo más su cara, más los descubre» . Si nos
quejamos de que Dios ya no se manifiesta es porque tenemos los ojos cerrados
para tanta gracia como Él derrama a nuestro alrededor. Cuantas más
dificultades pone la sociedad a la vivencia de la fe, más gracias nos concede
Cristo para que podamos mantenernos en su servicio. Pero tenemos que
disponernos para acogerlas y esforzarnos para hacerlas fructificar. La fe es,
al mismo tiempo, un don y una conquista. Veamos un ejemplo claro: En Francia,
las leyes anticristianas de principios del s. XX
cerraron más de 3.000 escuelas católicas, expulsaron a unos 70.000 religiosos
de sus conventos, confiscaron sus bienes, prohibieron los matrimonios
canónicos y la práctica del descanso dominical, entre otras cosas. Esto no
impidió a la Beata Isabel de la Trinidad ser un alma profundamente
contemplativa. En sus cartas encontramos un ejemplo luminoso de intimidad con
Cristo y de comunión con Él. En lugar de lamentarse, escribe: «¡Cómo me gusta vivir estos tiempos de persecución! ¡Qué
santos deberíamos ser! Pida para mí esa santidad de la que estoy tan
sedienta. Sí, quisiera amar como los santos, como los mártires» . Algún tiempo después, añade: «El futuro es muy
sombrío. ¿No sientes necesidad de amar mucho para reparar, para consolar al
Maestro adorado? Hagamos para Él un lugar solitario en lo más íntimo de
nuestras almas, y estémonos allí con Él, sin abandonarlo nunca […] Esta celda
interior nadie podrá quitárnosla nunca; por eso, ¿qué me importan las pruebas
por las que tengamos que pasar? A mi único tesoro lo llevo dentro de mí. Todo
lo demás es nada» . Y añade: «No sé lo que nos
espera, y esa perspectiva de tener que sufrir por ser suya infunde en mi alma
una gran felicidad […] estoy dispuesta a seguirle a cualquier parte y mi alma
dirá con san Pablo: “¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo?”. Dentro de
mí hay una soledad en la que Él mora, ¡y ésa nadie me la puede arrebatar!». A
pesar de las dificultades objetivas que le tocó vivir, no cesó de dar gracias
a Dios, porque su amor vale más que la vida: «tenemos que darle gracias
siempre, pase lo que pase, pues Dios es amor y sólo sabe de amor […] ¿Qué
podemos temer? Podrán llevarnos a la cárcel o a la muerte, pero no nos
quitarán a Cristo» . En estos «tiempos recios»
necesitamos la determinación y la valentía de los Santos. No sirven las
medias tintas. San Pablo, en un texto especialmente
significativo para lo que estamos tratando, dice: «Os exhorto a no echar en
saco roto la gracia de Dios. En efecto, dice el Señor: “En el tiempo
favorable te escucho, en el tiempo de la salvación vengo en tu ayuda”. Pues
mirad: Ahora es el tiempo favorable. Ahora es el tiempo de la salvación»
(2Cor, 6,1ss). A veces tenemos la tentación de pensar que los tiempos pasados
eran mejores, cuando las circunstancias externas eran más favorables al
cristianismo, había más vocaciones y la religión era más respetada; pero San
Pablo dice con claridad que «Ahora es el tiempo favorable. Ahora es el tiempo
de la salvación». No ayer. No mañana. Ahora, en este tiempo que nos ha tocado
vivir, con sus luces y sus sombras. En estas circunstancias concretas, el
Señor nos ofrece su gracia y nos invita a su amistad. En cada momento de la
historia hay personas que la acogen y personas que la rechazan. En cada
generación hay quienes la hacen fructificar y quienes la desperdician. San
Pablo no podía hacernos una advertencia más dura: «Os exhorto a no echar en
saco roto la gracia de Dios». Efectivamente, podemos hacer vana la gracia de
Dios en nuestras vidas. ¿Cuántas gracias hemos recibido y desaprovechado?
¿Cuántas visitas del Señor hemos desatendido? ¿Cuántas energías hemos perdido
en inútiles lamentos? ¿Cuántas veces hemos aplazado nuestra entrega sin
condiciones al Señor? Con amargura, tenemos que reconocer que muchas veces se
cumple en nosotros lo que lamentaba Lope de Vega: ¿Qué tengo yo, que mi amistad
procuras? ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras? ¡Oh, cuánto
fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío secó las llagas de tus plantas puras! ¡Cuántas veces el ángel me decía: «Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía»! ¡Y cuántas, hermosura soberana, «Mañana le abriremos», respondía, para lo mismo responder mañana! ¡Qué pacienta infinita demuestra el
Señor con nosotros, dándonos siempre una nueva oportunidad! ¡Con cuánta
ternura mendiga nuestro amor! Si «ahora es el tiempo de la gracia», ¿qué
espero, Señor mío, para acogerte del todo y para entregarme totalmente a ti?
No quiero perder ni un minuto más, no quiero esperar a mañana, en este
momento quiero amarte y servirte. Acoge, Señor, mis deseos y realízalos, por
tu misericordia. Con San Juan de la Cruz, me atrevo a decirte: «¡Señor Dios, Amado mío! Si todavía te
acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te pido, haz en ellos, Dios mío,
tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia
y serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio
concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieres
aceptar, y hágase. Y si a mis obras no esperas, ¿qué esperas, clementísimo
Señor mío?; ¿por qué te tardas? Porque si, en fin ha de ser gracia y
misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi centimillo,
pues lo quieres, y dame este gran bien, pues que tú también lo quieres» . 3.3 La puerta del castillo es la oración Santa Teresa de Jesús dice que la
única puerta para entrar en el castillo interior, donde Dios mora y donde
suceden las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma, es la oración . No hay otro camino para establecer una relación
íntima de amistad con Él. Si estamos convencidos de que queremos encontrarnos
con Cristo, hemos de convencernos de cuál es el medio para lograrlo: la
oración. Y hemos de practicarla con insistencia, aunque nos cueste trabajo.
Si no lo hacemos, no tenemos excusa posible, por mucho que queramos
engañarnos, diciendo que no tenemos tiempo. En ese caso, deberíamos
reorganizar nuestras vidas, porque eso significa que nuestro tiempo está mal
repartido. Claro que, para reorganizar la propia vida y dedicar tiempo a la
oración hay que tener claro que la relación con Dios es algo no sólo
importante, sino esencial en nuestra vida, absolutamente «prioritario». De
hecho, para ir al médico o para la higiene personal encontramos tiempo. Igual
de importante es la oración. Convencido de esto, Juan Pablo II afirmó que es urgente dar prioridad a la oración,
personal y comunitaria, en todos los proyectos pastorales de la Iglesia. Por
desgracia, muchas veces esta advertencia sigue ignorada a la hora de
programar las catequesis infantiles y juveniles, los encuentros de formación
y los proyectos pastorales de las parroquias, movimientos y otras realidades
eclesiales. Y, sin embargo, como afirmaba el Papa, el deseo de una
experiencia personal del misterio, más allá de la religiosidad sociológica
heredada, es la característica que mejor define a un número cada vez mayor de
creyentes que, si no encuentran una respuesta adecuada en la Iglesia, la
buscan fuera de ella. Si no queremos naufragar en las revueltas aguas
contemporáneas, las comunidades cristianas deben tomar en serio esta llamada
a educar a sus miembros en la oración. Así lo expresaba el Pontífice: «Se equivoca quien piense que el
común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial,
incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de
hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino
“cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su
fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción
de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y
transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición. Hace falta,
pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un
punto determinante de toda programación pastoral» . Por su parte, Benedicto XVI ha llegado a afirmar que su principal obligación como
Papa es la de orar: «Sé bien que el primer servicio que puedo hacer a la
Iglesia y a la humanidad es precisamente el de la oración, porque al rezar
pongo confiado en las manos del Señor el ministerio que Él mismo me ha
encomendado, junto con el destino de toda la comunidad eclesial y civil» . A los sacerdotes también les ha recordado que ésta
debe ser una ocupación irreemplazable en sus vidas: «Quiero subrayar lo
siguiente: por más compromisos que podamos tener, es una prioridad encontrar
cada día una hora de tiempo para estar en silencio para el Señor y con el
Señor» y no cesa de invitar a los
fieles a orar «siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1).
Comentando este texto, dice que «A primera vista, podría parecer un mensaje
poco pertinente, poco realista, [… pero]
la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y
lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando
la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la
oración se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del
espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo,
la oración se convierte en la mayor fuerza de transformación del mundo» . 4. Contemplando el amor de Jesús, podemos
salir de nosotros mismos San Juan de la Cruz nos ofrece una
preciosa meditación sobre la pasión y sobre toda la vida de Cristo, al que
presenta como un rey, que se enamora de una pastora. Por amor a ella deja su
reino y su poder, haciéndose en todo igual a ella, para enamorarla. A pesar
de que ella le ha manifestado su amor y Él la ha desposado, la pastora no
termina de ser fiel. Al pastor no le duelen los sufrimientos físicos ni las
penalidades. La causa de su sufrimiento es sólo el desprecio de su pastora.
Sin dejar de pensar en ella, se deja morir de amor. Esta es la historia de la
relación que Cristo entabla con cada uno de nosotros y una llamada a tomarla
en serio. Como decíamos antes, «Ahora es el tiempo favorable. Ahora es el
tiempo de la salvación». No dejemos pasar más tiempo. No perdamos energías en
pensar lo que hacen otros ni en lamentos estériles. Entreguémonos sin
reservas al Amor, para consolar el pecho herido de este pastorcillo
enamorado. Recordemos otras palabras de San Juan de la Cruz, que dice: «A la
tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado y
deja tu condición» . Un pastorcico
solo está penado, ajeno de placer y de contento, y en su pastora puesto el
pensamiento, y el pecho del amor muy lastimado. No llora por haberle amor llagado, que no le pena verse así afligido, aunque en el corazón está herido; mas llora por pensar que está olvidado. Que sólo de pensar que está olvidado de su bella pastora, con gran pena se deja maltratar en tierra ajena, el pecho del amor muy lastimado. Y dice el pastorcico:
¡Ay desdichado de aquel que de mi amor ha hecho
ausencia y no quiere gozar la mi presencia, y el pecho por su amor muy lastimado! Y a cabo de un gran rato se ha
encumbrado sobre un árbol, do abrió sus brazos
bellos, Y muerto se ha quedado asido dellos, el pecho del amor muy lastimad Referencias 1.
Audiencia
general, 17-02-2010. 2.
Audiencia
general, 21-02-2007. 3.
Deus Charitas est, 1. 4.
Cf. Cántico
Espiritual, prólogo. 5.
Vida 10,4. 6.
Dichos de
luz y amor, 1. 7.
Carta 91. 8.
Carta 160. 9.
Carta 162. 10. Carta 168. 11. Oración de alma enamorada. Dichos de
luz y amor, 26. 12. «A cuanto yo puedo entender, la
puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más
mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración; porque la
que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a
quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios». 1 Moradas,
1,7. 13. Novo Milennio
Ineunte, 34. 14. Audiencia general, 13-08-2008. 15. Encuentro con el clero, 06-08-2008. 16. Homilía, 21-10-2007. 17. Dichos de luz y amor, 59 |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |