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La
resurrección de Lázaro P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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La Cuaresma es un
tiempo de preparación para recibir el bautismo en Pascua y para renovarlo,
los que ya lo hemos recibido. A los candidatos al bautismo, la liturgia ha
presentado a Jesús como aquel que puede saciar su sed (domingo de la
samaritana) e iluminar su ceguera (domingo del ciego de nacimiento). Hoy les
anuncia que puede darles vida en plenitud. De hecho, los Santos Padres
llamaban al bautismo palingénesis (regeneración,
nuevo nacimiento), haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, que invita a
nacer de nuevo (cf. Jn 3,3). El relato (Jn
11,1-45). Cuatro días después de la muerte de Lázaro, Jesús se dirige a
Betania. Al llegar, Marta confesó que el cadáver «ya olía» a putrefacción. Se
estableció un diálogo, que terminó con la afirmación del maestro: «Yo soy la
resurrección y la vida». Más tarde, Jesús dijo con autoridad al difunto: «¡Sal fuera!». El amigo lo hizo, envuelto en las vendas y
el sudario. Ante este signo, el último antes del definitivo – que será su
propia resurrección – «muchos creyeron en Él». Se produce el mismo proceso
que en el relato del ciego de nacimiento: Los que acogen con fe las palabras
de Jesús, pueden interpretar correctamente el signo; los que las desprecian,
se endurecen en su rechazo. De hecho, sus enemigos, «desde ese día,
decidieron darle muerte» (Jn 11,53). Él lo sabe, pero no huye, porque,
finalmente, «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre»
(Jn 12,23). La hora de su glorificación coincide con la de su muerte y
sepultura. Solo así se realizará el plan divino de la salvación, al que Él se
somete. Al resucitar a Lázaro antes de su pasión, Jesús enseña que tiene
poder sobre la muerte y anuncia que no le quitan la vida, sino que Él mismo
la entrega voluntariamente. Lázaro, imagen
del hombre que muere. En Lázaro se manifiesta el destino último con el que
cada hombre tiene que enfrentarse: la propia muerte y la de los seres
queridos. En Marta lloran todos los que han sufrido una separación dolorosa,
cuando las palabras no sirven para expresar los sentimientos. Quizás se
podría haber hecho algo por salvarlos, pero ya no se puede. Solo queda
llorar. La salvación de Jesús, para ser completa, tiene que ofrecer respuesta
al enigma último de la existencia humana. Jesús anuncia la resurrección. La
de Lázaro es solo una promesa. San Juan pone cuidado en indicar que salió del
sepulcro, «con las manos y los pies atados por las vendas y la cara envuelta
en un sudario». Lázaro ha recuperado la vida que tenía antes de morir, pero
conserva la condición mortal. Tendrá que volver a pasar por la muerte. Las
vendas y el sudario lo recuerdan. El mismo evangelista hará referencia a que
las vendas y el sudario de Jesús quedaron abandonadas (Jn 20,7), ya que su
resurrección sí es definitiva. No recupera la vida de antes, sino que le
introduce en la vida plena, en la que «ya no habrá muerte, ni llanto, ni
dolor» (Ap 31,4). Pero nuestra
esperanza en la vida eterna no es solo para después
de la muerte. Jesús quiere hacernos partícipes ya, en esta vida mortal, de la
vida eterna. De manera parcial, según nuestras capacidades, pero real. No
tenemos que esperar a morir para empezar a gozar del perdón de Dios y de la
intimidad con Él. Los que creen no morirán para siempre, ya que – de alguna
manera – ya han entrado en la vida. El llanto de
Cristo y el llanto de la Iglesia. Jesús no solo llora por su amigo Lázaro.
Los Santos Padres interpretaron que llora por Adán, al ver los resultados del
pecado. En la mañana de la creación, Dios le advirtió: «Si te apartas de mí,
morirás» (cf. Gn 2,17). Ahora, que su advertencia
se ha cumplido, la humanidad huele a putrefacta y yace en el sepulcro,
aplastada por una pesada losa que no puede mover, incapacitada para entablar
relaciones con el Dios de la vida. Lázaro no es solo el hombre sediento e
incapacitado para saciar su sed (como la samaritana) ni el que no puede ver a
Dios en su vida (como el ciego de nacimiento). No es solo el leproso que
Jesús encontró por los caminos. Es el desposeído de todo, de la vida mortal y
de la eterna. Es la descendencia de Adán, atrapada en el reino de la
corrupción y sin esperanzas humanas de salvación. Ante las consecuencias del
pecado, Jesús llora conmovido. La Iglesia, que
es el Cuerpo de Cristo, también llora por los hombres que yacen en el sepulcro.
Muchos no llevan muertos cuatro días, sino meses y años. Y lo peor es que no
son conscientes. Como hizo Jesús, grita a los humanos para que abandonen sus
pecados, para que salgan de sus sepulcros. A quienes la escuchan, aunque
estén atados por las vendas de sus faltas, los desata para que puedan andar,
ofreciéndoles el perdón. Entonces desaparece el hedor de la muerte (2Cor
2,16) y pueden expandir por el mundo el buen olor de Cristo (2Cor 2,15). P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. Teresianum Piazza San Pancrazio
5/A 00152-ROMA (Italia) |
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Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds |