Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso
Brant -- |
SANTA TERESA DE JESÚS P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
5. La «conversión» de santa Teresa. 7. Mujer inquieta y andariega. Teresa fundadora. 8. En el umbral de la hoguera. 1. INTRODUCCIÓN. Teresa de Cepeda y Ahumada vivió durante el llamado «siglo
de oro español». Época compleja, en la que la «monarquía católica» alcanzó su
máximo poderío económico, militar y político. Contemporánea de Erasmo de Roterdam, Martín Lutero, Carlos V y Felipe II. Por
entonces compuso su música Tomás Luis de Vitoria y escribieron Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León y Cervantes.
Mientras Juan de Herrera construía El Escorial, Diego de Siloé, Juan de Juni y el Greco realizaban sus mejores obras. «La
Celestina» o «El Lazarillo de Tormes», también
contemporáneos, nos describen perfectamente las contradicciones de aquel
tiempo. Las tropas españolas se vieron envueltas en numerosas
guerras internacionales (conquistas en América y en el Pacífico,
enfrentamientos con Francia, Portugal e Inglaterra, «sacco»
de Roma, batalla de Lepanto contra los Turcos, guerras centroeuropeas de religión, etc.).
Demasiados conflictos para una población de apenas seis millones de
habitantes. Las familias castellanas, especialmente, veían partir uno tras
otro a todos sus varones. Comenzaron a faltar los brazos necesarios para el
cultivo de la tierra. Esto, unido a algunos años de sequía y al continuo
crecimiento de los impuestos para mantener esa gran máquina belicista,
provocaron el hambre y la miseria entre la población. Además, la llegada del
oro y la plata americanos hacía crecer la inflación; a pesar de que una gran
cantidad pasaba directamente de las galeras a los depósitos de los
prestamistas extranjeros. La monarquía hubo de anunciar la bancarrota en
varias ocasiones. Las revueltas populares (insurrecciones en Flandes, en
Castilla, en Aragón, en Valencia, etc.) fueron aplastadas sin miramientos. Teresa de Ávila fue plenamente consciente de los
acontecimientos de su tiempo. Es sorprendente la cantidad de referencias que
encontramos en sus obras al Concilio de Trento, a las guerras de religión, a
las revueltas de los moriscos, a los enfrentamientos con Francia y Portugal,
a los procesos inquisitoriales y a los Índices de libros prohibidos, a las
conquistas americanas y a los productos que de allí llegaban: patatas, cocos,
pipote, tacamata... Como veremos, tuvo relación con
S. Pedro de Alcántara, S. Juan de Ávila, S. Luis Beltrán, S. Francisco de
Borja y S. Juan de la Cruz, entre otros. Nos encontramos ante una mujer dotada de una inteligencia
despierta, de una voluntad intrépida y de un carácter abierto y comunicativo.
Su ingenio y simpatía la convirtieron en la preferida de sus padres y
capitana de todos los juegos de infancia. Ella misma reconoce que «las
gracias de naturaleza que el Señor me había dado, según decían, eran muchas»
(V 1,9). Un contemporáneo suyo, el P. Pedro de la Purificación, escribió: «Una
cosa me espantaba de la conversación de esta gloriosa madre, y es que, aunque
estuviese hablando tres y cuatro horas, tenía tan suave conversación, tan
altas palabras y la boca tan llena de alegría, que nunca cansaba y no había
quien se pudiera despedir de ella». Parecido es el testimonio de la Hna.
María de S. José: «Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy
apacible y graciosa». Fray Luis de León añade: «Nadie la conversó que
no se perdiese por ella». Su simpatía natural le abrió numerosas puertas
y le ayudó a entretejer una compleja red de relaciones y de amistades
incondicionales con obispos, religiosas, teólogos,
nobles, hidalgos, mercaderes y arrieros; aunque también le creó serias
dificultades entre los que no veían compatibles la afabilidad y la santidad.
Ella tenía muy claro que «cuanto más santas, han de ser más conversables»,
porque «un Santo triste es un triste Santo» y «un alma apretada no
puede servir bien a Dios». Le gustaba repetir: «Tristeza y melancolía,
no las quiero en casa mía». Sus escritos son un fiel reflejo de su persona y el mejor
camino que tenemos para conocerla. De hecho, al enviar el manuscrito de la
Vida al P. García de Toledo, le escribe: «Aquí le entrego mi alma».
Sin embargo, hoy no podemos seguir manteniendo el prejuicio –tan repetido en
tiempos pasados- de que Teresa escribe como habla, de manera espontánea, sin
esforzarse en la redacción de sus obras. Es cierto que no utiliza muchos
artificios retóricos y que en ocasiones tampoco usa borradores ni tiene
tiempo de repasar lo que ha escrito. Sin embargo, algunos de sus símbolos son
muy elaborados y reescribe completamente varios de sus tratados. Además, las
importantes lagunas sobre temas conflictivos (la ascendencia de su familia
paterna, por ejemplo) y sus repetidas justificaciones y excusas por atreverse
a escribir, a pesar de ser mujer, nos dicen que las cosas no son tan
sencillas como podrían parecer a primera vista. Tan importante como lo que
cuenta en sus libros, es lo que se calla. En parte, sus numerosas cartas
completan estas lagunas. A pesar de todo, a veces nos encontramos con temas
que no desarrolla, por prudencia: «no es para carta... Se lo diré cuando
nos veamos, porque no son cosas para escribirlas». En el siglo XVI no estaba bien visto que las mujeres
fueran letradas, y mucho menos que se dedicaran a escribir. En realidad, la
mujer era casi considerada como un objeto, propiedad del padre o del esposo.
Sus funciones se reducían a ordenar el trabajo doméstico, perpetuar la
especie y satisfacer las necesidades sexuales de su marido, a cuyo arbitrio
se encontraban sometidas. Ella hubo de enfrentarse continuamente a los que
afirmaban que «la oración mental no es para mujeres, que les vienen
ilusiones; mejor será que hilen; no han menester esas delicadezas; bástalas
el Pater Noster y el Ave
María...» (CE 35,2). Contra el parecer mayoritario, ella afirma que, en
el campo de la oración, las mujeres llegan a ser mejores que los varones: «Hay
muchas más que hombres a quien el Señor hace estas mercedes, y esto oí al
santo fray Pedro de Alcántara (y también lo he visto yo), que decía
aprovechaban mucho más en este camino que hombres, y daba de ello excelentes
razones, que no hay para qué las decir aquí, todas a favor de las mujeres»
(V 40,8). Su vida y sus obras son una defensa a ultranza del derecho de la
mujer a pensar por sí misma y a tomar decisiones. Era consciente de la
situación de inferioridad en que se encontraba y necesitó utilizar
continuamente sus dotes persuasivas para que sus obras (y ella misma) no
acabaran en la hoguera. En todos sus libros insiste en que escribe «por
obediencia» a sus confesores o, al menos, «con su licencia». A
pesar de todo, en ocasiones habla de su deseo de escribir, consciente de que
tiene algo valioso que decir: «Al obispo envié a pedir el libro de la
Vida, porque quizá se me antojará de acabarle con lo que después me ha dado
el Señor, que podría escribir otro más grande» (Cta. 174,26). Tampoco es
raro encontrar comentarios suyos como: «Contiene una doctrina harto buena»
en los títulos de los capítulos. También son bien conocidos sus esfuerzos
para publicar el Camino de Perfección ante la desconfianza que tenía sobre la
fidelidad de las numerosas copias que se iban sacando de sus manuscritos. Ante la necesidad de pasar la censura, a cada paso intenta
justificar su actividad, presentándose como inofensiva, insistiendo en que «me
lo han mandado... mucho me cuesta emplearme en escribir, cuando debería
ocuparme en hilar... de esto deberían escribir otros más entendidos y no yo,
que soy mujer y ruin... como no tengo letras, podrá ser que me equivoque...
escribo para mujeres que no entienden otros libros más complicados...». A
pesar de todos sus esfuerzos, en los márgenes de sus escritos podemos
encontrar anotaciones de los censores como ésta: «parece que reprende a
los inquisidores que quitan libros de oración». Y tacharon con tal furia
un desahogo de su corazón, que no se ha podido leer hasta nuestros días,
ayudados por los rayos x, y aún hoy algunas líneas no se pueden descifrar: «No
aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres.
Antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en ellas tanto
amor y más fe que en los hombres... No basta, Señor, que nos tiene el mundo
acorraladas... que no hagamos cosa que valga nada por vos en público, ni
osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos
habíais de oír petición tan justa. No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y
justicia, que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que –como son
hijos de Adán y, en fin, todos varones- no hay virtud de mujer que no tengan
por sospechosa... que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque
sean de mujeres» (CE 4,1). Se añade a lo anterior la dificultad de escribir sobre
temas interiores, «para los que no sirven las palabras ordinarias».
Sus primeros escritos son un tremendo esfuerzo para hacer luz en sus
experiencias místicas. «Hartos años estuve yo que leía muchas cosas y no
entendía nada de ellas; y mucho tiempo que, aunque me lo daba Dios, no sabía
decir ni una palabra para darlo a entender, que no me ha costado esto poco
trabajo» (V 12,6). Comienza subrayando en libros de otros autores lo que
más se parece a lo que ella está viviendo. De ahí pasa a escribir breves
Relaciones que entregar a sus confesores y a personas letradas en busca de
consejo. Más tarde se enfrenta a obras más complejas, con clara intención
docente. Con estos presupuestos claros, nos acercaremos a su vida y a sus
obras. 2. AMBIENTE FAMILIAR. Descendiente de judeoconversos,
su abuelo paterno, Juan Sánchez de Toledo, fue procesado por la inquisición
en 1485 y obligado a llevar el sambenito durante siete viernes. El capirote
quedaba expuesto en la iglesia parroquial del acusado para perpetua memoria e
ignominia del condenado y de sus descendientes. La familia se vio obligada a
abandonar su próspero negocio de telas en Toledo y a trasladarse a un lugar donde
nadie les conociera: Ávila, ciudad de importante memoria histórica, aunque
con menos posibilidades que la populosa capital del imperio. Allí compraron
un certificado falso de hidalguía, que les eximía de pagar impuestos y les
ofrecía otros privilegios, y se dedicaron a dilapidar la fortuna amasada con
tantos esfuerzos, para aparentar una condición que no poseían: la de
cristianos viejos. Los hijos, incluido el que sería padre de Santa Teresa,
casaron con doncellas de la baja nobleza y se dedicaron a la vida de los
caballeros de la época: paseos por la ciudad, vestidos con telas caras y
acompañados de abundante servidumbre, cacerías en la montaña, temporadas en
la casa solariega del campo y –por supuesto- nada de trabajos manuales que
pudieran manchar la «honra» de la familia. La recaudación de rentas reales y
de beneficios eclesiásticos y la administración de abundantes tierras y
cabezas de ganado supusieron una buena fuente de ingresos mientras vivió el
emprendedor abuelo, pero se mostraron insuficientes a su muerte. En el siglo XVI se entendía la honra como un reflejo de la
opinión de los demás (la reputación) y no como la posesión de unas virtudes.
Ella lo reconoce al afirmar que «por maravilla hay honrado en el mundo si
es pobre, antes, aunque sea en sí honrado, le tienen en poco» y que «estamos
en un mundo en el que hay que pensar lo que puedan decir de nosotros para que
hagan efecto nuestras palabras». Por honra se podía matar o dejarse morir
de hambre (se puede pensar en todos los personajes que desfilan por la
literatura picaresca de la época: licenciados, hidalgos o clérigos
arruinados, que sólo poseían una camisa, o dormían en el suelo, o no tenían
para comer, pero no se privaban de escudero o criada). La honra conllevaba el
reconocimiento social, pero se convertía en una verdadera esclavitud: los
vestidos, los alimentos, los gestos, los tratamientos... tenían que ser
conformes a la propia condición: «Está el mundo de manera que habían de
ser más largas las vidas para aprender los puntos y novedades y maneras que
hay de crianza... Hasta para aprender los títulos en los encabezamientos de
las cartas se necesita ser catedrático» (V 37,9ss). El trabajo manual se
consideraba deshonroso. Los descendientes de conversos y los que ejercían
algunos oficios considerados viles estaban continuamente expuestos a sufrir
afrentas y exclusiones, podían ser detenidos y torturados por cualquier
motivo y nunca podían aspirar a formar parte de las clases influyentes de la
sociedad. Muchos oficios, tanto civiles como eclesiásticos, les estaban
también vedados. Cuando la Santa comienza el «Libro de la Vida» no dice que
sus padres fueran nobles (al contrario que todos sus biógrafos antiguos),
sino que eran «virtuosos y temerosos de Dios... de mucha caridad con los
pobres y grandísima honestidad». Incluso en cierta ocasión que el P. Gracián se puso a hablar de la nobleza del linaje de la
Santa, ella «se enojó mucho conmigo porque trataba de esto, y dijo que a
ella le bastaba ser hija de la Iglesia Católica y que más le pesaba haber
hecho un solo pecado, que si fuera descendiente de los más viles y bajos
villanos y confesos del mundo». Es sorprendente la cantidad de páginas
que Santa Teresa dedica a hablar de «la pestilencia de la honra»,
insistiendo en que en sus conventos «todas han de ser iguales y la que
tenga padres más nobles, que los nombre menos». Aunque las Órdenes
religiosas pedían a los candidatos un certificado de «limpieza de sangre» (no
ser hijo ilegítimo ni descendiente de judíos, musulmanes, indios, negros...),
ella no permitió que se introdujera esa norma en sus Constituciones. 3. INFANCIA Y JUVENTUD. Alonso Sánchez de Cepeda se casó sucesivamente con dos
hijas de terratenientes. La peste de 1507 se llevó a su padre, Juan, y a su
primera esposa, Catalina del Peso, con la que llevaba dos años casado y que dejó dos hijos pequeños. Pronto volvió a
casar con Beatriz de Ahumada, de sólo 14 años, que moriría a los 33, después
de haberle dado 10 hijos más: «Éramos tres hermanas y nueve hermanos»
(V 1,4). Teresa nació en 1515 en una casa grande y acomodada, con
huerto, noria y establos, arcones, tapices y alfombras. El alto nivel de vida
fue vaciando las arcas del padre, el cual gastaba gran parte de su tiempo
entre libros de Séneca, Boecio, vidas de Santos...
que él mismo se encargaba de leer a sus hijos. La madre también era una
apasionada de la lectura, especialmente de los libros de caballerías. Desde
muy pequeña, Teresa heredó esta afición de sus padres: «Era tan en extremo
lo que en esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parece tenía
contento» (V 1,1). Quedará para siempre «amiga de letras» (V 5,3;
13,18). Más tarde recomendará a sus monjas que sean amigas de los buenos
libros, que «son alimento para el alma como la comida lo es para el cuerpo».
Ella misma enseñó a leer y escribir a algunas de las candidatas al Carmelo. Con 7 años convence a su hermano Rodrigo para que se
escapen juntos «a tierra de moros, para ser decapitados por Cristo» y
alcanzar, así, las glorias del cielo. Un tío suyo los detuvo junto a la Cruz
de los cuatro postes y hubieron de contentarse con dedicarse a construir
pequeñas ermitas en el huerto familiar «juntando unas piedrecillas, que
pronto se nos caían». Allí soñaban con aventuras y la pequeña Teresa
llegó a escribir un libro de caballerías, hoy perdido. Sus amigas la
molestaban porque no había ninguna Santa con su nombre en el calendario; ella
les respondía segura: «Yo seré la primera». Cuando Teresa contaba
13 años, falleció su madre. «Como yo entendí lo que había perdido,
afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas» (V
1,7). Podemos decir que aquí termina su infancia. La relación con una prima de costumbres ligeras enfría su espíritu
y hace que los entretenimientos de la niñez queden cada vez más lejos y se
cambien por coqueteos y conversaciones vanas. Su alto sentido del honor y las
continuas advertencias de su padre impidieron que una amistad particularmente
afectuosa con un primo llegase a fraguar en relaciones carnales: «Comencé
a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de
manos y cabello, y olores y muchas vanidades... Hasta que traté con ella no
tenía totalmente perdido el temor de Dios, aunque lo tenía mayor de la honra.
Éste tuvo fuerza para no perderla del todo... Mi padre y mi hermana reprendíanme muchas veces... Era el trato con quien por
vía de casamiento me parecía poder acabar bien» (V 2,2ss). En 1530 partió hacia las Indias su hermano Hernando,
huyendo de las penurias económicas que se cernían sobre la familia por los
gastos excesivos. Pronto le seguirían otros hermanos. En 1531 se casa su
hermana María. Ocasión que aprovecha D. Alonso para internar a su hija como
pupila en las Agustinas. Allí se hospedaban jóvenes de buena familia en un
ambiente de recogimiento, en el que aprendían labores y unas rudimentarias
nociones culturales. «Me llevaron a un monasterio que había en ese lugar,
adonde se criaban personas semejantes... aguardaron a coyuntura que no
pareciera novedad; porque haberse casado mi hermana y quedar yo sola, sin
madre, no era bien» (V 2,6). Teresa tenía 16 años y se declaraba «enemiguísima de ser monja». La hermana María de
Briceño era la encargada de las doncellas. Su trato afable y su piedad
sincera conquistaron el corazón de Teresa: «Holgábame
de oírla cuán bien hablaba de Dios... Estuve año y medio en este monasterio,
harto mejorada» (V 3,1). Una enfermedad de «calenturas con grandes desmayos»
la obliga a retornar a la casa paterna. Será el anticipo y el anuncio de una
vida marcada por la enfermedad. Una vez recuperada, visita a su tío Pedro en Hortigosa y a su hermana María en Castellanos de la
Cañada. El primero era un hombre viudo, desengañado de las cosas del mundo,
que ocupaba su tiempo en leer buenos libros ascéticos y le regaló las cartas
de S. Jerónimo. Teresa era ya una mujer y le había llegado el tiempo de tomar
decisiones sobre su futuro. No tenía muchas alternativas. O someterse a un
marido hasta morir de sobreparto, como muchas de sus contemporáneas –incluida
su propia madre- o meterse monja. Ella misma reconoce que, al decidirse por
la segunda opción, no lo hacía por motivos sobrenaturales totalmente claros: «Más
me parece me movía un temor servil, que no amor» (V 3,6). Incluso al
decidirse por las Carmelitas, lo hace porque allí estaba su gran amiga Juana
Juárez: «Miraba yo más mis gustos y mi vanidad que lo que fuera mejor para
mi alma». Pero Dios sabe escribir derecho con renglones torcidos. 4. MONJA EN LA ENCARNACIÓN. Teresa comunicó a su padre el deseo de hacerse monja, pero
éste se negó a que lo pudiera realizar «mientras él estuviera vivo».
Así que esperó el momento oportuno para huir en medio de la noche, en
compañía de su hermano Antonio, al que había convencido para que entrara en
los Dominicos. Era el 2 de noviembre de 1535. Teresa contaba 20 años y
era tal el afecto que tenía a su padre, que sintió un terrible dolor al dejar
su casa: «No creo será más el sentimiento cuando me muera, porque me
parece que cada hueso se me apartaba de su sitio» (V 4,1). Pronto aceptó
su padre la novedad y ofreció una generosa dote: veinticinco fanegas de pan,
una cama con dos colchones, seis almohadas, dos cojines, alfombras, ropas
abundantes, hábitos, sayas, mantos, velas, limosnas... y hasta tocas nuevas y
un banquete para todas las religiosas del convento. Ella se adaptó bien a su
nuevo estado: «En tomando el hábito, entróme un
gran contento, que no me ha faltado hasta hoy» (V 4,2). En el noviciado tomó contacto con la riquísima tradición
espiritual de la Orden del Carmen, que poseía una larga e ilustre historia
desde sus orígenes en el Monte Carmelo, en Palestina. Allí, desde el siglo IV
d.C., algunos ermitaños orientales se habían retirado a vivir en soledad,
consagrados a la oración y a la meditación de la Palabra de Dios, tras las
huellas del profeta Elías, que en el siglo IX a.C. había realizado algunas de
sus mayores gestas sobre dicho monte. A finales del siglo XII d.C., algunos
peregrinos latinos, que habían acudido con los cruzados a Tierra Santa se
retiraron también a una de las laderas de la montaña, en la que levantaron
una capilla en honor de la gloriosa Virgen María, Señora del lugar. Al poco
tiempo, San Alberto, Patriarca latino de Jerusalén, les dio una regla de
vida, en la que resumía su proyecto en «vivir en obsequio de Jesucristo,
imitando a la Virgen María, meditando día y noche la Ley del Señor, a no ser
que están ocupados en otras legítimas obligaciones». Pronto se
trasladaron a Europa, dando a la Iglesia grandes predicadores y escritores de
vida espiritual, extendiendo por todo el viejo continente la devoción a la
Virgen del Carmen. Al igual que las demás Órdenes religiosas, en el siglo XIV
había comenzado una época de decaimiento, a la que habían seguido muchos
intentos de reforma. Cuando Teresa se hace Carmelita, el Monasterio de la
Encarnación era un edificio nuevo, aún no terminado. El primitivo beaterio de
1478 había conocido distintas ubicaciones hasta que se pudo decir la primera
Misa en el actual emplazamiento el 4 de abril de 1515, el mismo día en que
ella fue bautizada. El grupo inicial de 14 religiosas no había parado de
crecer, llegando a ser al entrar Santa Teresa más de un centenar. Los gastos
ocasionados por la construcción de nuevas celdas y locutorios retrasaban la
finalización de la Iglesia y endeudaba progresivamente a la comunidad. La estructura de éste y de cualquier otro monasterio de su
época era un reflejo de la sociedad contemporánea, y difería mucho de la que
podemos encontrar hoy en las comunidades religiosas. Muchas de las monjas
eran mujeres sinceramente vocacionadas, que querían
entregarse por completo al servicio del Señor. Entre ellas había algunas
ejemplares e incluso Santas. Al mismo tiempo, como no se aceptaba que una
mujer pudiera permanecer soltera, los monasterios se convertían en
residencias de hijas de buena familia a quienes sus padres no habían
conseguido un partido conforme a su condición, así como de viudas piadosas,
hijas rebeldes y, en el caso de los conventos más poderosos, miembros de las
grandes familias, que se servían de los bienes y posesiones del monasterio
para acrecentar su patrimonio e influencia social. De todas formas, como cada
monasterio era jurídicamente independiente (incluso los pertenecientes a una
misma familia religiosa), las cosas podían cambiar mucho de unos a otros. En el caso de la Encarnación, las religiosas que podían
aportar una dote y sabían leer eran «de velo negro», estaban obligadas al
rezo de las Horas canónicas en el coro y tenían voz y voto en los capítulos
conventuales. Aquellas que no podían aportar una dote eran «de velo blanco» y
se dedicaban a las tareas domésticas, sin tener obligación del rezo coral ni
poder participar en las reuniones en que se tomaban decisiones conventuales.
Estas últimas y las criadas tenían dormitorios y comedores comunes, donde
muchas veces faltaba lo esencial. Las «doñas» que se lo podían pagar tenían
amplias habitaciones con cocina propia, despensa, oratorio, recibidor y
alcoba (es el caso de Teresa). Además, podían llevar consigo vestidos, joyas,
familiares y siervas y estaban exentas del rezo en común y de otras
obligaciones. Ante la imposibilidad de alimentarlas a todas en el monasterio,
en ocasiones muchas eran enviadas a casa de sus padres o de bienhechores.
Cuando ingresa Teresa hay unas 50 religiosas en esta situación. Más tarde,
también ella pasará temporadas fuera del monasterio. Como es natural, entre
las que eran obligadas a permanecer en el convento por sus familias, había
muchas desmotivadas. De ellas escribirá Santa Teresa que «están con más
peligro que en el mundo» y que «es preferible casarlas muy bajamente
que meterlas en monasterios». También nos describe algunas costumbres en
las que nunca participó, pero que eran muy comunes entre estas mujeres sin
vocación: «Tomar yo libertad ni hacer cosa sin licencia, digo por agujeros
o paredes o de noche, nunca hice». Ya hemos dicho que Teresa de Cepeda y Ahumada se hace
monja sin una clara conciencia vocacional: «Aunque no acababa mi voluntad
de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más
seguro estado; y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle» (V
3,5). Sin embargo, las lecturas piadosas, el buen ejemplo de algunas hermanas
y su carácter generoso, la fueron llevando a tomar muy en serio su vida:
confesiones frecuentes, oración en el coro, servicios a las hermanas,
realización de oficios humildes, ayunos y penitencias. En este último campo
no tenía quien la guiara por los caminos de la moderación y su impetuosidad
la llevó a extremos exagerados, que más tarde condenará en sus obras. Una
testigo nos dirá: «Hacía tan grandes y extraordinarias penitencias, que la
disminuyeron la salud». Efectivamente, los excesos estuvieron a punto de
acabar con ella: «Comenzáronme a crecer los
desmayos y diome un mal de corazón tan grandísimo,
que ponía espanto, y otros muchos males juntos... que me privaba del sentido
muchas veces» (V 4,4). En otoño de 1538 tiene que abandonar el
monasterio. Su padre la hace visitar de los médicos de Ávila, que no encuentran
remedio, por lo que se deciden a probar fortuna con una famosa curandera que
vive en Becedas, cerca de la casa de su hermana
María, en Castellanos de la Cañada. La acompañan su padre y su amiga Juana
Juárez. En el camino se encuentra de nuevo con su tío Pedro de Hortigosa, que esta vez le regala un libro que enseña la
oración de recogimiento: el «Tercer Abecedario», de Francisco de Osuna. Un
libro que sería fundamental en la vida y escritos de Teresa, ya que le
abriría el camino de la oración mental. Le fascinó lo que allí encontró desde
la primera página: «La amistad y comunicación de Dios es posible en esta
vida, más estrecha y segura que jamás fue entre hermanos ni entre madre e
hijo». Como las curas no podían empezar hasta la primavera, pasan
el invierno en casa de su hermana. Allí comienza a poner en práctica lo que
va aprendiendo sobre la oración. Las conversaciones con el cura del lugar son
frecuentes. Como suele suceder, le gana el corazón y él termina confesándole
que vive en tratos carnales con una mujer desde hace más de siete años,
convencido de que le tiene hechizado. Teresa sabe ser paciente y firme,
ayudándole a «vencer un amor con otro amor mayor», pedagogía que usará
en el futuro con sus monjas. «A cabo de un año en punto, desde el primer día
que yo le vi, murió... muy en servicio de Dios». Llegando la primavera comenzaron tres meses de curas
salvajes, que la hacen empeorar: «A los dos meses, por causa de las
medicinas me tenía casi acabada la vida... ninguna cosa podía comer,
calentura (fiebre) muy continua, porque me había dado una purga cada día...
dolores insufribles» (V 5,7). Vuelven a Ávila y los médicos la dan por
desahuciada. El 15 de agosto se siente morir y pide un confesor. Su padre no
quiere llamar al sacerdote para dar una falsa confianza a la enferma. Durante
la noche sufre un ataque de convulsiones y pierde el sentido. Los médicos
certifican su muerte, en un convento de frailes de la Orden se celebran los
funerales, en la Encarnación han abierto la sepultura y esperan el cadáver.
El padre, que no había permitido que su hija recibiera los últimos
sacramentos, parece enloquecer y afirma que no está muerta. Nadie se atreve a
llevarse a la difunta hasta que él se convenza. Esperan que con el paso de
las horas comience la descomposición del cuerpo. La terrible situación se
alarga cuatro días. Finalmente, Teresa abrió los ojos, aunque sólo podía
mover un dedo de la mano derecha y hablaba con dificultad. «Quedé de estos
cuatro días, que sólo el Señor puede saber los insoportables tormentos que
sentía en mí; la lengua hecha pedazos de mordida; la garganta, de no haber
pasado nada y de la debilidad que me ahogaba, que aún el agua no podía
pasar... sin poderme menear... me quedé en los huesos... Estar así me duró
más de ocho meses; estar tullida, aunque iba mejorando, casi tres años»
(V 6,1ss). Ella nos confiesa lo que le ayudó en este tiempo la
lectura de la historia de Job en los Morales de S.
Gregorio, así como otros buenos libros y la perseverancia en el camino
oracional comenzado en Castellanos y en Becedas. Su
lecho de dolor se convierte en una escuela. Habla de su oración e invita a
orar con ella a quienes la visitan. Su mismo padre y su amiga Juana Juárez
son sus primeros alumnos. «Trataba mucho de Dios, de manera que edificaba
a todas, y se espantaban de la paciencia que el Señor me daba... Quedóme deseo de soledad, amiga de tratar y hablar en
Dios... comulgar y confesar muy a menudo... amiguísima de leer buenos libros».
Sana por intercesión de S. José y abandona la enfermería con 26 años,
aunque le quedarían secuelas de esta enfermedad para el resto de sus días:
dolores articulares, temblores, desmayos, vómitos, fiebres, hemorragias, etc. Lo milagroso de su curación, la profundidad de sus
palabras sobre temas oracionales y su simpatía natural hacen que sean muchos
los que acudan a escucharla y a consultarle sus asuntos. Las conversaciones
en el locutorio se alargaban, derivando muchas veces en temas
intrascendentes, convirtiéndose en pasatiempos. Como esto revertía en
limosnas para el convento, tan necesitado, a todos parecía bien, incluso a
ella misma. Aquí introdujo el demonio la mayor tentación de toda su vida,
disfrazada de humildad. Teresa se siente indigna de acercarse a la oración,
convencida de que sólo las personas perfectas son dignas de tratar con Dios y
viéndose a sí misma tan imperfecta: «comencé a temer de tener oración, de
verme tan perdida». Ella quería sinceramente clarificar sus dudas, pero
no encontraba con quién: «Yo no hallé confesor que me entendiese... Gran
daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los tenía de tan
buenas letras como quisiera». A finales de 1543 enferma su padre. Desde hacía 5 años
practicaba la oración y había cambiado el tenor de su vida, eliminando lujos
y criados, vistiendo con sencillez, intentando arreglar sus maltrechas
finanzas. Sus hijas le atiende con solicitud en su
enfermedad, hasta que fallece muy cristianamente. Al leer el testamento se
encuentran con una realidad ya sospechada: Había gastado todos sus bienes,
así como los de sus dos esposas y sólo legaba deudas. Nadie quiere hacerse
cargo del testamento y hubo de venderse la casa paterna para pagar a los
acreedores. Los hijos del primer y del segundo matrimonio inician procesos
judiciales reclamando lo que les correspondía de sus madres (en realidad
fueron el esposo de su hermana mayor, María, y el de su hermana menor, Juana,
los que envenenaron las relaciones familiares). A pesar de las continuas
mediaciones de Teresa, el pleito se prolongará por espacio de siete años. Aún
en 1561 lo renovará uno de los cuñados. Con motivo de la enfermedad de su padre, tuvo ocasión de
tratar ampliamente con el P. Vicente Barrón, Dominico, confesor de la
familia, hombre de letras, que le recomendó que volviera a la oración, que ya
nunca dejaría. De regreso a la Encarnación se llevó consigo a su hermana
Juana, de 15 años, a la que crió con todo afecto, en su propia celda, durante
10 años. Otros hermanos viajaron a las Indias. Las revueltas y luchas
internas de los conquistadores ponían continuamente en peligro la vida de los
que habían partido. De hecho su hermano Antonio muere en la batalla de Iñaquitos, en la que también son heridos sus otros
hermanos Lorenzo y Hernando. En 1548 participan Teresa y Juana junto a otras
personas de Ávila en una peregrinación a Guadalupe, para pedir por sus deudos
a la Virgen. Su vida cotidiana se repartía entre los rezos
comunitarios, la lectura espiritual, la oración personal en su oratorio
privado, el cuidado de las enfermas de la casa y la atención a las numerosas
personas que solicitaban su compañía en el locutorio. Los testimonios de la
época nos hablan de la generosidad y de la piedad de la Hermana Teresa, así
como de su simpatía y de la llaneza de su trato. Muchos la consideran una
«santa religiosa». Ella, sin embargo, no termina de estar contenta, se
encuentra dividida: «Por una parte me llamaba Dios, por otra yo seguía al
mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de
Dios, teníanme atada las del mundo. Paréceme quería
concertar estos dos contrarios» (V 7,17). En esta tensión se mantuvo
durante 10 años, hasta que Dios la venció totalmente. Al respecto, exclama: «Antes
me cansé yo de ofenderos que vos de perdonarme». 5. LA «CONVERSIÓN» DE SANTA TERESA. En este tiempo, su corazón inquieto interpretó varios
acontecimientos como llamadas personales de Dios. En cierta ocasión, cuando
estaba atendiendo a una visita, sintió que el Señor la miraba enojado. Otra
vez le hizo reflexionar la presencia de un sapo de gran tamaño en el
locutorio. En algunos sermones le parecía que el Señor la llamaba a grandes
voces. Cierto día, al entrar en su oratorio y ver allí la imagen de «un
Cristo muy llagado», se siente dolorida por lo mal que ha pagado tanto
amor y, entre lágrimas, le suplica fortaleza para no ofenderle más (V 9,1).
Poco tiempo después se siente interpelada por las «Confesiones» de S.
Agustín. «En especial, después de estas dos veces de tan gran compunción
comencé más a darme a la oración... y fueron creciendo las mercedes
espirituales... Me venía un sentimiento de la presencia de Dios, que en
ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí y yo toda engolfada en él»
(V 9,10). Estamos en 1554. Teresa contaba 39 años y se dispone a
comenzar una nueva etapa de su vida. De hecho, cuando nos cuente su historia,
se siente obligada a hacer un gran paréntesis aquí, para introducirnos unas
reflexiones sobre la oración, que nos ayuden a comprender lo que vendrá
después. Al retomar el relato, dirá: «Es otro libro nuevo de aquí
adelante, digo otra vida nueva» (V 23,1). No corren buenos tiempos para los espirituales. El
Cardenal Cisneros, regente a la muerte de los reyes Católicos, había iniciado
un amplio movimiento renovador en toda España, fundando universidades,
reformando conventos, favoreciendo el estudio de los idiomas bíblicos y de la
Teología, multiplicando la publicación de libros en latín y en castellano,
generalizando la predicación en las Iglesias y la práctica de la oración
mental. Carlos I y su corte de flamencos no simpatizaron con Cisneros, ni con
sus consejos, ni con sus maneras de hacer. La Reforma Protestante y las
guerras de religión dividieron Europa y todo lo que sonara a interioridad era
investigado por los tribunales de la Inquisición. El nuevo Inquisidor
general, Francisco Valdés y su terrible consejero, el Teólogo escolástico
Melchor Cano, llenaron las cárceles con los discípulos de Cisneros, con los
erasmistas, con los alumbrados... Incluso fueron condenados el ex-secretario
de Cisneros, el Obispo de Verisa, Juan de Cazalla y
hasta el Arzobispo de Toledo y Primado de España, Bartolomé de Carranza, por
atreverse a escribir cosas como ésta: «No hay que maravillarse de que Dios
quiera comunicarse a las mujeres y a los labriegos antes que a los letrados».
Incluyen, uno tras otro, todos los libros que tratan de espiritualidad en el Índice
de libros prohibidos (sólo en 1551 publican 4 Índices). Muy poco después,
en 1559, Felipe II obliga a regresar a todos los españoles que estudian o
enseñan en el extranjero, se prohibe introducir en
España libros publicados fuera de sus fronteras y traducir al español libros
escritos en otros idiomas, incluso harán quemar las obras de Sto. Tomás de
Villanueva, S. Francisco de Borja, S. Juan de Ávila, Fray Luis de Granada, y
todos los libros que ella había devorado con ansias de aprender y había
recomendado a tantas otras personas. Famosos son los autos de fe realizados
en Valladolid y Sevilla en 1559, en los que se llevaron a la hoguera,
acusadas de alumbradas, gentes muy principales del Reino. No es extraño el
miedo que surge en los confesores de Teresa cuando les habla de su oración,
hasta llegar un momento en que ningún sacerdote de Ávila quiere aconsejarla.
Este clima envenenado explica las continuas contradicciones de los años
posteriores: denuncias a la inquisición, secuestro del libro de la Vida,
castigos, persecuciones... Y el descanso que supuso para la Santa poder
exclamar, antes de fallecer: «Muero, al fin, hija de la Iglesia». De momento, trata de su oración con Francisco de Salcedo,
caballero con fama de santo, que había estudiado Teología en los Dominicos, y
con el maestro Gaspar Daza, clérigo algo letrado. Ambos le meten miedo,
porque insisten en que Dios sólo hace gracias sobrenaturales a las almas muy
avanzadas en la virtud y en la mortificación. Para ellos escribe una relación
de su vida, hoy perdida, acompañándola de la «Subida al Monte Sión», de Fray
Bernardino de Laredo, donde subraya lo que cree que le está pasando (V
23,14). Insisten en que lo suyo tiene que ser obra del demonio. Le
recomiendan que exponga su caso a los Jesuitas, recién llegados a Ávila. Para
ellos escribe una descripción más pormenorizada de su vida y pecados, hoy
también perdida (V 23,15). Los discípulos de San Ignacio se habían formado en
Italia, en contacto con las nuevas corrientes del pensamiento europeo.
Conocían bien a los autores humanistas y tenían una mentalidad menos temerosa
que la de los clérigos formados en España. Diego de Cetina, primero, y Juan
de Prádanos, después, la confortaron, asegurando
sin titubeos que «era espíritu de Dios muy conocidamente», diciéndole
que Dios esperaba mucho de ella e invitándola a reflexionar cada día en un
paso de la vida de Nuestro Señor (V 23,16). Ella se sintió feliz, porque los
Jesuitas la conducían «por modo de amar a Dios, y como que dejaban
libertad». Al poco tiempo pasó por la ciudad S. Francisco de Borja, con
el que se encuentra y que «díjome que era
espíritu de Dios, y que le parecía no era bien resistirle más... que siempre
comenzase la oración con un paso de la Pasión, y que si después el Señor me
llevase, no lo resistiese» (V 24, 4). Fue el inicio de una profunda
amistad, que se fraguó en otros encuentros y en numerosas cartas. En la vida
de Santa Teresa supuso un paso decisivo, ya que desde entonces construyó su
oración enteramente sobre la Humanidad del Señor. Una nueva enfermedad la saca del convento, a casa de una
parienta, cerca del colegio de los Jesuitas y del palacio de Dª Guiomar de Ulloa, con la que
traba una profunda amistad y con quien pasa los siguientes tres años. En Pentecostés
de 1556, mientras rezaba el Veni Creator, se sintió embargada por una fuerza interior
que la transformaba: «Vínome un arrebatamiento
tan súbito, que casi me sacó de mí... Fue la primera vez que el Señor me hizo
esta merced de arrobamiento. Entendí estas palabras: "Ya no quiero que
tengas conversación con hombres, sino con ángeles"... Desde aquel día
quedé yo tan animosa de dejarlo todo por Dios» (V 24,7). Significó un
nuevo hito en el camino espiritual de Teresa. Ella lo denominó desposorio
espiritual. Tenía, por entonces, 41 años. Regresa a la Encarnación en 1558. Por entonces, el P. Prádanos es sustituido en Ávila por el P. Baltasar
Álvarez, que hereda todos sus dirigidos, pero no sus dotes de discernimiento.
Amigo del rigorismo, la simpatía y naturalidad le parecen inadecuadas para
una monja. Comenta con otras personas lo que ella le consulta en secreto,
trata con dureza a la penitente, la llena de inquietudes, pone en contra suya
a las personas serias, austeras y letradas. Todos insisten en que sus voces y
experiencias proceden del demonio. En este desasosiego se mantendrá varios
años. El 29 de junio de 1560, le sucede algo insospechado: «Estando
un día del glorioso S. Pedro en oración, vi junto a
mí a Cristo, o lo sentí, por mejor decir -que no vi
nada con los ojos del cuerpo ni del alma- ... Yo, como estaba ignorantísima
de que podía haber semejante visión, diome gran
temor al principio y no hacía sino llorar, aunque en diciéndome unas
palabras, me quedaba quieta y con regalo y sin ningún temor» (V 27,2).
Teresa tenía locuciones o «hablas interiores» desde cuatro años antes.
Comienza ahora a tener visiones. Unas y otras «no con los ojos ni los
oídos del cuerpo, pero quedaba más segura que de las cosas que se ven y se
oyen por los sentidos». El corrillo de la Compañía insiste en que son
cosas del demonio, y que tiene que conjurarle «haciéndole higas». En
julio de 1560 tiene lugar, por primera vez, la experiencia de la
transverberación. Su amor era tan intenso, que sentía como si le clavaran un
dardo de fuego en el corazón y le arrancaran las entrañas, dejándola abrasada
de amor: «creciendo en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién
me lo ponía ... Veíame
morir con deseo de ver a Dios» (V 29,8). Muchas veces insiste en que
estas gracias suceden a un nivel más profundo que el de los sentidos, en el
«hondón» del alma: «No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja
de participar el cuerpo» (V 29,13). Por entonces compone su primer poema conocido: «¡Oh, Hermosura que escedéis / a
todas las hermosuras! / Sin herir dolor hacéis / y sin dolor deshacéis / el
amor de las criaturas ... Juntáis quien no tiene ser
/ con el ser que no se acaba; / sin acabar, acabáis; / sin tener que amar, amásis, / engrandecéis nuestra nada». La poesía y el
canto (coplas, villancicos, cantarcillos) serán para ella importantes medios
para expresar sus sentimientos. Las recoge en sus cartas, comenta las que
componen sus amistades, las intercambia... quedando en el Carmelo, desde
entonces, la costumbre de realizar composiciones piadosas. Ella distingue claramente entre la meditación y la
contemplación. La primera es discursiva y se realiza con el esfuerzo de
nuestro entendimiento. La segunda es intuitiva y se recibe como don gratuito.
Produce asombro, embeleso y gozo en quien la experimenta. Ella percibe la
presencia misteriosa, pero real, del Señor a su lado y entiende verdades que
nadie antes le había explicado. Vive la certeza de la cercanía y del amor de
Dios. A estas vivencias las llama contemplación, «sabiduría infundida» y
«mística teología». Más tarde conseguirá explicarlo detenidamente: «sin
ruido de palabras le está enseñando este divino Maestro, suspendiendo las
potencias. Gozan sin entender cómo gozan. Está el alma abrasándose en amor y no
sabe cómo ama. Conoce que goza de lo que ama y no sabe cómo lo goza. Bien
entiende que no es gozo que alcanza el entendimiento a desearle. Abrázale la
voluntad sin saber cómo ... Es don del Señor» (C
25,2). De momento, sin embargo, no encuentra las palabras adecuadas ni
consejero que le ayude. Con el multiplicarse de las gracias místicas, crecen
las habladurías e incomprensiones, por lo que llega a pedir irse a otro
convento, lejos de Ávila: «Me quería ir de este lugar y dotar en un
convento muy más encerrado... y nunca mi confesor me dejó». En agosto de
1560 visita la ciudad Pedro de Alcántara y Teresa tiene la ocasión de
tratarle durante ocho días en casa de Dª Guiomar. Repetidamente aprueba su espíritu. «Vi que me entendía por experiencia, que era todo lo que
yo había menester... Me dio grandísima luz». (V 30,4). Desde entonces, S.
Pedro de Alcántara se convirtió en uno de los mejores amigos y consejeros de
la Santa. 6. EN S. JOSÉ DE ÁVILA. Un atardecer de septiembre de 1560, se encontraban reunidas
en la celda de Dª Teresa dos sobrinas suyas, a las
que ella criaba allí, y otras diez religiosas amigas, comentando una carta
circular que había hecho llegar Felipe II a todos los conventos, en la que
exponía los daños causados por los luteranos en Francia y en el resto de
Europa, y pidiendo oraciones por la unidad de la Iglesia. Comenzaron a tratar
del gran bien que hace la oración de los buenos religiosos, de los ermitaños
antiguos del Monte Carmelo, de Fray Pedro de Alcántara y de las Descalzas Reales,
que él había reformado, de lo hermoso que sería vivir en una comunidad así...
Su sobrina María de Ocampo (la futura María Bautista, Priora de Valladolid,
que tanta importancia tendrá en los orígenes del Carmelo Descalzo) aseguró
que, si se hacía, aportaría mil ducados y Dª Guiomar, que se había unido al grupo, también prometió su
ayuda. Teresa no estaba muy convencida, hasta que pocos días después sintió
al comulgar que Cristo «mandóme mucho lo
procurase, haciéndome grandes promesas que no se dejaría de hacer el
monasterio» (V 32,11). Comienzan dos años de luchas continuas. Sus confesores
dicen que es una locura. Ella quiere pareceres autorizados, por lo que
escribe a S. Pedro de Alcántara, S. Francisco de Borja y S. Luis Beltrán, que
responden apoyándola incondicionalmente. El Provincial de los Carmelitas, el
P. Salazar, aprueba la fundación, por lo que pide un Breve Papal para
realizarla. Cuando se conoció la noticia en la Encarnación y en la ciudad, la
mayoría se puso en contra y el mismo Provincial retiró su apoyo (V 32,15).
Como la acusaban de alumbrada y endemoniada, pide su parecer al teólogo más
renombrado en ese momento en Ávila: el dominico P. Pedro Ibáñez, para el que
escribe un memorial con la situación de su espíritu, la primera «Cuenta de
Conciencia» que conservamos. A pesar de la oposición de la ciudad y las
presiones que recibe, el parecer del Dominico será positivo y lo acompañó con
un dictamen laudatorio, escrito en 33 puntos. Se decide a pedir un segundo
Breve Papal; esta vez poniendo el monasterio bajo la obediencia del obispo.
Aunque las contradicciones crecieron, hizo venir de Alba a su hermana Juana y
a su esposo para que se encarguen de las obras de adaptación de una casita
fuera de las murallas (V 33,4ss). Las obras se alargan porque unos muros
ceden y los dineros faltan, pero la llegada de algunas monedas de oro
enviadas desde América por su hermano Lorenzo supone una gran ayuda (Cta.
2,1-2). La lectura del «Audi Filia» de S. Juan de
Ávila la llena de consuelo. Cuando todo está más complicado, recibe una orden del
Provincial de trasladarse a Toledo, al palacio de Dª
Luisa de la Cerda (V 34). Esta nobilísima mujer «estaba en extremo
afligida y con gran peligro de perder el juicio por el sentimiento que tenía
de la muerte de su marido... Gente principal de la cristiandad la había
intentado consolar trayéndole personas santas, sin conseguirlo». Pasa en
Toledo los seis primeros meses de 1562. Allí se gana el afecto de Dª Luisa y de todos los de su casa y entra en contacto
con lo más granado de la sociedad civil y eclesiástica de España. Allí
conoció a María Salazar, una jovencita de refinada cultura, escritora y
poetisa, de gran personalidad que, con el tiempo, será una de las grandes
colaboradoras de la Santa, priora de Sevilla y fundadora en Portugal (María
de san José). Por entonces se encontró también con María de Yepes, Carmelita de Granada que había caminado a pie
hasta Roma, para conseguir un breve que le autorizaba a fundar un convento
reformado del Carmen, en el que se viviera con absoluta pobreza, según la
Regla primitiva. Santa Teresa desconocía este punto de la Regla. Aquí decide,
con el consejo de S. Pedro de Alcántara y la oposición de los letrados del
momento, que las que quieran entrar con ella en el conventico que tiene en
mente, habrán de vivir del trabajo de sus manos y de
limosnas, sin rentas ni seguridades. Así que se decide a pedir un tercer
Breve Pontificio, que le autorice a realizarlo y que llegará estando ya
fundado San José (V 39,14). Éste fue uno de los puntos que más dificultades
le causaron a su regreso a Ávila. En los días de Toledo, le encargan dos amigos Dominicos,
el P. García de Toledo y el P. Pedro Ibáñez, que ponga por escrito la
historia de su vida, su forma de hacer oración y las gracias que Dios la había
concedido. Es la primera redacción del «Libro de la Vida», hoy perdida. Más tarde añadirá los acontecimientos relativos a
la fundación de S. José. En 1565 concluye una segunda redacción más
estructurada, dividida en capítulos, destinada a pedir el parecer de S. Juan
de Ávila. Al menos tácitamente, también pensaba en su publicación, ya que
desde el prólogo dice: «a quien esto leyere...» y en el prólogo de
«Fundaciones» también escribirá: «quien leyere el libro de la Vida, si
sale a luz...». Éste es el motivo por el que omite en la narración su
nombre, el de las otras personas involucradas e incluso el de los pueblos y
ciudades donde se desarrollan los acontecimientos. Mientras tanto, en Toledo le sucede algo sorprendente.
Ella había escrito una relación para que el P. García de Toledo pudiera
juzgar su vida y su oración. Entre ellos se establece una relación de amistad
que lleva al dominico a abrir su propio corazón ante Teresa, buscando su
consejo. Podemos imaginar la confusión y el gozo de una mujer espiritual que
se convierte en guía y maestra de un varón, sacerdote y letrado. Esto le hace
tomar conciencia de una capacidad que más tarde ejercitará abundantemente. A finales de junio regresa a Ávila. S. Pedro de Alcántara
consigue que el obispo, D. Álvaro de Mendoza, tome la fundación bajo su
obediencia. Se superan las últimas dificultades y el 24 de agosto de 1562
se inaugura el conventico de S. José (V 36,5). Teresa tenía 47 años y
empiezan, para ella, «los cinco años más descansados de toda mi vida»
(F 1,1). Como es natural, los comienzos son dificultosos. Julián de Ávila nos
dice que hubo «tantas diligencias como se podían poner para apagar el
fuego cuando está abrasando una ciudad». Las monjas de la Encarnación lo
consideran una afrenta y dicen que podía ser Santa en su casa, la sociedad
civil rechaza una convento más que mantener, la
sociedad religiosa teme que se trate de un refugio de «alumbradas» y que
tenga que intervenir la inquisición (V 33,5). Los pocos amigos que le quedaron, se demostraron fieles en
aquellos días terribles. Francisco de Salcedo llegó a sufrir con paciencia
burlas y persecuciones. El P. Domingo Báñez fue su
único defensor en la reunión que convocó el consejo de la ciudad para tratar
el caso. El sacerdote Gaspar Daza, que celebró la primera Misa y dio el
hábito a las primeras cuatro novicias, viajó hasta Madrid, pagándose él mismo
los gastos, para defenderlas en el pleito que la ciudad había interpuesto
ante el rey. A los seis meses, el P. Pedro Ibáñez se desplazó a Ávila para interceder
en su favor, y consiguió un permiso del Provincial para que la Santa y otras
monjas de la Encarnación se trasladaran a San José. Con el tiempo se calmaron
las cosas y «era mucha la devoción que el pueblo comenzó a traer con esta
casa» (V 36,23). Mientras tanto, en S. José de Ávila se recogen los
principios esenciales de la tradición carmelitana y se unen a otras
intuiciones totalmente nuevas, para dar a luz lo que en el futuro será una de
las más fecundas corrientes de espiritualidad que alimentan la Iglesia. Teresa se cambia el nombre, como signo de que inicia una
nueva vida. Ya no se llamará «Dª Teresa de Cepeda y
Ahumada», sino «Teresa de Jesús». Sus compañeras también cambian los
apellidos civiles por otros religiosos. Entre ellas no es importante la
familia de proveniencia, ya que todas se consideran iguales. En principio, no
se admiten legas ni criadas, ni tratamientos que indiquen la pertenencia a un
estado superior, ya que se busca la vivencia de una fraternidad intensa y
sencilla. «Aquí todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han
de ayudar», escribirá la madre Teresa, que añadirá que todas vivirán del
trabajo de sus manos y que, independientemente del cargo que ocupen, todas se
turnarán en los servicios necesarios para el mantenimiento de la casa:
cocina, limpieza, lavadero, huerta, atención a la portería... «La tabla de
barrer, que empiece por la priora». Procura que cada una se alimente y
reciba según su necesidad, independientemente del cargo y de la edad.
Particularmente, habrá que atender a las enfermas con la máxima solicitud, «si
es necesario, que les falte lo necesario a las sanas para dar capricho a las
enfermas». La austeridad y la ascesis se harán con suavidad, «apretando
más en las virtudes que en el rigor, que éste es nuestro estilo». Al mismo tiempo, se sentirán miembros de una única familia
en la que las virtudes humanas, que favorecen la convivencia, se convierten
en el fundamento de la consagración religiosa: la afabilidad, la educación,
el agradecimiento, la laboriosidad, la higiene... Introduce en la vida de las
monjas la novedad de dedicar una hora por la mañana y otra por la tarde a la
convivencia intensa y distendida. Es la «recreación», en la que se comparten
las alegrías y las contradicciones de la jornada entre poesías, canciones y
bromas. Serán ermitañas, con habitaciones individuales y amplios
tiempos dedicados a la soledad, especialmente una hora de oración silenciosa
por la mañana y otra por la tarde. La oración no se entiende como meditación,
esfuerzo de la inteligencia por comprender el misterio, sino como relación
afectuosa con Cristo, «trato de amistad», porque, contra lo que puedan
decir los letrados, «aquí no está la cosa en pensar mucho, sino en amar
mucho. Así, aquello que más os incitare a amar, eso haced». Una oración
que no se desentiende de la vida, sino que ha de desembocar en el ejercicio
del amor y en el servicio (F 5). Comprometidas con su propio contexto vital, su ocupación
principal será orar por la Iglesia y sus necesidades, teniendo presentes a
todos los hombres ante el trono de Dios, día y noche. Santa Teresa misma
reconoce que las divisiones religiosas del momento fueron el motor que la
impulsó a fundar: «Venida a saber los daños de estos luteranos y cuánto
iba en crecimiento esta desventurada secta, lloraba con el Señor y le
suplicaba remediase tanto mal... Y aun es que tiene tantos enemigos y tan
pocos amigos, que estos sean buenos; y así determiné a hacer esto poquito que
yo puedo, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que
yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo...
Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia... Para
esto os juntó aquí el Señor; éste es vuestro llamamiento, éstos han de ser
vuestros negocios» (C 1,2ss). Su pasión por las almas queda ampliamente recogida en los
testimonios de sus contemporáneos, como en éste de Isabel de Sto. Domingo: «Decía
muchas veces que, si fuera lícito que las mujeres pudieran ir a enseñar la fe
cristiana, fuera ella a enseñarla a tierra de herejes, aunque le costara mil
vidas». La presencia de los hermanos de Teresa en América, la tuvo
ampliamente informada de los avances y los abusos de la Conquista. Siempre
estuvo preocupada por la suerte de los indígenas, llegando a escribir «que
no me cuestan pocas lágrimas estos indios». Especiales ansias misioneras
se despertaron en ella y en sus compañeras con motivo de la visita al
locutorio de S. José de un amigo del Obispo Las Casas, que venía en su nombre
a defender la causa de los Indios a la Corte: «Acertó a venir un misionero
franciscano, llamado fray Alonso Maldonado, harto siervo de Dios y con los
mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos
poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Venía de las Indias y comenzó a
contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de
doctrina... Fuime a una ermita con hartas lágrimas;
clamaba a Nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese hacer algo
para ganar algún alma para su servicio... Tenía gran envidia a los que por
amor de Nuestro Señor podían ocuparse en esto» (F 1,7). Como es habitual, en S. José no surge la teoría antes que
la vida. Las primeras Descalzas han comenzado a vivir una experiencia de
novedad, que más tarde quedará plasmada por escrito. Con el tiempo, Sta. Teresa redacta unas «Constituciones» que dictan
algunos principios fundamentales para el desarrollo de una vida ordenada.
Pero quedaban muchas cosas que no son para escribir en un texto legislativo,
por lo que se decide a recoger en un tratado espiritual, el «Camino de
Perfección», las ideas principales que exponía a sus monjas en las reuniones
conventuales: «Muchas veces os lo digo... y ahora lo quiero dejar escrito
aquí». Así trata de la vida de comunidad, las relaciones fraternas, la
obediencia y la corresponsabilidad, la libertad de elegir confesores, la
pobreza, la oración, sus presupuestos y sus efectos, incluyendo un comentario
al Padre Nuestro. Antes de entregárselo a las hermanas, quiso que lo revisara
su confesor y amigo García de Toledo, que tachó, anotó y corrigió
abundantemente el manuscrito, que hoy se conserva en el Escorial. Eran
tiempos en los que había que tener mucho cuidado con las expresiones que se
usaban si no se quería caer en manos de la Inquisición. Teresa se decide a
reescribir el tratado: redistribuyó el contenido, introdujo algunas
novedades, eliminó la referencia a libros y autores que habían sido
prohibidos en esos años y conservó todo lo demás. Esta segunda redacción es
la que hoy se conserva en Valladolid. Por entonces escribe, también, un delicioso tratadillo que
recoge sus «Meditaciones sobre algunas palabras del Cantar de los Cantares».
Las destinatarias son sus hermanas de S. José. Después de afirmar su
sometimiento a los teólogos, de aclarar que escribe «con parecer de
personas a quienes yo estoy obligada a obedecer» (MC 1,3) y de justificar
de varias maneras que ella (una mujer) se atreviera a comentar un libro tan
peligroso, afirma claramente «que es posible pasar el alma enamorada por
su Esposo todos estos regalos y desmayos y muertes y aflicciones y deleites y
gozos con él» (MC 1,6) y añade: «Lo que pretendo es que, así como yo
me regalo en lo que el Señor me da a entender cuando algo de ellos oigo, que
decíroslo por ventura os consolará como a mí... que tampoco nos hemos de
quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor» (MC 1,8).
Que una mujer se atreviera a comentar la Sagrada Escritura era una osadía en
su tiempo. Que el comentario fuera al Cantar de los Cantares, era algo
totalmente inaceptable. Aunque el confesor reconoce que la doctrina es buena,
le ordena quemarlo «por no le parecer decente que una mujer, aunque tal,
declarase los Cantares». Ella lo hizo en su presencia, aunque no se
sintió obligada a decirle que, para entonces, ya se habían realizado varias
copias manuscritas, por lo que hoy podemos acercarnos al texto, aunque no se
conserve el original. 7. MUJER INQUIETA Y ANDARIEGA. TERESA FUNDADORA. Teresa gozaba de la paz en su conventico de S. José, cuando
en febrero de 1567 llega desde Italia, en visita pastoral, el General de la
Orden, el P. Juan Bautista Rossi (o Rubeo, en la versión latinizada del apellido que usa
siempre la Santa). El convento estaba bajo la obediencia del obispo, pero
ella había profesado en la Encarnación y debía obediencia al General. Su
visita despierta preocupación: «Me pesó su llegada», escribe (Cf. F
2,1). Sin embargo, conversaron largamente y se entendieron. El P. Rubeo se muestra entusiasta de la iniciativa y anima a la
Santa a que «funde tantos monasterios como cabellos tiene él en la cabeza».
Incluso le concede fundar dos casas de frailes. Sólo pone como condición que
unos y otros «estén erigidas en tierras castellanas». No tiene monjas,
ni frailes, ni dineros para realizar tales sueños. Con su proverbial sentido
del humor, escribe: «Hela aquí, una pobre monja descalza, sin ayuda de
ninguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos deseos y sin
ninguna posibilidad para ponerlos por obra. El ánimo no desfallecía, ni la
esperanza» (F 2,6). En agosto de 1567 Teresa tiene 52 años y se traslada a
Medina del Campo
para realizar su primera fundación, después del convento de S. José de Ávila
(F 3). Aunque los abulenses aceptaban ya con agrado la existencia de san
José, no pueden comprender que una mujer se pusiera en camino para fundar
otro monasterio fuera de su ciudad. El mismo obispo opinaba así, aunque no le
negara el permiso. Compran una casa derruida y se deciden a alquilar otra
mientras la arreglan. Por el camino las avisan de la oposición de los
Agustinos a que ocupen dicha vivienda, por quedar cerca de la de ellos.
Finalmente se instalan en las ruinas que habían adquirido. Contra lo que
podían pensar, a la gente le hizo devoción ver su pobreza y sencillez, por lo
que fueron generosos en limosnas y vocaciones. Pronto conquista la voluntad del prior de los frailes
Carmelitas (Fr. Antonio de Heredia), que la pone en contacto con un Carmelita
de sólo 25 años, que se ha desplazado desde Salamanca para cantar su primera Misa:
Juan de Yepes. En su primer encuentro, le comentó a
la madre que estaba pensando irse a la Cartuja, buscando una entrega más
generosa al Señor. Ella le contestó: «¿Para
qué quiere ir a buscar fuera lo que puede encontrar en su propia Orden?».
Y le comentó sus proyectos. A él le parecieron bien, «con tal de que se
hiciera presto» (F 3,17). Así se convirtió Juan de la Cruz en el primero
de los frailes descalzos y en una de las personas con las que más intimó
santa Teresa. Antes de seguir hablando de las siguientes fundaciones, se
imponen unas palabras sobre lo que significaba viajar en aquella época.
Recordemos que las vías de comunicación seguían siendo las antiguas calzadas
romanas, muy deterioradas después de 1500 años de uso sin reparaciones ni mantenimiento.
Los caminos eran pistas polvorientas en verano que se convertían en
barrizales impracticables durante el invierno. Los puentes para franquear los
ríos eran casi inexistentes, por lo que se cruzaban en barcazas (que tampoco
eran abundantes). Las posadas eran poco numerosas y todos los relatos de la
época coinciden en subrayar su incomodidad, al tratarse de lugares sucios,
poco ventilados, sin camas, llenas de chinches y pulgas entre la paja. Esto
nos ayuda a comprender que Teresa y sus acompañantes durmieran ordinariamente
en el suelo de las iglesias del camino y sólo hicieran uso de las posadas
cuando no quedaba otra posibilidad. Además, tampoco tenían servicio de comida
(contra lo que aparece en las películas pseudohistóricas
que recrean la época). La misma Santa nos relata las dificultades para
encontrar provisiones en los caminos. En todo su viaje de Beas
a Sevilla, por ejemplo, no encontraron ningún alimento que comprar a los
posaderos ni a los campesinos (sólo una sardina salada). Una vez asentada la casa de Medina, ya en 1568, viaja a
Alcalá de Henares, donde permanece dos meses en el convento que había fundado
su amiga María de Jesús, instruyéndola y aconsejándola. Desde allí, pasando
por Toledo, se dirige a Malagón para fundar su
tercer «palomarcico» (F 9). Aquí tiene que disponer
muchas novedades, no cerrándose a lo que antes le parecía menos perfecto. En
primer lugar, al ser un pueblo pequeño, donde no se puede vivir del propio
trabajo y de limosnas, acepta fundar con las rentas que ofrece Dª Luisa de la Cerda. Además tiene que permitir que se
coma carne, por estar tan lejos del mar y no haber río cerca. Incluso acepta
«freilas» en el convento. Por último, al encontrarse en un sitio en el que no
hay ninguna posibilidad de instrucción para las niñas, se decide a abrir un
pequeño taller donde enseñarlas a bordar y el catecismo. En principio, debían
atenderlo las monjas, aunque, finalmente, encuentra una mujer piadosa que se
hace cargo y ellas se ocuparán de su sustento (Cta. 8,9). Más tarde, la Santa
llega a realizar las trazas del edificio definitivo y a dirigir el trabajo de
los albañiles. Un hermano del obispo de Ávila le ofrece casa y huerta en
Valladolid, adonde funda en agosto del mismo año (F 10). Allí realiza fray
Juan su «noviciado», aprendiendo «nuestro estilo de recreación y
hermandad». Sobre él escribe, por entonces, a su amigo Francisco de
Salcedo: «aunque es chico, entiendo es grande a los ojos de Dios ... cuerdo y propio para nuestro modo ... yo, que soy
la misma ocasión, que me he enojado con él a ratos, jamás le he visto una
imperfección ... mucho me ha animado el espíritu que el Señor le ha dado y la
virtud entre hartas ocasiones para pensar llevamos buen principio» (Cta.
13,2). El 28 de noviembre, Juan de la Cruz inaugura en Duruelo el primer
convento de Carmelitas Descalzos (F 14). A principios de 1569 viaja a Toledo (F 15). Antes pasa por
Medina, Duruelo y Ávila. Ella misma nos relata que en Duruelo se encontró al
Padre Antonio Heredia barriendo la puerta del conventico. Al preguntarle: -«Mi
padre, ¿qué se ha hecho de la honra?», respondió el buen fraile: -«Maldigo
el día en que la tuve». En la Ciudad Imperial tenía buenos amigos desde
que residió siete años antes en el palacio de Dª
Luisa de la Cerda. Un comerciante de ascendencia judeoconversa
le había dejado una herencia para que fundara allí. Esto provocó que ninguno
de sus conocidos moviera un dedo para ayudarla. Dios se sirvió de un humilde
estudiante, pobre de solemnidad, para encontrar alojamiento a las monjas.
Pero en esos momentos la Diócesis se encontraba sin Arzobispo, ya que el
titular se encontraba detenido por la Inquisición. Pasaban los meses y el
administrador no concedía la licencia. Teresa y sus monjas soportaron con
fortaleza el hambre, el frío y las privaciones de los comienzos, pero no
podían aceptar las injusticias. Así que la Santa se armó de valor, se dirigió
a su palacio y le soltó lo que nadie se atrevía a decirle: «díjele que era recia cosa que hubiese mujeres que querían
vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban
nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbarlo» (F
15,5). Así consiguió el suspirado permiso. En mayo del mismo año, la poderosa Ana de Mendoza,
princesa de Éboli, envía al convento criados y carruajes
para que lleven a la Madre Teresa a su posesión de Pastrana (F 17). Ella se
resiste, pero termina cediendo. De camino se detiene en las Descalzas Reales
de Madrid, «adonde yo había posado otras veces por alguna ocasión que se
me había ofrecido pasar por allí», donde conoce a dos ermitaños italianos
a los que la caprichosa princesa había ofrecido un terreno. La Santa se los
gana para su causa y con ellos funda su segundo convento de frailes al mismo
tiempo que el sexto de monjas. Durante los meses siguientes visita Malagón,
Medina, Alba, Valladolid, Toledo, Ávila y Salamanca, donde funda en noviembre
de 1570 (F 18) en una casona alquilada. El proceso de adquisición de una
vivienda definitiva le proporcionará varios quebraderos de cabeza, ya que se
prolongará durante nueve largos años. El 25 de enero de 1571 funda en Alba de
Tormes, con la asistencia de Juan de la Cruz (F
20). De regreso a Salamanca, en Pascua del mismo año, tuvo lugar uno de los
éxtasis más célebres de la Santa. Durante la recreación, una novicia cantó el
«véante mis ojos, dulce Jesús bueno...» y
ella quedó tan fuera de sí, que tuvieron que llevarla en volandas
a su habitación: «Anoche, estando con todas, dijeron un cantarcillo de
cómo era recio de sufrir vivir sin Dios. Fue tanta la operación que me hizo,
que se me comenzaron a entumedecer las manos, y no
bastó resistencia...» (CC 13,1). Mientras las peticiones para nuevas fundaciones se
multiplican, las monjas Calzadas de la Encarnación de Ávila la eligen como
priora, por lo que interrumpe sus fundaciones durante un trienio. Ella, que
había casi olvidado aquel enjambre de monjas, donde eran difíciles las
relaciones personales, se ve convertida ahora en su responsable. A poco de
llegar escribe a Dª Luisa de la Cerda: «quien se
ha visto en el sosiego de nuestras casas y se ve ahora en esta baraúnda, no sé cómo se puede vivir... Adónde hay ciento
y treinta, ya entenderá vuestra señoría el cuidado que será menester para
poner las cosas en razón... parece que no está inquieta mi alma con toda esta
Babilonia» (Cta. 34,4). Una de sus primeras decisiones es traerse a Juan
de la Cruz como confesor de la comunidad. Para él prepara una casita en la
huerta. A pesar de que pasa casi todo el tiempo enferma, sólo 6 meses después
escribe a Dª María de Mendoza: «Es para alabar a
Nuestro Señor la mudanza que en ellas ha hecho. Las más recias están ahora
más contentas y mejor conmigo... casi todas se van mejorando» (Cta.
37,7). En carta al padre Gaspar de Salazar reconoce la buena ayuda de Fray
Juan: «confiesa uno de ellos (de los Descalzos) harto santo, que ha hecho
gran provecho» (Cta. 45,3). Las cartas se van a convertir en uno de sus
principales medios de comunicación. De ellas se sirve para pedir limosnas y
aves para las monjas de la Encarnación (Cta. 44), para tratar asuntos
familiares (Cta. 46), para suplicar favores al rey (Cta. 48), para acordar
las condiciones del colegio de doncellas que los Jesuitas querían construir
en Medina del Campo, encargando la gestión a las Carmelitas Descalzas (Cta.
49), para negociar la compra de casas y otras necesidades de las comunidades
que había fundado (Cta. 50), así como para preparar todo lo necesario en las
fundaciones de casas de frailes (Cta. 64). Estando en el monasterio de la Encarnación, el 18 de
noviembre de 1572 recibe la gracia del matrimonio espiritual: «Estando
comulgando, partió la Forma el padre fray Juan de la Cruz... (Jesús) diome su mano derecha y díjome
"Mira este clavo, que es señal de que serás mi esposa desde hoy... mi
honra es ya tuya y la tuya mía"» (CC 25). Es el ingreso en las
séptimas moradas, el máximo estado que se puede alcanzar en esta vida. Al
explicar el contenido de dicha gracia, comenta: «Es una merced tan subida
lo que comunica Dios allí al alma en un instante y el grandísimo deleite que
siente el alma que no sé a qué lo comparar, sino a que quiere el Señor
manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo... Queda el
espíritu de esta alma hecho una cosa con Dios» (7M 2,4). En 1573 puede reiniciar la visita a sus conventos y la
fundación de otros nuevos. Estando en Salamanca, el P. Ripalda,
Jesuita, le manda escribir el libro de las Fundaciones, tal como ella misma
nos recuerda en el prólogo: «habiendo visto este libro de la primera
fundación, le pareció sería servicio de Nuestro Señor que escribiese de otros
siete monasterios que, desde entonces, por la bondad de Nuestro Señor, se han
fundado, junto con el principio de los monasterios de los Padres Descalzos».
Ya había contado los inicios de San José en el Libro de la Vida. Ahora se
detiene en el estilo de vida que allí se seguía, para que pueda servir de
modelo a las monjas que habían entrado después en las otras casas, haciendo
hincapié en el desasimiento, la obediencia, el retiro y el celo por las
almas. Continúa con la visita del General y las otras Fundaciones. También
trata de algunas cosas relativas a la oración y a la convivencia, como en
todos sus libros. En 1574 funda en Segovia y traslada allí sus monjas de
Pastrana, cansada de los desmanes de la caprichosa princesa de Éboli que, a la muerte de su marido, se vistió con un
hábito de fraile y se trasladó a vivir al convento, acompañada por un gran
séquito de sirvientes. Aunque la prudencia y sabiduría de la priora Isabel de
Sto. Domingo habían conseguido que regresase a su palacio, no dejaba de
interferir continuamente en la vida de las hermanas: «He gran lástima a
las de Pastrana. Aunque se ha ido a su casa la princesa, están como
cautivas... No hallo por qué se ha de sufrir aquella servidumbre» (Cta.
54,9). Finalmente, a escondidas y en medio de la noche, tuvieron que huir de
su feudo hacia Segovia. Dª Ana de Mendoza, viuda
del poderoso Ruy Gómez y princesa de Éboli se
convirtió, desde entonces, en una terrible enemiga. Una de sus primeras
maniobras es denunciar el libro de la «Vida» a la Inquisición. En otoño,
Teresa regresa a Ávila, para terminar su priorato en la Encarnación. Allí
continúa el relato de las Fundaciones hasta el capítulo 19. 8. EN EL UMBRAL DE LA HOGUERA. Ante la petición insistente de algunas personas de Beas de Segura, se decide a fundar allí en 1575 (F 22).
El comisario apostólico Pedro Fernández, que ya no está dispuesto a permitir
nuevas salidas a la Santa, pone una condición que le parece imposible de
realizar: la consecución del permiso de la Orden de Santiago, de la que
dependía la villa: «Él sabía de otras partes, que los comendadores no
habían dado permiso en muchos años... Y así, cuando tuvieron la licencia, no
la pudo él negar» (F 22,3). Aunque Beas
dependía administrativamente de Castilla y era diócesis de Cartagena, se
encontraba en territorio andaluz. Ella no lo sabía y, cuando se dio cuenta,
ya era demasiado tarde. Mientras tanto, su amigo el obispo de Palencia Alvaro de
Mendoza, se vio obligado a entregar su «Libro de la Vida» a la Inquisición de
Valladolid, y le comunica que los inquisidores están buscando más copias del
libro y de sus otros escritos. Grupos de mujeres devotas, discípulas de Juan
de Ávila y de Luis de Granada, con las que se había relacionado de distintas
maneras, estaban siendo condenadas en Toledo, Baeza y Valladolid. Algunas
habían leído el Libro de la Vida, y Teresa de Ávila y su novedosa propuesta
de vida religiosa salen a relucir en los procesos. Son muchos los que se
alían en su contra. La mayoría de los que conocen a Teresa terminan siendo
amigos suyos y apoyando su obra. Pero ella es consciente de que hay también
muchas personas influyentes que no aceptan que una monja ande fuera de su
convento, fundando y escribiendo con una libertad que en aquella sociedad
estaba vetada a las mujeres: «Me alegra que vuestra señoría haya tenido
ocasión de hablar a favor de mis salidas. Cierto, es una de las cosas que más
me cansan en la vida y que mayor trabajo es para mí; especialmente ver que se
tiene por malo... Cuando veo lo que se sirve el Señor en estas casas, todo se
me hace poco» (Cta. 76,10). A sus 60 años se siente «vieja y cansada»;
adjetivos que comienzan a salir como un estribillo en su correspondencia. En
algunos momentos querría retirarse a la soledad, olvidándose de los problemas
que le provocan los caminos y las enfermedades, los frailes y las monjas y,
especialmente, aquellos clérigos de mentalidad estrecha que no dejan de
atacar su libertad y espontaneidad. Todos insistían en la debilidad física e
intelectual de la mujer y en que ella era la causante del pecado original,
por lo que debía someterse a los varones. Siempre ponían los ejemplos de
Magdalena de la Cruz y de otras embaucadoras. En muchas ocasiones, para no disgustar
a los censores, había llegado a admitir que «a cosa tan flaca como somos
las mujeres todo nos puede dañar, porque las sutilezas del demonio son
muchas» (CE prol 3) y cosas similares. Nunca se
enfrenta abiertamente a su autoridad y se somete a su criterio en cosas
secundarias, para no disgustarles y encontrar su apoyo en otras más
importantes: «Como era teólogo, hubímonos todas
de llegar a su parecer, que los demás compañeros quizá siguieran el mío»
(F 24,13). Pero ahora se encuentra cansada de tanto luchar. Las poesías se
convierten en un desahogo: «¡Cuán triste
es, Dios mío, / la vida sin ti! / Ansiosa de verte / deseo morir. / Carrera
muy larga / es la de este suelo, / Morada penosa, / muy duro destierro...»
(P 6). La oración es su único consuelo, porque ella sabe que Dios no es
aceptador de personas y da ánimos a quienes se lo piden (Cf. CE 26,5). Allí
encuentra fortaleza para seguir caminando. En esos momentos tan críticos, «estando yo con tanta
fatiga» (F 24,1) conoce en Beas al P. Jerónimo Gracián, que contaba 30 años y le causa una
extraordinaria impresión. Había encontrado una persona en quien se juntaban
una sólida formación intelectual con la llaneza en el trato, el amor a la oración
y el impulso evangelizador. Además, tenía facilidad para la predicación y
buenas dotes de gobierno. Le expone sus trabajos y temores, y encuentra en él
palabras de consuelo. Lo recibe como un verdadero don del cielo. Por entonces
escribe en una carta, cuya destinataria no está claro si es Inés de Jesús o
Isabel de Sto. Domingo: «¡Oh, madre mía,
cómo la he deseado conmigo estos días! Sepa que a mi parecer han sido los
mejores de mi vida, sin encarecimiento. Ha estado aquí más de veinte días el
padre maestro Gracián... Él es cabal a mis ojos, y
para nosotras mejor que lo supiéramos pedir a Dios. Lo que ahora ha de hacer
vuestra reverencia y todas, es pedir a su Majestad que nos le dé por prelado.
Con esto puedo descansar del gobierno de estas casas, que perfección con
tanta suavidad, yo no la he visto... Predica admirablemente» (Cta.
79,3ss). El Visitador Apostólico Vargas había delegado en él como Vicario de
los Calzados y de los Descalzos de Andalucía el 13 de junio de 1574. Ante las
protestas de los Calzados, que no aceptaban a un Descalzo como superior, el
General había revocado las patentes de los visitadores el 3 de agosto. Sin
embargo, el Nuncio Ormaneto lo había confirmado en
el cargo el 22 de septiembre del mismo año. Por lo tanto, aunque los Calzados
intentaban impugnar su autoridad, en Beas era el
superior de Santa Teresa. Además, en esos días, el Nuncio le hace llegar un
nuevo breve por el que lo convierte también en visitador de los Descalzos y
Descalzas de Castilla. Tenía todo preparado para fundar en Caravaca de la Cruz,
pero Gracián le ordena que funde en Sevilla (F
23-26). Tal superación de los límites que impuso el General de la Orden será
interpretado como signo de desobediencia y rebeldía. Ella se apresura a
escribir varias cartas al P. Rubeo, explicándole
los pormenores del caso e intentando mediar en los conflictos entre Calzados
y Descalzos: «Escribí a vuestra señoría la fundación en Beas... También escribí a vuestra señoría las causas por
las que vine a fundar aquí en Sevilla... Los monasterios (de frailes) se
hicieron por mandato del visitador Vargas, con la autoridad apostólica que
traía. Y así el Nuncio dio licencia para que fundasen» (Cta. 81,3-4).
Aunque intenta que Gracián también le escriba,
explicándole el sucederse de los acontecimientos, no lo consigue. Gracián le había hablado de la
conveniencia de fundar en Sevilla, de los buenos apoyos que allí encontraría,
de la ilusión con que la esperaban y le había presentado el viaje como una
excursión placentera. De momento, él se marchó a Madrid y dejó solas a las
monjas en un viaje que se demostró largo, bajo un sol abrasador, en el que
faltaron las provisiones, estuvieron a punto de ahogarse en el Guadalquivir,
se encontraron en medio de una reyerta entre espadachines y se multiplicaron
las dificultades. La fundación comenzó en la mayor miseria y soledad, sin
conocidos ni apoyos y con la oposición del obispo que, cuando lo era de
Badajoz, había sido acusado de apoyar a los discípulos de Juan de Ávila y no
quería repetir el error. Teresa estuvo a punto de hacer algo impensable en
ella hasta ese momento: claudicar. «Si no fuera por el padre comisario y
el padre Mariano, que yo me tornara con mis monjas, con harta poca
pesadumbre, a Beas, para la fundación de Caravaca»
(F 24,18). El obispo «me dijo que no gustaba de hacer monasterios de
monjas por su licencia, ni desde que era arzobispo jamás la había dado para
ninguno», pero termina cediendo ante la Madre Teresa. Incluso, organizó
una impresionante procesión para la inauguración de la casa, en la que
realizó un gesto que llenó a la Santa de confusión: «Mire qué sentiría
cuando vi un tan gran prelado arrodillado delante
de esta pobre mujercilla, sin quererse levantar hasta que le echase la
bendición, en presencia de todas las órdenes religiosas y cofradías de
Sevilla» (Cta. 103). María de S. José (Salazar) será la primera superiora
de la casa. Poco a poco, se mejoraron las cosas y, además, su hermano Lorenzo
regresó del Perú con dos hijos, una hija y una considerable fortuna, con la
que pudo comprar convento y arreglar materialmente las cosas. Una novicia que hubo de ser expulsada en Sevilla le abre
otro proceso inquisitorial con acusaciones falsas y absurdas: «que
atábamos a las monjas de pies y manos y las azotábamos; y pluguiera a Dios
todo fuera como esto» (Cta. 101,7). Todos se sorprendían de ver a la
Madre Teresa conservar la paz durante los interrogatorios, a pesar de que
sabía que la tentativa de hundir el convento de Sevilla era el inicio de una
campaña para aniquilar su obra: «Comenzaron grandes persecuciones muy de
golpe a los Descalzos y Descalzas, que aunque ya había habido hartas, no en
tanto extremo, que estuvo a punto de acabarse todo» (F 28,1). Prepara dos
largos memoriales para el Jesuita Rodrigo Álvarez (CC 53 y 54) en los que
resume su vida y modo de orar: «Esta monja ha cuarenta años que tomó el
hábito... Hará como dieciocho años que comenzó a parecerle que la hablaban
interiormente algunas veces y ver algunas visiones y revelaciones
interiormente con los ojos del alma, que jamás vio cosa con los ojos
corporales ni la oyó... y su oración y la de las monjas que ha fundado
siempre es con gran cuidado por el aumento de la santa fe católica».
Parecen convencerle, ya que queda absuelta. De todas formas, el proceso se
reabrirá dos años después y, para algunos, quedará marcada por la sospecha.
En una carta de 1578, escribe: «Harto siento la mala suerte del padre
Padilla (encarcelado por la Inquisición), porque le tengo por gran siervo de
Dios. Plega a Él muestre la verdad, que quien tiene
tantos enemigos, tiene harto trabajo, y todos andamos en esta aventura»
(Cta. 241,5). Su afirmación: «todos andamos en esta aventura» es
suficientemente reveladora. Gracián se dispone a iniciar la visita a
los conventos de Calzados de Andalucía. Ella le escribe varias cartas
pidiéndole prudencia y suavidad (Cta. 87,2). Le ruega que no haga uso de la
fuerza y que sea paciente: «Deténgase vuestra paternidad, aunque no
obedezcan, a poner las cartas de descomunión» (Cta. 93,4). Incluso llega
a suplicarle que renuncie al cargo de visitador ante el rey y el nuncio (Cta.
107,2). Pero Gracián no le hace caso e intenta
mostrarse duro con los rebeldes. En Sevilla llegan a intentar matarle,
enmarañándose cada vez más la situación. Viendo la terrible persecución de
los Calzados contra sus frailes y monjas, escribe varias cartas a Felipe II,
pidiéndole su ayuda para crear una Provincia independiente para los
Descalzos: «Conozco claramente que, si no se hace provincia aparte de los
Descalzos, y con brevedad, que se hace mucho daño... Harto nos haría al caso
si en estos principios se encargase a un padre Descalzo que llaman Gracián... Por amor de Dios suplico a vuestra majestad me
perdone, que ya veo soy muy atrevida» (Cta. 84,2ss). Multiplica su
correspondencia con unos y otros; animando, exhortando, corrigiendo. Tiene
que utilizar nombres en clave, por si las cartas fueran interceptadas. Ana de
san Alberto se dirige, en su nombre, a la fundación de Caravaca, acompañada
por otras hermanas. Por entonces le llega una orden del Capítulo General de Piacenza: debe cesar en sus fundaciones y recluirse en
uno de los conventos ya fundados en Castilla: «Y no sólo quita el salir
yo, sino a todas las monjas, que ni podrían mandarlas ser prioras, ni salir a
cosa. Y es una gran destrucción» (Cta. 177,13). Se desata una terrible
persecución contra su persona y su obra. Quiere retirarse a Ávila, pero tiene
que permanecer varios meses en Toledo. Antes de partir de Sevilla,
obedeciendo una orden del P. Gracián, se deja
retratar por el Hno. Juan de la Miseria. Todos
conocen la reacción de Teresa ante el resultado final: -«Dios te perdone,
Fray Juan, que después de tanto hacerme posar me pintaste al fin fea y
legañosa». Entre tanto, las difíciles relaciones entre Calzados y
Descalzos se embrollan más: El provincial de Castilla convoca un capítulo en
Alcalá para acabar con el movimiento de los Descalzos. El Nuncio, por su
parte, promueve otro capítulo en Almodóvar, sólo para los Descalzos. Allí
deciden que se convocará un nuevo capítulo para elegir provincial apenas el
P. Gracián cese en su cargo de visitador y decretan
enviar dos mensajeros a Roma, para que negocien la creación de una Provincia
independiente. El viaje no se podrá realizar hasta dos años después, en 1578. En medio de terribles calumnias de inmoralidad, denuncias,
amenazas y enfermedades no pierde su peculiar sentido del humor. En sus
cartas envía y reclama poesías (Cta. 167,36; 168; 172,5, etc.). A finales de
1576 organiza un «vejamen», en el que pide a varios amigos de Ávila (sacerdotes,
laicos, monjas) que comenten una consigna divina que entendió en la oración:
«búscate en mí». Conservamos su juicio en clave humorística a varias de las
respuestas, que remitió a su amigo el obispo Álvaro de Mendoza. Además,
encuentra la fuerza necesaria para terminar las «Fundaciones», escribir el
«Modo de Visitar Descalzas» y comienza a redactar «Las Moradas, o Castillo
Interior». Ella es consciente de que este tratado de vida espiritual es su
obra cumbre. Dice que es una «joya» que hace muchas ventajas al «Libro de la
Vida», ya que el platero sabía más al hacerla y el oro es de más subidos
quilates (Cf. Cta. 212,10). Hablando de este último libro, escribe al Padre Gracián: «A mi parecer le hace ventaja el que después
he escrito... Tenía más experiencia que cuando escribí el anterior» (Cta.
313,12). En él presenta la vida espiritual como un itinerario en el que se
avanza, a través de varias etapas, hacia la perfecta unión con Cristo. Las
tres primeras moradas desarrollan lo que el ser humano puede hacer para
disponerse. En las cuatro siguientes nos presenta lo que Dios obra en
nosotros, la «vida mística». El General envió a España a Jerónimo Tostado como vicario
suyo, con la misión de que los Descalzos se sometieran a los Calzados y se
disolviesen las comunidades fundadas en Andalucía. El Consejo real no
permitía al Tostado realizar su misión y el Nuncio encargó al Padre Gracián que continuara con sus visitas, por lo que se
producen agrios enfrentamientos entre ambos. El Tostado visita la Encarnación
y manda encarcelar a los padre Juan de la Cruz y Germán de San Matías, aunque
una orden del Nuncio les devuelve la libertad a los pocos días. Mientras tanto, el 18 de junio de 1577 muere el Nuncio
Papal, Nicolás Ormaneto, que nunca vio bien los
viajes fundacionales de la Santa, pero la apoyó decididamente. Le sucede
Felipe Sega, francamente adverso, que apoyará en
todo al P. Tostado. Apenas llegado a Madrid, dijo de Teresa: «Fémina
inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventa
malas doctrinas, andando fuera de clausura, contra la orden del Concilio
Tridentino y de los Prelados, enseñando como maestra contra lo que S. Pablo
enseñó mandando que las mujeres no enseñasen». De momento, ella se
apresura a viajar a Ávila y a encerrarse en el convento de San José nada más
enterarse. Sus enemigos se crecen: «El padre Ángel (provincial de los
Calzados de Castilla) dice que vine apóstata y que estoy descomulgada. Dios
le perdone» (Cta. 98,14). Muchas personas apoyan la novedosa propuesta de
vida religiosa y espiritual de Teresa. Tampoco faltan mujeres que quieran
participar de su empresa. De muchos pueblos y ciudades le llueven peticiones
para que abra nuevos conventos. Por otro lado, también son muchos los que
rechazan de plano su obra. Anclados en una mentalidad tradicionalista, se
oponen a las novedades que pueden resultar peligrosas, por lo que desean
tener dominada la situación. Las cosas se embrollan cada día más: «Mandó
nuestro padre General que ninguna Descalza pudiese salir de su casa, en
especial yo, que escogiese la que quisiese, bajo pena de descomunión. Vese claro que es porque no se hagan más fundaciones de
monjas. Y es lástima la multitud de ellas que claman por estos monasterios, y
como son tan pocos y no se pueden hacer más, no se pueden recibir» (Cta.
217,17). Como medida de presión, hacen llegar al rey un informe con absurdas
acusaciones a Gracián y a sus monjas. Ella se
apresura a escribirle para aclarar las cosas: «A mi noticia ha venido un
memorial que han dado a vuestra majestad contra el padre maestro Gracián, que me espanto de los ardides del demonio y de
estos padres Calzados» (Cta. 204,1). En esos días las monjas de la Encarnación la eligen como
priora. Ya lo habían hecho en el trienio de Entre tanto, el 4 de diciembre recibe la noticia de que
Juan de la Cruz y su compañero han sido secuestrados durante la noche y nadie
conoce su paradero. Es la respuesta de los Calzados a la integridad de las
monjas de la Encarnación. Ese mismo día escribe una carta al rey,
recordándole que ya antes habían encarcelado a estos y a otros Descalzos,
intentando amedrentarlos, y suplicándole una rápida intervención: «un
fraile descalzo, tan gran siervo de nuestro Señor que las tiene bien
edificadas... y le tienen por un santo, y en mi opinión lo es y ha sido toda
su vida... Está todo el lugar bien escandalizado... A mí me tiene muy
lastimada verlos en sus manos... y tuviera por mejor estuvieran entre moros,
porque quizá tuvieran más piedad... que temo por su vida. Por amor de nuestro
Señor suplico a vuestra majestad mande que con brevedad le rescaten»
(Cta. 211). En las cartas que escribe durante los 9 meses del encarcelamiento
de fray Juan, no deja de ocuparse de él. A partir del momento en que el P.
Germán consigue huir de su cárcel aumentan los temores por la suerte que
pueda correr el P. Juan de la Cruz. Para colmo de males, el 24 de Diciembre se
cae por las escaleras, rompiéndose el brazo. El 23 de julio de 1578, el Nuncio despoja a Gracián de sus poderes de visitador, el 5 de septiembre
muere el General Rubeo y el 9 de octubre el P.
Antonio Heredia convoca un nuevo Capítulo de los Descalzos en Almodóvar, en
el que resulta elegido Provincial el mismo P. Antonio. La Santa se opone a
dicho capítulo, por precipitado y porque podría ser interpretado un
enfrentamiento directo al Nuncio, y una afrenta a la Orden, que se encontraba
sin General. Efectivamente, el Nuncio Sega anula
las decisiones, manda encarcelar a varios capitulares, somete los Descalzos a
los Provinciales Calzados y prohibe la comunicación
entre Gracián y Teresa. Todo parece precipitarse
hacia su fin. 9. LOS ÚLTIMOS AÑOS. El 1 de abril de 1579, el P. Ángel de Salazar, Provincial
de los Calzados de Castilla, es nombrado visitador de los Descalzos. Esto va
a suponer una inflexión en el proceso. No olvidemos que el P. Ángel es el que
dio permiso a Teresa para fundar san José de Ávila y el que aprobó sus
primeras Constituciones. Es verdad que en los últimos años había evitado toda
relación con ella y se había dejado influir por los que la calumniaban; pero,
en cuanto volvió a tratarla personalmente, se puso decididamente de su parte.
En todas sus decisiones la consultó primero y la favoreció, como ella
reconoce en las cartas del momento. Además, apoyó la creación de una
provincia independiente para los Descalzos y autorizó a la Madre Teresa a
visitar sus conventos y a fundar otros nuevos. Así, entre junio y agosto visita Valladolid, Medina, Alba
y Salamanca. En noviembre de 1579 realiza uno de los viajes más duros de toda
su vida: Iba montada en una mula y durante los tres días que duró su
desplazamiento de Ávila a Toledo no paró de caer una lluvia impertinente. Por
el camino no encontraron ningún refugio y durante las noches se produjeron
terribles heladas, que no permitieron que se secaran sus ropas. A pesar de
que llega a la ciudad imperial tiritando de frío y con el hígado inflamado,
tiene que partir inmediatamente hacia Malagón, para
ultimar las obras y preparar el traslado de la comunidad al edificio
definitivo. En febrero de 1580 se pone en camino hacia Villanueva de
la Jara (F 28). Durante los últimos cuatro años, nueve mujeres del pueblo le
habían escrito en numerosas ocasiones pidiéndole una fundación. Ellas ya
hacían vida en común, trabajando con sus manos para ganarse el sustento y
rezando el Oficio divino, a pesar de que sólo una de ellas sabía leer medio
bien y usaban unos breviarios latinos viejos y discordes. Recordándolo, humoriza la Santa: «Dios tomaría su intención y
trabajo, que pocas verdades debían decir» (F 28,42). El pueblo entero la
acogió con regocijo y se puso el Santísimo el mismo día de su llegada. Desde allí
viaja a Toledo, Madrid y Segovia, donde Gracián y
otro censor corrigen el libro «Las moradas» en su presencia. El 22 de Junio de 1580 se consigue la ansiada separación
de los Descalzos en Provincia independiente mediante un breve papal, que
concede a los Descalzos que puedan elegir Provincial, fundar casas, darse
leyes y tener libre acceso a la Santa Sede, aún sin contar con el General. Es
la solución a los graves conflictos que amenazaban la obra de Teresa. Poco
después, escribirá ella: «Ahora estamos en paz Calzados y Descalzos, no
nos estorba nadie a servir a Nuestro Señor... Ahora comenzamos, y procuren
comenzar siempre de bien en mejor» (F 29,32). Desde Segovia se desplaza a Ávila, Medina y Valladolid. En
esta última ciudad enferma gravemente del «catarro universal». Aún
convaleciente, se pone en camino hacia Palencia (F 29), donde funda el 29 de
diciembre. Allí era obispo su amigo don Álvaro de Mendoza que, cuando lo era
de Ávila, autorizó la fundación de san José y había permanecido fiel durante los
tiempos difíciles. Ahora que la Santa puede volver a viajar, él mismo
promueve la fundación en su nuevo obispado: «Yo no querría dejar de decir
muchos loores de la caridad que hallé en Palencia, en particular y en
general. En verdad que me parecía cosa de la Iglesia primitiva». El 3 de marzo de 1581 se inaugura en Alcalá de Henares el
capítulo de los Descalzos. La Madre Teresa envió varias cartas y memoriales
al capítulo. Con mucha sensatez, recomienda que se eviten todo tipo de
excesos: que no se hable en las Constituciones del material de las ropas,
sino que sean pobres; que no se haga referencia a tener rentas o no; que se
mantenga la libertad de buscar predicadores dentro y fuera de la Orden; que
en cuestión de ayunos «basta con que se cumpla con la obligación de la
Iglesia, sin que se ponga otra encima»; que se clarifique si tienen
obligación de observar la absurda norma del Concilio de Trento que prohibía a
las monjas hasta salir a limpiar la propia Iglesia y a cerrar las puertas de
la calle, quedando en todo dependientes de gente externa al convento. También
hace recomendaciones para los frailes, especialmente en lo referente a la
moderación y a la higiene: que les den de comer más de lo que suelen y «que
haya limpieza en camas y pañizuelos de mesa, aunque más se gaste, que es cosa
terrible no la haber». Cuando sabe que todo ha ido bien y ha sido elegido
Provincial el P. Gracián, escribe a la madre María
de san José: «Ahora, mi hija, puedo decir lo que el santo Simeón, pues he
visto en la Orden de la Virgen Nuestra Señora lo que deseaba; y así les pide
y les ruego no rueguen ni pidan mi vida, sino que me vaya a descansar, pues
ya no le soy de provecho» (Cta. 370). Encontándose en Palencia, D. Alonso Velázquez, obispo de Burgo de Osma, que había sido confesor
de la Santa en Toledo, suplica a la Madre una fundación en Soria, para la que
organizó todo lo necesario -hasta el viaje- y que se realizó en junio (F 30).
Para él escribe su última Cuenta de Conciencia, en la que manifiesta la paz
en que se encuentra: «¡Oh, quién pudiera
dar a entender bien a vuestra señoría la quietud y sosiego con que se halla
mi alma!, porque de que ha de gozar de Dios tiene ya tanta certidumbre, que
le parece goza el alma que ya le ha dado la posesión...» (CC 66,1). Desde
Soria viaja a Segovia y Ávila. El 28 de noviembre de 1581 se encuentra por última vez con
Juan de la Cruz, que quisiera llevarla consigo a la fundación de Granada. Se
le presenta un terrible dilema, porque el P. Gracián
querría acompañarla a fundar en Burgos. Toma la segunda opción, por lo que
envía a Juan de la Cruz y a Ana de Jesús con otras diez monjas a la ciudad de
la Alhambra. Los inicios no fueron fáciles y,
cuando se trasladaron a la casa definitiva, ya había muerto la Santa, por lo
que no cuenta los orígenes de este convento en el libro de las «Fundaciones». A principios de enero de 1582 se desplaza de Ávila a
Burgos, pasando por Medina, Valladolid y Palencia. El viaje le supondrá un
esfuerzo casi sobrehumano: anciana y enferma, soportando lluvias
torrenciales, golpeada por el cierzo, atascándose las carretas en el barro
del camino, con la garganta inflamada y los miembros entumecidos por el frío
entra en Burgos después de 24 días de camino, sin fuerza para hablar ni para
moverse. De todas las fundaciones teresianas, ésta fue la más difícil y
trabajosa. El Arzobispo de la ciudad, abulense y pariente suyo se opone
tenazmente durante varios meses. A los pocos días de conseguir la licencia y
de trasladarse a la casa recién comprada, se desborda el río Arlanzón, dejando varios días a Teresa y sus monjas
incomunicadas en la buhardilla. Posteriormente disfruta de una primavera
tranquila, en la que ella misma da el hábito a las primeras vocaciones
burgalesas y escribe el último capítulo del «Libro de las Fundaciones», así
como numerosas cartas. El 26 de julio se pone en camino hacia Ávila. Se detiene
un par de meses entre Palencia y Valladolid. En Medina del Campo escribe la
última carta que ha llegado a nosotros, en la que sigue demostrando su
profunda humanidad. Hablando de algunas obras necesarias, les dice: «me
parece bien, mas allá lo ven mejor; hagan lo que quisieran». Continúa
respondiendo a una consulta sobre la posibilidad de retrasar la profesión de
María de la Purificación. A ella no le disgusta, pero quiere que le expliquen
a la joven que es por cuestión de su edad (tenía 16 años) y que no haya
suspicacias. A la priora recomienda que no de importancia a algunos reveses
propios de su juventud y le pide paciencia. Respecto a otra monja de Soria, a
la que necesitan en Palencia, no quiere imponer su criterio; sólo dice: «si
quisiese venir, me holgaría». (Cta. 450). Al salir de Medina, recibe una
orden del P. Antonio Heredia para que se desvíe a Alba de Tormes,
adonde llega muy enferma. El 4 de Octubre de |
Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso
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