San Juan de la Cruz habla de sí mismo
José Vicente Rodríguez
San Juan de la Cruz era conocido por ser
muy retraído en todo lo que se refería a su persona. Por lo tanto hay que
extrañarse que no tengamos noticias autobiográficas. Con todo no tenemos una
carencia total; a través de libros y de otras fuentes podemos ir agavillando
algunos datos.
Juan de la Cruz, como todos los
mortales, tuvo sólo momentos sino hasta meses y años psicológicamente bajos
de tono y él mismo lo confiesa. Basta leer la primera carta de su
epistolarios a Catalina de Jesús, de 1581. Se
confiesa desterrado y solo Andalucía; «que después que me tragó aquella
ballena y me vomitó este extraño puerto, nunca más merecí verla a Santa
Teresa ni a los santos de por allá». Y al final otra confesión tan personal:
«Y no la quiero decir de por acá más porque no tengo gana». Aquí tenemos a un
fray Juan medio hundido, aunque teologalmente trata de superarse con aquello
de que «Dios lo hizo bien». Después del Capítulo de separación de los
descalzos, Alcalá, 1581 todavía anda con este problema; lo sabemos por lo que
dice la Santa
al nuevo Provincial, Gracián, (en carta del 23-24 de marzo de 1581)
pidiéndole en hornazo de Pascua que traiga a fray Juan a Castilla, pues así
se lo tiene ella prometido y él se lo reclama ahora a ella.
Le costó aclimatarse en
Andalucía, pero después vivió allí muy feliz y alegre. En otra de sus cartas
del 19 de agosto de 1591 le cuenta a doña Ana de Peñalosa su llegada a La Peñuela y su estancia en
aquel convento retirado en estos términos: «Y me hallo muy bien, gloria al
Señor, y estoy bueno; que la anchura del desierto ayuda mucho al alma y al
cuerpo..., y el ejercicio del desierto es admirable». Y desciende a estos
detalles de su vida campesina: «Esta mañana habemos ya venido de coger
nuestros garbanzos, y así, las mañanas. Otro día los trillaremos. Es lindo
manosear estas criaturas mudas, mejor que no ser manoseado de las vivas».
Juan de la Cruz no es ningún falso
humilde y así confiesa algunas cosas en las que se cree bien dotado: por
ejemplo; en el prólogo de Dichos de Luz y Amor confiesa dos cosas de sí
mismo. Una que presenta como negativa y otra positiva. La positiva es que
reconoce su capacidad para proclamar de fabricar dichos de luz y amor que
ayuden espiritualmente a la gente. Tiene «la lengua de ellos», de esos
dichos. La negativa es que se cree falto de «la obra y virtud de ellos». Ante
esta situación nos hace saber que no quiere tener la doble responsabilidad:
de no proferir tales dichos, y la de su falta de virtudes. Por lo mismo redactará,
escribirá esas páginas, y así no cargará con la responsabilidad de callarse
lo que Dios le da para bien de los demás. Confesión bien clara ésta.
Otra confesión muy personal es
la que hace en una carta a doña Juana de Pedraza, su hija espiritual. Le dice
hablando de apegos personales: «Esto por mí lo veo, que, cuando las cosas más
son mías, más tengo al alma y corazón en ellas y mi cuidado, porque la cosa
amada se hace una cosa con el amante».
Cuando da un vistazo al mundo de
la dirección espiritual de las almas y ve lo que pasa por falta de
directores, y de directores idóneos y los disparates que se comenten, le da
lástima de tanta desgracia y se anima a escribir para ayudar a directores y a
dirigidos y dirigidas. Aquí de nuevo se confiesa y nos dice:
«Para lo cual me ha movido, no
la posibilidad que veo en mí para cosa tan ardua, sino la confianza que en el
Señor tengo de que ayudará a decir algo, por la mucha necesidad que tienen
muchas almas».
Con la conciencia de sus
deficiencias escribirá para ayudar a principiantes y aprovechados, pero con
la ayuda de Dios dará «doctrina y avisos». Y otras dos veces invoca «el favor
divino» (Subida. Prólogo, 6, 7). Aun ayudado por el favor divino piensa que
habrá personas que no se encontrarán a gusto con lo que él va a escribir y
esto lo achaca a «mi poco saber y bajo estilo» (Subida, prólogo, 8). Donde,
por otra parte se manifiesta más seguro y personal en los consejos que da, en
las ironías que usa, sobre ese mundo de la dirección espiritual es en el
libro de la Llama,
estrofa 3, nn. 27-67, en la llamada digresión de
los tres ciegos, siendo el primer ciego el director espiritual. Entra en toda
su potencia en el caso porque «es tanta la mancilla y lástima que cae en mi
corazón ver volver las almas atrás..., que no tengo de dejar de avisarles
aquí acerca de esto».
Se sentía capaz de proferir
dichos de Luz; también está convencido de ser un hombre, un poeta, un místico
inspirado al componer las canciones de su Cántico que para él son «dichos de
amor en inteligencia mística», compuestas «en amor de abundante inteligencia
mística» (Cántico, prólogo, 1-2). El mismo juicio le merecen las cuatro
canciones de la Llama,
que no ha empezado a comentar «por el poco espíritu» que hay en él, hasta que
«el Señor parece que ha abierto un poco la noticia y dado algún calor»
(Llama, prologo 1).
Suena con más fuerza el
pronombre personal yo en la pluma de fray Juan en Llama 1, cuando se lanza al
ataque contra quienes dudan o niegan o no saben entender las comunicaciones
de Dios a las almas. Sale así: «Pero a todos estos Yo respondo que el Padre
de las lumbres [...] no duda ni tiene en poco tener sus deleites con los
hijos de los hombres de mancomún en la redondez de la tierra».
También aparece ese yo sanjuanista
cuando el Vicario General de la
Orden le pasa un largo papelorio para que examine el
espíritu de la autora. Lo examina y retiene como falso espíritu y le señala
cinco defectos. Ya al final se pronuncia más personalmente: «Lo que yo diría
es que no le manden ni dejen escribir cosa de esto» y sigue en el mismo tono
fuerte. Este dictamen hace ver que, con toda humildad sí, y también con toda
certidumbre estaba seguro de acertar.
Por lo que se refiere al gran
tema que encara en sus libros de las visiones o revelaciones nos cuenta: «Yo
conocí una persona que, teniendo estas locuciones sucesivas, entre algunas
harto verdaderas y sustanciales que formaba del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, había
algunas que eran harto herejías» (2S 29, 4). Y sigue hablando en primera
persona: «Y espántome yo mucho de lo que pasa en
estos tiempos y es que cualquiera alma de por ahí con cuatro maravedís de
consideración, si siente algunas locuciones de éstas en algún recogimiento,
luego lo bautizan todo por de Dios, y suponen que es así, diciendo: «Díjome
Dios», «respondióme Dios»; y no será así, sino que
ellos las más veces se lo dicen».
Cuando se despedía fray Juan en
Segovia para ir a Madrid al Capítulo general de 1591, algunas de las monjas
se prometían que le elegirían provincial de Castilla y selo
manifestaron alegremente. El, les contestó: «lo que acerca de esto yo he
visto estando en oración es que me echarán a un rincón». Y así sucedió.
En cartas a las monjas de
Segovia que sentían mucho lo sucedido él les dice: «Habiendo su Majestad ordenádolo así, es lo JUAN DE LA CRUZ que todos más nos
conviene». Y es una gran merced del Señor para él. En otra carta dirá: «De lo
que a mí toca, hija, no le dé pena, que ninguna a mí me da. De lo que la
tengo muy grande es de que se eche culpa a quien no la tiene; porque estas
cosas no las hacen los hombres, sino Dios que sabe lo que nos conviene y las
ordena para nuestro bien»; y su remedio final es: «y adonde no hay amor,
ponga amor, y sacará amor». Aunque se muestra así de decidido no obstante
debía andar un poco bajo de ánimo cuando en otra misiva, vuelto a Segovia
para despedirse antes de partir para Andalucía, dice a la Priora de Segovia: «Yo le
agradezco que me envía a llamar determinada y claramente, porque así no
tendrán lugar para hacérmelo dilatar mis perplejidades; y así hacerlo he
cierto mañana, aunque no hiciera tan buen tiempo ni yo estuviera tan bueno».
Estado de ánimo combatido por «mis perplejidades» de modo que necesita esa
ayuda, ese empujón ajeno.
Ya en su carta del 21 de
septiembre de 1591 vuelve a hablar de sí mismo con una serie de detalles:
«Mañana me voy a Ubeda a curar de unas
calenturillas, que, como ha más de ocho días que me dan cada día y no se me
quitan, paréceme habré menester ayuda de medicina; pero con intento de
volverme luego aquí, que cierto, en esta soledad me hallo muy bien».
Ante quienes temía que aquel
Diego Evangelista y compañía iban a ser capaces de quitar el hábito a Juan de
la Cruz él
escribe a uno de sus íntimos: «Hijo, no le dé pena eso, porque el hábito no
me lo pueden quitar sino por incorregible o inobediente, y yo estoy muy
aparejado para en mandarme de todo lo que hubiere errado y para obedecer en
cualquier penitencia que me dieren».
Aquí está Juan de la Cruz de cuerpo entero y bien
mazizado de virtudes: humildad y
grandeza
de ánimo, fortaleza.
Termino con esta pequeña
anécdota: un día está fray Juan en su convento de Granada trabajando en la
huerta. Llega un religioso muy famoso de otra Orden a visitarlo. Y al verlo
así sudoroso y con su azadón en la mano le dice: «Vuestra paternidad debe ser
hijo de algún labrador, pues tanto gusta de la huerta, que nunca le vemos por
allá». Fray Juan responde rápido:
«No soy tanto como eso, que hijo
soy de un pobre tejedor».
¡Y qué bien que aprendió a tejer
el tapiz de la perfección y a configurar la imagen de Cristo!
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