Juan de la Cruz visto por un orante
María Jesús Moreno
Escribo estos párrafos en el
contexto de la celebración de la
Pascua de Jesús y también de la noticia de la Pascua de varias personas
conocidas. En parte por eso, me sale empezar con una comparación, para mí,
significativa: Cuando alguien a quien queremos, que ha formado parte de
nuestra vida personal, muere o más bien, pasa a vivir del todo, plenamente,
entonces poco a poco, a medida que pasa el tiempo, es más sencillo empezar a
comprender el sentido de lo que llamamos comunión de los santos. El cielo, por
decirlo de algún modo, se nos hace más familiar. Y estos misterios que hemos
aprendido de niños, como de memoria, cobran un sentido cercano. Al menos así
me pasó a mí cuando llegó la muerte de esa primera persona. Después la
experiencia se prolonga en otras. Así vamos sintiendo que tenemos una gran
familia. Podemos hablar con ellos, sentirlos cerca, pedirles su ayuda; a mí
me anima y da fuerza la certeza de su compañía. Son hermanos y compañeros.
Nos une la misma Fe, la misma Esperanza y Amor.
No de forma muy diferente (si no
es porque no hemos compartido en el tiempo la vida acá y el cariño concreto
del día a día), siento a esos otros hermanos que vivieron hace tiempo y que
en la Iglesia
reconocemos como santos. Estos santos reconocidos son como farolillos, y cada
cual desde su carisma e historia personal nos dan luz para que comprendamos
qué es eso de ser cristiano. Llegamos a conocerlos y, poco a poco, a amigar
con ellos, bien porque alguna persona nos lo presentó, bien porque forman
parte de la vida de nuestros pueblos, bien porque nos encontramos con ellos
en los escritos que dejaron o en las obras que hicieron. Así entran a formar
parte de nosotros. Y qué suerte contar con tales amigos que no es poco el
ánimo, la luz y la compañía que nos dan.
Una de estas personas es para mí
Juan de la Cruz.
Comencé a conocerle bastante después que a Santa Teresa.
Qué podía atraerme por aquel entonces en los escritos de Juan: el deseo de
conocer a Dios, de aprender a reconocer su voz, Creo que a lo largo de la
vida nos sentimos atraídos por todo aquello que nos dice algo de nosotros
mismos, que sintoniza con las ondas que se mueven en nuestro interior.
Podríamos interpretar en este sentido lo que decía ya hace siglos Jeremías,
que expresa mejor lo que quiero decir: «Cuando encontraba palabras tuyas, las
devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi”
El propósito firme de Juan de la Cruz es conducirnos al
Todo, al Amor, a Dios por «Cristo- hombre».corazón, porque tu nombre fue
pronunciado sobre mí, Señor, Dios de los ejércitos.» (Jer
15, 16). Cuando Jeremías pronuncia estas palabras está pasando por un momento
difícil en el que se tambalea y duda de su propio camino, de lo que ha hecho
en la vida desde que sintió que Dios le encomendaba la misión de hablar de su
parte al terco Israel, duda hasta de Dios: «Ay, serás tú para mí como un
espejismo, aguas no verdaderas» y así recuerda (re-cuerda, le vuelve a dar al
corazón) «cuando encontraba palabras tuyas...» y Dios le confirma y rescata
de su angustia.
Algo de esta actitud de
Jeremías, aunque en situaciones diversas, vivimos las personas. Devoramos las
palabras que nos hablan de aquello que más necesitamos, de aquello que más
deseamos, de aquello que es capaz de dar sentido y consistencia a nuestro
vivir. Bien, pues entre otros muchos, la vida y los escritos de Juan de la Cruz están ahí al alcance
de aquellos que queremos encontrar palabras llenas de verdad, de radicalidad;
las dice alguien realmente enamorado de Dios, de su Hermosura (Cántico 36, 5)
y que habla desde la experiencia hecha, de un camino de búsqueda y encuentro
felicísimo.
Dificultades al leer a Juan de la Cruz
Sé que hay personas que al
acercarse a la obra escrita de Juan han sentido que es algo difícil de
digerir. Reconozco que yo misma en algún momento lo he sentido. Pero creo que
hay al menos dos cosas que me han ayudado. Antes que nada, creo que es
necesario estar tocado por un interés vivo de llegar al fondo, como quien
alberga la certeza de que tras esas palabras está la Vida que buscamos. Se
intuye, pero una lectura superficial, melosa, no nos deja sino disgusto
porque Juan no tiene intención de entretenerse en amamantar chiquillos sino
que quiere ayudarnos a desarrimamos de la leche del dulce pecho para hacemos
adultos en la fe y disponemos a aquello para lo que fuimos creados, ser
dioses por participación, comer pan a una mesa con Dios. Pues, las dos cosas
que me ayudaron fueron, primero, conocer su vida, su trayectoria personal, su
contexto vital, cómo era Juan con su familia, sus amigos, sus hermanos de
comunidad, qué le movió a escribir, cuándo y cómo lo hacía. La dureza y
distancia que una primera lectura podría dejar en el ánimo, queda fuera al
descubrir al Juan curtido y sensible que se esconde tras sus escritos y que
se desborda también directo de cuando en cuando, especialmente en las cartas.
Y segundo, los ojos en Jesús, tras cada idea, cada poema, cada carta, cada
palabra. Ir más allá del tono sistemático que sus explicaciones llevan
especialmente en algunos de sus libros. Descubrir el propósito firme de Juan
de conducirnos al Todo, al Amor, a Dios por «Cristo- hombre». (2 Subida 22)
Juan se da cuenta de estas
dificultades y sale al paso avisándonos en varios momentos y nos ofrece
alguna pista. Entre otras, en el prólogo de Subida nos invita a leer y
releer, al tiempo que advierte que «aquí no se escribirán cosas muy morales y
sabrosas para todos los espirituales que gustan de ir por cosas dulces y
sabrosas a Dios, sino doctrina sustancial y sólida». Y no se anda con
chiquitas, procura ser claro en sus explicaciones repitiendo hasta la
saciedad, y al final, en una ocasión, acaba en seco así: Y si tienes más duda
no sé qué te diga, sino que lo vuelvas a leer, quizás lo entenderás (...)
Aquí asoma el Juan directo, sencillo sincero.
Como casi todos los lectores
primerizos, supongo, uno de los primeros escollos que encontré casi
infranqueable era el «terrible» capítulo 13 del primer libro de Subida. Una
mirada superficial y aislada del mismo haría de Juan un pequeño monstruo.
Nada más lejos. Poco a poco vas descubriendo en la obra de Juan, uno, la
centralidad de Cristo desde el mismo inicio: «Lo primero, traiga un ordinario
apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la
cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se
hubiere él.» (1S 13, 3), se trata primerísimamente
de una relación, no de un arsenal de titánicos ejercicios para hacer músculos
espirituales; dos, el inequívoco móvil del amor, «por amor de Jesucristo» (1
S 13, 4) y, tres, tener en cuenta que este capítulo es un compendio
desarrollado a lo largo de su obra. Esto me fue haciendo comprender mejor lo
que nos quiere enseñar Juan en verdad. Hay que leer a todo Juan de la Cruz, y, como digo, no poco
creo que ayuda, conocer su vida concreta. En mi ejemplar de las obras
completas de Juan de la Cruz,
al margen de este capítulo, un día escribía: ¡Himno a la libertad! Lo escribí
a los principios, en el momento que comprendí que lo que pretende no es
dejarnos bien claro el camino de las Nadas, sino sólo en tanto nos dispone
para abrirnos para recibir al Todo y para ello busca enseñarnos cómo tenemos
que liberarnos de cualquier traba que nos lo impida. «Para venir a gustarlo
todo, a poseerlo todo, a serlo todo, a saberlo todo, (...) La mirada se fija
en la meta deseada. Leído así, suena diferente, se trata de alguien que
sigue, cogido por el Amor, hacia donde éste le llama.
Sus escritos no son para ilustrarnos, son para ponernos en camino
Sin embargo no basta con comprender
o intuir todo lo que nos enseña Juan de la Cruz. Sus escritos no
son para ilustrarnos, son para ponemos en camino. Y cuando empiezas este
camino ya no vale sentarse. Hace tiempo que comencé a leer sus obras y lo
mismo que la vida no para, no para tampoco la lectura de la misma a la luz de
las nadas y el todo. Siempre hay nuevas luces, nuevas intuiciones que te
sorprenden. Parecía que habías comprendido en qué consistía el desapego hasta
de lo espiritual y con el tiempo vas aprendiendo otro desapego que te viene
ofrecido de fuera y al que allanas la voluntad por y con amor y descubres que
Dios te va lentamente transformando, dulcificando, pacificando, aquietando,
liberando. Pero después quedas con la conciencia de que estás más lejos del
que es la Dulzura,
la, Paz, el Amor, pero andas hacia El dejándote hacer. Y así supongo que ha
de ocurrir a cada cosa aprendida. No acabas nunca de ahonda de crecer hacia
Dios. Y lo que es más bonito, ves cómo esto mismo lo van viviendo
sencillamente tantas personas alrededor tuyo sin saber quizás ponerle nombre.
Siento que Juan nos estira para
no vivir más fundados en tierras movedizas y asentar la casa en fundamentos
fuertes, firmes, que están más allá del sentir que nos zarandea con sus
vaivenes. Desarrimados de todo, dóciles al sorprendente devenir de los
acontecimientos que van trabando nuestra vida, allanando en todo la voluntad.
Quedan atrás, no sin desgarro, seguridades, ideas preconcebidas, proyectos,
para dar paso a una libertad interior que nos dispone a una entrega más
sincera, más entera. Desde esta atalaya podemos sentir que quedamos
edificados sobre Roca, podemos sentir que nace en nosotros un manantial que
salta hasta la
Vida. Permanecer en este escondido lugar es a lo que nos
llama Juan o el Señor a través de Juan de la Cruz. Pero para este
permanecer necesitamos quitar todo lo que nos lo impide porque hay tantas
cosas que a empujones, como quien dice, nos saca hacia afuera.
Vivir con la mirada y el corazón
puesto en lo que nos susurra la fe, la esperanza y el amor son la mejor forma
de permanecer arraigados en este Centro donde Dios nos habita y en donde nos
encontramos con El.
Desde hoy, cómo veo a Juan de la Cruz. Es maestro
exigente y paciente. Es un santo silencioso, e impresionantemente intenso. Apunta
como una flecha hacia su meta no hay rebajas. Habla para quienes han tomado
en serio, hoy diríamos, el seguimiento de Jesús.
Quedan en el tintero sin
mencionar Llama y Cántico; fueron escritas «en amor de abundante inteligencia
mística»; pero ahí quedan para ser leídas «con la sencillez del espíritu de
amor e inteligencia que ellas llevan» y «hacer efecto de amor y afición en el
alma».
Para terminar vamos a quedamos
con el consejo que Juan de la
Cruz da a las carmelitas de Beas, «callar y obrar»: «Harto
está ya escrito para obrar lo que importa; y que lo que falta, si algo falta
no es el escribir o el hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el
callar y el obrar.» (Carta a las carmelitas descalzas de Beas. Granada, 22 de
noviembre 1587).
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