El «santico» de
fray Juan
Daniel de Pablo Maroto
Personaje de inmensa valía en los
orígenes de la Reforma
teresiana es San Juan de la
Cruz, inferior a Santa Teresa de Jesús en la iniciación y
planificación de la misma, igual a ella en las experiencias místicas, muy
superior en la exposición sistemática de la vida espiritual y en el uso de la
lengua, y genial e inigualable como poeta lírico.
En vida sus contemporáneos lo
estimaron como un fraile santo, muchos de dentro y fuera de la orden lo
tuvieron por maestro, pero pocos se dieron cuenta de la grandeza de su genio
literario y religioso. Para la mayoría de sus coetáneos fue el «medio fraile»
del comienzo de la Reforma,
remoquete con el que lo bautizó jocosamente la ingeniosa Teresa. Su
significación en la marcha de la
Reforma de la orden entre los frailes no fue tan
sobresaliente como merecía su genio y su santidad. Y las razones creo que son obvias. No tenía talante de líder natural,
sólo era maestro consumado en la dirección espiritual: amable, prudente,
paciente, profundo e iluminado. El perfil aproximado de Juan de la Cruz como carmelita
descalzo espero aparecerá en las limitadas páginas que le dedico en esta
«Galería de personajes».
En primer lugar, apunto los
datos fundamentales de su biografía. Nació en Fontiveros (Avila)
hacia 1542 y murió en Ubeda (Jaén) en 1591. Los
antiguos biógrafos quisieron buscarle ancestros nobles, pero la realidad
familiar fue bien distinta: era hijo de unos pobres y honrados tejedores de
buratos. Huérfano de padre desde 1545, le tocó emigrar con su madre a
Torrijos y Gálvez (Toledo), Arévalo (Avila) y Medina
del Campo (Valladolid).
En Medina estudió las primeras
letras en el Colegio de los Doctrinos y humanidades en el colegio de los
Padres jesuitas; se inició en el aprendizaje de varios oficios manuales y
sirvió como enfermero, mientras mendigaba por las calles de Medina para
subvenir a las necesidades del colegio y del hospital. En 1563 ingresó en el
convento carmelitano de Santa Ana de Medina del Campo, donde profesó en 1564.
En la universidad de Salamanca completó sus estudios de filosofía y teología los
años 1564- 1567 y se ordenó de sacerdote en 1567.
Este es el marco histórico de
Fray Juan de Santo Matía, previo a su encuentro con
la madre Teresa y a su ingreso en la Reforma del Carmelo.
Encuentro providencial
El primer encuentro con la madre
Teresa lo tuvo en Medina del Campo en el verano de 1567, cuando Juan de Santo
Matía, carmelita, fue a cantar la primera misa. Lo
que la Santa
pensaba y ha dicho de él lo ha dejado escrito inmejorablemente en la crónica
de sus Fundaciones y en sus Cartas. «Poco después —escribe—, acertó a venir
allí [a Medina] un padre de poca edad, que estaba estudiando en Salamanca, y
él fue, con otro por compañero, el cual me dijo grandes cosas de la vida que
este padre hacía. Llámase fray Juan de la Cruz». El gancho que utilizaba la Fundadora para hacer
amigos y atraer candidatos a su causa era la palabra1 maternal, amiga,
prudente, educada como la de una gran señora e iluminada como la de una
santa. Por eso su palabra era siempre persuasiva y convincente.
En el diálogo con Fray Juan,
descubrió intuitivamente el tesoro que tenía delante, y le convenció para que
cambiara su incipiente vocación de cartujo por el proyecto de reformar su
propia orden del Carmen. «Yo le dije lo que pretendía -continúa la Santa— y le rogué mucho
esperase hasta que el Señor nos diese monasterio, y el gran bien que sería,
si había de mejorarse, ser en su misma orden, y cuánto más serviría al Señor.
El me dio la palabra de hacerlo, con que no se tardase mucho» (Fundaciones,
3, 17). Era el germen de una gran epopeya religiosa, de una aventura
espiritual que todavía perdura.
Si en el primer encuentro con él
quedó la madre Teresa fascinada, mucho más en los contactos sucesivos, por
ejemplo siendo ella priora en La Encarnación de Avila
(1571-1574) yJuan de la Cruz confesor de la
comunidad (1572-1577). Los calificativos de su persona son muy elocuentes:
«siervo de Dios», «santo», «santico», «chico», pero
«grande a los ojos de Dios», el «Séneca», etc. Conocidos todos los
pormenores, llegó a la conclusión de que en la Reforma entre los
varones «hay pocos como él». La historia posterior avaló con creces el juicio
de la madre Teresa: es el más grande de los Carmelitas descalzos.
La puesta en marcha de la
Reforma
La madre Teresa no sólo buscó a
los primeros hombres de la
Reforma entre los frailes de su orden, sino que les
encontró casa en que cobijarse, regalo de un caballero abulense. Sólo la
magia creadora de Teresa pudo convertir aquella casa semiabandonada
y perdida en la ancha meseta de Castilla en el primer convento de su Reforma
entre los varones. Era una pobre casucha de labranza, «con demasiada poca
limpieza y mucha gente del agosto», con «un portal, una cámara doblada con su
desván y una cocinilla». Pronto su imaginaria convirtió el zaguán en iglesia,
el desván en coro, y la cámara en habitaciones de los frailes. La
«cocinilla», tal como estaba, pronta a funcionar. Total, un convento en
miniatura había surgido en Duruelo (Ávila), un lugarcillo tan pequeño que no
constaba en el trazado carretero de las guías de entonces y le costó tiempo y
sudores encontrarlo (Fundacioes, 13,3). »
En Duruelo (Avila)
nació la Reforma
teresiana, en su rama masculina, el primer domingo de adviento de 1568. Su
austeridad, sencillez y pobreza, las cruces y calaveras, que Juan de la Cruz y Antonio de Heredia
habían colocado, asustaron a la madre Teresa y a dos mercaderes amigos que la
acompañaban (Fundaciones, 14, 6). Si la bronca y excesiva austeridad de la
ascesis la asustó, se alegró al saber que también se dedicaban al apostolado
activo en los pueblos cercanos, caminando a veces con los pies descalzos
sobre la nieve, además del tiempo interminable dedicado, día y noche, a la
oración y la contemplación (ib., 7 y 8). Así comenzó la Reforma de la madre
Teresa con San Juan de la Cruz
como humilde pionero. El proyecto reformador tuvo pronto un éxito arrollador,
como una planta joven con muchas y profundas raíces. A los nueve años de la
muerte de la Santa,
hasta el año de la muerte del Santo en 1591, se habían fundado cincuenta
conventos de varones con 1.300 frailes; y treinta monasterios femeninos con
seiscientas religiosas. (Cf. Documenta Primigenia, 1V Roma, Teresianum, 1985, doc. 529, pp. 3 83-387).
Como fraile reformado y
reformador, Juan de la Cruz
fue una de las figuras más representativas de la Reforma teresiana en sus
orígenes, aunque menos de lo merecido por su santidad y sabiduría por las
razones que expuse con anterioridad. En ella tuvo muchos cargos de
responsabilidad. Fue maestro de novicios en Duruelo y Mancera; rector de los
dos primeros colegios de la
Reforma en Alcalá de Henares y Baeza; prior o vicario en
varios conventos, definidor, vicario provincial de Andalucía, etc. Muchas
horas dedicó también a trabajar como peón de albañil y a recorrer Castilla y Andalucía
para atender espiritualmente a las monjas de la madre Teresa. Al final, cayó
en desgracia de los superiores y desapareció de la escena en la soledad y el
silencio de Ubeda. Por su trayectoria vital, se
puede considerar como «formador de descalzos», y, en cierta medida, «padre de
la Reforma»
El ideario reformador
Llegados a este punto, es hora
de preguntarnos: ¿Qué aportó San Juan de la Cruz al carisma fundacional de la madre Teresa,
tanto de monjas como de frailes? ¿Por qué es un personaje ilustre en la Reforma teresiana? Es
posible que algunos flecos de la periferia doctrinal sean todavía objeto de
debate, como lo fue en su tiempo. Pero encuentro algunos principios que son
incuestionables.
Es evidente que lo vivido por
él, lo dicho en sus enseñanzas orales y lo escrito en sus obras mayores y
menores es una respuesta coherente con el carisma del Carmelo reformado, una
oferta doctrinal y existencial de modo especial para todos los carmelitas
descalzos. Podemos decir que transmite, en primer lugar, lo aprendido en
Valladolid junto a la madre Teresa y sus monjas, «nuestra manera de proceder
{...] así de mortificación como del estilo de hermandad y recreación que
tenemos juntas» (Cf. Funda- dones, 13, 5). El «estilo» de la madre Teresa era
vivir el «rigor» de la Regla
pero con «moderación». (Ib., 13, 5). Por el contrario, los frailes impusieron
mortificaciones corporales desde los comienzos de Duruelo que asustaron a la Fundadora y de ello se
lamentó años después (Cf. ib., 14, 12). Juan de la Cruz, aunque fue un hombre
asceta, aborrecía las «penitencias de bestias».
Pero él sustentó el carisma del
Carmelo reformado en dos pilares fundamentales. Primero la tradicional
dimensión contemplativa de la orden, acompañada de soledad, silencio, vida
ascética activa y pasiva de las «noches» del sentido y del espíritu. Y
segundo, y de modo sincrónico y como acción necesaria, la dimensión
apostólica limitada, selectiva y brotando de esa misma raíz (Cf. Cántico
Espiritual, 29, 3), y que él ejercitó en los conventos de Duruelo, El
Calvario, Alcalá, Baeza, Segovia, etc. Por su talante personal, se inclinaba
más al ministerio de la dirección espiritual, de la mistagogía
o comunicación de la propia experiencia espiritual y mística. Salvadas estas
dos ocupaciones fundamentales del carmelita descalzo, caben todas las demás
acciones: los trabajos manuales, las correrías para cumplir el apostolado
específico, la vida de comunidad, las encomiendas jurídicas de la orden, etc.
Y, por encima de los debates de
los orígenes sobre el modo de encarnar el carisma de la Reforma, lo que cuenta
para él es la elección de lo Absoluto (el Todo de Dios), con prevalencia a lo
relativo de la vida (la nada de las criaturas). En esta perspectiva de
radicalidad se entiende su lenguaje sobre la necesidad de las purificaciones
y el despojo de las «noches».
El debate sobre su quehacer en la Reforma teresiana
Aunque sorprenda a un lector
moderno que conozca la talla espiritual e intelectual de San Juan de la Cruz, no siempre fue
reconocido como primer carmelita eÍ la Reforma de su ordei1
Existe un documento de finales de 1590 o principio del 1591, escrito en vida
del Santo por el P Gregorio de San Angelo,
secretario de la Consulta,
en el que se dice que «Fray Antonio de Jesús [...] movido piadosamente por Dios
[...] fundó el primer convento de frailes descalzos carmelitas en Duruelo,
que después se trasladó a Mancera». De San Juan de la Cruz ni palabra. Así se
estaba escribiendo la historia «oficial» casi en los mismos orígenes de la Reforma. (Cf. en Documenta Primigenia, 1V 1. c., Doc. 528, p. 379).
No era el único que escribía
tales mentiras u ocultamiento de la verdad. El E Luis de San Jerónimo, un
miembro ilustre del Carmen descalzo, prior del noviciado de Valladolid,
Rector del colegio de Alcalá, consejero general, etc., en un libro en latín
sobre los privilegios de los carmelitas descalzos, publicado en Madrid en
1591, hace una breve historia de los orígenes de la Reforma teresiana y
recuerda sólo a la madre Teresa de Jesús y al E Antonio de Jesús (Heredia)
como conductores y pioneros de la nueva Reforma. Ni una sola palabra sobre
Fray Juan de la Cruz
(Cf. Matías del Niño Jesús, «Primeros años del Carmen Descalzo», en Yermo, 9
(1971), pp. 166-167). El hecho llamó la atención del E Manuel de Santa María,
crítico carmelita del siglo XVIII. Los sanjuanistas actuales siguen buscando
razones que expliquen semejante olvido (Cf. ib., pp. 171-173).
Cambió el panorama en los
comienzos del siglo XVII concediendo a San Juan de la Cruz el título de fundador
de la Reforma,
junto con los primeros que se descalzaron en Duruelo. Así lo hizo, entre
otros, el E. Alonso de la
Madre de Dios, OCD (el Asturicense). Para eso tuvo que
mitigar el título de fundadora a la madre Teresa, que no podía ostentarlo en
sentido estricto y formal al tratarse una orden clerical, no legisló para los
varones (1!), y sólo intervino en la reforma de los frailes como consejera,
con sus amonestaciones, avisos y con su ejemplo. (Cf. Vida, virtudes y
milagros del Santo Padre Fray Juan de la Cruz, maestro y Padre de la Reforma de Nuestra
Señora del Monte Carmelo. Edición de Madrid, Editorial de Espiritualidad,
1989, parte 1, caps. 7-13, pp. 69-116). Fue escrita
en torno a 1630, cuando se preparaban los procesos de beatificación de Fray
Juan de la Cruz. En
esta línea también tuvo sucesores.
La siniestra maniobra la detectó
y criticó desde Amberes el E Gracián en 1610, defendiendo que la Santa es «fundadora de
monjas y de frailes». (Cartas, Roma, Teresianum,
1989, cartas 185-186, pp. 470 y 475. Y en Peregrinación de Anastasio, diálogo
13, p. 213 de la edición de Roma, Teresianum,
2001).
Hoy se han superado con
equilibrio aquellas apreciaciones sesgadas y partidistas, aunque son otros
los debates en torno al carisma fundacional en su misma orden.
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