Caminando con
Jesús Pedro
Sergio Antonio Donoso Brant |
EL HOMBRE PERFECTO 1. PERFECCIÓN
PSÍQUICA DE JESÚS ¿Pero había un alma
sana en este cuerpo? En vista de lo extraño de su conducta,
enseñanzas y aspiraciones, es muy comprensible que el hombre vulgar
contemporáneo de Jesús, carente del sentido de lo
extraordinario y de lo heroico, y cuyo criterio no salía de lo
común, quedase perplejo y aun contrariado ante la figura de
Jesús, considerándole a veces psíquicamente enfermo. Los primeros que renegaron de
él fueron sus propios parientes, que afirmaban "había
perdido el juicio" (Mc. 3, 21). Esta era, en el fondo, la opinión
de los fariseos, sus enemigos, al decir que un espíritu maligno obraba
en él(Mt. 12, 24). Esas expresiones del
espíritu enfermo y maligno se han perpetuado a través de los
siglos y han vuelto a repetirse en nuestros días, con el fin de
suprimir definitivamente, de modo simple y brutal, el enigma de Jesús
en el mundo, y aunque no sea más que por ese motivo debemos esclarecer
la cuestión del estado mental de Jesús desde el punto de vista
humano. Sólo al habernos dado
suficientemente cuenta de las principales directrices y de los rasgos
dominantes de su fisonomía mental, podremos contestar con seguridad si
Jesús debe ser clasificado entre los desequilibrados, o, por el contrario,
merece ser considerado como un ser superior, supremo y hasta incomparable,
absoluto y divino. Vamos, pues, a estudiar el estado psíquico de
Jesús; ¿cómo se comportaba en cuanto hombre, qué
idea debemos formarnos de él? Los evangelistas nos hablan con
toda claridad. Si algo les llamó la atención en el modo de ser
de Jesús, fue la lucidez extraordinaria de su juicio y la
inquebrantable firmeza de su voluntad. Si se quiere intentar lo imposible y
expresar en una sola palabra la fisonomía humana de Jesús, debe
decirse que fue verdaderamente un hombre de carácter, apuntando
inflexiblemente hacia su fin, para realizar la voluntad de su Padre hasta el
último extremo, hasta derramar toda su sangre. Ya su modo de hablar, las
repetidas expresiones: "Yo he venido", "yo no he venido",
traducen perfectamente ese "si" y ese "no", consciente e
inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre, que
constituyó la ley de su vida. "Yo no he venido a traer la
paz, sino la guerra"(Mt. 10, 34); "No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores" (Mt. 9, 13); "El Hijo • del
Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc. 19,10);
"El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida para rescate de muchos" (Mt. 20, 28; Mc. 10, 45); "No he
venido a destruir la ley ni los profetas, sino a completarlos" (Mt.5,
77'); "Yo he venido a poner fuego en la tierra, y qué he de
querer sino que arda?" (Lc. 12, 49) Jesús sabe lo que quiere y lo
sabe desde un principio. Ya a la edad de doce anos, cuando sus padres le
encuentran en el templo, expresa claramente todo el programa de su vida:
" ¿No sabíais que debo emplearme en las cosas de mi
Padre?" (Lc. 2, 49). Desde el punto de vista de la psicología,
las tres tentaciones en el desierto son una victoriosa superación de
la posibilidad contraria a Dios, satánica, que se le ofrecía;
hacer uso de su poder como Mesías, para su glorificación
personal, para un fin egoísta, en vez de emplearlo para constituir la
teocracia del Padre. Podemos percibir con toda exactitud con cuánta
claridad ve Jesús aquí, desde el principio de su vida
pública, el nuevo camino de su entrega y sacrificio a la voluntad de
su Padre, y con qué resolución lo emprende. Mástar de, no serán sólo
sus enemigos quienes intenten apartarlo de él. En tres pasajes, por lo
menos, se deja ver la influencia de sus propios discípulos, que tratan
de hacerle abandonar la senda del sacrificio y de Y alcanzan su máxima
expresión cuando Jesús habla de dar a comer su carne y a beber
su sangre (Jn. 6, 57). "Muchos discípulos se separaron
definitivamente de El en esta ocasión" (Jn. 6, 66). Pero no por
eso dejó Jesús de seguir su camino, decidido a ir sólo,
abandonado de todos si fuera necesario. Ni una palabra de apaciguamiento para
retener a sus discípulos, solamente esta única y concisa
pregunta: "¿Y vosotros, también queréis iros?"
(Jn. 6, 68). Jesús a parece siempre como hombre de voluntad resuelta. Jamás se le ve, en todo su
ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de obrar, vacilar, permanecer
indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma
voluntad, firme e inflexible a sus discípulos, cuando dice:
"Quien tiene la mano en el arado y mira atrás, no sirve para el
Reino de Dios" (Lc. 9, 62). El que va a construir una torre, se sienta
antes y saca cuentas de los gastos necesarios" (cf. Lc. 14, 28),
"El que declara la guerra a un rey comienza por hacer el recuento de sus
tropas" (Lc. 14, 31). Con ello infunde a sus discípulos su modo
de ser. Están muy lejos de El la precipitación y más
aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de
compromiso. Todo su ser y su vida en un
"sí" o" no". Jesús es siempre el mismo,
siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando obra, siempre lo hace con
plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad. Sólo El puede
afirmar con toda verdad: "Que vuestra palabra sea sí, sí,
no, no. Lo demás es un mal"(Mt. 5, 37). Todo su ser y toda su vida son
unidad, firmeza, luz y pura verdad producía tal impresión de
sinceridad y energía, que sus mismos enemigos no podían
sustraerse a ella. "Maestro, sabemos que eres veraz y no temes a
nadie" (Mc. 12, 14). En esta unidad, pureza y diafanidad de todo su ser
íntimo está la explicación psicológica de su
lucha a muerte contra los fariseos, esos sepulcros blanqueados representantes
de todo lo que hay de falso en la religión y en la vida. Lo cual le
llevó directamente a la cruz. Desde el punto de vista
psicológico, lo trágico de su destino fue la verdad y lealtad
de todo su ser y la fidelidad a sí mismo en servicio de su Padre. Jesús fue plenamente un
carácter heroico, la encarnación del heroísmo; y esa
disposición y entrega absoluta de su vida por la verdad admitida es lo
que exige a sus discípulos; en suma, el heroísmo es algo innato
en El. Lo único que le falta al
joven rico, que ha guardado todos los mandamientos, es vender todos sus
bienes y seguir a Jesús (Mc.10, 21), y el verdadero discípulo
de Jesús debe tener suficiente valentía y ánimo para no
tomarse siquiera el tiempo de enterrar a su propio padre: "Dejad a los
muertos enterrar a los muertos" (Mt. 8, 22; Lc. 9, 60). No se trata de
los muertos sino de los vivos. El verdadero discípulo debe
"odiar" a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas y aun
su propia vida, esto es, según el sentido arameo, pasarlo todo a
segundo término, para seguir a Jesús (Lc. 14, 26; Mt. 19, 29;
Mc. 10, 29). Esa voluntad robusta, concentrada
hacia su fin, esa iniciativa y esa fuerza en la acción hacen de
Jesús un verdadero jefe. Llama a Simón y Andrés, y al
punto dejan éstos sus redes (Mc. 1, 16). Después son Santiago y
Juan quienes dejan a su padre en la barca con los jornaleros (Mc. 1, 20).
Arroja del templo a los vendedores y nadie osa resistirle. Su temperamento es
avasallador y regio su porte. Los discípulos se daban cuenta de ello.
De ahí su temor respetuoso a su Maestro y el convencimiento de la
distancia que los separa de El. Los evangelistas repetidas
veces, señalan la extrañeza y aun el temor de los
discípulos ante sus discursos y prodigios. (Mc. 9, 6; 6, 51; 4, 41;
10, 24-26), el miedo a interrogarle (Mc. 9, 32). Marcos comienza el relato
del último viaje de Jesús a Jerusalén con estas
significativas palabras: "Jesús iba delante de ellos, que le seguían
con miedo y se espantaban" (Mc.10, 32). Este temor se apoderaba
también de las muchedumbres y les cautivaba. "Estaban llenos de
temor". Tal es el primer sentimiento que produce la manifestación
de 100 Jesús (Mc. 5, 15,33, 42; 9, 15). No era uno de tantos, ni como
los dirigentes, doctores de la ley o los fariseos. Tenía consigo todo el
poder, y esta impresión de superioridad, de omnipotencia, que dimana
de su persona era tal, que, para explicarla, la multitud buscaba los nombres
y jerarquías másaltas.
"¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno
de los profetas?" (Mt. 16, 14). Jesús tenía
conciencia de esta diferencia que le separaba del pueblo y de todos.
Más adelante hablaremos de la profundidad de este conocimiento y
cómo comunicó a toda su vida y a su muerte, aliento, sentido,
calor y energía Jesús sabía muy bien que no era como los
demás hombres. Por ello amaba la soledad. En cuanto podía
sustraerse al gentío, después de predicar y curar, se retiraba
a un lugar solitario o a una colina silenciosa. Los evangelistas lo indican
insistentemente: "Y, despedidas las gentes, subió al monte,
apartado, a orar...y allí estaba solo" (Mt. 14, 23). Era, como
diremos luego, una soledad "en el seno de su Padre"; es decir, a
solas con El. Era un alejamiento de la turba, una reconcentración de
su fuerza, de donde saltaban, como de profunda fuente, las aguas de la vida. Según las leyes de la
psicología, esa fuerza tan extraordinariamente concentrada y
disciplinada, esa potencia anímica debían necesariamente
manifestarse también al exterior en alguna expresión dura o por
algún acto audaz frente a la oposición de las fuerzas malignas
y enemigas. Jesús podía irritar se en esas ocasiones con justa
cólera, como los profetas del Antiguo Testamento un Oseas, un Jeremías, o como Moisés cuando
arrojó al suelo las Tablas de Para conocer a Jesús es
necesario conocer también este aspecto de su alma, en la que
sólo existe una fuerza concentrada, una voluntad en tensión, y
también el ardor de una pasión santa. Basta advertir la emoción
que brota de sus palabras y de sus actos: "¡Retírate de mi
vista Satanás!" así ahuyenta la aparición tentadora
(Mt. 4, 10). "¡Apártate, Satanás, que me eres
escándalo!", contesta a Pedro cuando intenta apartarle de la
vía dolorosa (Mt.14, 23). "Fuera de mi vista, inicuos, nunca os
he conocido", dirá el día del juicio a los que no han
socorrido a sus hermanos cuando les vieron necesitados en la tierra (Mt. 7,
23). No hay aquí calma y contención, sino movilidad profunda y
una verdadera pasión. Este arrebato ardiente y vehemente
del hombre interior se patentiza en muchas de sus palabras, cual
relámpago que refulge y trueno que retumba En la parábola de la
cizaña; "El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles,
que reunirán a todos los malvados y seductores del Reino y los
echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el
crujir de dientes" (Mt. 13, 41). Análogamente en la
parábola de la red: "Los ángeles vendrán y
separarán los malos de los buenos y los echarán al horno del
fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes" (Mt.
13, 49). Asimismo terminan airadamente las
parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas
y cabritos (Mt. Sin duda, los sentimientos que
inspiraron dichas parábolas están pictóricos de vida y
no hay la menor huella de blando sentimentalismo. Las expresiones de
Jesús contra los fariseos y escribas, la casta dominante, y contra los
doctores de Israel, reflejan ardorosa indignación: "¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque exprimís las
casas de las viudas y por pretexto hacéis larga oración; por
eso llevaréis un juicio más grave...Guías ciegos que
coláis el mosquito y os tragáis el camello... Ay de vosotros,
escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis lo limpias lo
que está fuera de la copa y del plato, mas estáis interiormente
llenos de robo y de inmundicia" (Mt. 23, 14, 24, 25). No es posible
figurarse a Jesús en estas ocasiones más que con ojos
llameantes y rostro encendido. La misma fuerza y el mismo ardor
de sentimiento se trásluce en algunos actos,
por ejemplo, cuando arroja a los vendedores del templo, poco antes de su Pasión.
Echa a compradores y vendedores, derriba las mesas de los cambistas y los
asientos de los mercaderes de palomas, no permitiendo que lleven
ningún objeto del templo (Mc. 11, 15 y ss).
Estalla también su enojo en la maldición de la higuera que
aún no daba frutos porque "no era el tiempo de los higos"
(Mc. 11, 13). En ambas ocasiones la ira de Jesús toma proporciones que
pudieran parecer desconcertantes, pues los compradores y vendedores del
templo creían estar en su derecho. ¿No habían pagado
regularmente a la autoridad la contribución de venta? En cuanto a la
higuera, era del todo inculpable el no producir fruto antes de tiempo. No han faltado, con ocasión
de esto, quienes hayan hablado de una grave distensión de
espíritu, de depresión maníaca, de indicios de estado
psíquico anormal. Tal interpretación podría darse al
olvidar el carácter de la tradición evangélica, que
consiste en ver toda la vida de Jesús a la luz de su misión
profética y mesiánica. Precisamente con el fin de mostrar
.el carácter mesiánico de su Maestro. Los Evangelios
tenían interés en poner de relieve todo lo que en su vida le
destacaba como el mayor de los profetas y como el Mesías. Ahora bien,
la manera profética más auténtica consistía en
anunciar por actos, paradojas ininteligibles y aparentemente absurdas, lo que
había de nuevo, de diferente y revolucionario en el mensaje profetice
y mesiánico. Con este modo de obrar tan paradójico, el profeta
llamaba la atención sobre sí y sobre su misión
reformadora. Así se explica la
importancia que los evangelistas concedían al hecho de la
expulsión de los mercaderes del templo, que mencionan repetidamente
(Mt. 21, 12 y ss.; Mc. 11, 15 y ss.;
Lc. 19, 45 y ss.; Jn. 2, 14 y ss.)
Marcos precisa intencionadamente la ocasión de la maldición de
la higuera haciendo notar "que no era tiempo de higos". En estas
acciones extraordinarias es donde el Mesías se revela como tal. En la
aparentemente injusta e inmoderada expulsión de los traficantes del
templo, manifiesta, a sus ojos, el solemne mensaje que viene a derribar todas
las preocupaciones meramente humanas, el modo nuevo de adorar a Dios en
espíritu y en verdad, que comienza a anunciar el Mesías, el
nuevo templo mesiánico y la destrucción del antiguo. De igual
suerte la maldición, a primera vista absurda, de la higuera, es
precisamente, para ellos, de inteligencia limitada, la expresión
profético simbólica de la terrible maldición que va a
empezar contra Israel, representada en la higuera que el Señor
plantó ,y que, tanto en la buena como en la mala estación,
permaneció estéril. Ambos actos son el anuncio del fin
del ministerio mesiánico de Jesús, de la catástrofe y
abolición de la antigua Alianza y finalmente, de la muerte del
Mesías. En estos pasajes del Evangelio,
más que en ningún otro, se manifiesta claramente el fondo
profetice y mesiánico sobre el cual se desarrolla toda la vida de
Jesús a la luz del mensaje Evangélico. Quien no lo vea,
jamás comprenderá a Jesús, que, ciertamente, en esta
ocasión obra especialmente como Mesías y quiere ser reconocido
como tal, pero tampoco hay duda de que tiene conciencia de ser un
Mesías de la cólera de Dios, en el sentido de los antiguos
profetas, sin dejar de ser por ello dulce y amable. También en otros pasajes
nos hablan los evangelistas de esta ira de Dios. Por ejemplo, cuando se
irrita contra sus discípulos que impiden a los niños acercarse
a El (Mc. 10, 14), y más aún, cuando los fariseos "en la
ceguera de su corazón" se obstinan contra cualquier
explicación y se cierran al obstinado silencio (Mc. 3, 5). La
contrariedad que experimenta entonces heridos sus sentimientos de lealtad y
de verdad, se exterioriza manifestándose en expresiones
enérgicas y hasta duras; y así habla de hipócritas, de
serpientes y de raza de víboras (Mt. 23, 33), no temiendo calificar de
"zorro" al propio rey de su país, Heredes (Lc. 13, 32). Cuando se trata de dar testimonio
de la verdad, desconoce Jesús la vacilación y el miedo. Todo
ello revela un carácter luchador, pero aun en plena contienda sabe
conservar su serenidad. Su ira es siempre la expresión de la suprema
libertad moral de quien se sabe "venido a este mundo para dar testimonio
de la verdad" (Jn.18, 37). Jesús siendo tan inquebrantablemente
fiel a la voluntad de su Padre y así mismo tan firme en su "sí"
yen su "no", precisamente por ello, reaccionaba con fuerza
extraordinaria contra todo lo que no fuera de Dios o fuese contra El, tanto
si iba expresado con fórmulas teológicas extrañas o con
palabras enérgicas de maestro. Su historia demuestra hasta la
evidencia de que está siempre dispuesto a confirmar su doctrina fuerte
y valiente con su propia vida y a morir por la verdad. 2. CARENCIA DE PECADO EN
JESÚS. La perfección ética
de Jesús quiere decir dos cosas: Estar libre de pecado y llena de la
vida de Dios que es la caridad. Es dogma de fe que el alma de Cristo fue
absolutamente sin pecado y concretamente estuvo libre del pecado original y
de la concupiscencia y libre también de todo pecado personal. Que Cristo estuvo libre del pecado
original, lo enseña expresamente el decreto de Eugenio IV Pro Iacobitis, del año1439. Con la libertad del pecado
original va aneja la libertad de la ley de los miembros o concupiscencia. El
V Concilio general de Constantinopla del año 553, definió esta
libertad de la concupiscencia contra Teodoro de Mopsuesta,
que había afirmado para la humanidad de Jesús una tentabilidad interna. Fue sobre todo San Pablo quien, por
motivos de soteriología, acentuó la integridad de la carne de
Cristo. Según él, el Hijo de David tomó verdadera carne
del linaje de David, pero esta verdadera carne no es idéntica con la
carne de pecado del hombre histórico. Cristo no conoció el
pecado. (2 Cor. 5, 21). En este sentido, la carne humana de Cristo es solo
carne formada a semejanza de la naturaleza humana pecadora: "Dios
envió a su Hijo en semejanza de carne de pecado" (Rom.8, 3), por
razón del pecado, y así, por su pureza esencial, "condenar
los pecados en la carne". La pureza radical, una pureza, por ende, no
primeramente adquirida, de toda la naturaleza humana de Cristo, es para Pablo
supuesto previo para que Jesús pudiera redimirnos. Sólo porque Jesús
estaba por una parte en conexión con la naturaleza humana y no estaba,
por otra, en conexión con el pecado humano, podía reducir a la
pureza y santidad a todos los que se le incorporaran por la fe. Aun en los
lugares en que Pablo contrapone a Adán y Cristo, la original
integridad de Cristo es condición previa decisiva de su paralelo.
Porque Cristo no sería, en contraste con el "hombre
terreno", el "hombre celestial", si no hubiera sido en su
totalidad un nuevo principio de santidad e integridad (Rom. 5, 15; 2 Cor.5,
21; 1 Cor. 15, 47). Cierto que Cristo tiene la misma carne que Adán,
no un cuerpo celeste en el sentido de San Hilario; pero su peculiaridad esa
en que, en esa misma carne, no lleva mancha alguna de pecado. La misma
integridad de todo pecado pone de relieve San Pedro al llamar a
Jesús" cordero sin mancilla" (1 Pet. 1, 19) y lo mismo
acentúa Juan cuando llama a Cristo "cordero de Dios que quita el
pecado del mundo" (Jn. 1, 29). La carta de los hebreos confiesa
enérgicamente de Cristo que es "santo, inocente, sin mancha,
separado de los pecadores" (7, 26). Todas estas afirmaciones
están hechas en sentido tan absoluto y pleno, que no sólo
atestiguan la integridad del hecho de Jesús, la certeza de que
jamás se hizo en su vida histórica culpable de un pecado, sino
que quieren poner en plena luz que no fue por naturaleza pecador. Porque
justamente en esta integridad natural está para la primitiva predicación
la garantía de que Jesús nos podía, efectivamente,
redimir, porque, El, y sólo El, era el absolutamente puro. Cristo, pues, no sólo
vivió de hecho sin pecado, sino que no tuvo tampoco tendencia a pecar.
No había en él incentivo alguno de la concupiscencia. La
primitiva teología cristiana estaba tan cierta de esta impecabilidad
de Jesús que, en algunos de sus representantes, prefería
dudar" de la plena integridad de la naturaleza humana de Jesús y
negarle una voluntad humana así los apolinaristas y los monoergetistas que reconocer en El una disposición
para el mal. Las tentaciones, por consiguiente, de que nos hablan los
evangelios, no son reflejos de procesos psíquicos hacia fuera como si
se hubieran originado en los apetitos mismos naturales de Jesús, sino
que son, en el sentido original de la palabra, inspiraciones del radicalismo
malo, sugestiones diabólicas desde fuera. Si no se quiere desfigurar
fundamentalmente la imagen de Jesús, no es posible pasar por alto
estas reales influencias del demonio. El apártate de mí,
Satanás", es característico para la actitud moral de
Jesús. Desde este punto de vista, surge
la nueva cuestión: Si Jesús no era desde dentro accesible al
mal, no podía desde fuera, ¿cómo la primera pareja
humana, ser inducido al mal y caer en pecado? ¿Cayó de hecho
alguna vez en la tentación? Es de fe que Cristo no
cometió jamás el más leve pecado personal. El concilio
de Efeso condena a todo el que enseñare que el hombre Jesús se
ofreció también en expiación por si mismo y no por nosotros
solos. El de Calcedonia declara que Cristo es en todo semejante a nosotros
menos en el pecado. Ya antes de su nacimiento fue proclamada su impecabilidad
como signo distintivo suyo: "Y lo que nacerá de ti, santo,
será llamado Hijo de Dios" (Lc. 1, 35). Además, por
nosotros mismos comprobamos que siempre y donde quiera nos sale Jesús
al encuentro en los evangelios, El es el sin mancha, el puro, el valeroso, el
generoso, el bueno. Esta imagen es tan sublime que, decididamente, hay que sacar
la consecuencia de la imposibilidad de que unos sencillos y pobres
escritores, hijos legítimos del más estrecho fariseísmo
puritano, pudieran sacar de su propia fantasía una figura de hombre
tan luminosa, tan grandiosa y libre, de no habérsela encontrado
corporalmente frente a sus ojos. Para apreciar en su calidad
única la grandeza moral de Jesús, no hay másque
mirarse con ojo alerta a sí mismo y a los hombres en torno. El que en
sí mismo percibe diariamente cuan difícil es ser realmente
bueno, lo aprisa que cualquier minúscula ocasión nos hace
perder el equilibrio moral, lo refinadamente que sabe infiltrarse una y otra
vez el amor propio en todas nuestras acciones, aun las más santas, el
que honrada y sencillamente se mira en el espejo de su propia conciencia;
para ése, la ausencia total de pecado en Jesús se convierte en
una maravilla moral, en algo absolutamente nuevo que no tiene parejo en la
humanidad ordinaria. 3. GRANDEZA DE Los evangelistas no se proponen
exponernos menudamente esta plenitud de gracia creada en Cristo. Lo que sobre
todo les importa es iluminar su grandeza divina. Sin embargo, al mostrarnos
este elemento divino de Jesús, no pueden menos de pintar el
maravilloso reflejo que la íntima unión del alma humana con la
persona del Logos hubo de proyectar sobre la misma.
La pasión dominante de la vida volitiva de Jesús fue
según eso, la pasión por su Padre celestial. Jamás ha
tenido Dios sobre la tierra un adorador tan revea rente, tan rendido y ardiente
como fuera Jesús. Nadie miró con tanta intimidad como El, desde
su juventud hasta su último aliento, hacia el cielo para clamar:
¡Padre mío! "No sabíais que yo tengo que estar en
las cosas de mi Padre". Así confiesa el hombre maduro entre el furor
de la lucha con sus enemigos. "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu". Así grita el moribundo en la cruz. La palabra "Padre" es el
cántico del amor que sus labios entonan continuamente al Padre mismo
en la ladera del monte y en la pública plaza, a orillas del mar
bramante, como en el silencio de la propia recámara. Nadie tampoco
como El oyó con tan plena resonancia la respuesta del cielo:
"Tú eres mi Hijo amado". Si dejamos que la imagen de
Jesús orante, tal como nos lo describen los evangelios, obre sobre
nosotros, sentimos la impresión de que la oración, el
diálogo con el Padre, era la más discreta, delicada y casta
función de su alma humana: "Cuando orar es, entra en tu
recámara y, cerradas las puertas, ora a tu Padre en lo escondido"
Estas palabras se las ha dictado a Jesús su propio carácter y
su ejercicio. A puertas cerradas, en su tranquila recámara, se
encontraba El con su Padre. Los evangelistas nos cuentan también que
gustaba Jesús de retirarse a las alturas solitarias y allí
pasaba las noches enteras en oración. Y oraba no como los gentiles que
hablan mucho en bus oraciones. En la medida en que las de Jesús nos
son relatadas por los evangelios, se percibe formalmente la interna
emoción y la tensa concentración en que están
pronunciadas. "Padre, todas las cosas te son posibles. Quita de
mí este cáliz. Sin embargo no se haga mi voluntad, sino la
tuya" (Mc. 14, 36). "Dios mío. ¿Dios mío por
qué me has abandonado?". En el sentido del Señor,
también este grito de auxilio es oración, una cita intencionada
del salmo que se pone en boca del Mesías (Mt. 27, 46). Tan penetrante
y breve es su otro grito de oración en la cruz: "Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23, 34).
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23, 46). Los
más delicados movimientos de una vida sentimental infinitamente fina e
infinitamente' cálida, se condensan aquí en un grito
único. La oración de Jesús era la más fuerte
experiencia íntima de la gracia de Dios, la honda respiración
de su alma en el amor del Padre. En esta experiencia profunda de la gracia de
Dios se ha templado la voluntad de Jesús. De la callada oración
sale a la generosa acción en servicio del Padre. Aquí
resplandece lo enérgico y heroico de su amor a Dios. Cuando El
proclama que "el reino de los cielos padece violencia" y que
"sólo los violentos lo arrebatan" (Mt. 11, 12) cuando
proscribe en el servicio del mismo reino de los cielos todo tanteo incierto,
toda reflexión vacilante: "El que pone mano al arado y mira
atrás, no es apto para el reino de Dios" (Lc. 9, 62); "el
que se propone construir una torre, eche antes la cuenta de los gastos"
(14, 28); es que El lo cumplió antes rigurosa y enérgicamente
en su propia vida. El reino de los cielos se asemejaba también para su
voluntad humana, al tesoro por cuya compra se entrega todo. Por amor a la
perla preciosa del reino de los cielos, llevó una vida voluntariamente
pobre: "Las zorras tienen madrigueras y los
pájaros del cielo nidos; mas el hijo del hombre no tiene dónde
reclinar la cabeza" (Mt. 8, 20). Por amor a esta perla, pronunció
su extraña palabra de los eunucos voluntarios; "El que pueda
entender, que entienda" (Mt. 19, 12). Por amor a esta perla, la muerte
espantosa de cruz se le convierte en algo santo y luminoso: "El hijo del
hombre tiene que padecer y entrar así en su gloria" (Mt. 16, 21). Y este amor a Dios, rebosante de
fuerza, ¡qué suave y manso se torna cuando se convierte en amor
a los hombres! Jesús se sentía tan estrechamente ligado a los
hombres, que su amor al Padre y al amor a los hombres confluían
en un solo amor. La gran obra de su nuevo ethos fue
que no estableció el amor a los hombres como un mandamiento más
de Dios entre los otros mandamientos, sino como el mandamiento nuevo. De
ahí que su amor se dirigía a los hombres como hombres. Para El
se derrumbaron todas las otras fronteras religiosas, sociales, éticas.
El Padre hace salir su sol y caer su lluvia sobre buenos y malos, sobre
justos y pecadores. Donde quiera descubre Jesús
un deseo de salvación, en los helenistas que le presenta Felipe, en la
cananea, en el publicano, en la ramera, en Nicodemo el fariseo, allí
derrama a manos llenas la riqueza de su caridad salvadora. Sólo el
amor de Jesús a los hombres ha descubierto nuevamente al hombre
auténtico y verdadero. El ha hallado nuevamente entre los guijarros de
los prejuicios nacionales, religiosos y éticos la pepita de oro de lo
genuinamente humano. De ahí que su corazón se iba sobre todo a
los que el espíritu del tiempo había negado la plenitud del
valor humano, a los niños, a los pobres y a los pecadores: "Dejad
que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de
ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3 y ss.).
"Ten confianza, tus pecados te son perdonados" (Mc. 2, 5).
"Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc. 23,43) Bibliografía y fuentes Caminando con Jesús Congregación para el Clero de la Santa Sede |