¡Queridos
hermanos y hermanas!
“Mirarán al
que traspasaron” (Jn 19,37). Éste es el tema bíblico que guía este año
nuestra reflexión cuaresmal. La Cuaresma es un tiempo propicio para
aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a
Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para toda la
humanidad (cf. Jn 19,25). Por tanto, con una atención más viva, dirijamos
nuestra mirada, en este tiempo de penitencia y de oración, a Cristo
crucificado que, muriendo en el Calvario, nos ha revelado plenamente el
amor de Dios. En la
Encíclica Deus caritas est he
tratado con detenimiento el tema del amor, destacando sus dos formas
fundamentales: el agapé y el eros.
El amor
de Dios: agapé y eros
El
término agapé, que aparece muchas veces en el
Nuevo Testamento, indica el amor oblativo de quien busca exclusivamente el
bien del otro; la palabra eros denota, en cambio,
el amor de quien desea poseer lo que le falta y anhela la unión con el
amado. El amor con el que Dios nos envuelve es sin duda agapé.
En efecto, ¿acaso puede el hombre dar a Dios algo bueno que Él no posea ya?
Todo lo que la criatura humana es y tiene es don divino: por tanto, es la
criatura la que tiene necesidad de Dios en todo. Pero el amor de Dios es
también eros. En el Antiguo Testamento el Creador
del universo muestra hacia el pueblo que ha elegido una predilección que
trasciende toda motivación humana. El profeta Oseas expresa esta pasión
divina con imágenes audaces como la del amor de un hombre por una mujer
adúltera (cf. 3,1-3); Ezequiel, por su parte, hablando de la relación de
Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar un lenguaje ardiente y
apasionado (cf. 16,1-22). Estos textos bíblicos indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso
espera el “sí” de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa.
Desgraciadamente, desde sus orígenes la humanidad, seducida por las
mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con la ilusión de una
autosuficiencia que es imposible (cf. Gn 3,1-7). Replegándose en sí mismo,
Adán se alejó de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se convirtió en
el primero de “los que, por temor a la muerte, estaban de por vida
sometidos a esclavitud” (Hb 2,15). Dios, sin embargo, no se dio por
vencido, es más, el “no” del hombre fue como el empujón decisivo que le
indujo a manifestar su amor en toda su fuerza redentora.
La Cruz
revela la plenitud del amor de Dios
En el
misterio de la Cruz se revela enteramente el poder irrefrenable de la
misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura,
Él aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo Unigénito. La
muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de
impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad del nuevo Adán.
Bien podemos entonces afirmar, con san Máximo el Confesor, que Cristo
“murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió libremente”
(Ambigua, 91, 1956). En la Cruz se manifiesta el eros
de Dios por nosotros. Efectivamente, eros es
—como expresa Pseudo-Dionisio Areopagita— esa fuerza “que hace que los
amantes no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman” (De divinis nominibus, IV, 13: PG
3, 712). ¿Qué mayor “eros loco” (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 648) que el que trajo el
Hijo de Dios al unirse a nosotros hasta tal punto que sufrió las
consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias?
“Al que
traspasaron”
Queridos
hermanos y hermanas, ¡miremos a Cristo traspasado en la Cruz! Él es la
revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y agapé, lejos de
contraponerse, se iluminan mutuamente. En la Cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene sed del
amor de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como
“Señor y Dios” cuando puso la mano en la herida de su costado. No es de
extrañar que, entre los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de
Jesús la expresión más conmovedora de este misterio de amor. Se podría
incluso decir que la revelación del eros de Dios
hacia el hombre es, en realidad, la expresión suprema de su agapé. En verdad, sólo el amor en el que se unen el don
gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo
tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros. Jesús
dijo: “Yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn
12,32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante
todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por Él. Aceptar su amor,
sin embargo, no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego
comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo “me atrae hacia sí” para
unirse a mí, para que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.
Sangre y
agua
“Mirarán
al que traspasaron”. ¡Miremos con confianza el costado traspasado de Jesús,
del que salió “sangre y agua” (Jn 19,34)! Los Padres de la Iglesia
consideraron estos elementos como símbolos de los sacramentos del Bautismo
y de la
Eucaristía. Con el agua del Bautismo, gracias a la acción
del Espíritu Santo, se nos revela la intimidad del amor trinitario. En el
camino cuaresmal, haciendo memoria de nuestro Bautismo, se nos exhorta a
salir de nosotros mismos para abrirnos, con un confiado abandono, al abrazo
misericordioso del Padre (cf. S. Juan Crisóstomo, Catequesis, 3,14 ss.). La
sangre, símbolo del amor del Buen Pastor, llega a nosotros especialmente en
el misterio eucarístico: “La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de
Jesús… nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Enc.
Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la Cuaresma
como un tiempo ‘eucarístico’, en el que, aceptando el amor de Jesús,
aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y palabra. De
ese modo contemplar “al que traspasaron” nos llevará a abrir el corazón a
los demás reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano;
nos llevará, particularmente, a luchar contra toda forma de desprecio de la
vida y de explotación de la persona y a aliviar los dramas de la soledad y
del abandono de muchas personas. Que la Cuaresma sea para todos los
cristianos una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en
Cristo, amor que por nuestra parte cada día debemos “volver a dar” al
prójimo, especialmente al que sufre y al necesitado. Sólo así podremos
participar plenamente de la alegría de la Pascua. Que María,
la Madre del Amor Hermoso, nos guíe en este itinerario cuaresmal, camino de
auténtica conversión al amor de Cristo. A vosotros, queridos hermanos y
hermanas, os deseo un provechoso camino cuaresmal y, con afecto, os envío a
todos una especial Bendición Apostólica.
Vaticano,
21 de noviembre de 2006
BENEDICTUS
PP. XVI
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