¡Queridos hermanos y hermanas!
1. Cada
año, la Cuaresma
nos ofrece una ocasión providencial para profundizar en el sentido y el
valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la
misericordia de Dios para que también nosotros lleguemos a ser más
misericordiosos con nuestros hermanos. En el tiempo cuaresmal la Iglesia se preocupa de
proponer algunos compromisos específicos que acompañen concretamente a los
fieles en este proceso de renovación interior: son la oración, el ayuno
y la limosna. Este año, en mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, deseo
detenerme a reflexionar sobre la práctica de la limosna, que representa una
manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un
ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales. Cuán
fuerte es la seducción de las riquezas materiales y cuán tajante tiene que
ser nuestra decisión de no idolatrarlas, lo afirma Jesús de manera
perentoria: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Lc
16,13).
La
limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a socorrer
al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos
por bondad divina. Las colectas especiales en favor de los pobres, que en
Cuaresma se realizan en muchas partes del mundo, tienen esta finalidad. De
este modo, a la purificación interior se añade un gesto de comunión
eclesial, al igual que sucedía en la Iglesia primitiva. San Pablo habla de ello en
sus cartas acerca de la colecta en favor de la comunidad de Jerusalén (cf. 2Cor 8,9; Rm
15,25-27 ).
2. Según
las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los bienes que
poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos considerarlos una
propiedad exclusiva, sino medios a través de los cuales el Señor nos llama,
a cada uno de nosotros, a ser un medio de su providencia hacia el prójimo.
Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, los bienes materiales
tienen un valor social, según el principio de su destino universal (cf. nº 2404).
En el
Evangelio es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen las
riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos. Frente a la
muchedumbre que, carente de todo, sufre el hambre, adquieren el tono de un
fuerte reproche las palabras de San Juan: “Si alguien vive en la
abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad le cierra su corazón,
¿cómo permanecerá en él el amor de Dios?” (1Jn 3,17). La llamada a
compartir los bienes resuena con mayor elocuencia en los países en los que
la mayoría de la población es cristiana, puesto que su responsabilidad
frente a la multitud que sufre en la indigencia y en el abandono es aún más
grave. Socorrer a los necesitados es un deber de justicia aun antes que un
acto de caridad.
3. El
Evangelio indica una característica típica de la limosna cristiana: tiene
que ser en secreto. “Que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha”,
dice Jesús, “para que tu limosna quede en secreto” (Mt
6,3-4). Y poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias
buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de
los cielos (cf. Mt
6,1-2). La preocupación del discípulo es que todo vaya a mayor gloria de
Dios. Jesús nos enseña: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la
luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y
glorifiquen al vuestro que está en el cielo” (Mt
5,16). Por tanto, hay que hacerlo todo para la gloria de Dios y no para la
nuestra.
Queridos
hermanos y hermanas, que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al
prójimo, evitando que se transforme en una manera de llamar la atención. Si
al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y
el verdadero bien de nuestros hermanos, sino que más bien aspiramos a
satisfacer un interés personal o simplemente a obtener la aprobación de los
demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica. En la sociedad moderna
de la imagen hay que estar muy atentos, ya que esta tentación se plantea
continuamente.
La
limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión
concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior
al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo
en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros.
¿Cómo no
dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos de los
reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu
acciones generosas de sostén al prójimo necesitado? Sirve de bien poco dar
los propios bienes a los demás si el corazón se hincha de vanagloria por
ello. Por este motivo, quien sabe que “Dios ve en el secreto” y en el
secreto recompensará no busca un reconocimiento humano por las obras de
misericordia que realiza.
4.
Invitándonos a considerar la limosna con una mirada más profunda, que
trascienda la dimensión puramente material, la Escritura nos enseña
que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch
20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en
efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para
los hermanos (cf. 2Cor 5,15). Cada vez que
por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado
experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo
como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El
Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría. Y hay más: San
Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los
pecados. “La caridad –escribe– cubre todos los
pecados” (1P 4,8).
Como a
menudo repite la liturgia cuaresmal, Dios nos ofrece, a los pecadores, la
posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que
poseemos nos dispone a recibir ese don. En este momento pienso en los que
sienten el peso del mal que han hecho y, precisamente por eso, se sienten
lejos de Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a él. La limosna, acercándonos
a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de
auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.
5. La
limosna educa a la generosidad del amor. San José Benito Cottolengo solía recomendar: “Nunca cuenten las monedas
que dan, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda
no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que
saberlo” (Detti e pensieri,
Edilibri, n. 201). Al respecto es significativo
el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro
del templo “todo lo que tenía para vivir” (Mc
12,44). Su pequeña e insignificante moneda se convierte en un símbolo
elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee sino
lo que es. Toda su persona.
Este
episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los días
inmediatamente precedentes a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como
señala San Pablo, se ha hecho pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por
nosotros. La Cuaresma
nos empuja a seguir su ejemplo, también a través de la práctica de la
limosna. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida
un don total; imitándolo conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo
de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos. ¿Acaso no se resume
todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la
práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar
nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a
sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las
leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la
limosna es el amor, que inspira formas distintas de don, según las
posibilidades y las condiciones de cada uno.
6. Queridos
hermanos y hermanas, la
Cuaresma nos invita a “entrenarnos” espiritualmente,
también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y
reconocer en los pobres a Cristo mismo. Los Hechos de los Apóstoles cuentan
que el Apóstol San Pedro dijo al hombre tullido que le pidió una limosna en
la entrada del templo: “No tengo plata ni oro; pero te doy lo que tengo: en
el nombre de Jesucristo, el Nazareno, levántate y anda” (Hch 3,6). Con la limosna regalamos algo
material, signo del don más grande que podemos ofrecer a los demás con el
anuncio y el testimonio de Cristo, en cuyo nombre está la vida verdadera.
Por tanto, que este tiempo esté caracterizado por un esfuerzo personal y
comunitario de adhesión a Cristo para ser testigos de su amor.
María,
Madre y Sierva fiel del Señor, ayude a los creyentes a llevar adelante la
“batalla espiritual” de la
Cuaresma armados con la oración, el ayuno y la práctica
de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua
renovados en el espíritu. Con este deseo, les imparto a todos
una especial Bendición Apostólica.
Vaticano,
30 de octubre de 2007
Benedicto XVI
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