¡Queridos hermanos y hermanas!
Al comenzar la Cuaresma, un
tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la
Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la
tradición bíblica cristiana confiere un gran valor ! la oración, el ayuno y
la limosna ! para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo,
hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia
pascual, "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia
a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia,
doblega a los poderosos" (Pregón pascual).
En mi acostumbrado Mensaje
cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el
valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los
cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender
su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el
Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un
ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las
Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías
antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr.
1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue
un duro enfrentamiento con el tentador.
Podemos preguntarnos qué
valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo
que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas
Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran
ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la
historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a
ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone
al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: "De
cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del
bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin
remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden
divina, San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el
paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a
Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer' es, pues, la
ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163,
98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno
se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo
que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra
Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos ! dijo ! delante de nuestro Dios"
(8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su
protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al
llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio
de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se
compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También
en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.
En el Nuevo Testamento, Jesús
indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los
fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la
ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en
otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad
del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a
Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no
solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por
consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero",
que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden
del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del
mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios,
confiando en su bondad y misericordia.
La práctica del ayuno está
muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr.
Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los
Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el
pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el
corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una
práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas.
Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el
alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto,
quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a
quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios
presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).
En nuestros días, parece que
la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido
más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el
valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está
claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes
es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les
impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI
identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada
a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó
y se entregó por él y a vivir también para los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión
para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica,
valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica
penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el
corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la
nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
La práctica fiel del ayuno
contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a
evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que
conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima
y enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su
tratado La utilidad del ayuno, escribía: "Yo sufro, es verdad, para
que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea
agradable a sus ojos, para gustar su dulzura" (Sermo
400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo
facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su
palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a
saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro
corazón: el hambre y la sed de Dios.
Al mismo tiempo, el ayuno nos
ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros
hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno
que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra
sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17).
Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen
Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. encíclica Deus caritas est,
15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás,
demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es
extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención
hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a
intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y
comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración
y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad
cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr.
2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los
fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que
redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo
litúrgico cuaresmal.
Lo que he dicho muestra con
gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un
arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a
nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de
otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los
apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos
negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo
himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur
ergo parcius, / verbis,
cibis et potibus, / somno,
iocis et arctius / perstemus in custodia - Usemos de manera más sobria las
palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos
vigilantes, con mayor atención".
Queridos hermanos y hermanas,
bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de
nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer
don total de uno mismo a Dios (cfr. encíclica Veritatis Splendor, 21). Por
lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma
para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que
alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso,
especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio
divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación
en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta
disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que
nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar
nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez
más en "tabernáculo viviente de Dios". Con este deseo, asegurando
mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto
de corazón a todos la Bendición Apostólica.
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción del original
italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2009 - Libreria
Editrice Vaticana]
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