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LA
CONVERSIÓN EN LA VIDA CRISTIANA DEJAOS
RECONCILIAR CON DIOS INSTRUCCIÓN PASTORAL SOBRE EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Madrid, 10-15 de abril de 1989 “Cuaresma,
tiempo de conversión” La conversión Con
Cristo todo ha cambiado: ha sido enderezado y corregido el curso de la
historia de la humanidad, se ha iniciado un final gozoso y se ha operado para
este mundo su conversión. Él nos ha traído el año de gracia. Como respuesta a
esta gracia reconciliadora y restauradora de Dios, así como acogerla, al
hombre le compete ahora cambiar la orientación de su vida, la mentalidad, la
forma de vivir y de actuar y emprender libremente el camino de vuelta a la
casa del Padre. Respuesta a la gracia reconciliadora
de Dios. La
reconciliación sin la penitencia, estaría en contradicción con la misma
dignidad del hombre, ya que el hombre no se vería implicado como hombre, como
ser libre y responsable, sino que quedaría reducido a un papel de sujeto
meramente pasivo. Y la penitencia, sin la previa reconciliación concedida por
Dios, sería del todo vana, engendraría la desesperación y comportaría la
negación de la verdad de Dios, como si Dios fuese el autor de la más profunda
alienación del hombre respecto a sí mismo. El
don de la reconciliación reclama la respuesta humana libre de la penitencia,
de la conversión. Características de la conversión
cristiana Jesucristo
proclama la llegada del Reino como un don salvífico
y llama a los pecadores a la conversión, revelando a Dios como Padre
misericordioso. Jesús llama a la conversión. Desde
entonces este Reino, salvación y reconciliación de Dios, todo hombre puede
recibirlo como gracia y misericordia; pero a la vez cada uno debe
conquistarlo con esfuerzo y lucha personal y, ante todo, mediante un total
cambio interior, una conversión radical de toda la persona, una
transformación profunda de la mente y el corazón. Esta conversión, decisión y
respuesta libre a la iniciativa gratuita de Dios que llama personalmente,
llega a ese fondo en el que se juega el sentido y el sin sentido de la vida,
la orientación última del humano vivir; opera una transformación de la
existencia misma del hombre, una transposición radical de las finalidades
últimas que orientan el conjunto de su vida y una nueva visión del mundo con
otros ojos -los de Dios- confiriéndole otro sentido, el querido por Él y el
descubierto en la aceptación de su Evangelio. La conversión afecta a la orientación
última del hombre. El
hombre que se convierte abandona cuanto le tenía alejado de Dios, rompe con
su autosuficiencia -sus idolatrías y pecados- renuncia a su actitud
fundamental enfocada a la autoseguridad para dejarle todo el espacio de Dios
en su vida como la realidad verdaderamente amable y valiosa, el único apoyo
fiel y seguro, el criterio último y definitivo de nuestro obrar y el juicio
inapelable de nuestras vidas. Quien se convierte abandona cuanto le
tenía alejado de Dios El
convertido deja todo por ese tesoro escondido que irrumpe en su vida y se
vuelve a Dios como Realidad Suprema e incondicional, y así le abre el centro
de su persona y le acoge como raíz y sentido de su existencia con una
adhesión personal llena de confianza absoluta y firme esperanza en Él. El
convertido se ve embarcado por completo en todo el hecho de la conversión
hasta el punto de operarse en él como un nuevo nacimiento, el surgimiento de
una nueva criatura que reconoce que no hay, fuera de Dios, poder alguno al
que debamos someter nuestra vida ni del que podamos esperar la salvación. Y se vuelve a Dios como Realidad
Suprema. De
esta manera, la penitencia o conversión, por la que se alcanza el Reino
anunciado por Jesucristo, comporta la íntima y total transfiguración y
renovación de todo el hombre -de su sentir, juzgar y disponer-. Esta
renovación se realiza además, en el hombre a la luz de la santidad y la
caridad de Dios que en su Hijo se nos ha manifestado y comunicado plenamente. La
conversión comporta la total transformación del hombre. La
conversión, realidad primariamente personal: Conversión y arrepentimiento La
conversión, por su misma naturaleza, es ante todo y primariamente una
realidad personal. Acontece en la intimidad de la persona, en su encuentro
con Dios, y conlleva una honda modificación de la orientación existencial que
marca, a partir de entonces, la conducta total. La conversión de una
transformación interior, personal e intransferible que llega hasta el último
fundamento del ser del hombre. Realidad primariamente personal. Se
trata de una opción fundamental por Dios como Dios; una opción fundamental
que nace libremente en lo hondo del corazón humano y comporta su
disponibilidad a renovar la propia existencia, conformándola con la voluntad
de Dios. Opción fundamental por Dios. Por
esto, conversión es obediencia y fe y se inserta en el entramado de la
alianza: no hay conversión sin nuestra libre decisión de obedecer a la
llamada de Dios con la ayuda de su gracia; tampoco hay conversión sin esa
confianza nuestra enteramente puesta en Dios que nos hace reconocer nuestra
insuficiencia y nuestro pecado a la par que nos remite a Él como el único que
nos salva por medio de Jesucristo y en cuyas manos nos ponemos con
disponibilidad incondicionada. El anuncio y la invitación a la conversión nos
convocan a cada uno a dirigirnos gozosamente a Dios con la confianza de que
en Él encontraremos el perdón y la plena realización de nuestra libertad
haciéndonos en verdad hombres nuevos con la novedad de Jesucristo. No hay conversión sin la libre
decisión. El
pecador, como el hijo pródigo de la parábola, libremente alejado de la casa
paterna para vivir independientemente la propia existencia con todas sus
consecuencias de vacío, de soledad, ruina y miseria, llega un momento en que,
sin duda movido por la gracia misericordiosa, se encuentra sólo, con la dignidad
perdida y con hambre; entra dentro de sí, vuelve en sí y toma conciencia de
su real situación personal y, se reconoce a sí mismo "desilusionado por
el vacío que lo había fascinado; deshonrado... mientras buscaba construirse
un mundo todo para sí; alejado del Señor y lejos de la casa de su Padre y
atormentado desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la
comunión con el Padre". El arrepentimiento: - toma de conciencia de sí. En
la soledad de la conciencia y enfrentándose a su propia mismidad, ante la
presencia inefable de la mirada misericordiosa y escrutadora de Dios,
confrontándose con Él y con su voluntad expresada en su Palabra y en la
desnudez de la sinceridad consigo mismo, donde no cabe el engaño, percibe
cuánto se ha alejado de su vocación y de su verdad de hijo, echada a perder
por él mismo, reconoce y dice ahora no ya solamente que "existe el
pecado", sino "yo he pecado", "yo soy pecador por tales
cosas". Y decide volver: "Me levantaré e iré a mi Padre y le diré:
Padre he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado
hijo tuyo". - reconocimiento de que ha pecado. Como
el publicano del Evangelio, en el reconocimiento de su desnudez y vacío
causado por el propio pecado, el pecador tiene, a pesar de todo, el valor y
el atrevimiento de confiar en el Dios viviente y misericordioso, en el Dios, abba, que está por encima de débitos y recompensas y,
arriesgándolo todo, se encamina hacia Él, se pone libremente en sus manos por
la entrega confiada de su vida entera. - Confianza en Dios y camino hacia Él La
conversión y el arrepentimiento cristiano están impregnados de fe y de
confianza en el Dios que nos ama indefectiblemente. Por esto es un gesto de
suprema confianza y un acto central de amor a Dios por ser quien es, bondad
infinita. Por ser quien es, bondad infinita Todo
ello implica inseparablemente por parte del pecador, el dolor sincero de
haberse alejado personalmente del Padre y haberle ofendido junto con el
rechazo claro y decidido del propio pecado y el propósito de no volver a
pecar por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. No
le basta, pues, al pecador volver a sí mismo y advertir su situación de
pecado y ni siquiera recordar la bondad de Dios, "lento a la ira y rico
en clemencia", capaz de no echarle en cara las culpas cometidas. Es
necesario que el pecador se arrepienta, decida volver toda su persona hacia
Dios, corregirse no sólo en tal o cual punto concreto, sino cuestionarse a sí
mismo en la totalidad del propio ser y disponerse para el cambio sin
reservas. La conversión exige ruptura con el viejo mundo de pecado. - dolor sincero - rechazo del propio pecado y - propósito de no volver a pecar. Supone,
la decidida voluntad de no volver a pecar expresada y realizada normalmente
en un lento y laborioso proceso de maduración y de vida nueva, con sus
altibajos y aún sus retrocesos prosiguiendo el camino hacia adelante, a pesar
de las recaídas, con humildad y confianza, puestos los ojos en Aquel que nos
busca y sale a nuestro encuentro. Es bueno recordar que la conversión junto a
las innegables exigencias que comporta un cambio radical, es "aún más un
acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior,
turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí
mismo y, con ello una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser
salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de
gustar". Este
proceso nada fácil de la conversión personal, porque supone un desdecirse de
actitudes vitalmente aceptadas y romper lazos afectivos que rompen el
corazón, ha de ir acompañado de la oración humilde. Sólo con la gracia se
puede llevar a cabo el milagro del arrepentimiento. La Iglesia primitiva
vivió al máximo esta experiencia de fe y acompañó el proceso penitencial de
los pecadores con dilatados ayunos y súplicas comunitarias. Necesidad de la oración y de la
gracia para el arrepentimiento. La conversión personal tiene una dimensión
comunitaria Pero
el carácter de toda conversión, piedra angular de la conversión cristiana, no
nos encierra en un mundo individualista e intimista. La conversión cristiana,
por una parte, tiene siempre la característica de reconciliación con Dios a
través de la reconciliación con la comunidad de la Iglesia. La conversión
personal, por otra parte, tiene una dimensión comunitaria y está reclamando e
implicando una conversión y renovación de la humanidad, del mundo y de la
Iglesia. La conversión personal no puede dejar
de incluir la comunitaria y estructural. Como
hay una solidaridad en el pecado, hay también una solidaridad en la
conversión. La conversión personal no puede dejar de incluir la comunitaria y
estructural. Quienes se convierten personalmente a Dios, movidos por la
caridad fraterna, han de contribuir a la transformación de las
"estructuras de pecado" y a la construcción de una nueva sociedad
más justa y más humana según el designio de Dios. No hay humanidad nueva sin hombres
nuevos. La
auténtica conversión interior hace necesariamente también referencia a la
sociedad y a las estructuras, pero, de suyo ha de distinguirse de su
transformación. Jesús reclamó permanentemente el cambio del
"corazón" y dejó a los hombres el cuidado de construir el mundo
exigido por ese cambio. Es
preciso, en este punto advertir con claridad sobre el peligro de ciertas
tendencias proclives a la privatización de la conversión así como de otras
que no valoran suficientemente la conversión interior y fijan unilateralmente
su atención en la transformación de las realidades estructurales. Es preciso
recordar aquellas palabras de Pablo VI: "La verdad es que no hay
humanidad nueva si no hay, en primer lugar, hombres nuevos con la novedad del
Bautismo y de la vida según el Evangelio (hombres convertidos)". La
Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de
estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la
persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aún
las mejores estructuras, los sistemas más idealizados, se convierten pronto
en inhumanos si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no
hay una conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven en esas
estructuras o las rigen. Bautismo y conversión cristiana La
penitencia o conversión cristiana encuentra la raíz de su originalidad en el
misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo, del que es
siempre fruto y reflejo. Por ello, hemos de mirar al Bautismo, sacramento por
el que somos incorporados a este Misterio pascual para poder percibir la
hondura y significación última de la conversión cristiana, ya que es en el
Bautismo, donde el cristiano recibe el don fundamental de esta conversión. En
el Bautismo somos incorporados al Misterio pascual de Cristo. En
el Bautismo la conversión es radical, penetra hasta el mismo ser del hombre
que renace91 en Cristo y en Él se convierte en una criatura nueva92. En el
Bautismo pasamos de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la mundanidad a la vida eterna; y así, toda nuestra vida
interior y exterior queda orientada en la dirección de la conversión
bautismal. En el Bautismo la conversión es
radical. Incorporados
a Cristo y regenerados como hijos de Dios, los bautizados son unos
convertidos, el pecado en ellos no tiene razón de ser93; tratan de vivir una
vida nueva cuyo modelo es la existencia reconciliada. Echados los cimientos
de una nueva existencia por el Bautismo, el cristiano bautizado queda
orientado a seguir un itinerario vital que, de suyo, es opuesto a cualquier
proceso de retorno o vuelta atrás... La
trayectoria existencial iniciada como opción libre y fundamental en el
Bautismo, se expresa en un modo de vivir como hijos de Dios y ciudadanos del Reino
de los cielos. Los bautizados, preparados interiormente para la acción y
poniendo toda su esperanza en la gracia que les traerá la revelación de
Jesucristo, como hijos obedientes, no han de amoldarse a los deseos que
tenían antes "en los día de su ignorancia": "El que os llamó,
nos recuerda la carta de Pedro, es santo; como él sed también vosotros santos
en toda vuestra conducta", porque dice la Escritura: "seréis santos
porque yo soy santo". Esto implica que los bautizados, por la misma
dinámica del Bautismo, están llamados a emprender y realizar, en libertad y
en disponibilidad a la gracia, un camino hacia el ideal de justicia al que
tenemos que tender; es decir, a emprender y seguir un proceso de
transformación de sus vidas cada vez más irradiantes de la santidad y de la
gloria de Dios redoblando su ánimo en ratificar su llamamiento y elección. Y se inicia el modo de vivir nuevo
como hijos de Dios. No
ha de extrañarnos, sin embargo, que nuestra opción cristiana del Bautismo, a
pesar de nuestra buena voluntad, no domine totalmente nuestro "sentir,
juzgar y disponer", y que tendencias y modos mundanos de vivir nos
acompañen hasta el término de nuestra vida para probar la verdad de nuestra
fidelidad a Dios y para ejercitarnos en el combate cristiano con unas
actitudes totalmente informadas por la caridad que es la meta de la
conversión. Al que no somos enteramente fieles
los bautizados. Por
ello mismo, la existencia del bautizado en la tierra se ha de caracterizar
por esa disposición penitencial de conversión en un constante proceso de
transformación interior y exterior puestos los ojos en la victoria de Cristo
sobre el pecado y en la conquista del hombre nuevo que se renueva sin cesar y
es incompatible con el pecado. La existencia del bautizado reclama
la disposición penitencial Y
de este modo, "como todos caemos en muchas faltas", necesitamos
constantemente de la misericordia de Dios y todos los días debemos orar:
"perdónanos nuestras deudas" y proseguir incansablemente, con
humildad y confianza en la misericordia de Dios, el camino de conversión y
penitencia, de lucha contra las fuerzas del pecado y de compromiso en la
edificación del hombre nuevo que se debe construir sobre Jesucristo. Porque todos caemos en muchas faltas. TEXTO TOMADO DEL DOCUMENTO DE LA
ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL “DEJAOS RECONCILIAR CON DIOS” INSTRUCCIÓN PASTORAL SOBRE EL
SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Madrid, 10-15 de abril de 1989 Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |