Amadísimos
hermanos y hermanas:
La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la
peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Es
una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra
pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso
en el «valle oscuro» del que habla el salmista (Sal 23,4), mientras el
tentador nos mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en
nuestras propias fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene. Efectivamente,
hoy el Señor escucha también el grito de las multitudes hambrientas de
alegría, de paz y de amor. Como en todas las épocas, se sienten
abandonadas. Sin embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de
la violencia y del hambre, que afectan sin distinción a ancianos, adultos y
niños, Dios no permite que predomine la oscuridad del horror. En efecto,
como escribió mi amado predecesor Juan Pablo II, hay un «límite impuesto al
mal por el bien divino», y es la misericordia (Memoria e identidad, 29
ss.). En este sentido he querido poner al inicio de este Mensaje la cita
evangélica según la cual «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas»
(Mt 9,36). A este respecto deseo reflexionar
sobre una cuestión muy debatida en la actualidad: el problema del
desarrollo. La «mirada» conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre
los hombres y los pueblos, puesto que por el «proyecto» divino todos están
llamados a la
salvación. Jesús, ante las insidias que se oponen a este
proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a
costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada
uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de
expiación.
La Iglesia, iluminada por esta verdad
pascual, es consciente de que, para promover un desarrollo integral, es
necesario que nuestra «mirada» sobre el hombre se asemeje a la de Cristo. En
efecto, de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades
materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas
necesidades de su corazón. Esto debe subrayarse con mayor fuerza en nuestra
época de grandes transformaciones, en la que percibimos de manera cada vez
más viva y urgente nuestra responsabilidad ante los pobres del mundo. Ya mi
venerado predecesor, el Papa Pablo VI, identificaba los efectos del
subdesarrollo como un deterioro de humanidad. En este sentido, en la encíclica Populorum progressio
denunciaba «las carencias materiales de los que están privados del mínimo
vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo...
las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del
poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las
transacciones» (n. 21). Como antídoto contra estos males, Pablo VI no sólo
sugería «el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la
orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común,
la voluntad de la paz», sino también «el reconocimiento, por parte del
hombre, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el
fin» (ib.). En esta línea, el Papa no dudaba en proponer «especialmente, la
fe, don de Dios, acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad
de la caridad de Cristo» (ib.). Por tanto, la «mirada» de Cristo sobre la
muchedumbre nos mueve a afirmar los verdaderos contenidos de ese «humanismo
pleno» que, según el mismo Pablo VI, consiste en el «desarrollo integral de
todo el hombre y de todos los hombres» (ib., n. 42). Por eso, la primera
contribución que la
Iglesia ofrece al desarrollo del hombre y de los pueblos
no se basa en medios materiales ni en soluciones técnicas, sino en el
anuncio de la verdad de Cristo, que forma las conciencias y muestra la
auténtica dignidad de la persona y del trabajo, promoviendo la creación de
una cultura que responda verdaderamente a todos los interrogantes del
hombre.
Ante los
terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad, la
indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo aparecen como un
contraste intolerable frente a la «mirada» de Cristo. El ayuno y la
limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el
período de Cuaresma, son una ocasión propicia para conformarnos con esa
«mirada». Los ejemplos de los santos y las numerosas experiencias
misioneras que caracterizan la historia de la Iglesia son
indicaciones valiosas para sostener del mejor modo posible el desarrollo.
Hoy, en el contexto de la interdependencia global, se puede constatar que
ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el don de uno
mismo a los demás en el que se expresa la caridad. Quien
actúa según esta lógica evangélica vive la fe como amistad con el Dios
encarnado y, como Él, se preocupa por las necesidades materiales y
espirituales del prójimo. Lo mira como un misterio inconmensurable, digno
de infinito cuidado y atención. Sabe que quien no da a Dios, da demasiado
poco; como decía a menudo la beata Teresa de Calcuta: «la primera pobreza
de los pueblos es no conocer a Cristo». Por esto es preciso ayudar a
descubrir a Dios en el rostro misericordioso de Cristo: sin esta
perspectiva, no se construye una civilización sobre bases sólidas.
Gracias a
hombres y mujeres obedientes al Espíritu Santo, han surgido en la Iglesia muchas obras
de caridad, dedicadas a promover el desarrollo: hospitales, universidades,
escuelas de formación profesional, pequeñas empresas. Son iniciativas que
han demostrado, mucho antes que otras actuaciones de la sociedad civil, la sincera
preocupación hacia el hombre por parte de personas movidas por el mensaje
evangélico. Estas obras indican un camino para guiar aún hoy el mundo hacia
una globalización que ponga en el centro el verdadero bien del hombre y,
así, lleve a la paz auténtica. Con la misma compasión de Jesús por las
muchedumbres, la Iglesia
siente también hoy que su tarea propia consiste en pedir a quien tiene
responsabilidades políticas y ejerce el poder económico y financiero que
promueva un desarrollo basado en el respeto de la dignidad de todo hombre.
Una prueba importante de este esfuerzo será la efectiva libertad religiosa,
entendida no sólo como posibilidad de anunciar y celebrar a Cristo, sino
también de contribuir a la edificación de un mundo animado por la caridad. En este
esfuerzo se inscribe también la consideración efectiva del papel central
que los auténticos valores religiosos desempeñan en la vida del hombre,
como respuesta a sus interrogantes más profundos y como motivación ética
respecto a sus responsabilidades personales y sociales. Basándose en estos
criterios, los cristianos deben aprender a valorar también con sabiduría
los programas de sus gobernantes.
No
podemos ocultar que muchos que profesaban ser discípulos de Jesús han
cometido errores a lo largo de la historia. Con frecuencia, ante problemas
graves, han pensado que primero se debía mejorar la tierra y después pensar
en el cielo. La tentación ha sido considerar que, ante necesidades
urgentes, en primer lugar se debía actuar cambiando las estructuras
externas. Para algunos, la consecuencia de esto ha sido la transformación
del cristianismo en moralismo, la sustitución del creer por el hacer. Por
eso, mi predecesor de venerada memoria, Juan Pablo II, observó con razón:
«La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría
meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo
fuertemente secularizado, se ha dado una “gradual secularización de la
salvación”, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero
de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio,
nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral» (Enc. Redemptoris missio, 11).
Teniendo
en cuenta la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre, la Cuaresma nos quiere
guiar precisamente a esta salvación integral. Al dirigirnos al divino
Maestro, al convertirnos a Él, al experimentar su misericordia gracias al
sacramento de la
Reconciliación, descubriremos una «mirada» que nos
escruta en lo más hondo y puede reanimar a las multitudes y a cada uno de
nosotros. Devuelve la confianza a cuantos no se cierran en el escepticismo,
abriendo ante ellos la perspectiva de la salvación eterna. Por tanto,
aunque parezca que domine el odio, el Señor no permite que falte nunca el
testimonio luminoso de su amor. A María, «fuente viva de esperanza» (Dante
Alighieri, Paraíso, XXXIII, 12), le encomiendo nuestro camino cuaresmal,
para que nos lleve a su Hijo. A ella le encomiendo, en particular, las
muchedumbres que aún hoy, probadas por la pobreza, invocan su ayuda, apoyo
y comprensión. Con estos sentimientos, imparto a todos de corazón una
especial Bendición Apostólica.
Vaticano,
29 de septiembre de 2005.
BENEDICTUS
PP. XVI
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