Oración
1.
Durante la Cuaresma
oímos frecuentemente las palabras: oración, ayuno, limosna, que ya recordé
el Miércoles de Ceniza. Estamos habituados a pensar en ellas como en obras
piadosas y buenas que todo cristiano debe realizar, sobre todo en este
período. Tal modo de pensar es correcto, pero no completo. La oración, la
limosna y el ayuno requieren ser comprendidos más profundamente si queremos
insertarlos más a fondo en nuestra vida y no considerarlos simplemente como
prácticas pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo o que sólo
momentáneamente nos privan de algo. Con tal modo de pensar no llegaremos
todavía al verdadero sentido y a la verdadera fuerza que la oración, el
ayuno y la limosna tienen en el proceso de la conversión a Dios y de
nuestra madurez espiritual. Una y otra van unidas: maduramos
espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante
la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos
adecuadamente.
Acaso
convenga decir que aquí no se trata sólo de prácticas pasajeras, sino de
actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a
Dios. La Cuaresma,
como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días al año: en cambio, debemos
tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse
continuamente. La
Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en
nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra unión con
Jesucristo, que nos hace ver la necesidad de la conversión y nos indica los
caminos para realizarla. La oración, el ayuno y la limosna son precisamente
los caminos que Cristo nos ha indicado.
En las meditaciones
que seguirán trataremos de entrever cuán profundamente penetran en el
hombre estos caminos: que significan para él. El cristiano debe comprender
el verdadero sentido de estos caminos si quiere seguirlos.
Jesús
enseña a sus discípulos a orar
2. Primero,
pues, el camino de la
oración. Digo primero, porque deseo hablar de ella antes
que de las otras. Pero diciendo primero, quiero añadir hoy que en la obra
total de
nuestra
conversión, esto es, de nuestra maduración espiritual, la oración no está
aislada de los otros dos caminos que la Iglesia define con el termino evangélico de
ayuno y limosna. El camino de la oración quizá nos resulta más familiar.
Quizá comprendemos con más facilidad que sin ella no es posible convertirse
a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar
espiritualmente. Sin duda, entre vosotros, que ahora me escucháis, hay
muchísimos que tienen una experiencia propia de oración, que conocen sus
varios aspectos y pueden hacer partícipes de ella a los demás. En efecto,
aprendemos a orar orando. E1 Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo
orando Él mismo: «y pasó la noche orando» (Lc.
6,12); otro día, como escribe San Mateo, «subió a un monte apartado para
orar y, llegada la noche, estaba allí sólo» (Mt.
14,23). Antes de su pasión y de su muerte fue al monte de los Olivos y
animó a los apóstoles a orar, y Él mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno
de angustia, oraba más intensamente (cf. Lc 22,39- 46). Sólo una vez, cuando le preguntaron los
apóstoles: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1),
les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el
«Padrenuestro.
Dado que
es imposible encerrar en un breve discurso todo lo que se puede decir o lo
que se ha escrito sobre el tema de la oración, querría hoy poner de relieve
una sola cosa. Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo,
no porque repitamos las palabras que Él nos enseñó una vez –palabras
sublimes, contenido completo de la oración–;
somos discípulos de Cristo incluso cuando no utilizamos esas palabras.
Somos sus discípulos sólo porque oramos: «Escucha al Maestro que ora;
aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar»,
afirma San Agustín (Enarrationes in Ps. 56,5). Y un autor contemporáneo escribe: «Puesto
que el fin del camino de la oración se pierde en Dios, y nadie conoce el
camino excepto el que viene de Dios, Jesucristo, es necesario (...) fijar
los ojos en Él sólo. Es el camino, la verdad y la vida. Sólo Él ha
recorrido el camino en las dos direcciones. Es necesario poner nuestra mano
en la suya y partir» (Y. Raguin, Chemins de la contemplation, Desclee de Brouwer, 1969,
p.179). Orar significa hablar con Dios –o diría aún más–,
orar significa encontrarse en el único Verbo eterno a través del cual habla
el Padre, y que habla al Padre. Este Verbo se ha hecho carne, para que nos
sea más fácil encontrarnos en Él también con nuestra palabra humana de
oración. Esta palabra puede ser muy imperfecta a veces, puede tal vez hasta
faltarnos; sin embargo, esta incapacidad de nuestras palabras humanas se
completa continuamente en el Verbo, que se ha hecho carne para hablar al
Padre con la plenitud de esa unión mística que forma con Él cada hombre que
ora; que todos los que oran forman con Él. En esta particular unión con el Verbo
está la grandeza de la oración, su dignidad y, de algún modo, su
definición.
Es
necesario sobre todo comprender bien la grandeza fundamental y la dignidad
de la oración.
Oración de cada hombre. Y también de toda la Iglesia orante. La Iglesia llega, en
cierto modo, tan lejos como la oración. Dondequiera
que haya un hombre que ora.
La
plegaria del Padrenuestro
3. Es
necesario orar basándose en este concepto esencial de la oración. Cuando
los discípulos pidieron al Señor Jesús: «Enséñanos a orar», Él respondió
pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un
modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede
y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos
sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las
aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida
entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No
nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para
nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del
pan de cada día, del perdón de nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos, y, al mismo tiempo, de preservarnos de la tentación y de
librarnos del mal?
Cuando
Cristo, respondiendo a la pregunta de los discípulos «enséñanos a orar»,
pronuncia las palabras de su oración, enseña no sólo las palabras, sino
enseña que en nuestro coloquio con el Padre debemos tener una sinceridad
total y una apertura plena. La oración debe abrazar todo lo que forma parte
de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe
encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que
nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente
esto, sobre todo. La oración es la que siempre, primera y esencialmente,
derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre
nosotros y Dios.
A través
de la oración, todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es,
la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el
que vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en
nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este
dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino.
Dice la Sagrada Escritura:
«Como
baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber
empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente
para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no
vuelve a mi vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión» (Is 55,10?11).
La
oración es el camino del Verbo que abraza todo. Camino del Verbo eterno que
atraviesa lo íntimo de tantos corazones, que vuelve a llevar al Padre todo
lo que en Él tiene su origen.
La
oración es el sacrificio de nuestros labios (cf Heb 13,15). Es, Como escribe San Ignacio de Antioquia,
«agua viva que susurra dentro de nosotros y dice: ven al Padre» (cf. Carta
a los romanos VII 2).
Con mi
bendición apostólica.
JUAN PABLO II
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