Tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión
1. «¡Proclamad el ayuno!» (Jl 1,14).
Son las palabras
que escuchamos en la primera lectura del Miércoles de Ceniza. Las escribió
el profeta Joel, y la
Iglesia, en conformidad con ellas, establece la práctica
de la Cuaresma,
disponiendo el ayuno. La práctica de la Cuaresma, determinada por Pablo VI en la Constitución Poenitemini, está notablemente
mitigada respecto a la de tiempos pasados. En esta materia, el Papa dejó
mucho a la decisión de las Conferencias Episcopales de cada país, a las que
corresponde, por tanto, el deber de adaptar las exigencias del ayuno según
las circunstancias en que se encuentran las sociedades respectivas. Pero el
recordó que la esencia de la penitencia cuaresmal está constituida no sólo
por el ayuno, sino también por la oración y la limosna (obras de
misericordia). Es preciso, pues, decidir, según las circunstancias, en qué
puede ser sustituido el mismo ayuno por obras de misericordia y por la oración. El fin de
este período particular en la vida de la Iglesia es siempre y en todas partes la
penitencia, es decir, la conversión a Dios. En efecto, la penitencia,
entendida como conversión, esto es, metánoia,
forma un conjunto que la tradición del Pueblo de Dios, ya en la Antigua Alianza,
y después el mismo Cristo ha vinculado, en cierto modo, a la oración, a la
limosna y al ayuno.
¿Por qué
al ayuno?
En este
momento quizá nos vienen a la mente las palabras con que Jesús respondió a
los discípulos de Juan Bautista cuando le preguntaban: «¿Cómo
es que tus discípulos no ayunan?» Jesús les contestó: «¿Por
ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con
ellos? Pero vendrán días en que les será arrebatado el esposo, y entonces
ayunarán» (Mt 9,15). De hecho, el tiempo de
Cuaresma nos recuerda que el esposo nos ha sido arrebatado. Arrebatado,
arrestado, encarcelado, abofeteado, flagelado, coronado de espinas,
crucificado... El ayuno en el tiempo de Cuaresma es la expresión de nuestra
solidaridad con Cristo. Tal ha sido el significado de la Cuaresma a través de
los siglos, y así permanece hoy:
«Mi amor
está crucificado y no existe en mí más el fuego que desea las cosas
materiales», como escribía el obispo de Antioquia, Ignacio, en la Carta a los romanos (Ign. Antioq., Ad Romanos VII
2).
Actitud
cristiana en la civilización del consumo
2. ¿Por
qué el ayuno?
Es
necesario dar una respuesta más amplia y profunda a esta pregunta, para que
quede clara la relación entre el ayuno y la «metanoia»,
esto es, esa transformación espiritual que acerca el hombre a Dios.
Trataremos, pues, de concentrarnos no sólo en la práctica de la abstinencia
de comida o bebida –efectivamente, esto significa el ayuno en el sentido corriente–, sino en el significado más profundo de esta
práctica que, por lo demás, puede y debe a veces ser sustituida por otras.
La comida y la bebida son indispensables al hombre para vivir, se sirve y
debe servirse de ellas; sin embargo, no le es lícito abusar de ellas de
ninguna forma. El abstenerse, según la tradición, de la comida o bebida
tiene como fin introducir en la existencia del hombre no sólo el equilibrio
necesario, sino también el desprendimiento de lo que se podría definir
actitud consumística. Tal actitud ha venido a ser
en nuestro tiempo una de las características de la civilización, y en
particular de la civilización occidental. ¡La actitud consumística!
El hombre orientado hacia los bienes materiales, múltiples bienes
materiales, muy frecuentemente abusa de ellos. Cuando el hombre se orienta
exclusivamente hacia la posesión y el uso de los bienes materiales, es
decir, de las cosas, también entonces toda la civilización se mide según la
cantidad y calidad de las cosas que están en condición de proveer al
hombre, y no se mide con el metro adecuado al hombre. Esta civilización, en
efecto, suministra los bienes materiales no sólo para que sirvan al hombre
en orden a desarrollar las actividades creativas y útiles, sino cada vez
más... para satisfacer los sentidos, la excitación que se deriva de ellos,
el placer momentáneo, una multiplicidad de sensaciones cada vez mayor.
A veces
se oye decir que el aumento excesivo de los medios audiovisuales en los
países ricos no favorece siempre el desarrollo de la inteligencia,
particularmente en los niños; al contrario, tal vez contribuye a frenar su
desarrollo. El niño vive sólo de sensaciones, busca sensaciones siempre nuevas...
Y así llega a ser, sin darse cuenta de ello, esclavo de esta pasión de hoy.
Saciándose de sensaciones, queda con frecuencia intelectualmente pasivo; el
entendimiento no se abre a la búsqueda de la verdad; la voluntad queda
atada por la costumbre a la que no sabe oponerse.
De esto
resulta que el hombre contemporáneo debe ayunar, es decir, abstenerse no
sólo de la comida o bebida, sino de otros muchos medios de consumo, de
estímulos, de satisfacción de los sentidos. Ayunar significa abstenerse,
renunciar a algo.
Renuncia
y mortificación
3. ¿Por
qué renunciar a algo? ¿Por qué privarse de ello? Ya hemos respondido en
parte a esta cuestión. Sin embargo, la respuesta no será completa si no nos
damos cuenta de que el hombre es él mismo también porque logra privarse de
algo, porque es capaz de decirse a sí mismo: No. El hombre es un ser
compuesto de cuerpo y alma. Algunos escritores contemporáneos presentan
esta estructura compuesta del hombre bajo la forma de estratos; hablan, por
ejemplo, de estratos exteriores en la superficie de nuestra personalidad,
contraponiéndolos a los estratos en profundidad. Nuestra vida parece estar
dividida en tales estratos y se desarrolla a través de ellos. Mientras los
estratos superficiales están ligados a nuestra sensualidad, los estratos
profundos, en cambio, son expresión de la espiritualidad del hombre, es
decir, de la voluntad consciente, de la reflexión, de la conciencia, de la
capacidad de vivir los valores superiores.
Esta
imagen de la estructura de la personalidad humana puede servir para
comprender el significado para el hombre del ayuno. No se trata aquí
solamente del significado religioso, sino del significado que se expresa a
través de la así llamada «organización» del hombre como sujeto persona. El
hombre se desarrolla normalmente cuando los estratos más profundos de su
personalidad encuentran una expresión suficiente, cuando el ámbito de sus
intereses y de sus aspiraciones no se limita sólo a los estratos exteriores
y superficiales, unidos a la sensualidad humana. Para favorecer tal
desarrollo, debemos a veces desprendernos conscientemente de lo que sirve
para satisfacer la sensualidad, es decir, de los estratos exteriores
superficiales. Debemos, pues, renunciar a todo lo que los «alimenta».
He aquí
brevemente la interpretación del ayuno hoy día.
La
renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la
comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo,
allanar el camino para contenidos más profundos de los que «se alimenta» el
hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en
el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los
que está «hambriento» a su modo.
He aquí
el significado «pleno» del ayuno en el lenguaje de hoy. Sin embargo, cuando
leemos a los autores cristianos de la antigüedad o a los Padres de la Iglesia, encontramos
en ellos la misma verdad, expresada frecuentemente con lenguaje tan
«actual» que nos sorprende. Por ejemplo, dice San Pedro Crisólogo:
«El ayuno es paz para el cuerpo, fuerza de las mentes, vigor de las almas»
(Sermo VII: de ieiunio
3), y más aún: «El ayuno es el timón de la vida humana y rige toda la nave
de nuestro cuerpo» (Sermo VII: de ieiunio 1).
San
Ambrosio responde así a las objeciones eventuales contra el ayuno: «La
carne, por su condición mortal, tiene algunas concupiscencias propias: en
sus relaciones con ella te está permitido el derecho de freno. Tu carne te
está sometida (...): no seguir las solicitaciones de la carne hasta las
cosas ilícitas, sino frenarlas un poco también por lo que respecta a las
lícitas. En efecto, el que no se abstiene de ninguna cosa lícita, está muy
cercano a las ilícitas» (Sermo de utilitate ieiunii III, V,
VII). Incluso escritores que no pertenecen al cristianismo declaran la
misma verdad. Esta verdad es de valor universal. Forma parte de la
sabiduría universal de la vida.
El
dominio de nuestro cuerpo
4. Ahora
ciertamente es más fácil para nosotros comprender por qué Cristo Señor y la Iglesia unen la
llamada al ayuno con la penitencia, es decir, con la conversión. Para
convertirnos a Dios es necesario descubrir en nosotros mismos lo que nos
vuelve sensibles a cuanto pertenece a Dios, por to
tanto: los contenidos espirituales, los valores superiores que hablan a
nuestro entendimiento, a nuestra conciencia, a nuestro «corazón» (según el
lenguaje bíblico). Para abrirse a estos contenidos espirituales, a estos
valores, es necesario desprenderse de cuanto sirve sólo al consumo, a la
satisfacción de los sentidos. En la apertura de nuestra personalidad humana
a Dios, el ayuno –entendido tanto en el modo «tradicional» como en el
«actual»–, debe ir junto con la oración, porque ella nos dirige directa
Por otra
parte, el ayuno, esto es, la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo,
confieren a la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí
mismo. Efectivamente, descubre que es «diverso», que es más «dueño de sí
mismo», que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en
cuanto la conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración,
fructifican en él.
Resulta
claro de estas reflexiones nuestras de hoy que el ayuno no es sólo él
«residuo» de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es
también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo.
Es necesario reflexionar profundamente sobre este tema, precisamente
durante el tiempo de Cuaresma.
Con mi
bendición apostólica.
JUAN PABLO II
|