DOMINGO I DE CUARESMA
Gen 9,8-15; 1Pe 3,18-22; Mc 1,12-15
En el tiempo de Cuaresma se
toman de Marcos los textos clásicos de los dos primeros domingos
tentaciones y transfiguración. Los tres restantes son del Evangelio de san
Juan: Jesús como nuevo templo (2,13-25), el amor de Dios al darnos a su
Hijo (3,14-21) y Jesús como grano de trigo que muriendo es glorificado y da
mucho fruto (12,20-33).
El primer domingo de Cuaresma
(Mc 1,12-15) nos lleva a contemplar a Jesús
tentado. En el lugar típico de la prueba –el desierto–,
donde Israel había acabado renegando de Dios, Jesús acepta el combate
contra Satanás, empujado por el Espíritu. El relato de Marcos
–singularmente breve– presenta a Jesús como nuevo
Adán que vence a aquel que venció al primero –es lo que evocan las imágenes
de los animales salvajes y los ángeles a su servicio: cfr.
Gen 2 y 3; Is 11,6-9). Por fin entra en la historia
humana la victoria sobre el mal y el pecado, sobre Satanás en persona: el
«fuerte» va a ser vencido por el «más fuerte» (Mc
3,22-30). Al añadir al relato de la tentación propiamente dicho el inicio
de la predicación de Jesús, el evangelio de este domingo nos invita a
entrar en la Cuaresma con decisión y firmeza: puesto que se ha cumplido el
tiempo y ha llegado el Reino de Dios, es urgente y necesario convertirse y
creer, es decir, acoger plenamente la soberanía de Dios en nuestra vida.
Este será nuestro particular combate cuaresmal.
Fuerza para vencer
Hace todavía poco tiempo hemos
celebrado la Navidad: el Hijo de Dios que se hace hombre, verdadero hombre.
El evangelio de hoy le presenta «dejándose tentar por Satanás». Ciertamente
«no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). Hombre de verdad, hasta el fondo, sin
pecado. Al inicio de la Cuaresma (y siempre) necesitamos mirar a Cristo con
este realismo. Uno como nosotros, uno de los nuestros, ha sido acosado por
Satanás, pero ha salido victorioso. Cristo tentado y vencedor es luz, es
ánimo, es fortaleza para nosotros.
Si Cristo no ha sido vencido,
nosotros sí. Somos pecadores. Pero esta situación no es irremediable. La
segunda lectura afirma: «Cristo murió por los pecados..., el inocente por
los culpables». Ello significa que su combate ha sido en favor nuestro.
Cristo sí que ha llegado hasta la sangre en su pelea contra el pecado (cfr. Heb 12,4). Y con su
fuerza podemos vencer también nosotros. Apoyados en Él, unidos a Él, la
Cuaresma nos invita a luchar decididamente contra el pecado que hay en
nosotros y en el mundo.
En este contexto conviene
hacer memoria de nuestro bautismo. La primera lectura nos habla del pacto
sellado por Dios con toda la creación después del diluvio. Lo mismo que Noé
y los suyos, también nosotros hemos sido salvados de la muerte a través de
las aguas. Por medio del agua bautismal, en el arca que es la Iglesia,
hemos pasado de la muerte a la vida. Y en el bautismo Dios ha sellado con
cada uno ese pacto imborrable, esa alianza de amor por la cual se
compromete a librarnos del Maligno. La salvación no está lejos de nosotros:
por el bautismo tenemos ya en nosotros su germen. La Cuaresma es un tiempo
para luchar contra el pecado, pero sabiendo que por el bautismo tenemos
dentro de nosotros la fuerza para vencer. «El que está en vosotros es mayor
que el que está en el mundo» (1Jn 4,4).
Venció y cambió la historia
Mc 1,12-15
Este texto de las tentaciones
de Jesús nos habla en primer lugar del realismo de la encarnación. El Hijo
de Dios no se ha hecho hombre «a medias», sino que ha asumido la existencia
humana en toda su profundidad y con todas sus consecuencias, «en todo igual
que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15).
El cristiano que se siente acosado por la prueba y la tentación se sabe
comprendido por Jesucristo, que –antes que él y de manera más intensa– ha pasado por esas situaciones.
Sin embargo, la novedad más
gozosa de este hecho de las tentaciones de Jesús es que Él ha vencido. En
todo semejante a nosotros, «excepto en el pecado». Todo seguiría igual si
Cristo hubiera sido tentado como
nosotros, pero hubiera sido derrotado. Lo grandioso consiste en que Cristo,
hombre como nosotros, ha vencido la tentación, el pecado y a Satanás. Y a
partir de Él la historia ha cambiado de signo. En Cristo y con Cristo
también nosotros vencemos la tentación y el pecado, pues Él «nos asocia
siempre a su triunfo» (2Cor 2,14). Si por un hombre entró el pecado en el
mundo, por otro hombre –Jesucristo– ha entrado la
gracia y, con ella, la victoria sobre el pecado (cfr.
Rom 5,12-21).
Por otra parte, las
tentaciones hacen pensar en un Cristo que combate. San Marcos da mucha
importancia al relato poniéndolo al inicio de la vida pública de Jesús,
después del bautismo y antes de empezar a predicar y a hacer milagros, como
para indicar que toda su vida va a ser un combate contra el mal y contra
Satanás. Va «empujado por el Espíritu» a buscar a Satanás en su propio
terreno para vencerle. Asimismo, la vida del cristiano no tiene nada de
lánguida, anodina y superficial; tiene toda la seriedad de una lucha contra
las fuerzas del mal, para la cual ha recibido armas más que suficientes (Ef 6,10-20).
DOMINGO
II DE CUARESMA
Mc 9,1-9
El segundo domingo nos lleva a
contemplar a Jesús transfigurado (Mc 9,2-9). Tras
el doloroso y desconcertante primer anuncio de la pasión y la llamada de
Jesús a seguirle por el camino de la cruz (8,31-38), se hace necesario
alentar a los discípulos abatidos. Además de que la ley y los profetas
–personificados en Moisés y Elías– manifiestan a
Jesús como aquel en quien hallan su cumplimiento, es Dios mismo
–simbolizado en la nube– quien le proclama su
Hijo amado.
Por un instante se desvela el
misterio de la cruz para volver a ocultarse de nuevo; más aún, para
esconderse todavía más en el camino de la progresiva humillación hasta la
muerte de cruz. Sólo entonces –«cuando resucite de entre los muertos»– será
posible entender todo lo que encerraba el misterio de la transfiguración.
En pleno camino cuaresmal de esfuerzo y sacrificio, también a nosotros
–igual de torpes que los discípulos– se dirige la
voz del Padre con un mandato único y preciso: «Escuchadle», es decir, fiaos
de Él –de este Cristo que se ha transfigurado a vuestros ojos–, aunque os introduzca por caminos de cruz.
Gloria en la humillación
El relato de la
transfiguración quiere mostrarnos la gloria oculta de Cristo. No es sólo
que Cristo haya sufrido humillaciones ocasionales, sino que ha vivido
humillado, pues «tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos» y
«actuando como un hombre cualquiera» cuando en realidad era igual a Dios (Fil 2,6-8). El resplandor que aparece en la
transfiguración debía ser normal en Jesús, pero se despoja voluntariamente
de él. ¿No es este un aspecto de Cristo que debemos contemplar mucho
nosotros, tan propensos a exaltarnos a nosotros mismos y buscar la gloria
humana?
Más aún si consideramos que
Jesús salva precisamente por la humillación. Este relato de la
transfiguración está situado en el camino hacia la cruz, entre los dos
primeros anuncios de la pasión (Mc 8,31 y 9,31).
Jesús podía haber pedido al Padre doce legiones de ángeles (Mt 26,53), pero es en el colmo de la humillación –ser
reprobado por las mismas autoridades religiosas de Israel, sufrir mucho,
recibir desprecios y torturas, ser matado– donde
va a llevar a cabo la redención. «Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, no da fruto; pero si muere, da mucho fruto» (Jn
12,24). Tampoco para nosotros hay otro camino si queremos ser fecundos y
dar fruto.
En el camino hacia la pasión,
Jesús nos es presentado como el Hijo amado del Padre, objeto de su amor y
sus complacencias. La cruz y el sufrimiento no están en contradicción con
ese amor del Padre. Al contrario, es en la cruz donde más se manifiesta ese
amor; precisamente porque muere confiando en el Padre y en su amor, Jesús
se revela en la cruz como el Hijo de Dios (Mc
15,39). De igual modo nosotros, al sufrir la cruz, no debemos sentirnos
rechazados por Dios, sino –al contrario–
especialmente amados.
El Hijo amado
En el relato de la
transfiguración escuchamos la voz del Padre que nos dice: «Éste es mi Hijo
amado». No es sólo un gesto de presentación, de manifestación de Cristo. Es
el gesto del Padre que nos entrega a su Hijo, nos lo da para nuestra
salvación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único...» (Jn 3,16). Este gesto de Dios Padre aparece simbolizado
y prefigurado en el de Abraham, que toma a «su hijo único, al que quiere» y
lo ofrece en sacrificio sobre un monte... La muerte de Cristo en el
Calvario, que la Cuaresma nos prepara a celebrar, es la mayor manifestación
del amor de Dios.
El conocimiento y la
experiencia de este amor de Dios es el fundamento de nuestro camino
cuaresmal. San Pablo prorrumpe lleno de admiración, de gozo y de confianza:
«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte
por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» Al darnos a su Hijo, Dios ha
demostrado que está «por nosotros», a favor nuestro. Pues «si Dios está por
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» No podemos encontrar fundamento
más sólido para nuestra confianza en la lucha contra el pecado y en el
camino hacia nuestra propia transfiguración pascual.
Pero el gesto de Abraham no
sólo simboliza el de Dios. Resume también nuestra actitud ante Dios.
Abraham lo da todo, lo más querido, su hijo único, en quien tiene todas sus
esperanzas. Lo da a Dios. Y al darlo parece que lo pierde. Sin embargo,
realizado el sacrificio de su corazón, Dios le devuelve a su hijo, y
precisamente en virtud de ese sacrificio –«por haber hecho eso, por no
haberte reservado a tu hijo, tu hijo único»– Dios le bendice abundantemente
dándole una descendencia «como las estrellas del cielo y como la arena de
la playa». Los sacrificios que nos pide la cuaresma –y en general nuestra
fidelidad al evangelio– no son muerte, son vida.
Todo sacrificio realizado con verdadero espíritu cristiano nos eleva, nos
santifica. Cada sacrificio es una puerta abierta por donde la gracia
penetra de manera torrencial.
DOMINGO
III DE CUARESMA
Ex 20,1-17; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25
El signo del templo
El evangelio nos presenta a
Jesús como el nuevo templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres
días. De este templo manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu
(cfr. Jn 19,34). En
este templo estamos llamados a morar, a permanecer (Jn
15,4), lo mismo que Él mora en el seno del Padre (Jn
1,18). De este templo formamos parte como piedras vivas (1Pe 2,5) por el
bautismo. Este templo destruido y reconstruido es el signo que Dios nos da
en esta cuaresma para que creamos en Él.
Jesús aparece también
empleando la violencia. Este texto nos presenta un Jesús intransigente
contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y amor hacia los
pecadores (cfr. Jn
8,1-11) hasta dar la vida por ellos (Jn 15,13) es
el que aquí contemplamos actuando enérgicamente contra el mal. El mismo y
único Cristo. Nos corrobora así la postura que ya manifestaba en el primer
domingo luchando contra Satanás. Jesús no pacta con el mal. Lo vemos
devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe
encendernos a nosotros en la lucha contra el mal. El mismo celo que debe
devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia. El mismo
celo que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del
templo que somos nosotros mismos.
Pero la lucha contra el mal es
sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al Bien que es Dios
mismo. La cuaresma es una oportunidad de gracia para renovar nuestra
vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el cumplimiento fiel
de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos ha sacado de la
esclavitud y nos ha hecho libres. Cumpliendo los mandamientos decimos «sí»
a Dios. Cumpliendo los mandamientos reafirmamos la alianza, el pacto de
amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo. Cumpliendo los mandamientos
nos lanzamos por el camino que nos hace verdaderamente libres.
El celo de tu casa me devora
Jn 2,13-25
Nos encontramos en este texto
de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar poco: la dureza
de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras muchas veces en
sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de tu casa me
devora». A veces casi se llega a identificar el amor con la melosidad
inofensiva. Y, sin embargo, la postura aparentemente violenta de Jesús es
fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor llevado al
extremo (cfr. Dt 4,24 y
2Cor 11,2). ¿No deberemos también nosotros ganar mucho en fortaleza en la
lucha contra el mal en todas sus manifestaciones? Porque «el amor es fuerte
como la muerte» (Ct. 8,6).
Jesús es fuerte para defender
los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre con todas sus
fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo, el lugar
santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a Dios,
también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu casa me
devora».
La fortaleza de Cristo, por lo
demás, no se ejerce contra los hombres, sino en favor de ellos, dejando que
destruyan el templo de su cuerpo y reconstruyéndolo en tres días. «Tengo
poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,18). De igual modo, el cristiano unido a Cristo
es invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No
temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma... Hasta los
cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt
10,28-30).
DOMINGO
IV DE CUARESMA
2Cron 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21
Mirar al Crucificado
Toda Cuaresma converge hacia
el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto
de este mundo. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con fe, con una
mirada contemplativa y con un corazón contrito y humillado. Es el
Crucificado quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos
descubre el infinito amor de Dios, ese amor increíble, desconcertante.
Este amor es el que hace
enloquecer a san Pablo. Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho
vivir, nos ha salvado por pura gracia. Es este amor gratuito, inmerecido,
el que explica todo. Es este amor el que nos ha salvado, sacándonos
literalmente de la muerte. Nos ha resucitado. Ha hecho de nosotros
criaturas nuevas. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta
Cuaresma. Esta es la gracia que se nos regala.
A la luz de tanto amor y tanta
misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos
han llevado a la muerte y al pueblo de Israel le llevaron al destierro.
Entendemos que las expresiones de la primera lectura no son exageradas y se
aplican a nosotros en toda su cruda y dolorosa realidad: hemos multiplicado
las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los
gentiles, hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los
mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras...
Que Dios es rico en
misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa
que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear
de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la que la cuaresma nos
invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado y al
abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre.
Amor sin medida
Jn 3,14-21
Lo mismo que los israelitas al
mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su
pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos
de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma
son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe
contemplativa: «Mirarán al que traspasaron» (Jn
19,37). Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y
sólo mirándola con fe podremos quedar limpios de nuestros pecados.
«Tanto amó...» Si algo debe
calarnos profundamente es ese «tanto», esa medida
sin media, del amor del Padre dándonos a su Hijo y del amor de Cristo
entregándose por nosotros hasta el extremo (Jn
13,1), por cada uno (Gal 2,20). La contemplación
de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras
ella e infunde la seguridad de saberse amados: «Si Dios está por nosotros,
¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31-35).
«Tanto amó al mundo». Junto
con la contemplación de este amor personal hemos de contemplar que Dios ama
al mundo, el único que existe, tal como es, con todos sus males y pecados.
Gracias a este amor más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo
tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en
que se encuentre. Por el contrario –según las expresiones de san Juan–, el que no quiere creer en el crucificado ni en
el amor del Padre que nos le entrega, ese ya está condenado, en la medida
en que da la espalda al único que salva (cfr. He
4,12).
DOMINGO V
DE CUARESMA
Jer 31,31-34; Heb 5,7-9; Jn
12,20-33
Cristo fue escuchado
La segunda lectura, aludiendo
a la oración del huerto, afirma que Cristo «fue escuchado» por su Padre.
Expresión paradójica, porque el Padre no le ahorró pasar por la muerte. Y,
sin embargo, fue escuchado. La resurrección revelará hasta qué punto el
Hijo ha sido escuchado. A este Cristo que había pedido: «Padre, glorifica a
tu Hijo» (Jn 17,1), lo vemos ahora coronado de
honor y gloria precisamente en virtud de su pasión y su cruz (Heb 2,9). Más aún, una vez resucitado, llevado a la
perfección, «se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de
salvación eterna». A la luz de la Resurrección entendemos en toda su verdad
que es el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto.
Sí, efectivamente, en lo más hondo de su agonía el Hijo ha sido escuchado
por el Padre.
Esto es iluminador también
para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le escucha porque no le
libera de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo tampoco le liberó de
ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó. Dios escucha siempre.
Lo que ocurre es que nosotros «no sabemos pedir lo que conviene» (Rom 8,26). Dios puede escucharnos permitiendo que permanezcamos
en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos fuerza para
resistir en la prueba. Nos escucha dándonos gracia para ser aquilatados y
purificados. Nos escucha glorificándonos a través del sufrimiento. Nos
escucha haciéndonos grano de trigo que muere para dar fruto abundante...
Todos los cristianos y santos
de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo. Gracias a ella el
príncipe de este mundo ha sido echado fuera. Gracias a ella hemos sido
arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo. Gracias a ella
Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva. Gracias a ella nuestros
pecados han sido perdonados. Gracias a ella Dios ha creado en nosotros un
corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación. Gracias a ella
ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del Espíritu
Santo...
La gloria de la Cruz
Jn 12,20-33
«Ahora es glorificado el Hijo
del hombre». Jesús es «elevado sobre la tierra»: con esta expresión san
Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo. Con ello expresa
una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el patíbulo de la cruz,
cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un derrotado y por un
maldito (Gal 3,13), es en realidad cuando Jesús
está venciendo. «Ahora el Príncipe de este mundo –Satanás–
es arrojado fuera». En la cruz Jesús es Rey (Jn
19,19). Cuando Dios nos da la cruz es para glorificarnos.
«Si muere da mucho fruto». El
cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión somos fruto
nosotros. Millones y millones de hombres han recibido y recibirán vida
eterna por esta entrega de Cristo. El sufrimiento con amor y por amor es
fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender en nosotros
el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo. «Os he destinado para
que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure» (Jn
15,16).
«Atraeré a todos hacia mí».
Cristo crucificado atrae irresistiblemente las miradas y los corazones.
Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad. Mediante la cruz ha
sido constituida fuente de vida para toda la humanidad. La cruz es
expresión del amor del Padre a su Hijo: «Por esto me ama el Padre, porque
doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17).
Por eso, Jesús no rehuye la cruz: «Para esto he
venido».
Pedro
Sergio Antonio Donoso Brant ocds
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caminandoconjesus@vtr.net
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