EL
PENSAMIENTO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II Edición Nº 4 Pedro Sergio
Antonio Donoso Brant |
Catequesis de Su Santidad Juan Pablo II 10 de julio de 1985 PRUEBAS
DE 1. Cuando nos preguntamos: '¿Por qué creemos en
Dios?', la primera respuesta es la de nuestra fe: Dios se ha revelado a la
humanidad, entrando en contacto con los hombres. La suprema revelación de
Dios se nos ha dado en Jesucristo, Dios encarnado. Creemos en Dios porque
Dios se ha hecho descubrir por nosotros como el Ser Supremo, el gran
'Existente'. Sin embargo esta fe en un Dios que se revela,
encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia.
Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la existencia
de Dios. Estas han sido elaboradas por pensadores bajo forma de
demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación de una lógica
rigurosa. Pero pueden revestir también una forma más sencilla y, como tales,
son accesibles a todo hombre que trata de comprender lo que significa el
mundo que le rodea. 2. Cuando se habla de pruebas de la existencia de
Dios, debemos subrayar que no se trata de pruebas de orden científico
experimental. Las pruebas científicas, en el sentido moderno de la palabra,
valen sólo para las cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo
sobre éstas pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de
verificación de que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de
Dios, significaría rebajar a Dios al rango de los seres de nuestro mundo, y
por tanto equivocarse ya metodológicamente sobre aquello que Dios es. La
ciencia debe reconocer sus límites e impotencia para alcanzar la existencia
de Dios: ella no puede ni afirmar ni negar esta
existencia. De ello, sin embargo, no debe sacarse la conclusión
que los científicos son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos,
razones válidas para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como tal no
puede alcanzar a Dios, el científico, que posee una inteligencia cuyo objeto
no está limitado a las cosas sensibles, puede descubrir en el mundo las
razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera. Muchos
científicos han hecho y hacen este descubrimiento. Aquel que, con espíritu abierto, reflexiona en lo
que está implicado en la existencia del universo, no puede por menos de
plantearse el problema del inicio. Instintivamente cuando somos testigos de
ciertos acontecimientos, nos preguntamos cuáles son las causas. ¿Cómo no
hacer la misma pregunta para el conjunto de los seres y de los fenómenos que
descubrimos en el mundo? 3. Una hipótesis científica como la de la expansión
del universo hace aparecer más claramente el problema: si el universo se
halla en continua expansión, ¿no se debería remontar en el tiempo hasta lo
que se podría llamar 'momento inicial', aquel en el que comenzó la expansión?
Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre el origen del mundo, la
cuestión más fundamental no puede eludirse. Este universo en constante
movimiento postula la existencia de una Causa que, dándole el ser, le ha
comunicado ese movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa Suprema, el
mundo y todo el movimiento existente en él permanecerían 'inexplicados' e 'inexplicables',
y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano puede
percibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un Ser que ha
creado el mundo con todo su dinamismo, y que sigue conservándolo en la
existencia. 4. La necesidad de remontarse a una Causa suprema
se impone todavía más cuando se considera la organización perfecta que la
ciencia no deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando la
inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar la constitución y
las modalidades de acción de las partículas materiales, ¿no es inducida, tal
vez, a buscar el origen de una Inteligencia superior, que ha concebido todo?
Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente
pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del
hombre se siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e
incluso de imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales
proporciones requiere un Creador, cuya sabiduría transcienda toda medida,
cuya potencia sea infinita. 5. Todas las observaciones concernientes al
desarrollo de la vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los
seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y
discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna que suscita la
admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la
que no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su
inventor, el Creador. La historia de la humanidad y la vida de toda
persona humana manifiestan una finalidad todavía más impresionante.
Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo
que le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio
destino. No sólo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera
el poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su
existencia. Sin embargo, está convencido de tener un destino y trata de
descubrir cómo lo ha recibido, cómo está inscrito en su ser. En ciertos
momentos puede discernir más fácilmente una finalidad secreta, que se
transparenta de un conjunto de circunstancias o de acontecimientos. Así, está
llevado a afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y que dirige su vida
presente. 6. Finalmente, entre las cualidades de este mundo
que impulsan a mirar hacia lo alto está la belleza. Ella se manifiesta en las
multiformes maravillas de la naturaleza; se traduce en innumerables obras de
arte, literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también
en la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos
estupendos. El hombre es consciente de 'recibir' toda esta belleza, aunque
con su acción concurre a su manifestación. El la descubre y la admira
plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la belleza transcendente
de Dios. Fuente Vaticano.va |
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