LA FE DE LOS
CRISTIANOS Comentario al Credo Apostólico P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. TEMARIO 3.El Credo
«niceno-constantinopolitano» 4.1Preguntas
para la reflexión 6.Creo en
Dios Padre Todopoderoso 7.Creador del cielo y de la
tierra 7.1Preguntas
para la reflexión 8.Creo en Jesucristo, su único
Hijo, nuestro Señor 9.Fue concebido por obra del
Espíritu Santo y nació de la Virgen María 11.Al tercer día resucitó de
entre los muertos 12.1
Preguntas para la reflexión 13.1Preguntas
para la reflexión 14.Creo en la Santa Iglesia
Católica 14.1Preguntas
para la reflexión 16.1Preguntas
para la reflexión 17.La resurrección de los muertos
y la vida eterna 17.1
Preguntas para la reflexión 1.
Introducción
El Papa Benedicto XVI ha convocado un «Año de la fe»,
que se celebrará del 11 de octubre de 2012 al 24 de noviembre de 2013, coincidiendo
con el 50 aniversario del inicio del concilio Vaticano II y el 20 aniversario
de la publicación del Catecismo de la
Iglesia Católica. En la carta apostólica que ha escrito con este motivo
invita a todos los cristianos a profundizar en los contenidos de su fe, tal
como están contenidos en el Credo. Confío en que este material pueda ser de
ayuda para ese fin. Antes de estudiar cada una de las afirmaciones del Credo,
podemos leer las principales afirmaciones del Papa en la carta Porta Fidei: «La puerta de la fe», que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta
para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el
corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta
supone emprender un camino que dura toda la vida. Este empieza con el
bautismo, con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se
concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección
del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su
misma gloria a cuantos creen en Él. Profesar la fe en la Trinidad –Padre,
Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor: el
Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra
salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió
al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en
la espera del retorno glorioso del Señor. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de
Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para
iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del
encuentro con Cristo. Redescubrir los contenidos de la fe profesada,
celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se
cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en
este Año. No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban
obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración
cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. El
conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio
asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la
voluntad a lo que propone la Iglesia. 2.
El Credo «Apostólico»
El «Credo de los Apóstoles» surgió en la Iglesia
primitiva unido al rito del bautismo. A quien quería ser bautizado, se le
hacían estas tres preguntas: «¿Crees en Dios Padre?»,
«¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo?», «¿Crees en el Espíritu Santo?». El
catecúmeno (así se llamaba el que se preparaba para recibir el bautismo)
respondía por tres veces: «Sí, creo». Entonces era sumergido en el agua y
recibía el bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Mt 28,19). Pronto, esas tres preguntas se completaron, formando
un resumen de la fe cristiana, y quedaron así: «¿Crees en Dios, que es Padre
Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?», «¿Crees en Jesucristo, su
único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu
Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día
resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha
del Padre y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos?», «¿Crees en
el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el
perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna?». Una vez recibido el bautismo, cuando los cristianos
querían proclamar su fe solo tenían que recordar lo que habían confesado en
su bautismo. Allí, en pocas palabras, están resumidos los principales
contenidos de nuestra fe. Con el pasar del tiempo surgió la tradición de que
las doce frases que componen el Credo habían sido compuestas por los Doce
Apóstoles y, al ponerlas juntas, quedaron así: 1. Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. 2. Creo en Jesucristo, el Hijo único de Dios. 3. Creo que Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y que nació
de la Virgen María. 4. Creo que Jesús fue crucificado, muerto y sepultado y que descendió
a los infiernos. 5. Creo que Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día. 6. Creo que Jesús subió a los cielos y está sentado a la derecha de
Dios Padre. 7. Creo que Jesús volverá para juzgar a los vivos y a los muertos. 8. Creo en el Espíritu Santo. 9. Creo en la Iglesia Católica y en la comunión de los santos. 10. Creo en el perdón de los pecados. 11. Creo en la resurrección de los muertos. 12. Creo en la vida eterna. La formulación final del «Credo de los Apóstoles» es
esta: Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del
cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María
Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y
sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los
muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre
todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia
católica, la comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la
resurrección de la carne y la vida eterna. Amén. «El Símbolo de
los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el
resumen fiel de la fe de los Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la
Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho» (Catecismo de la Iglesia Católica,
194). 3.
El Credo «niceno-constantinopolitano»
El Credo «largo», que normalmente se proclama en la
celebración de la misa, se llama «Credo niceno-constantinopolitano», porque
fue formulado durante los concilios ecuménicos de Nicea (año 325) y de Constantinopla
(año 381) como respuesta de los creyentes a las primeras herejías, que
falsificaban la fe cristiana. Algunos no aceptaban la fe de la Iglesia en un Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Querían explicar el misterio de Dios con sus propias
ideas. Entonces se reunieron los obispos de la Iglesia (esas reuniones generales
se llamaron «concilios») y reafirmaron la fe que nos viene desde los
Apóstoles, resumiéndola en el Credo. El Credo «niceno-constantinopolitano» es
muy importante porque fue escrito cuando todos los cristianos estaban unidos,
por lo que es la confesión de fe que compartimos los Católicos con los
Ortodoxos y los Protestantes. La formulación definitiva dice así: Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único
de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de
Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres,
y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue
crucificado en tiempo de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó
al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo y está sentado a la
derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y
Apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero
la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén. «El Símbolo de Nicea-Constantinopla debe
su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios
ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las
grandes Iglesias de Oriente y Occidente» (Catecismo
de la Iglesia Católica, 195). 4.
Creo en Dios
En primer lugar, la fe cristiana no consiste en
saber de memoria unas verdades, sino en relacionarse personalmente con Dios.
Los cristianos no creemos «en algo» sino «en Alguien». Dios no es una idea,
sino una persona que viene a nuestro encuentro y que quiere establecer una
relación de amistad con los hombres. De ahí la importancia de la oración, que
es la manifestación más profunda de la fe, así como su alimento. Creer en
Dios significa confiar en Él, escuchar su Palabra, aceptar sus enseñanzas,
intentar vivir como Él nos pide. El Papa Benedicto XVI, al inicio de su encíclica
sobre el amor, afirma con rotundidad: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con una Persona» (Deus Charitas est, 1). Por lo tanto, la fe surge del encuentro
personal con Dios, de la experiencia de su amor y de su perdón. ¿Qué podemos saber sobre Dios? Las religiones dicen
cosas distintas sobre Él. Al fin y al cabo son palabras de los hombres,
siempre imperfectas. Pero Dios, ¿ha hablado a los hombres? En ese caso no
estaríamos hablando de las enseñanzas de los hombres sobre Dios sino de las
enseñanzas de Dios para los hombres. La Carta a los
hebreos dice: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a los padres por los profetas» (Heb
1,1). Las manifestaciones de Dios y sus enseñanzas a lo largo de la historia
de Israel se recogen en el Antiguo
Testamento. El texto anterior continúa diciendo: «En esta etapa final nos
ha hablado por el Hijo» (Heb 1,2). La manifestación
de Dios en Jesucristo y sus enseñanzas se recogen en el Nuevo Testamento. La unión de estas dos partes de la revelación
de Dios (el Antiguo y el Nuevo Testamento) forma la Biblia o Sagrada Escritura,
que es la Palabra de Dios dicha a los hombres con palabras humanas. La Biblia dice que Dios ha tenido una paciencia
infinita con los hombres, porque nos ama como un padre a sus hijos. Ya
antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena
voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, poco a poco, se fue
revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva.
Finalmente, en Cristo se nos ha dado del todo. Los cristianos creemos que «cuando
llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Gal
4,4). En su infinita misericordia, Dios nos ha hablado; y no por medio de
mensajeros, sino por su Hijo, que se ha hecho uno de nosotros y ha usado
nuestro lenguaje para que podamos entenderle. Ha entrado en nuestra historia
y se ha dirigido a nosotros para explicarnos quién es Él, qué espera de los
hombres y quiénes somos nosotros mismos. El cristianismo surge porque Dios ha
hablado a los hombres. La fe es la respuesta de los hombres a Dios que se
revela. Si en Cristo es Dios mismo el que nos habla, no
podemos quedarnos indiferentes ante su Palabra, porque Él espera una
respuesta de nosotros. Ante nosotros se presentan la luz y las tinieblas, la
vida y la muerte, la felicidad y la insatisfacción. Es necesario hacer
opciones: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios
no tiene la vida» (1Jn 5,12). Así de sencillo y de contundente: Jesús no es
un personaje como los demás, una opción entre otras, sino la presencia de
Dios-con-nosotros. Si lo acogemos, tenemos la Vida eterna y la Verdad de
Dios, si lo rechazamos nos quedamos con nuestra pequeña vida mortal y con
nuestras verdades a medias. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre
a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la
verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y
asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe
en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer
absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en
una criatura» (Catecismo de la Iglesia Católica,
150). 4.1Preguntas
para la reflexión
El profeta Isaías dice «Te llamo por tu nombre» (Is
43,1). Que conoce «mi nombre» significa que conoce mi identidad, mis
características personales, mi historia. ¿Soy consciente de que Dios me ha
creado por amor y me ama con un amor personal? La fe es la respuesta del hombre a Dios que se
revela. San Pablo dice: «Sé de quién me he fiado» (2Tim 1,12). Dios está
cerca de mí y se interesa por todas mis cosas ¿Confío plenamente en Dios?
¿Vivo la fe como una relación amorosa con Dios? Desde el día de mi bautismo, Dios habita en mi
corazón, ¿me relaciono con Él en la oración? El ambiente social contemporáneo no nos ayuda a
vivir la fe. ¿Me formo para conocer mejor los contenidos de mi fe? ¿Doy
testimonio de mi fe cristiana en mi familia, ambiente de estudio o trabajo,
etc.? 5. Creo en Dios Padre
Jesús nos ha revelado que Dios es un Padre amoroso,
siempre dispuesto a acogernos y a perdonarnos cuando nos volvemos a Él. En su
oración siempre se dirige a Dios llamándole «Padre» (en los evangelios le da
ese título 130 veces). Se relaciona con Dios como un niño con su padre, lleno
de confianza (porque sabe que su Padre quiere
siempre lo mejor para nosotros), al mismo tiempo que siempre dispuesto a obedecerle
(porque sabe que su Padre conoce
bien qué es lo mejor para nosotros). Jesús llamaba a Dios «Abba», que en arameo significa
«papá» o «papaíto» y era la expresión con la que los niños pequeños llamaban
a su padre de la tierra. Para Jesús, «Abba» no un título cualquiera, sino una
experiencia de vida. Indica que Dios es su Padre y que Él es el Hijo de Dios.
Jesús se comprende a sí mismo en total dependencia de Dios y como total
apertura a Dios, por eso dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre»
(Jn 4,34). Todos los enviados de Dios anunciaban el mensaje que habían
recibido, daban testimonio de lo que habían «oído», pero el testimonio del
Hijo es el más perfecto, porque Él anuncia lo que ha «visto» desde el
principio: «A Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo, que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer. […] La palabra que estáis oyendo no es
mía, sino del Padre que me envió» (Jn 1,18; 14,24). Las cosas importantes que los cristianos sabemos sobre
Dios, las conocemos porque nos las ha revelado Jesucristo. Él es el Hijo
único y eterno de Dios que, al llegar la plenitud de los tiempos, se hizo
carne en el vientre de la Virgen María. Y una de las cosas más hermosas que
Él nos ha revelado es que Dios es nuestro Padre y que nos ama
apasionadamente, que quiere nuestra salvación y que siempre está dispuesto a
perdonarnos cuando se lo pedimos humildemente. «Al designar a Dios con el nombre de
"Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos:
que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al
mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura
paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la
maternidad que indica más expresivamente la intimidad entre Dios y su
criatura» (Catecismo de la Iglesia Católica,
239). 6.
Creo en Dios Padre Todopoderoso
Cuando afirmamos que Dios es «Todopoderoso» queremos
decir que «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37).
Él ha creado todo lo que existe de la nada y mantiene todo en su existencia.
Pero a veces los hombres no comprendemos el actuar de Dios, por eso la Biblia
dice: «Mis planes no son vuestros planes, mis caminos no son vuestros caminos»
(Is 55,8). Dios dirige el mundo y mi vida de un modo misterioso
hacia su plenitud, por caminos que solo Él conoce. Es lo que llamamos la «Divina
Providencia». Él influye tanto en grandes acontecimientos (la salida de
Israel de Egipto y la entrada en la tierra prometida) como en cosas muy
sencillas (pone un buen sentimiento en mi corazón o me manifiesta su
ternura), sin que por ello quede recortada nuestra libertad. De hecho, el
hombre puede rechazar (y muchas veces rechaza) la voluntad de Dios. Pero, si Dios lo puede todo, ¿por qué no impide el
mal? Por un lado, debemos recordar que Dios creó un mundo bueno, pero que aún
está evolucionando hacia su plenitud; por lo que el «mal físico» (esto es, las
catástrofes naturales o las minusvalías) forma parte de las limitaciones de
un mundo que no comprendemos ni dominamos totalmente. Hay también otros «males
morales» (guerras, violencias, asesinatos) que provienen del mal uso que los
hombres hacemos de la libertad, que es un gran don que Dios nos ha dado y
respeta. Jesucristo no nos ha explicado el misterio del mal, pero nos ha
dicho que el mal no tendrá la última palabra en nuestra historia. De hecho,
Dios transformó la muerte de Cristo (con la que los hombres le querían hacer
un mal) en el bien más grande de la historia. Así también sacará bienes de
los otros males en el momento oportuno, de la manera que solo Él sabe. «Creemos que esa omnipotencia es universal,
porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa,
porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe
puede descubrirla cuando "se manifiesta en la debilidad"» (Catecismo de la Iglesia Católica, 268). 7.
Creador
del cielo y de la tierra
El mundo no es producto de la casualidad, sino que
corresponde a un proyecto eterno de Dios que ha comenzado a realizarse en el momento
oportuno, que se está realizando en cada momento y que llegará a plenitud al
final de los tiempos. Las mismas leyes de la naturaleza y las ordenaciones
naturales son fruto de la obra creadora de Dios. El libro del Génesis presenta poéticamente la obra
de Dios, que hizo todo en seis días y el séptimo descansó. Así indica que todas
las cosas son buenas y corresponden a un proyecto amoroso que se va
realizando en el tiempo y que llegará a plenitud cuando todo entre en su descanso,
cuando lleguemos a la perfecta comunión de amor con Dios, para la que hemos
sido creados. El ser humano también está llamado a trabajar durante su vida
mortal, transformando la creación para ganarse el alimento. El descanso
semanal le ayuda a recordar que Dios es el único creador y los hombres son
solo colaboradores. Por eso el hombre interrumpe su trabajo, para dar gracias
a Dios por el don de la vida y por todas las cosas hermosas que ha creado. «Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría.
Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del
azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer
participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 295). 7.1Preguntas
para la reflexión
Dios es mi Padre amoroso. ¿He interiorizado lo que
significa que soy hijo de Dios? ¿Me siento mirado por Él? ¿Me relaciono con
Él en la oración? Si Dios es nuestro Padre, los hombres son mis
hermanos. ¿Respeto a todos los hombres, sin discriminar a nadie? ¿Cómo trato
a los demás: familia, amigos, compañeros de estudios o de trabajo,
desconocidos? La creación es hermosa porque refleja la belleza de
Dios. ¿Contemplo la obra de Dios y le doy gracias por la naturaleza? ¿Respeto
la obra que Dios ha creado? Oración del beato Carlos de Foucould: Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las
gracias. Estoy dispuesto a todo, lo
acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla
en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más. Te confío ni alma, te la doy con todo el amor del
que soy capaz. Porque te amo y necesito darme
sin medida, ponerme en tus manos porque eres mi Padre. 8.
Creo en
Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor
Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16),
que fue enviado por el Padre al mundo para que «todos se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). De hecho, su nombre significa en
hebreo «Dios salva» o «Salvador». Por eso dice san Pedro: «Bajo el cielo no
se ha dado a los hombres otro nombre por el que puedan salvarse» (Hch 4,12). Él es «verdadero Dios y verdadero hombre» y podemos
conocerle a partir de lo que cuentan sobre Él los «evangelios» (palabra
griega que significa «buena noticia»). Pero Jesús no es un personaje del
pasado, del que solo podemos saber a partir de lo que recogen los libros. Él
sigue vivo y podemos conocerle especialmente cuando nos relacionamos con Él
en la oración y cuando vivimos como Él nos enseñó. Cuando hablamos de «Jesucristo» tenemos que recordar
que este nombre es el fruto de resumir la confesión de fe cristiana, que
dice: «Jesús es el Cristo». La palabra griega «Cristo» es la traducción de la
palabra hebrea «Mesías», que en español significa «Ungido» o «Consagrado».
Los profetas del Antiguo Testamento anunciaron que Dios enviaría a su «Mesías»
para salvar a los hombres y establecer con ellos una alianza definitiva y
eterna. Jesús ha sido «enviado» por Dios con una misión específica: «Me ha
enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y
a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el
año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Cuando llamamos «Señor» a Jesús estamos confesando
que Él es Dios. En el Antiguo Testamento, cada vez que aparece el nombre de
Dios (Yavé), los judíos no lo pronuncian por
respeto, sino que dicen «Señor» (Adonai). Santo
Tomás exclamó ante Jesús resucitado: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28) y
Jesús dijo: «Vosotros me llamáis “Maestro” y “Señor” y decís bien, porque lo
soy» (Jn 13,13). Si lo confesamos como nuestro «Señor» significa que nos
fiamos de Él y tenemos que obedecerle, viviendo como Él nos enseñó. «Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las
primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio que el
poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús
porque Él es de "condición divina" y porque el Padre manifestó esta
soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su
gloria» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 449). 9.
Fue
concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María
«Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a
su Hijo, nacido de una mujer» (Gal 4,4). El Hijo eterno de Dios se hizo
hombre verdadero al encarnarse en el seno de la Virgen María: «El Verbo se
hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Jesús no es el fruto de la
evolución de los hombres, sino un regalo de Dios; no es un superhombre que ha
alcanzado la iluminación y nos habla de Dios. Jesús es el eterno Hijo de Dios
que se ha hecho verdaderamente hombre, es verdaderamente «Dios-con-nosotros»
(Mt 1,23). Cuando el ángel Gabriel preguntó a María si aceptaba
ser la madre del Mesías, ella le contestó: «¿Cómo
será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). Esa
expresión significa: «¿Cómo será eso, pues no he
tenido relaciones con ningún varón?». El ángel le respondió: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35). «Aunque la
Iglesia, desde sus orígenes, ha sufrido burlas a causa de su fe en la
virginidad de María, siempre ha creído que se trata de una virginidad real y
no meramente simbólica» (Youcat, 80). María aceptó colaborar con el plan de Dios, que
siempre respeta nuestra libertad. Por eso, al ángel que le dijo que daría a
luz al «Hijo del Altísimo», ella respondió: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ella tuvo que renovar su «sí» a Dios cada día,
especialmente a los pies de la cruz. Por eso es la «peregrina de la fe», modelo
para todos los creyentes. «En el momento establecido por Dios, el Hijo único
del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen substancial del
Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza
humana. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su
Persona divina; por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los
hombres» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 479-480). 10.
Padeció
bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y
descendió a los infiernos
«Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con la fuerza
del Espíritu Santo y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el
diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Así
resume san Pedro la vida de Jesús, que los evangelios cuentan con detalle: Jesús
pasó por el mundo «haciendo el bien»: sanaba a los enfermos, perdonaba los
pecados, anunciaba a todos el amor del Padre. A pesar de todo, las
autoridades de la época lo acusaron de falso profeta y de blasfemo: «Tú,
siendo hombre, te haces igual a Dios» (Jn 10,33). Aquí no hay motivaciones
políticas, sino estrictamente religiosas: «Jesús colocó a su entorno ante una
cuestión decisiva: o bien Él actuaba con poder divino, o bien era un
impostor, un blasfemo, un infractor de la ley y debía rendir cuentas por ello»
(Youcat
96). A pesar de que los hombres entregaron a Jesús a la
muerte, la Biblia nos dice que (aún sin saberlo) estaban cumpliendo con un
misterioso plan divino: Jesús fue «entregado conforme al plan que Dios tenía establecido
y previsto» (Hch 2,23). Jesús mismo lo explicó al
hablar del buen pastor, que «da la
vida por sus ovejas […]. Como buen pastor, yo doy la vida por mis ovejas […]. El Padre me ama porque yo doy la vida. Nadie tiene poder para
quitármela; soy yo quien la doy por
mi propia voluntad. Tengo poder para darla
y para recuperarla» (Jn 10,11-18). Antes de su pasión, Jesús tuvo una
enseñanza que ayuda a comprender lo que venimos diciendo: «Si el grano de
trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»
(Jn 12,24). Jesús da su vida, como un grano de trigo, para que otros reciban
vida. Nadie le quita la vida, Él la «entrega» voluntariamente. Por eso dice
en la Última Cena: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Por
eso san Pablo exclama: «vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí» (Gal 2,20) y san
Juan: «en esto consiste el amor de Dios, en que Él ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros» (1Jn 4,10; cf.
4,19). San Pablo, reflexionando sobre la muerte de Cristo,
afirma que «murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3). Que
«murió según las Escrituras» significa que estaba cumpliendo un proyecto
eterno de Dios, tal como se recoge en la Biblia. Que «murió por nuestros
pecados» significa que la muerte de Cristo es la manifestación de un amor que
nos desborda, ya que Él ha muerto por nosotros, para darnos el perdón y la
vida eterna, tal como afirma san Pedro: «Cargado con nuestros pecados subió
al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas
nos han curado» (1Pe 2,23-24). Cuando los primeros cristianos decían que Jesucristo
«descendió a los infiernos» se referían en primer lugar a que Jesucristo
murió de verdad, ya que llamaban «infiernos» al lugar de los muertos:
Jesucristo ha asumido realmente nuestra naturaleza hasta las últimas
consecuencias y también ha participado de la experiencia de la muerte.
Además, los Padres de la Iglesia dicen que Cristo descendió al lugar de los
muertos para anunciar la salvación también a todos los que habían muerto
antes de su venida a la tierra, para abrirles las puertas de la salvación. «El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección
de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia
a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de
Dios se ha cumplido de "una vez por todas" por la muerte redentora
de su Hijo Jesucristo» (Catecismo de la
Iglesia Católica, 571). 11.
Al
tercer día resucitó de entre los muertos
Al morir Jesús, sus discípulos se dispersaron. Unos
volvieron a Galilea o a sus lugares de origen y otros permanecieron
escondidos en Jerusalén. Todos se encontraban confundidos, asustados, sin
esperanza. Pero, poco a poco, salieron de sus escondites y comenzaron a dar
testimonio de su fe por todo el mundo. Aunque fueron perseguidos,
encarcelados y maltratados hasta la muerte, aunque se les prohibía hablar en
el nombre de Jesús, ya nunca más tuvieron miedo. ¿Qué había pasado? Que Jesús
resucitado les salió al encuentro y les dio el Espíritu Santo. Esta es la
primera confesión de fe de los cristianos, tal como la formuló san Pedro el
día de Pentecostés: A Jesús «lo matasteis, clavándolo a una cruz por mano de
hombres inicuos. […] A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros
somos testigos. […] Con toda seguridad conozca la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Mesías a Jesús» (Hch 2,23-32). Los discípulos no cuentan cómo sucedió la
resurrección, porque ellos no estaban allí en aquel momento preciso. Lo que
testimonian es que Jesús resucitó durante la noche, mientras ellos estaban
escondidos y asustados (cf. Jn 20,19), y se hizo presente en sus vidas,
transformándolas. No fueron ellos los que le buscaron. Es Él quien tomó la iniciativa
y se manifestó a las mujeres, a algunos discípulos, a los Doce... juntos y
por separado, haciéndoles comprender que Él ha vencido a la muerte y ahora
vive para siempre: «Los discípulos, que antes habían perdido toda esperanza,
llegaron a creer en la resurrección de Jesús porque lo vieron de formas
diferentes después de su muerte, hablaron con Él y experimentaron que estaba
vivo» (Youcat
105). «La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la
vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado
antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím,
Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas
afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida
terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La
Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado,
pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En
la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo;
participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo
puede decir de Cristo que es "el hombre celestial"» (Catecismo de la Iglesia Católica, 646). 12.
Subió a
los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Desde allí ha de venir
a juzgar a los vivos y a los muertos
Jesucristo resucitado se manifestó de muchas maneras
a los discípulos durante cuarenta días. Acabado ese tiempo, Jesús entró
definitivamente en la gloria de Dios. Como a la derecha del rey se sentaba el
príncipe heredero, se dice que Jesús «se ha sentado a la derecha del Padre»
para indicar que comparte su poder y su gloria. Desde entonces ya no está en
la tierra de forma visible, aunque está realmente presente de otras maneras:
«Su cercanía se puede experimentar sobre todo en la Palabra de Dios, en la
recepción de los sacramentos, en la atención a los pobres y allí “donde dos o
más se reúnen en su nombre” (Mt 18,20)» (Youcat 110). El Hijo de Dios se hizo hombre al nacer de la Virgen
María. Cuando, después de su vida pública, muerte y resurrección, sube al
cielo, lleva consigo nuestra humanidad y nos abre el camino de la vida
eterna. Él mismo había dicho: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré
a todos hacia mí» (Jn 12,32). Al final de los tiempos, Cristo llevará a plenitud
su obra salvadora. Como Él respeta nuestra libertad, si hemos creído en su
Palabra y hemos intentado ponerla en práctica, escucharemos de sus labios las
palabras más dulces que se puedan imaginar: «Venid, benditos de mi Padre a
heredar el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo»
(Mt 25,34). En esos momentos, Dios mismo «secará las lágrimas de sus ojos, y
ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap
21,4). Por desgracia, con nuestra elecciones equivocadas podemos echar a
perder nuestra vida, aunque siempre podemos arrepentirnos y recibir el perdón
de Dios, ya que Él «no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a
la conversión» (2Pe 3,9). Jesucristo anuncia el amor de Dios, que «quiere que
todos los hombres se salven» (1Tim 2,4), pero también insiste en la
responsabilidad de nuestros actos. Al final, «los que hayan hecho el bien
saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección
de juicio» (Jn 5,29). «El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá
en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal
que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la
historia. Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos
y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a
cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia»
(Catecismo de la Iglesia Católica,
681-682). 12.1 Preguntas para
la reflexión
A lo largo del año, la Iglesia celebra los distintos
misterios de la vida de Cristo, desde su encarnación y nacimiento hasta su
muerte y resurrección. ¿Participo activamente en la misa dominical? ¿Conozco
la estructura fundamental del año litúrgico? Navidad es el tiempo de la celebración de la
encarnación y nacimiento de Cristo. ¿Cómo la vivo? ¿Qué es lo más importante
para mí en esas fechas? Semana Santa y Pascua es el tiempo de la celebración
de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. ¿Cómo vivo esos días? ¿Qué
recuerdo de la Vigilia Pascual, que es la celebración más importante de todo
el año? María es la madre de Jesús y nuestra madre. ¿Me
pongo en manos de Dios como hizo la Virgen María? ¿Cuál es la advocación
mariana más querida en tu localidad? ¿Cuándo se celebra su fiesta? ¿Qué haces
tú para honrarla? Oración de Lope de Vega: ¿Qué tengo yo, que mi amistad
procuras? ¿Qué interés se te sigue, Jesús
mío, que a mi puerta, cubierto de
rocío, pasas las noches del invierno
oscuras? ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas
duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño
desvarío, si de mi ingratitud el hielo
frío secó las llagas de tus plantas
puras! ¡Cuántas veces el ángel me
decía: «Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar
porfía»! ¡Y cuántas, hermosura soberana, «Mañana le abriremos»,
respondía, para lo mismo responder mañana! ¿Estoy dispuesto a abrir a
Cristo las puertas de mi corazón hoy mismo? 13. Creo en el Espíritu Santo
En el Antiguo Testamento, el Padre revela algo de su
propia identidad, hablando en primera persona: «Yo» no quiero la muerte del
pecador... Lo mismo hace el Hijo en el Nuevo Testamento: «Yo» soy el camino...
El Espíritu Santo está presente en la Sagrada Escritura desde el principio
(Gen 1,2) hasta el final (Ap 22,17), pero nunca ha
hablado con el pronombre personal «Yo». Por eso solo podemos conocerlo a
partir de sus obras. Es como el viento: no lo vemos, pero sí que sentimos que
nos mueve las ropas y el pelo y lo escuchamos cuando mueve las ramas de los
árboles. El Espíritu de Dios capacita a los hombres para que
actúen como Él quiere, de manera que se realicen sus planes de salvación
sobre el mundo. Dios lo derramó sobre Moisés y sobre los otros personajes que
tenían que cumplir una misión importante a favor de Israel. También lo
derramó sobre los profetas, para que pudieran hablar en su nombre. Al llegar
la plenitud de los tiempos, Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y
actuó siempre movido por el Espíritu Santo. Finalmente, el día de
Pentecostés, san Pedro afirma que Jesús «ha derramado el Espíritu Santo sobre
nosotros, como vosotros mismos veis y oís» (Hch 2,33).
Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles superaron sus miedos y se
pusieron en camino para anunciar el evangelio en el mundo entero. Por el bautismo y la confirmación, el Espíritu «ha
sido enviado a nuestros corazones» (Gal 4,6). Él hace de nosotros piedras
vivas en la construcción de la Iglesia: «Ya no sois extraños ni forasteros,
sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios... formando un templo
santo en el Señor, por el que también vosotros estáis integrados en el
edificio para ser, mediante el Espíritu, morada de Dios» (Ef
2,19-22). El Espíritu es el que suscita los carismas y ministerios para la
construcción de la Iglesia y es el que actúa en los sacramentos, haciendo que
nos transmitan la salvación de Dios. «El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se
consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica
como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama
profusamente el Espíritu. En este día se revela plenamente la Santísima
Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos
los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en
la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu
Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de
la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 731-732). 13.1Preguntas
para la reflexión
El Espíritu Santo nos ayuda a pensar como Jesús, a
sentir como Jesús, a amar como Jesús. ¿Me dejo guiar por el Espíritu Santo en
mi vida de cada día? ¿Le pido ayuda para vivir como verdadero cristiano y
para dar testimonio de mi fe ante el mundo? Los 12 frutos del Espíritu Santo son: Caridad, Gozo,
Paz, Paciencia, Mansedumbre, Bondad, Benignidad, Longanimidad, Fe, Modestia,
Templanza y Castidad. ¿Los he experimentado alguna vez en mi vida? ¿He recibido
ya la confirmación? Oración al Espíritu Santo: Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don, en tus dones espléndido; luz que ilumina las almas fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso en nuestros esfuerzos, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas, y reconforta en los duelos. Llega hasta el fondo del alma Divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del alma Si Tú le faltas por dentro. Mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía. Sana el corazón enfermo. Lava las manchas. Infunde calor de vida en mi hielo. Doma al espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su éxito. Salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén. 14.
Creo en
la Santa Iglesia Católica
La palabra «Iglesia» viene del griego y significa «asamblea
de convocados». Esta palabra indica que todos los hombres hemos sido llamados
por el Señor para formar una sola comunidad en su nombre. La Biblia usa
muchas imágenes para hablar de la Iglesia: a veces la presenta como Pueblo de Dios en camino hacia la
patria prometida (el cielo), otras como Familia
de Dios (en la que todos somos hijos del Padre, hermanos de Jesús y
templos del espíritu santo), Cuerpo de
Cristo (y Cristo es la cabeza), Esposa
de Jesucristo (a la que Cristo ama intensamente). La Iglesia fue preparada por Dios con las
instituciones del antiguo Israel y anunciada por los profetas en el Antiguo
Testamento. Cristo es el fundador de la Iglesia: Él anunció el evangelio y
reunió en torno a sí una comunidad de creyentes, a la que entregó su Espíritu
y los sacramentos. La Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica. La Iglesia es Una
porque solo existe un único Cristo que la ha fundado y que tiene un solo Cuerpo,
una sola Esposa. Por desgracia, a lo largo de los siglos algunos grupos de
cristianos se han separado de la comunión de la Iglesia. Jesucristo quiere la
unidad de su cuerpo y todos tenemos que rezar y trabajar para que haya «un
solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16). La Iglesia es Santa
porque es el Cuerpo de Cristo, que es Santo. Él actúa en ella con la fuerza
del espíritu Santo para la salvación de los hombres. A pesar de todo, la
Iglesia está compuesta de hombres pecadores, siempre necesitados de
conversión y del perdón de Dios. La Iglesia es Católica
(palabra griega que significa «universal») porque está presente en el mundo
entero, formada por hombres «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). También es Católica porque cuenta con todos los
medios necesarios para cumplir su misión de salvar a los hombres (el don del
Espíritu y los sacramentos). La Iglesia es Apostólica
porque está fundada sobre el testimonio de los Apóstoles (palabra griega que
significa mensajeros, enviados) y es guiada por los sucesores de los
Apóstoles, que son los obispos, en comunión con el Papa. «La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en
el Credo que es una, santa, católica y apostólica subsiste en la Iglesia
católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con
él, aunque sin duda, fuera de su estructura visible, pueden encontrarse
muchos elementos de santificación y de verdad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 870). 14.1Preguntas
para la reflexión
La Iglesia no son solo los sacerdotes. ¿Soy
consciente de que formo parte de la Iglesia? ¿La amo? ¿Sé defenderla
cuando la atacan? 15. La comunión de los Santos
La Iglesia es más grande de lo que podemos ver. De
ella formamos parte todas las personas que hemos puesto nuestra confianza en
Cristo, tanto los que estamos vivos como los que ya han muerto. Entre los
difuntos, algunos han vivido en plenitud las virtudes cristianas y ya han
alcanzado la plenitud de la vida eterna: son los Santos, que nos sirven de
modelo en la vida y que interceden por nosotros ante el Señor. Santos y
pecadores, cristianos vivos y difuntos estamos en comunión porque entre todos
formamos la única Iglesia. «Creemos en la comunión de todos los fieles
cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se
purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza
celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en
esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de
sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones» (Catecismo de la Iglesia Católica, 962). 16. El perdón de los pecados
Jesús perdonó los pecados y encargó a la Iglesia que
hiciera lo mismo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23). Mediante el
ministerio del sacerdote, en el sacramento de la penitencia (o de la
reconciliación, o de la confesión) verdaderamente se concede al pecador arrepentido
el perdón de sus pecados y la bendición de Dios. Por eso dice san Pablo: «Nosotros
hacemos de embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortase por medio
de nosotros. Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios»
(2Cor 5,20). La ley de la Iglesia pide a todos los cristianos que se
confiesen al menos una vez al año, por Pascua de resurrección, pero es conveniente
hacerlo más a menudo, para recibir la gracia de Dios y crecer en su amistad. «El Bautismo es el primero y principal sacramento
para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da
el Espíritu Santo. Por voluntad de Cristo, la Iglesia posee el poder de
perdonar los pecados de los bautizados y ella lo ejerce de forma habitual en
el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros»
(Catecismo de la Iglesia Católica,
985-986). 16.1Preguntas
para la reflexión
¿Recibo periódicamente el perdón de los pecados
participando en el sacramento de la penitencia? Dios me ofrece siempre su
perdón, ¿yo soy capaz de perdonar a los que me han
ofendido? 17.
La
resurrección de los muertos y la vida eterna
Los cristianos creemos que la muerte no es el final
de nuestra existencia. Dios nos ha dado la vida por amor y su amor es más
fuerte que la muerte, por lo que no puede acabar nunca. Jesucristo mismo nos
dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y la Iglesia ha confesado siempre que Cristo
resucitado «es primicia de los que han muerto» (1Cor 15,20). Todos los que
creemos en Él esperamos participar un día de su misma vida en el cielo,
cuando seremos revestidos de un cuerpo glorioso como el suyo. La formulación concreta del Credo de los Apóstoles
dice: «Creo en la resurrección de la carne». En la Biblia, la «carne» no es
una parte del hombre, sino el ser humano completo, con su identidad personal.
De hecho, confesamos que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn
1,14). Que se hizo «carne» significa que se hizo hombre como nosotros,
sometido a nuestras limitaciones. Cuando confesamos nuestra fe en la
resurrección de la «carne» estamos afirmando que cada persona conservará su
identidad personal después de la muerte, que su historia personal no se
perderá, sino que Dios la asumirá, corrigiendo los errores y las faltas y
llevando a plenitud las cosas buenas. Por eso podemos rezar a la Virgen María
o a san José, porque conservan su identidad para siempre. Por eso podremos
volver a encontrar a los seres queridos en la vida eterna. Habrán sido
glorificados y llevados a plenitud, pero conservarán su identidad personal. «Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del
mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y
que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán
para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 989). 17.1 Preguntas para
la reflexión
La muerte es la puerta hacia la vida eterna. En la esperanza
de la vida eterna está la alegría del cristiano, que no tiene miedo de la
muerte. ¿Has vivido de cerca la muerte de algún familiar o persona querida? ¿Oras por el eterno
descanso de los difuntos? 18. Amén
Con la última palabra del Credo, afirmamos como
verdadero todo lo que acabamos de confesar, y lo reconocemos como válido y
seguro para nuestra vida. De hecho, «Amén» significa al mismo tiempo «Así es»
y «Así sea». Es decir, creo que lo que he dicho es verdad (Así es) y suplico
al Padre que lo realice en mi vida por su bondad (Así sea). «El "Amén" final del Credo recoge y
confirma su primera palabra: "Creo". Creer es decir
"Amén" a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios,
es fiarse totalmente de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta
fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el "Amén" al
"Creo" de la Profesión de fe de nuestro Bautismo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1064). P. Eduardo Sanz de
Miguel, o. c. d. |