Domingos 3, 4 y 5 de
Cuaresma (ciclo a)
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
La liturgia del primer domingo de Cuaresma habla del retiro
de Jesús en el desierto y las tentaciones. La del segundo domingo habla de la
transfiguración. Esos temas se repiten cada año, aunque cambien las lecturas de
la misa. De alguna manera la escena de las tentaciones nos recuerda que nuestra
realidad humana está sometida a dificultades, contradicciones y sufrimientos,
mientras que la escena de la transfiguración nos recuerda que la última palabra
en nuestras vidas no la pueden tener esas limitaciones porque estamos
destinados a transfigurarnos con Cristo, a revestirnos de luz, a llenarnos de
la vida de Dios.
Las tentaciones nos hablan de nuestra realidad histórica,
de nuestra experiencia cotidiana, y la transfiguración nos indica la meta de
nuestro caminar. Si perseveramos con Cristo y superamos con Él las tentaciones,
también nosotros seremos glorificados y viviremos la vida de Dios para siempre.
Los otros domingos de Cuaresma siguen cada año un camino
distinto. En el presente ciclo (el "a"), la liturgia nos propone los
evangelios que la Iglesia de los primeros siglos usaba en estas fechas para
acompañar a los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo en la
noche de Pascua: la samaritana, el ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro,
todos tomados del evangelio según san Juan. De hecho, cuando hay catecúmenos se
deben leer siempre, independientemente del ciclo que toque ese año. Incluso se
proponen en el leccionario ferial como optativos para el día que se consideren
más útiles.
El relato (Jn 4,5-42)
Jesús, cansado del camino, se sentó junto al manantial de
Jacob. Pero el pozo es hondo y Él no tiene cubo con que sacar el agua. Se
acerca una mujer. Podría significar una solución, pero los judíos no se hablan
con los samaritanos. ¿Cómo iba un varón judío a pedir un favor a una mujer
samaritana? Jesús lo hace, provocando su extrañeza. Se establece un diálogo y
Él excava en el corazón de esta mujer que, lentamente, le revela lo que lleva
dentro, reconociendo su pecado y su insatisfacción. Confiesa que ya ha
convivido con seis hombres, pero sigue sedienta de algo que apague el deseo de
felicidad que le quema dentro. Finalmente, pide con humildad a Jesús: «Dame de
tu agua».
La liturgia interpreta que Jesús no tiene sed de agua
material, sino del alma de esta mujer, de su salvación: «Cristo, al pedir agua
a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso
estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del
amor divino». Por eso, dice san Agustín: «Aquel que pedía de beber, tenía sed
de la fe de aquella mujer».
En cierto momento, la mujer se convierte en apóstol y dice
a sus paisanos: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho;
¿será el Mesías?». Rogaron a Jesús que se quedara con ellos y Él aceptó. A los
dos días, dijeron a la mujer: «Al principio creímos por lo que tú nos dijiste,
pero ahora creemos por lo que hemos visto y oído». En este relato se produce un
descubrimiento progresivo de la identidad de Jesús. Se comienza viendo en Él un
hombre sediento. Cuando se le escucha, se descubre un maestro. Su doctrina es
tan profunda que no puede venir de la tierra, tiene que ser un enviado de Dios.
Él mismo confiesa a la mujer que es el Mesías. Se termina afirmando que es el
salvador del mundo.
El pozo y la sed
Toda la historia de Israel va unida a la excavación de
pozos de los que extraer el agua para los hombres y sus ganados. Lo hicieron
Abrahán (Gen 21,30), Isaac (Gen 24,62) y Jacob (Jn 4,6). Moisés encontró una
esposa junto al pozo de Madián (Ex 2,15) e hizo brotar agua en el desierto (Ex
17,6). Mientras que el que bebe del agua de esos pozos vuelve a tener sed,
Jesús ofrece otra de naturaleza distinta, que salta hasta la vida eterna. Ya
los salmos hablaban de una sed que no es fisiológica, sino mucho más profunda:
«Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42 [41],3);
«Oh Dios, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti» (Sal 63
[62],2).
San Juan explica que la referencia de Jesús al agua viva
que brotará del corazón de los creyentes se refería al don del Espíritu Santo
(cf. Jn 7,37-38). Con anterioridad, Jesús había dicho a Nicodemo que «hay que
nacer del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). Estos textos ayudan a relacionar el
agua prometida a la samaritana, la sed de Cristo en la cruz y los dones del
bautismo y del Espíritu Santo, prefigurados en el agua que brotará del corazón
de Cristo (cf. Jn 19,34).
La mujer samaritana
Es una imagen muy lograda de aquellos que buscan la
felicidad donde no se encuentra. La samaritana representa la insatisfacción
existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había intentado
satisfacerla con seis hombres distintos, pero seguía sedienta. Como ella, en su
búsqueda de la felicidad, muchos ponen el corazón en diferentes proyectos.
Dejan uno y toman otro, con el deseo de que el próximo sea algo mejor que el
anterior. Pero siguen sedientos y cada vez esperan menos de la vida, ya que sus
sueños se van desvaneciendo uno tras otro. Se conforman con un poco de agua que
calme momentáneamente sus deseos.
Pero, en cierto momento, Jesús se hace presente a su lado y
los hace descubrir su vacío interior. Algunos se sienten incómodos y lo
rechazan. Otros asumen la verdad y lo acogen, como hizo la samaritana. Quienes
reconocen su debilidad y aceptan su sed se abren a la obra de Cristo,
suplicándole: «Señor, dame de tu agua». Entonces, Él hace brotar de sus
corazones «un manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna». El pecado
no tiene la última palabra. Si Cristo es acogido, da el perdón y la paz, revela
sus misterios, renueva por dentro. Sucedió con la samaritana. Sucede cada vez
que un hombre se abre a su gracia.
La Iglesia se reconoce en la samaritana. Confiesa con
humildad los pecados de sus hijos, y pide perdón por ellos. Estaba sedienta de
felicidad y la ha buscado en aljibes agrietados (cf. Jer 2,13). Pero, después
de escuchar la predicación del Señor, resurge en ella el deseo de conversión,
por lo que retoma las prácticas cuaresmales con renovado empeño y suplica con
humildad: Señor, danos de tu agua, la que brota de tu costado, porque solo en
ti está la fuente de la vida.
Catequesis bautismal
Este domingo, los adultos que se preparan para recibir el
bautismo celebran el primer escrutinio. Después de la homilía se ora por ellos
y tiene lugar el exorcismo, con dos preciosas oraciones que hacen referencia a
la samaritana, al humilde reconocimiento de las culpas y al agua viva:
«Concédenos que estos catecúmenos que desean sacar agua viva, como la
samaritana, convertidos como ella con la palabra del Señor, se confiesen
cargados de pecados y debilidades». Después de la imposición de manos, continúa
el sacerdote: «Señor Jesús, tú eres la fuente a la que acuden estos sedientos y
el maestro al que buscan […] Líbrales, pues, bondadosamente de sus flaquezas,
cura su enfermedad, apaga su sed y otórgales la paz». Después de despedirlos,
continúa la misa con la liturgia eucarística.
Esa semana se hace la entrega del Símbolo. El celebrante
debe explicarlo en la homilía y los candidatos deberán proclamarlo públicamente
(si es posible, el Sábado Santo por la mañana) y
observarlo durante toda su vida. Al entregarlo, el celebrante dice: «Escuchad
las palabras de la fe, por la cual recibiréis la justificación. Las palabras
son pocas, pero contienen grandes misterios. Recibidlas y guardadlas con
sencillez de corazón». Como conclusión, se ora sobre los elegidos, para que se
hagan dignos de la gracia bautismal que se preparan a recibir.
La liturgia del domingo anterior, al hablar de la
samaritana, recordaba que todos estamos sedientos de felicidad, aunque a veces
la buscamos en lugares equivocados. Hoy da un paso más y dice que estamos
ciegos, incapaces de encontrarla si Cristo no nos ilumina. El ciego es imagen
del hombre que desea ver, pero alcanzarlo no está en sus manos.
El relato (Jn
9,1-41)
Los discípulos preguntan a Jesús si la enfermedad del ciego
estaba causada por algún pecado personal o por los pecados de sus padres. Sus
contemporáneos pensaban que Dios premiaba a los buenos con salud y riqueza y
castigaba a los malos con pobreza y enfermedades, por lo que dan por descontado
que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Pero Jesús
rechaza ese prejuicio.
Jesús al curar al ciego da una enseñanza importante: «Yo
soy la luz del mundo». San Juan la profundiza cuando afirma: «En la Palabra
había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no la recibió» (Jn 1,1ss). El mismo evangelista explica el motivo
del rechazo: «Prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz,
para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se
acerca a la luz» (Jn 3,19-21). Por eso, la curación de la ceguera es el signo
de que Cristo quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea
cada vez más profunda.
Como sucedió con la samaritana, en el ciego se produce un
progresivo descubrimiento de la identidad de Jesús: lo llama sucesivamente «ese
hombre», «un profeta», «un enviado de Dios», para terminar postrándose ante Él,
aunque esto le conlleve persecuciones y ser expulsado de la sinagoga. En los
fariseos, por el contrario, se da un endurecimiento también creciente, por lo
que Jesús los llama ciegos, ya que se niegan a comprender; es decir, no quieren
ver. Nos encontramos con un fuerte contraste: por un lado, el ciego se abre
progresivamente a la luz del sol y a la luz de la fe; por otro, los que pueden
ver se cierran a la luz de Cristo y entran en una oscuridad cada vez mayor.
Esto indica que hay que hacer opciones ante Jesús: «El que no está conmigo,
está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). Este es el
juicio del mundo, en el que cada uno se salva o condena por su actitud ante
Cristo. Él es la luz. El que no lo acepta permanece en la oscuridad. Dios no puede
mostrarnos un amor mayor que dándonos a Cristo. Quien lo rechaza, porque
detesta la luz, se condena a sí mismo.
El barro y la
piscina
Mezclando tierra y saliva, Jesús hace barro. Este gesto
recuerda la creación del hombre (cf. Gen 2,7). Como Adán fue formado con barro
de la tierra y sobre él Dios sopló su Espíritu, para convertirlo en ser vivo,
Jesús aplicó el barro a los ojos del ciego, para darle la vida de la fe. A
continuación, le dijo: «Ve a la piscina de Siloé – que significa «enviado» – y lávate».
El nombre de la piscina es importante. Por eso el evangelista lo traduce del
hebreo, para que todos sus lectores lo puedan entender: «Siloé, que significa
el Enviado». Se trata de algo más que de una simple aclaración filológica, ya
que el “Enviado” es Jesús. El mismo que, una vez resucitado, enviará a sus
apóstoles para que continúen su obra: «Como el Padre me ha enviado, así también
os envío yo» (Jn 20,21). Por eso, la Iglesia lava a los catecúmenos en el agua
del Enviado, que es Jesús, para que sus ojos se abran a la vida de la fe y
puedan nacer de nuevo.
Catequesis bautismal
Como el sirio Naamán fue sanado de la lepra al lavarse en
el Jordán (cf. 2Re 5), el ciego es liberado de la oscuridad al lavarse en la
piscina. El agua que cura la lepra y la ceguera es anuncio de la que brotará
del costado de Cristo, llenará la piscina del bautismo y traerá la salvación a
los creyentes. Por eso los primeros cristianos llamaban al bautismo photismós, que en griego significa «iluminación». A ello
hacen referencia los textos de la liturgia del día: «[Cristo]
se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al
esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer
por el bautismo, transformándolos en hijos». Por eso, san Pablo pide a los que
han sido iluminados que lo demuestren: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora
sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz […] sin tomar parte en las
obras estériles de las tinieblas» (Ef 5,8). Para conseguirlo, pedimos a Dios:
«ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia». Solo entonces podremos
ver «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar
que Dios podía tener preparado para los que lo aman» (1Cor 2,9).
Este día iba unido al segundo escrutinio de los
catecúmenos, con una unción sobre los ojos, los oídos y la boca, para que se
abrieran los sentidos del hombre interior, y se entregaban los evangelios a los
«iluminandos», como lámpara para el camino de la vida.
El ritual actual no propone esta traditio, porque
sugiere que se haga el día en que los catecúmenos comienzan su proceso
catequético. Pero sí ha recuperado el escrutinio, con los ritos relacionados.
Después de la homilía, se ora por los candidatos con dos plegarias que hacen
referencia al evangelio del día. La primera dice: «Padre, que concediste al
ciego de nacimiento que creyera en tu Hijo; y que por esta fe alcanzara la luz
de tu reino: haz que tus elegidos, aquí presentes, se vean libres de los engaños
que les ciegan y concédeles que, firmemente arraigados en la verdad, se
transformen en hijos de la luz». Después de la imposición de manos, continúa el
sacerdote: «Señor Jesús, […] a los que has elegido para recibir tus sacramentos
llénalos de buena voluntad, a fin de que disfrutando con el gozo de tu luz,
como el ciego que recobró de tu mano la claridad, lleguen a ser testigos firmes
y valientes de la fe». La misa continúa como la semana anterior.
Nota histórica
Este domingo es llamado
de Laetare, por la antífona de entrada de la
misa: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella…». Como el domingo de Gaudete (tercero de Adviento), los templos se adornan con
flores, se entonan cantos festivos acompañados de instrumentos, y los
ornamentos sacerdotales son de color rosado. En Roma, la misa estacional se
celebraba en la basílica de la «santa Cruz de Jerusalén», donde se ofrecían
flores a la reliquia de la Cruz. Al menos desde el s. XI, la ofrenda consistió
en una rosa de oro, ungida con crisma y perfumes. Se conservan varias
descripciones del rito, así como homilías papales. El domingo de Gaudete el papa la regalaba a quien se había distinguido en
la defensa de la Iglesia.
A los candidatos al bautismo, la liturgia ha presentado a
Jesús como aquel que puede saciar su sed (domingo de la samaritana) e iluminar
su ceguera (domingo del ciego de nacimiento). Hoy les anuncia que puede darles
vida en plenitud. De hecho, los Santos Padres llamaban al bautismo palingénesis (palabra griega que significa «regeneración»),
haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, que invita a nacer de nuevo (cf.
Jn 3,3). San Pablo dice que renacemos en el bautismo, que es participación en
la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rom 6,3ss. epístola de la Vigilia
Pascual). Por eso, el catecúmeno tenía que despojarse de todo lo viejo y entrar
desnudo en el agua, como si descendiera al sepulcro. Allí recibía el bautismo
y, al salir, era revestido con una túnica nueva, para indicar la nueva vida que
había recibido. Muertos al pecado y resucitados con Cristo, los cristianos
están llamados a vivir en novedad de vida (cf. Rom 6,4).
El relato (Jn
11,1-45)
Cuatro días después de la muerte de Lázaro, Jesús se dirige
a Betania. Al llegar, Marta confesó que el cadáver «ya olía» a putrefacción. Se
estableció un diálogo que terminó con la afirmación del maestro: «Yo soy la
resurrección y la vida». Más tarde, Jesús dijo con autoridad al difunto: «¡Sal fuera!». El amigo lo hizo, envuelto en las vendas y el
sudario. Ante este signo, el último antes del definitivo – que será su propia
resurrección – «muchos creyeron en Él». Se produce el mismo proceso que en el
relato del ciego de nacimiento: los que acogen con fe las palabras de Jesús
pueden interpretar correctamente el signo; los que las desprecian se endurecen
en su rechazo. De hecho, sus enemigos, «desde ese día, decidieron darle muerte»
(Jn 11,53). Él lo sabe, pero no huye porque, finalmente, «ha llegado la hora de
que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). La hora de su glorificación
coincide con la de su muerte y sepultura. Solo así se realizará el plan divino
de la salvación, al que Él se somete. Al resucitar a Lázaro antes de su pasión,
Jesús enseña que tiene poder sobre la muerte. También anuncia que no le quitan
la vida, sino que Él mismo la entrega voluntariamente.
Lázaro, imagen del
hombre que muere
En Lázaro se manifiesta el destino último con el que cada
hombre tiene que enfrentarse: la propia muerte y la de los seres queridos. En
Marta lloran todos los que han sufrido una separación dolorosa, cuando las
palabras no sirven para expresar los sentimientos. Quizás se podría haber hecho
algo por salvarlos, pero ya no se puede. Solo queda llorar. La salvación de
Jesús, para ser completa, tiene que ofrecer respuesta al enigma último de la
existencia humana. Jesús anuncia la resurrección. La de Lázaro es solo una
promesa. San Juan pone cuidado en indicar que salió del sepulcro «con las manos
y los pies atados por las vendas y la cara envuelta en un sudario». Lázaro ha
recuperado la vida que tenía antes de morir, pero conserva la condición mortal.
Tendrá que volver a pasar por la muerte. Las vendas y el sudario lo recuerdan.
El mismo evangelista hará referencia a que las vendas y el sudario de Jesús quedaron
abandonadas (Jn 20,7), ya que su resurrección sí es definitiva. No recupera la
vida de antes, sino que le introduce en la vida plena, en la que «ya no habrá
muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 31,4).
Pero nuestra esperanza en la vida eterna no es solo para después de la muerte. Jesús quiere hacernos
partícipes ya, en esta vida mortal, de la vida eterna. De manera parcial, según
nuestras capacidades, pero real. No tenemos que esperar a morir para empezar a
gozar del perdón de Dios y de la intimidad con Él. Los que creen no morirán
para siempre, ya que – de alguna manera – ya han entrado en la vida. Como decía
la beata Isabel de la Trinidad: «He encontrado mi cielo en la tierra, porque el
cielo es Dios y Dios está en mi alma».
El llanto de Cristo
y el llanto de la Iglesia
Jesús no solo llora por su amigo Lázaro. Los Santos Padres
interpretaron que llora por Adán, al ver los resultados del pecado. En la
mañana de la creación, Dios le advirtió: «Si te apartas de mí, morirás» (cf.
Gen 2,17). Ahora que su advertencia se ha cumplido, la humanidad huele a
putrefacta y yace en el sepulcro, aplastada por una pesada losa que no puede
mover, incapacitada para entablar relaciones con el Dios de la vida. Lázaro no
es solo el hombre sediento e incapacitado para saciar su sed (como la
samaritana) ni el que no puede ver a Dios en su vida (como el ciego de
nacimiento). No es solo el leproso que Jesús encontró por los caminos. Es el
desposeído de todo, de la vida mortal y de la eterna. Es la descendencia de
Adán, atrapada en el reino de la corrupción y sin esperanzas humanas de
salvación. Ante las consecuencias del pecado, Jesús llora conmovido.
La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, también llora por
los hombres que yacen en el sepulcro. Muchos no llevan muertos cuatro días,
sino meses y años. Y lo peor es que no son conscientes. Como hizo Jesús, grita
a los humanos para que abandonen sus pecados, para que salgan de sus sepulcros.
A quienes la escuchan, aunque estén atados por las vendas de sus faltas, los
desata para que puedan andar, ofreciéndoles el perdón. Entonces desaparece el
hedor de la muerte (2Cor 2,16) y pueden expandir por el mundo el buen olor de
Cristo (2Cor 2,15).
Catequesis bautismal
Los que se preparan para el bautismo celebran el tercer
escrutinio. Después de la homilía y de las súplicas por los elegidos, el
celebrante ora con textos inspirados en el evangelio del día, llamando a Dios:
«Padre de la vida eterna, que no eres Dios de muertos, sino de vivos, y que
enviaste a tu Hijo como mensajero de la vida para arrancar a los hombres del
reino de la muerte y conducirlos a la resurrección». Después de la imposición
de manos, continúa: «Señor Jesús, que, resucitando a Lázaro de la muerte,
significaste que venías para que los hombres tuvieran vida abundante, libra de
la muerte a éstos que anhelan la vida de tus sacramentos». Como las semanas
anteriores, una vez que los catecúmenos abandonan el templo, los demás
continúan con el ofertorio de la misa.
Esta semana tiene lugar la «entrega» de la Oración del
Señor. Después de la homilía, en la que el celebrante explica el significado
del Padre Nuestro, se ora sobre los elegidos «para que Dios les ilumine
interiormente, les abra con amor las puertas de la Iglesia, y así encuentren en
el bautismo el perdón de sus pecados y la incorporación plena a Cristo».
Después de estas cinco catequesis bautismales: las
tentaciones (que son nuestro estado actual), la transfiguración (que es nuestro
destino), la Samaritana (que nos recuerda que Cristo es el agua que puede
saciar nuestra sed más profunda), el ciego de nacimiento (que nos habla de
Jesús, luz del mundo) y de Lázaro (que nos invita a poner los ojos en la
resurrección futura), podemos entrar en la Semana Santa y recordar que por el
bautismo hemos muerto al pecado y resucitado a la gracia. El Señor Jesús nos
conceda unirnos cada día más a Él, abrazarnos a su cruz y participar un día de
su gloriosa resurrección. Amén.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Centro Interprovinciale OCD
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