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Domingos XXI y XXII del Tiempo Ordinario,
ciclo a P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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¿Quién dice la gente que soy
yo?. En el centro de los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas)
encontramos esta pregunta, que divide la historia de Jesucristo en dos
partes. En el evangelio de Marcos, que consta de 16 capítulos, marca la mitad
material del relato. Antes se narran los tres años de actividad pública de
Jesús en Galilea: predicación, milagros, victoria sobre el demonio, elección
de los discípulos. En esa primera parte son muchos los que lo siguen
entusiasmados. En cierto momento tiene lugar el diálogo sobre la identidad de
Jesús y el primer anuncio de la pasión. Después, se recoge el viaje
definitivo de Jesús a Jerusalén, el de su muerte y resurrección. Cada vez son
más los que lo abandonan y menos los que lo siguen, porque no responde a sus
expectativas. San Juan es testigo de la crisis que se desató entre sus
seguidores después de la multiplicación de los panes y del discurso del pan
de la vida: «Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de
hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?” […] Desde entonces muchos
discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él» (Jn 6,61ss). El diálogo de Jesús con sus discípulos y la pregunta sobre su
identidad tienen lugar en Cesarea de Filipo, la
actual Banias, junto a las fuentes del Jordán, a
los pies del monte Hermón, en los altos del Golán,
en uno de los paisajes más bellos de toda la Tierra Santa. Allí había, desde
antiguo, un famoso templo en honor del dios Pan y de las ninfas. Herodes el
Grande construyó una ciudad totalmente helenizada, con foro, estadio, teatro
y otros lugares de diversión y con un santuario imponente en honor del
emperador, del que se conservan algunas ruinas. Su hijo Herodes Filipo la
transformó en la capital de su reino, dándole el nombre en honor a César
Augusto y a sí mismo. En esta ciudad, los discípulos pudieron comprobar lo
que les ofrecía la sociedad pagana de su época: hermosos templos, abundantes
bienes de consumo y numerosos entretenimientos. Precisamente allí, Jesús
manifiesta que su destino es el sufrimiento y que sus discípulos también
tienen que abrazarse a la cruz y caminar tras Él. Muchos ya se habían echado
atrás. Ahora, los más cercanos tienen que hacer una opción clara entre el
seguimiento de Jesús y el seguimiento del mundo. En primer lugar, Jesús pregunta a los discípulos qué dice la gente de
Él (Mc 8,27-30; Mt 16,13-20; Lc 9,18-21). En el evangelio, las opiniones
están divididas: unos piensan que es un santo y otros que está endemoniado,
unos que es un profeta de Dios y otros que es un embaucador. Los discípulos
solo se atreven a exponer las positivas, que identifican a Jesús con un
profeta. Pero a Jesús no le sirve lo que dice la gente. Pregunta directamente
a sus discípulos (y a cada uno de nosotros): ¿Quién soy yo para ti?, ¿qué
lugar ocupo en tu vida? En los tres evangelios, Pedro contesta en nombre de
los doce: «Tú eres el mesías» (Mc 8,29), «Tú eres el mesías
de Dios» (Lc 9,20), «Tú eres el mesías, el Hijo de
Dios vivo» (Mt 16,16). San Juan también recoge una confesión similar de
Pedro, aunque en otro contexto: «Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). Vemos
que hay una progresiva profundización en la identidad de Jesús por parte de
los primeros cristianos, la cual queda reflejada en estos textos. Las respuestas actuales. También hoy existen distintas opiniones
sobre quién es Jesús. Muchos lo consideran un fundador religioso entre otros,
un gran personaje de la antigüedad. Incluso algunos libros escritos por
exegetas y teólogos lo presentan como un personaje del pasado, del que se
pueden estudiar sus huellas y su mensaje, pero con el que no se puede entrar
en contacto. Éste es el gran peligro del método histórico crítico. Es una
herramienta de trabajo importante, porque Jesús es un personaje de la
historia y los evangelistas han escrito sus libros con las imágenes y las
maneras de narrar propias de su época, por lo que hay que usarlo en el
estudio de la Biblia. Porque la Biblia es una obra humana, escrita por
hombres, con los medios propios de su época y de su ambiente, hay que
tratarla como un texto literario, estudiando el contexto histórico, las
peculiaridades lingüísticas, el proceso de redacción de los textos, los
géneros literarios. Pero también debemos recordar que los estudios «científicos» sobre la
Biblia son insuficientes, pues solo abarcan la dimensión humana de la
Escritura. Para poder captar su sentido profundo, siempre se debe tener
presente que esos textos fueron escritos desde la fe, para transmitir la fe,
y que solo alcanzan su verdadero sentido si son leídos con fe. Más aún: esos
libros escritos por hombres son, al mismo tiempo, textos inspirados, Palabra
de Dios dirigida a los hombres, por lo que deben ser leídos teniendo en
cuenta esta peculiaridad, que los hace distintos de cualquier otro libro. Si
se olvida esto, se pueden escribir muchas páginas sobre su origen y
evolución, pero no sobre su verdadero significado. Recordemos que «la Palabra
de Dios es viva y eficaz» (Heb 4,12), por lo que tenemos que dejarnos
interpelar por ella, pues solo el que escucha la Palabra y la pone en
práctica entrará en el reino de los cielos (cf. Mt 7,24ss). Por último, no se debe olvidar que Jesús sigue vivo y no puede ser
encerrado en el pasado. Es verdad que sus discípulos no comprendieron su
misterio hasta que recibieron el Espíritu Santo. Esto se ve claramente al
estudiar los textos bíblicos. Pero nosotros no podemos quedarnos con una
comprensión imperfecta, parcial. Hemos de acoger el resultado final del
proceso de profundización que llevó a los primeros cristianos a descubrir que
Jesús es más que un rabino, más que un profeta, más que el mesías político que esperaban sus contemporáneos. Es el
Hijo del Dios vivo «que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó
del cielo» (como confesamos en el credo), que fue «entregado a la muerte por
nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25) y que
sigue presente entre nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt
28,20). No basta con saber las cosas que hizo. Necesitamos comprender el
significado de sus actos, que nos revelan algo de su misterio. Solo eso nos
permite entrar en contacto con Él, que sigue preguntando: ¿Quién soy yo para
ti?, ¿qué lugar ocupo en tu vida? El mesianismo de Jesús. Después de que Pedro afirmó que Jesús es
el mesías, Él explicó qué tipo de mesianismo es el
suyo. Sus contemporáneos esperaban un mesías
poderoso, como David, que debería restablecer el reinado de Israel y acabar
con la dominación romana. Pero Jesús se presenta como un mesías
humilde, que viene a servir, que debe padecer y morir por los pecadores. Es
el primer anuncio de la pasión, al que seguirán otros dos (Mc 9,30-32;
10,32-34). Esto provocará una crisis entre los discípulos, ya que iba contra
sus ideas. Pedro rechaza que el mesías pueda
sufrir, y se lo hace saber. Como la mayoría, esperaba un mesías
triunfante, por lo que intenta convencer a Jesús de que se aparte de la vía
del sufrimiento. Es la misma tentación que le había presentado el diablo
después del bautismo. Por eso, Jesús le llama Satanás y le dice que esa
manera de pensar corresponde a los hombres y no a Dios. Los otros discípulos no entendieron sus palabras, porque eran de la
misma opinión que Pedro, pero tampoco tenían intención de profundizar en el
tema: «no entendían este lenguaje y les daba miedo preguntarle» (Mc 9,32).
Ellos también esperaban un mesías político, por eso
discuten en varias ocasiones sobre quién será el más importante en el reino;
es decir: quién conseguirá mayores beneficios cuando se establezca. Por eso
la madre de los Zebedeos quiere puestos de honor
para sus hijos y pide a Jesús: «Que se siente uno a tu derecha y otro a tu
izquierda en tu reino» (Mc 10,21). Hoy lo podríamos traducir por: «Que uno
sea ministro de economía y otro, ministro del interior». El domingo de Ramos,
la gente aclama: «Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David» (Mc
11,10). Incluso el día de la ascensión preguntan a Jesús: «¿Es
ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?» (Hch
1,7). En nuestros días, algunos autores presentan a Jesús como un mesías político, movilizador de los pobres contra los
ricos o comprometido en la lucha contra las autoridades judías y contra los
romanos. Pero la interpretación de los evangelios es muy distinta. Jesús
establece un reino «que no es de este mundo» y que solo se puede entender a
partir de su predicación. La identidad de Jesús. Los discípulos solo comprendieron
plenamente el misterio de Cristo cuando recibieron el Espíritu Santo.
Entonces releyeron toda su historia a la luz de la Sagrada Escritura y
comprendieron que murió «según las Escrituras» y que resucitó «según las
Escrituras» (cf. 1Cor 15,3-4), es decir: cumpliendo un proyecto eterno de
Dios, que se ha ido realizando en la historia y que recogen las Escrituras.
Como toda la Biblia refleja el actuar de Dios a través del tiempo, toda ella
conserva una profunda unidad interna. Cada intervención de Dios es un eslabón
en la cadena de la historia de la salvación. Cada obra de Dios prepara las
siguientes y explica las anteriores. Por eso, el misterio de Cristo se
explica a la luz del Antiguo Testamento, que es su preparación y su anuncio.
Al mismo tiempo, solo el misterio de Cristo explica e ilumina completamente
el Antiguo Testamento. Desde la meta se comprende el sentido del camino. El
método histórico crítico ayuda a conocer el ambiente histórico, la comprensión
de Jesús que tenían sus contemporáneos, el proceso de redacción y transmisión
de los textos… Repito que esto es importante, porque Jesús es un personaje
histórico y la salvación de Dios se ha hecho presente en nuestra historia.
Pero vuelvo a decir que es insuficiente, porque hoy no podemos quedarnos con
la comprensión de Jesús que tenían sus contemporáneos. Su muerte y
resurrección y el don del Espíritu nos permiten comprender su existencia
mejor de lo que la podían entender sus mismos contemporáneos. La verdadera clave de interpretación de la persona de Jesús y de su
misterio no está en las cosas que hizo, sino en su oración. Desde su relación
con el Padre, Él mismo se entendió a sí mismo como Hijo. En su oración
comprendió también su misión y su muerte. Y solo desde allí podemos
entenderlo nosotros. Jesús oraba para conocer la voluntad del Padre y para
someterse a ella, convencido de que el Padre quiere lo mejor para Él (por lo
que vive en la confianza) y de que el Padre sabe qué es lo mejor para Él (por
lo que vive en la obediencia). Por último, Jesús no es un personaje del pasado, como Platón o como
Herodes. Él está vivo y sigue ofreciendo la salvación a los que lo acogen con
fe. No se puede hablar de su historia sin tener presente esta realidad. Por eso san Marcos empieza así su evangelio: «Aquí comienza la buena
noticia, que es Jesús, que es el mesías, que es el
Hijo de Dios» (Mc 1,1). A lo largo del relato, la gente se pregunta
continuamente por la identidad de Jesús: «¿Quién es
este que habla con autoridad..., que camina sobre las aguas..., al que
obedecen los espíritus inmundos..., que perdona los pecados..., que resucita
a los muertos...?». Piensan conocerle y se extrañan por las cosas que hace y
dice. La primera mitad de este evangelio va encaminada a una primera
respuesta, ofrecida por la confesión de Pedro, cuando reconoce que Jesús es
el mesías (Mc 8,29). La segunda mitad va encaminada
a la respuesta definitiva, que se manifiesta en la confesión de fe del
centurión quien, viéndolo morir, exclama: «Verdaderamente, este hombre era
Hijo de Dios» (Mc 15,39). Así, en la vida y en la muerte de Jesús, se puede
descubrir que Él es el mesías, el Hijo de Dios, y
que esto es una buena noticia, tal como anuncia san Marcos en el primer
versículo de su evangelio. Los otros evangelistas tienen el mismo convencimiento que Marcos. Por
eso, san Juan dice al final de su obra: «Jesús realizó en presencia de los
discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Estos han
sido escritos para que creáis que Jesús es el mesías,
el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn
20,30-31). Es decir, que Juan no intenta contar todo lo que hizo y dijo
Jesús. Solo selecciona algunas palabras y obras que le parecen importantes
para transmitir su fe al lector, para hacerle comprender que Jesús es el mesías y el Hijo de Dios; de esta manera podrá alcanzar
la vida eterna (esto sí que es una buena noticia). Él es consciente de que no
inventa nada. Transmite un «testimonio» veraz, como él mismo afirma en otro
lugar: «El que lo vio da testimonio. Y su testimonio es verdadero y él sabe
que dice la verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19,35). Así lo
afirman también sus discípulos: «Este es el discípulo que da testimonio de
estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es
verdadero» (Jn 21,24). En su primera carta vuelve a insistir sobre este
argumento: «Lo que hemos oído con nuestra orejas, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
palabra de vida […], lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en
comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que
nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,1-4). El proceso de redacción de
los evangelios. Por su
parte, san Lucas dice: «Ya que muchos se han propuesto componer un relato de
los acontecimientos que se han cumplido entre nosotros, según nos los
transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros
de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado
cuidadosamente todo lo sucedido desde el principio, escribir una exposición
ordenada, para que llegues a comprender la autenticidad de las enseñanzas que
has recibido» (Lc 1,1-2). En este texto se habla de cuatro etapas en el
proceso de formación del evangelio: 1- A la base de todo está lo que ocurrió hace 2000 años ante unos
testigos. El cristianismo no es un mito, sino una historia. 2- Sigue el ministerio de la palabra (la predicación) que estos
testigos desarrollaron posteriormente. 3- Algunos escribieron relatos de los acontecimientos, recopilaciones
de dichos de Jesús, milagros, parábolas... 4- Finalmente, el evangelista escribe una obra más completa y
orgánica de lo que aconteció. Como fuentes usa el testimonio de los testigos,
la predicación de los apóstoles y las primeras recopilaciones de información
sobre Jesús. Por lo tanto, el evangelio es, en primer lugar, una predicación, un
testimonio de vida dado por los apóstoles. Solo en un segundo momento se
convierte en un libro, que recoge dicha predicación para que pueda llegar a
más gente. P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds |