EL BAUTISMO DEL SEÑOR
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Introducción. El
bautismo es el contenido principal de la Epifanía bizantina. En la liturgia
romana, que ese día recuerda la adoración de los Magos, el bautismo se celebra
el domingo siguiente. Cada ciclo tiene lecturas propias. Los evangelios repiten
la narración del bautismo con las peculiaridades propias de cada autor. Las
oraciones del día indican que estamos ante un acontecimiento revelador; es
decir, que seguimos celebrando la Epifanía: «Dios todopoderoso y eterno, que en
el bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar solemnemente que Él era tu
Hijo amado…» (oración colecta). El prefacio del día presenta un feliz resumen
del significado de esta fiesta: «Hiciste descender tu voz desde el cielo para
que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del
Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús para que
los hombres reconociesen en Él al Mesías, enviado a anunciar la salvación a los
pobres».
En Navidad, la Iglesia celebra que
Dios se ha hecho Niño. A algunos les sorprende que el último día ponga la
mirada en Jesús adulto. En realidad, el bautismo de Cristo supone el paso de su
vida escondida a su vida pública y manifiesta la identidad y la misión del Niño
de Belén. Si lo pensamos bien, solo a la luz de la cruz y resurrección de
Cristo se puede comprender el verdadero sentido del bautismo, que indica las
consecuencias últimas de la encarnación: el Hijo de Dios ha cargado sobre sus
espaldas con nuestros pecados y nos ha abierto el camino de la vida eterna. Al
meterse en la fila de los pecadores en el Jordán, ya cargó con nuestras culpas
hasta las últimas consecuencias.
El lugar del bautismo. Juan bautizaba en «Betania, al otro
lado del Jordán» (Jn 1,28), en la actual Jordania (No es la Betania de Judea,
donde estaba la casa de Lázaro). Un lugar profundamente simbólico. Por allí
cruzaron los patriarcas en cada uno de sus viajes entre Mesopotamia y Canaán.
Antes de regresar por allí a Canaán, Jacob luchó con el ángel, que le cambió su
nombre por Israel. Se encuentra a los pies del Monte Nebo, desde el que Moisés
divisó la Tierra Prometida antes de morir. Por allí penetraron los judíos,
guiados por Josué, en la tierra de promisión. Y desde allí el profeta Elías fue
arrebatado al cielo al terminar su misión. Así, el bautismo de Juan relaciona
la manifestación del Mesías con los patriarcas, el Éxodo y los profetas.
Además, no podemos olvidar que se
encuentra junto a la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, en el lugar más
bajo de la tierra, a casi 400 metros bajo el nivel del mar. Hasta allí
desciende Jesús, a lo más hondo.
Reflexión teológica. Juan predicaba la conversión, invitando a
la penitencia, y la gente se hacía bautizar «confesando sus pecados» (Mt 3,6).
Jesús se somete a este rito (con escándalo del mismo Juan) para que se cumpla
todo lo que Dios ha dispuesto (cf. Mt 3,15). Descendiendo a la profundidad de
la oscuridad y de la muerte que causan nuestros pecados, Jesús abre el camino
de la luz y de la vida. Por eso, al mismo tiempo que se abren los cielos, se
derrama el Espíritu Santo y Jesús es declarado Hijo por la voz del Padre (cf.
Mt 3,16-17 y paralelos). El contexto revela la identidad y la misión de Jesús.
El Padre reconoce a Jesús como su
«Hijo». La palabra utilizada es país, que puede significar tanto hijo joven
como siervo. Como si dijera: «Este es mi muchacho», utilizando a propósito una
palabra ambigua. Encontramos aquí un eco del salmo 2, de contenido mesiánico:
«Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), así como de los cánticos
del siervo de YHWH: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en
quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42,1). En el
momento en que Jesús inaugura su misión se presenta con los rasgos del rey davídico,
al mismo tiempo que con los del profeta-siervo, que quita el pecado del mundo
(cf. Jn 10,36) cargándolo sobre sus espaldas. No se distancia de nuestra
historia, de nuestras miserias. Por el contrario, se hace solidario con
nosotros hasta las últimas consecuencias. De ahí que Cristo tenga que recibir
un bautismo final que le angustia, que es su muerte violenta (Lc 12,49-50), y
que nuestro bautismo sea participación en su misterio pascual (Rom 6).
El mismo Espíritu que lo consagra,
después lo empuja al desierto, donde es tentado (Mt 4,1). En el desierto se
revela plenamente el significado de la encarnación, del vaciamiento de Cristo,
que se despojó de la forma de Dios y tomó la condición de siervo (cf. Flp
2,6-7) en favor de los hombres.
Las tentaciones se refieren, precisamente, a la manera de entender su mesianismo. Satanás le presenta otros modelos, distintos del que se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio, el sufrimiento y la obediencia. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana. Jesús las supera no usando de Dios para su provecho, sino sirviéndole con obediencia. Se abandona confiadamente en las manos del Padre, a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8).
P. Eduardo
Sanz de Miguel, o.c.d.
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