BEATA ISABEL DE P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. 4. Deseos
del Carmelo y oposición materna 5. La
esperanza de realizar su deseo 9. Carmelita
descalza para siempre 10. Confianza
y optimismo a pesar de las dificultades 11. La
elevación a la Trinidad 1.
Introducción
Aunque para la mayoría sea una desconocida, en el
mundo de la teología, la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906) es la escritora
más famosa de cuantas hablan de la espiritualidad trinitaria durante los
últimos siglos. Discípula aventajada de san Pablo y de san Juan de la Cruz, es
la autora de la oración trinitaria más extensa recogida en textos litúrgicos o
en documentos del magisterio (Catecismo,
260). Aparentemente, su vida no tiene nada de relevante, pues no fue una
escritora consagrada, ni publicó ningún libro en vida, ni fundó ningún
convento o congregación. Sin embargo, su mensaje es de sorprendente
profundidad y absolutamente necesario en nuestros días, pues nos enseña el
camino de la interioridad, nos introduce en el núcleo de la fe cristiana y
nos enseña a vivir la santidad en la vida cotidiana, también en medio del
mundo, siendo dóciles a las mociones del Espíritu Santo. 2.
Primera infancia Isabel Catez nació en un
campamento militar de Francia, el 18 de julio de 1880. Su padre provenía de
una familia campesina pobre y con muchos esfuerzos llegó a ser capitán del
ejército. Su madre era hija única de otro capitán en una familia más
acomodada. Ambos eran muy religiosos y ambos estaban acostumbrados a mandar.
Una carta de su madre a su padre, que se encontraba de viaje, la retrata perfectamente:
«No olvides mis consejos, come, no abuses de la cerveza ni de los cigarros,
cuida tu salud y piensa en nosotros». ¡Cinco imperativos en línea y media! Isabel
heredará el carácter fuerte e intrépido de sus progenitores y tendrá
dificultades para entrar en el monasterio porque su madre (que la amaba
sinceramente) quería decidir por ella. La niña fue largamente deseada por sus padres, que
tenían ya 48 y 34 años. El embarazo fue difícil y el parto aún más. Tras 36
horas de profundos sufrimientos, los médicos anuncian que el parto no se
puede alargar más, que la criatura nacerá muerta y que quizás la madre
también fallezca de un momento a otro. En medio de la noche, el padre levanta
de la cama al capellán y le pide que celebre una misa por su mujer. Al
finalizar la misma, nace Isabel, «muy guapa, muy vivaracha y llena de salud»,
como escribe su madre en una carta. Desde muy pequeña es muy alegre y comunicativa, con
aptitudes de líder, aunque también muy piadosa. Con solo dos años pone de
rodillas a sus muñecas y reza con ellas. Al mismo tiempo se manifiesta colérica
e indomable: «Es un puro diablo. Se arrastra sin parar y cada día necesita un
par de pantalones. Además es una gran parlanchina», transmite su madre en
otra carta. Sus rabietas se hicieron proverbiales: se enoja si no consigue
algún capricho, grita, llora hasta no poder respirar, se le ponen los ojos
rojos… Con solo dos años y medio vistieron a su muñeca preferida (a la que
ella llamaba Jeannette) de Niño Jesús en la misa de Nochebuena del campamento
militar, convencidos de que no la echaría de menos ni la reconocería, pero a
mitad de la misa se dio cuenta de que el Niño que había en el altar era su
muñeca disfrazada y se puso a reclamarla a gritos: «¡Cura
malo, devuélveme a mi Jeannette!». Los padres tuvieron que abandonar el
templo con ella en brazos, sin poder calmarla. Era tan lista y tenía tanto
carácter que un sacerdote amigo de la familia decía siempre: «Esta niña será
un ángel o un demonio. Solo el tiempo nos lo dirá». En 1883 nace su hermana
Margarita, que tendrá un carácter dulce y tierno, todo lo opuesto de su
hermana. Durante la infancia de Isabel, varias veces la amenazaron con
internarla en un reformatorio, e incluso preparaban su maleta para
amedrentarla, pero ni aún así conseguían doblegar
su voluntad. 3.
Muerte del padre
Cuando tenía dos años murió su abuela. Cuando tenía seis,
su querido abuelo, que vivía en su casa. Ocho meses después murió
repentinamente su padre en brazos de Isabel. Su madre, su hermana y ella dejaron
el campamento militar y se trasladaron a vivir a una casita frente al Carmelo
de Dijon. Sin ser ricas, tienen una posición económica desahogada, por lo que
las niñas reciben clases particulares de cultura general en casa y de música
en el conservatorio. Isabel practicaba largas horas con una «voluntad de
hierro» hasta perfeccionar cada partitura, por lo que llegó a ser una
virtuosa del piano y ganó varios galardones. Compagina sus estudios con una
intensa vida social: practica deportes, estudia idiomas, participa en la vida
parroquial (catequesis, coro, actividades asistenciales con los hijos de las
empleadas en la fábrica de tabaco), realiza numerosos viajes y excursiones al
mar y a la montaña, frecuenta veladas y fiestas, etc. Con solo 7 años es consciente de que debe reprimir
sus ataques de ira y trabaja para controlar sus emociones, especialmente a
partir de su primera confesión. Con 8 años escribe: «Querida mamaíta, al
desearte un feliz año nuevo, quisiera prometerte que seré muy buena y muy
obediente y que ya no volveré a hacerte enfadar, que ya no lloraré y que seré
una niña modelo, para que estés contenta. Sé que no me vas a creer, pero voy
a hacer todo lo posible para cumplir mis promesas» (Cta. 4). Por entonces
confiesa al sacerdote su deseo de ser religiosa. La madre no se lo toma muy
en serio, pero él sí. Solo un año después, escribe: «Ahora que ya soy mayor,
voy a ser una niña dócil, paciente, obediente, estudiosa y que nunca se
enfade. Como soy la mayor, tengo que dar ejemplo a mi hermanita. No le
llevaré más la contraria. Como espero que pronto tendré la dicha de hacer mi
primera Comunión, seré todavía más buena, porque pediré a Dios que me haga
mejor» (Cta. 5). Sus propósitos se fueron convirtiendo en obras,
especialmente durante los dos años que precedieron a El día de su Primera Comunión lo vivió con una
intensidad especial y lloró de alegría en Cuando Jesús fue aposentado en mí / y Dios
tomó posesión de mi alma […] no aspiro sino a darle mi vida a Dios /a
devolverle un poco de su amor (P 47). El mismo día de su Primera Comunión, su madre la
llevó al Carmelo. Allí, la priora explicó a Isabel que su nombre significa «Casa
de Dios». Ella quedó profundamente impresionada de ser la morada donde vive
Dios. Esta certeza no la abandonará nunca a partir de este momento y su vida
interior fue creciendo hasta una altura que nos sorprende. 4.
Deseos del Carmelo y oposición materna
A los 13 años confiesa a su madre que quiere ser carmelita
descalza. Esta se opone y prohíbe a la muchacha hablar de ello y visitar a
las monjas. Isabel no quiere disgustar a su madre y acepta, pero a los 14
años se siente movida a hacer un voto privado de virginidad. Exteriormente
nadie lo notará, pero ella vivirá suspirando por el Carmelo, tal como vemos
en sus poesías y en sus diarios. Por entonces escribe: Jesús, estoy enamorada de
ti / y deseo ser tu esposa cuanto antes. Deseo sufrir contigo / y
morir ya, para verte (P 4). Y dos años después: ¿Por qué me haces –ay– languidecer? /
Cuánto me gustaría ser tuya ya y así vivir
en soledad contigo / lejos incluso de los que amo con locura. ¿Por qué me haces –ay– languidecer /
dilatando el cumplimiento de mis anhelos? […] Es el Carmelo donde Dios me llama / y
mi alma vuela presto a su reclamo (P 29). Isabel desearía entrar en el Carmelo para ser toda
de Jesús, pero sabe aceptar la realidad tal como se presenta y opta por
entregarse al Señor cada día, en cada momento, en medio de sus ocupaciones
seculares, sin esperar a estar en el convento para vivir su vocación. Ella es
carmelita en el mundo, vive toda su existencia orientada hacia la santidad en
su propio estado y en su propia casa, haciendo lo que debe hacer con la mayor
naturalidad y sin ruidos, esforzándose por vivir las virtudes humanas de una
manera extraordinaria. Entre estas virtudes destacan su amabilidad con todos,
su servicialidad, su inmensa alegría y humorismo,
los finos detalles que tenía con su madre y su hermana y su sentido profundo de
la amistad. Era admirada por su belleza y elegancia y querida por la finura
de su trato. Todos los que la conocen insisten en que es «encantadora». En
sus numerosas cartas cuenta sus partidos de tenis, sus largos paseos, las
fiestas y bailes, los conciertos… sin faltar referencias a vestidos, peinados,
moños ¡y pretendientes! Aparentemente, como una chica más de su edad y
condición. Si no fuera por el testimonio de sus escritos, desconoceríamos lo
que pasa en su corazón: Mi corazón está siempre con Él / y día y
noche piensa sin cesar en ese
celestial, divino Amigo / a quien su amor quisiera demostrar. También se eleva a Él este deseo: / No
morir, sino sufrir por largo tiempo, sufrir por Dios,
darle la propia vida / rogando por los pobres pecadores. ¡Estas son mis santas ambiciones! (P 43). Especialmente en su Diario espiritual vemos sus reflexiones, sus sentimientos y sus
progresos en ese tiempo. Ella vive en el mundo sin ser del mundo, con los
ojos puestos en el Carmelo, pero aceptando con paz la imposibilidad de
realizar su sueño de momento: En todas las fiestas de María renuevo mi
consagración a esta madre buena. Por eso, hoy me entregué a ella y me eché de
nuevo en sus brazos. Con una confianza total, le he encomendado mi futuro y
mi vocación. Como Jesús no me quiere
aún para sí, que se haga su voluntad, pero que yo me santifique en el mundo.
Que el mundo no me impida ir hacia Él, que no me dominen las futilidades de
la tierra y que yo no me apegue a ellas. Soy la esposa de Jesús, estamos tan
íntimamente unidos…, nada puede separarnos. […] ¡Cuánto deseo llevarle almas
a mi Jesús! Daría mi vida por contribuir a salvar una sola de esas almas que
Jesús tanto amó. ¡Quisiera darle a conocer, hacer que le amase toda la
tierra! ¡Soy tan feliz de ser suya! Quisiera que el mundo entero se pusiese
bajo ese yugo tan suave y bajo esa carga tan ligera (Diario 2 y 3). También las poesías son un buen testimonio de su
profunda vida interior y de su disposición a aceptar la voluntad de Dios en
su vida ordinaria, a santificarse en su casa a pesar de que su deseo seguía
siendo el de hacerse carmelita: Yo tengo en tu divina Providencia / una fe
y confianza inquebrantables. Oh Jesús, llévame y tráeme, / yo me
abandono entera a tu talante. Cuando Tú me dijiste: «Ven a mí», / a tu
voz respondí, Jesús Amante. Desde entonces, mi Bien, ¡cuánto he llorado!
/ ¿No recuerdas, Señor, mis ansiedades? ¿No recuerdas, Jesús, mi santo celo / por
responder a tu llamar constante, por vivir
solitaria en el Carmelo / y por mi frágil vida consagrarte? Perdona mis momentos de impaciencia. /
Seguro que he faltado en confiárteme, pero mira, ¡me
acucia tal deseo / de sufrir, dejar todo y entregarme! Ya nunca sentiré más desaliento, / Jesús,
te lo prometo, en adelante. Me abandono a tu santa Providencia, / mi
confianza opongo a todo lance. Jesús, mi Salvador, Bondad suprema, / pese
a mi ardor extremo en el combate, solo a cumplir
por siempre tus deseos / aspiro, mi Hermosura inigualable. Jesús, en quien se funda mi esperanza, / si
respuesta a tu voz no puedo darle, ¡quién me podrá
impedir en este mundo / el entregarme a ti en tantos detalles...! Jesús, divino Esposo, mi alma y vida, / ¡quién
logrará tu amor arrebatarme! Amarte y devolverte ese tu amor, / tal fue
siempre el buen fin de mi coraje. ¡Cálmate ya, oh impaciencia mía! / Alma
mía, tus santos ideales abandona en su
santa Providencia. / En verte así sufrir Dios se complace. En este mundo, en este valle umbroso, / Jesús,
Tú te has dignado reservarme un lote
dulce, una porción dichosa / que el mundo no podrá jamás quitarme. Por la parte que Tú me has destinado, / oh
mi Buen Dios, del corazón me sale gritarte «muchas
gracias» de por vida. / Sí, gracias mil, mi Amigo incomparable. Ahora me abandono a ti, Jesús, / con una
confianza que a Dios sabe. ¡Gloria a ti, oh divina Providencia, / gloria
al Señor, por siempre confiable! (P 51). Leyendo el Camino
de Perfección de Sta. Teresa de Jesús comprende mejor su propia vida, se
iluminan las gracias místicas que recibe, profundiza en el espíritu de
oración y, sobre todo, comprende en qué consiste la verdadera «mortificación»:
no en las penitencias externas, sino en la ofrenda a Dios de la propia
voluntad, la disponibilidad absoluta, la victoria sobre el propio «yo»: La madre Teresa dice cosas muy buenas sobre
la oración y sobre la mortificación interior, esa mortificación a la que
quiero llegar a toda costa con la ayuda de Dios. Como de momento no puedo
imponerme grandes sufrimientos, al menos puedo inmolar mi voluntad en cada
instante del día. […] Tengo que convencerme de que esa mortificación física y
corporal no es más que un medio –un medio estupendo, por supuesto– para
alcanzar la mortificación interior y el desprendimiento total de uno mismo.
¡Oh, Jesús, vida mía, mi amor, esposo mío, ayúdame Tú! Cueste lo que cueste,
tengo que llegar a eso: a hacer siempre y en todo, lo contrario de mi
voluntad. Maestro bueno, Jesús, amor supremo, yo te inmolo mi voluntad: que
sea una sola cosa con la tuya. Sí, te lo prometo: me esforzaré todo lo que
pueda por ser fiel a esa resolución que he tomado de renunciar siempre a mí
misma (Diario 13 y 16). Más tarde se le aclararán más las cosas cuando lea
en S. Juan de 5.
La esperanza de realizar su deseo
Ni los ruegos del párroco, ni la intercesión de
otras personas hacen cambiar de opinión a su madre. Finalmente, cuando
contaba 19 años, su madre le dio permiso para frecuentar a las carmelitas y
hacerse una de ellas al llegar a la mayoría de edad, que entonces se alcanzaba
a los 21: Margarita ha vuelto a hablar a mamá de mi
vocación […]. Después de comer, mi pobre madre me habló del asunto y, cuando
vio que mis ideas seguían siendo las mismas, derramó copiosas lágrimas y me
dijo que cuando cumpliera los veintiún años no me impediría irme, que solo
faltaban dos años, y que en conciencia no podía abandonar antes a mi hermana.
[…] Cuando las vi a las dos llorando por mí, también a mí se me inundaron los
ojos de lágrimas. ¡Ay, Jesús mío!, tienes que ser precisamente Tú quien me
llama y me sostiene, tengo que verte a ti tendiéndome los brazos por encima
de estos dos seres tan queridos, para que no se me parta el corazón. Yo haría
cualquier cosa por evitarles una sola lágrima, y soy yo quien se las hace
derramar de esa manera… Lo sé, Maestro mío, Tú me quieres y me das fuerzas y
valor. En medio de mis lágrimas, siento una paz y una dulzura infinitas. Sí,
pronto podré ser tu esposa. Durante estos dos años me esforzaré aún más por
ser una esposa menos indigna de ti, Amado mío (Diario 105). Ese mismo día escribe una larga (112 versos) y emotiva
poesía para dar gracias a Oh, María, mi madre muy amada, / oh,
Virgen, a quien tanto he invocado, gracias, gracias,
mi gozo es demasiado; ¡qué alegría me inunda el corazón! […] Aún no he terminado mi novena, / madre mía,
y ya he sido escuchada […] Oh mi Amado, mi amor incomparable, / ¡único
por quien vivo y a quien amo tanto! ¡Jesús, sí, quiero consolarte! / ¡Divino
Esposo, temo estar soñando! […] Seré tuya a la vuelta de dos años, / me
cubriré con tu vestido santo. Como respuesta a tu llamada urgente, / todo
lo dejaré por el Carmelo (P 68). En su primera visita a las Carmelitas, estas le entregan
la Historia de un alma de ¡Jesús, Amado mío, qué dulce es amarte, ser
tuya, tenerte por único Todo! Ahora que vienes todos los días a mi corazón,
que nuestra unión sea más íntima todavía. Que mi vida sea una continua
oración, un prolongado acto de amor. Que nada pueda distraerme de ti, ni los
ruidos, ni las distracciones, nada ¿eh? ¡Cómo
me gustaría, Maestro, vivir contigo en el silencio! Pero lo que me gusta, por
encima de todo, es hacer tu voluntad. Y
como Tú quieres que yo siga aún en el mundo, me someto de todo corazón por
amor a ti. Te ofrezco la celda de mi corazón, para que sea tu pequeña
Betania. Ven a descansar allí, te quiero tanto. […] Quiero cumplir con
perfección tu voluntad y corresponder siempre a tu gracia. Deseo ser santa
contigo y para ti, pero siento mi impotencia: se Tú mi santidad. […] Cada
latido de mi corazón es un acto de amor. Jesús mío, mi Dios, ¡qué bueno es
amarte y ser totalmente tuya! (Nota íntima
5). A medida que se acerca su 21º cumpleaños, parece
crecer la oposición de su madre a su entrada en el Carmelo. Isabel alcanza
una madurez asombrosa y sabe vivir en plenitud su vocación cristiana en el
mundo, aunque con el corazón en su amado Carmelo: Si viera cómo sufro viendo a mi pobre mamá desconsolada
a medida que se acerca mis veintiún años… Se deja influenciar mucho: un día
me dice una cosa y al día siguiente, todo lo contrario […] Yo me entrego, me
abandono en brazos de mi Amado divino y me quedo tranquila: sé de quién me he
fiado. Él es todopoderoso, que lo disponga todo a su antojo. Yo solo quiero lo que Él quiere, solo
deseo lo que Él desea, solo le pido una cosa: ¡Amarle con toda el alma,
pero con un amor verdadero, fuerte y generoso! Durante estos días hemos
estado muy ocupadas en un montón de cosas, y ahora vuelven a empezar las
reuniones. Usted sabe lo poco que eso me gusta; pero, bueno, se lo ofrezco a
Dios. Me parece que nada puede alejarnos de Él si obramos solo por Él,
viviendo siempre en su sagrada presencia y bajo esa mirada divina que penetra
hasta lo más íntimo del alma; incluso en medio del mundo se le puede escuchar
en el silencio de un corazón que quiere ser solo suyo (Cta. 38). A pesar de su dolor, encuentra fuerzas para consolar
a una joven que se encuentra en una situación parecida a la suya. No decrecen
sus deseos de hacerse carmelita, pero sabe que tiene que vivir el presente
con intensidad, que no debe esperar a estar en el convento para ser toda de
Jesús, que también en su casa y en medio de mil actividades puede alcanzar la
plenitud del amor: Jesús quiso, hace un año, que nuestras
almas se encontrasen; Él fue quien nos unió tan íntimamente. ¡Ese es el
secreto de nuestro profundo afecto! Hay algo muy íntimo entre nosotras. El
viernes pasado se lo decía yo a nuestra madre, hablándole de ti. Querida
hermanita, déjate cuidar, no seas imprudente, ¡hazlo por Él! ¡Qué bueno es
nuestro Prometido, sí, qué bueno es! Y cuando nos prueba, parece, ¿no es
cierto?, que está todavía más cerca y que la unión es más íntima. ¿Sabes?,
nosotras somos sus víctimas, Él nos marca con el sello de Las vacilaciones de su madre hacen crecer su sufrimiento,
que se convierte en instrumento de purificación y de identificación con
Cristo: «¡Cuánto sufro, Dios mío! Pero acepto seguir en este estado todo el tiempo
que a ti te plazca, pues este feliz sufrimiento purifica mi alma que Tú quieres
unir más íntimamente a ti. Más, más aún, todo el tiempo que quieras, pero sosténme Tú, pues soy muy débil. Tú ya sabes que Tú, y solo
Tú, eres el único a quien amo, el único a quien vivo encadenada… Amor, ¡qué
bueno es poder darte algo yo a ti, que tanto me has regalado!» (Nota íntima 11). A pesar de todo, su
presencia exterior sigue siendo la de una joven alegre y educada, sin que
nada haga sospechar su dolor. Isabel se mantiene firme en su vocación y, apenas
cumple 21 años, hace comprender a su madre que su decisión es firme y que ya
nada se puede oponer a la realización de su deseo. Escribe numerosas cartas
de despedida a sus conocidos y, finalmente, el 2 de agosto de 1901 entra en
el arca santa del Carmelo, tan largamente deseada. 6.
La entrada en el Carmelo
El Carmelo de Dijon fue fundado en 1605 por Ana de
Jesús, unas de las compañeras de santa Teresa de Jesús y heredera de su
espíritu. A pesar de la feroz persecución religiosa que se vivía en Francia,
al entrar como postulante, Isabel encuentra en la comunidad un ambiente de
fervor, de generosa entrega al Señor, de abundancia de vocaciones. Las
hermanas ya la conocían, e Isabel se integra rápidamente y se adapta con
facilidad a su nueva vida. La separación de sus seres queridos ha sido
difícil, pero ella se siente más unida a ellos que nunca. En su primera carta
desde el Carmelo, escribe: «Tal vez te preguntes cómo puedo sentir tanta
felicidad, si para entrar en esta querida soledad he dejado a los que amaba.
Pero, mira, en Dios lo tengo todo. A su lado vuelvo a encontrar a todos los
que he dejado» (Cta. 84). Estaba tan centrada que, solo unos días después, la
comunidad de Dijon envía unas fotos con una carta a la de Lisieux. En ella
podemos leer: «Ha entrado una postulante hace tres días, deseosa del Carmelo
desde los siete años. Es Sor Isabel de Mamaíta querida: Te envío todo mi corazón
como ramillete para tu santo. ¿Verdad que no nos hemos separado y que sientes
muy bien a tu hijita muy cerca de su querida mamá? Si vieses cuánto hablo de
ti con mi Amado... ¡Creo que tienes que notarlo! Me alegra mucho que
comulgues con más frecuencia. Ahí, mamaíta, encontrarás fuerzas. ¡Es tan
hermoso pensar que después de la comunión tenemos a todo el cielo en nuestra
alma, excepto por la visión beatífica! Tu carta, o mejor vuestras cartas, me
han hecho tan feliz... Quizás me haya alegrado demasiado, pero Dios, que
tiene un corazón tan tierno, me entiende perfectamente y creo que no está en
absoluto enfadado conmigo. […] Disfrutad mucho de ese hermoso país [estaban
descansando en Suiza], que la naturaleza nos lleva a Dios. ¡Cómo me gustaban
esas montañas! Me hablaban de Él. Pero, mirad, queridas mías, los horizontes
del Carmelo son aún mucho más hermosos: ¡son el Infinito...! En Dios, yo
tengo todos los valles, todos los lagos, todos los paisajes. Dadle gracias a
diario en mi nombre: mi porción es demasiado hermosa y mi corazón se derrite
de gratitud y de amor. No tengáis celos, os quiero tanto... Le pido que se
adueñe de vosotras como se ha adueñado de mí. […] Mamá querida, me imagino
que estarás contenta con esta carta tan larga. Para concluir, duermo como un
lirón, tengo un apetito excelente, la comida es muy refrescante y apropiada
para mi temperamento. ¡Qué feliz soy, mamaíta! Gracias una vez más por
haberme entregado a Dios. Te estrecho contra mi corazón y te abrazo junto a
Jesús, que sonríe al vernos. Tu Sabel (Cta. 87). Sus numerosas cartas de esta época cuentan su
felicidad profunda, con todos los detalles propios de la nueva vida que ha
abrazado: horarios, comidas, mobiliario, recreaciones, recuerdos, anécdotas…
pero –por encima de todo– testimonian su profundo enamoramiento del Señor y
su vida de intimidad con Él: «Todo es delicioso en el Carmelo. Se encuentra a
Dios lo mismo en la colada que en la oración. No hay más que Él en todas
partes. Se le vive, se le respira. Si vieras lo feliz que soy… Mi horizonte
se ensancha cada día más» (Cta. 89). Escribe, también, diversas poesías
piadosas para cantar con las hermanas en las recreaciones de los días de
fiesta. 7.
El noviciado
Tras los felices meses del postulantado,
tomó hábito el 8 de diciembre. Ese mismo día escribe una poesía para ser
cantada con música tradicional. En ella expresa sus deseos, su amor a Jesús,
su ideal trinitario y su confianza en las hermanas de su comunidad, a las que
manifiesta un gran cariño: Oh, permitidme en este hermoso día /
entonar del Amor las maravillas. El Amor que me ha hecho prisionera / a fin
de consumirme toda entera. Por fin, heme aquí ya su prometida, / con
este humilde traje revestida. Envuelta en la blancura de esta capa, /
seguir quiero al Cordero por doquier. Ambos nos encontramos muy dichosos / y
henos aquí, marchando en compañía del Padre
Dios a la eterna mansión, / su morada de paz y de candor. ¡Qué bien se está en la santa Trinidad! /
Todo es en ella luz y caridad. Oh, Cristo, que en tus brazos me has
tomado, / tenme así, de ellos no quiero bajar. Entre los tres deseo plantar mi tienda, /
soy pequeña, muy poco embarazosa, no
imponiendo cansancio a mi Cordero / para llevarme a lo alto de los cielos. Mi alma, llena, no puede decir más. / En
mis labios expiran ya las «gracias». Aceptad, pues, oh madre de vuestra hija / solo
una candorosa gratitud. Sobre tus alas siempre llévame / al país
del amor, buen ángel mío. Condúceme ante el Padre en su paraíso / de
claridad y beatitud perenne. Todas vosotras, que en mi corazón / sois ya
desde hace mucho mis hermanas, Dejad que os siga esta jovencita / y haréis
de ella una santa carmelita. Seguro, un día en la ciudad del cielo /
volverá a reunirse este Carmelo; bajo la capa
blanca de María / allí estaremos todas reunidas. Siempre siguiendo al místico Cordero, / su
melifluo canto entonaremos y así
podremos siempre contemplar / la luz de tu inmutable Trinidad (P 74). A pesar de los buenos inicios, el año del noviciado
fue muy duro. Pasó por una experiencia de noche oscura de la fe. Se
encontraba centrada y sabía lo que quería, pero el contraste entre su
anterior vida burguesa y la pobreza del Carmelo era demasiado fuerte: no
estaba acostumbrada al terrible frío del convento, le sentaban mal algunas
comidas, echaba de menos a su familia y las horas dedicadas a tocar el piano,
sufrió de escrúpulos, enfermó y, sobre todo, después de tantos años de
oración intensa y fácil, vivió una etapa de aridez espiritual. Parecía como
si Jesús se hubiera escondido. Fue una prueba tan grande que, la víspera de
su profesión, la priora llamó a un sacerdote para que la ayudara a discernir
si de verdad tenía vocación o si se había equivocado en su elección. En sus
frecuentes cartas a la familia y a las amistades no transmite ningún dato que
permita intuir su sufrimiento interior, que solo podemos conocer por el
testimonio de su priora. Por el contrario, se dedica a consolar a los demás
con paciencia y ternura. Dice que se puede ser feliz en medio del sufrimiento
y de las contradicciones, pero no resulta fácil comprender que está hablando
de su propia experiencia: Tranquilízate. No creo que estés todavía
loca, pero sí nerviosa e hipersensible, y cuando estás así haces sufrir
también a los demás. ¡Ay, si yo pudiese enseñarte el secreto de la felicidad,
como el Señor me lo ha enseñado a mí! Me dices que yo no tengo preocupaciones
ni sufrimientos. Es cierto que soy muy feliz; pero si supieses qué feliz
puede ser una persona, incluso cuando está contrariada… Hay que poner siempre
los ojos en Dios. Al principio, hay que hacer esfuerzos cuando se siente que
todo hierve dentro, pero poquito a poco, a base de paciencia y con Dios, se
llega a conseguir. Tienes que construirte, igual que yo, una celdita dentro
de tu alma. Piensa que Dios está allí y entra en ella de tanto en tanto.
Cuando te sientas nerviosa y desdichada, métete en seguida allí dentro y
cuéntaselo todo al Maestro. Si lo conocieras un poco, no te aburriría la
oración. A mí me parece un descanso, un solaz: sencillamente nos vamos con
Aquel a quien amamos, estamos a su lado como un niño en brazos de su madre, y
dejamos hablar al corazón. Si supieses lo bien que nos comprende…” (Cta.
123). A pesar de su juventud, en sus consejos y
reflexiones demuestra una gran madurez, un profundo conocimiento del corazón
humano: El abandono, querida señora, nos lleva a
Dios. Yo soy aún muy joven, pero creo que en ocasiones he sufrido mucho. Y
entonces, cuando todo se enmarañaba, cuando el presente era muy doloroso y el
futuro parecía aún más sombrío, cerraba los ojos y me abandonaba como un niño
en los brazos del padre que está en el cielo. […] Nos miramos demasiado a
nosotros mismos, queremos verlo y entenderlo todo, no tenemos suficiente
confianza en quien nos rodea con su amor (Cta. 129). 8.
El cielo en la tierra
En sus cartas y en los demás escritos comienza a
manifestar una idea en la que seguirá profundizando hasta el momento de su
muerte. Isabel transmite el gozo de vivir ya un anticipo del cielo, viviendo en
la intimidad con Dios. Ha descubierto que lo importante no es «sentir» a
Dios, sino unirnos a Él por la fe y el amor: «Usted ya conoce mi nostalgia
del cielo, una nostalgia que no mengua. Pero yo vivo ya ese cielo, porque lo
llevo dentro de mí. Y en el Carmelo uno tiene la impresión de estar ya muy
cerca de Él» (Cta. 111). «Creo que he
encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios está en mi
alma. El día en que comprendí esto, todo se iluminó en mi interior» (Cta.
122). «La vida de una Carmelita consiste en vivir unida a Dios de la mañana a
la noche y de la noche a la mañana. Si Él no llenase nuestras celdas y
nuestros claustros, ¡qué vacíos estarían! Pero nosotras le descubrimos en
todas las cosas, pues le llevamos dentro, y nuestra vida es un cielo
anticipado!» (Cta. 123). «En la montaña del Carmelo,
sumergida en el silencio, en la soledad y en una oración que nunca acaba,
pues se prolonga en todo lo que hace, Al cumplirse un año de su entrada en el Carmelo, viviendo
la noche oscura de la fe y con motivo del matrimonio de su hermana (esta vez su
madre no se opuso, aunque Guita contaba solo 19 años), compone una profunda
reflexión sobre lo que significa para ella su entrega a Cristo. En ella
demuestra que ha asimilado toda la tradición espiritual del Carmelo y es
capaz de reformularla con palabras nuevas: ¡Ser esposa de Cristo! Esto no es solo la
expresión del más dulce de todos los sueños, es la expresión de todo un
misterio de semejanza y de unión, es el nombre que pronuncia 9.
Carmelita descalza para siempre
Superada la tormenta, el 11 de enero de 1903
pronuncia sus votos. Su primera carta es para sus tías, para agradecerles un
regalo y hacerlas partícipes de su alegría: «¡Qué
feliz soy! ¡Ya soy esposa de Cristo! Me gustaría hablarles de mi profesión,
pero, ¿saben?, es algo tan divino, que las palabras de la tierra son
incapaces de expresarlo. Yo había pasado ya días muy hermosos, pero ahora ni
siquiera me atrevo ya a compararlos con aquél. Fue un día único, y creo que,
si me encontrase delante del Señor, no sentiría una emoción mayor que la que
viví. ¡Fue tan grande lo que ese día ocurrió entre Dios y mi alma!» (Cta.
154). Hasta el final de sus días vivirá en una profunda paz, sabiendo que
pertenece por entero a Dios, abandonándose en sus manos, confiando en su
misericordia. Por medio de sus cartas, comparte con sus seres queridos lo más
hermoso de su vida carmelitana: su experiencia del Dios Amor, que es
Trinidad, que la habita y en quien habita. También les hace partícipes de su
progresiva identificación con Cristo, que hace de ella «una humanidad
suplementaria» en la que se prolonga la encarnación del Hijo de Dios. En los años siguientes, Isabel lee con profusión a
san Juan de 10.
Confianza y optimismo a pesar de las
dificultades
La situación religiosa en Francia empeoraba cada
año. Las leyes «anticongregacionales» de 1901
comenzaron a ponerse en práctica desde 1902. Se cerraron las escuelas
católicas (más de tres mil), se expulsó a los religiosos de sus conventos (más
de veinte mil religiosos y cincuenta mil religiosas) y se confiscaron sus
bienes, se promulgaron numerosas leyes para terminar con el espíritu
cristiano de la sociedad, que afectaban al estudio de la religión católica,
al descanso dominical, a la situación jurídica del matrimonio canónico, a los
cementerios, etc. Numerosos Carmelos partieron al destierro
y se establecieron en otros países. La comunidad de Dijon a la que pertenecía
Isabel envió a Bélgica en 1903 sus muebles e incluso las imágenes de la
iglesia, aunque finalmente las monjas no tuvieron que irse, pero sí que se
vieron obligadas a cerrar su capilla al público desde 1903 hasta la muerte de
sor Isabel, realizando el culto a puertas cerradas. Para colmo, el obispo de
su diócesis estaba de acuerdo con las medidas del gobierno, enfrentado con el
resto del episcopado francés y acusado de masón. La diócesis se encontraba en
una situación dramática: los cristianos no permitían que el obispo confirmara
a sus hijos, los seminaristas hicieron huelga en contra suya (entre ellos
había un cuñado de su hermana, gran amigo de Isabel y destinatario de varias
de sus cartas), Sor Isabel comparte plenamente los ideales de sus
hermanas de comunidad. En sus cartas encontramos algunos ecos de esta
situación, aunque no pierde tiempo en reflexiones amargas, ni permite que los
acontecimientos le roben la paz. Son solo pinceladas en medio de textos que
hablan ampliamente del amor que la desborda: «¡Cómo
me gusta vivir estos tiempos de persecución! ¡Qué santos deberíamos ser! Pida
para mí esa santidad de la que estoy tan sedienta. Sí, quisiera amar como los
santos, como los mártires» (Cta. 91). «Tranquiliza a mamá. Hay, sí, varios Carmelos que se marchan, pero nosotras nos quedamos.
Nuestra reverenda madre está tramitando la autorización… ¡Qué bueno es
amarle! Este es nuestro oficio en el Carmelo, ¡ya ves qué hermoso!» (Cta.
93). «El futuro es muy sombrío. ¿No sientes necesidad de amar mucho para
reparar, para consolar al Maestro adorado? Hagamos para Él un lugar solitario
en lo más íntimo de nuestras almas, y estémonos allí con Él, sin abandonarlo
nunca […]. Esta celda interior nadie podrá quitárnosla nunca; por eso, ¿qué
me importan las pruebas por las que tengamos que pasar? A mi único tesoro lo
llevo dentro de mí. Todo lo demás es nada» (Cta. 160). «Dadle gracias por
haber llamado al Carmelo a vuestra Isabelita para sufrir persecución. No sé
lo que nos espera, y esa perspectiva de tener que sufrir por ser suya infunde
en mi alma una gran felicidad. Amo mucho mi querida clausura, y a veces me he
preguntado si no amaré demasiado esta querida celdita donde se está tan a
gusto “a solas con Él solo”. Si un día Él me pide renunciar a ella, estoy
dispuesta a seguirle a cualquier parte y mi alma dirá con san Pablo: “¿Quién
podrá apartarme del amor de Cristo?”. Dentro de mí hay una soledad en la que
Él mora, ¡y ésa nadie me la puede arrebatar!» (Cta. 162). Isabel está convencida de que su vida no le
pertenece, es totalmente de Cristo y no permite que nada, por muy grave que
sea, la aparte de la razón de su existencia: «Eso es la vida de una
Carmelita: ser ante todo una contemplativa, otra María Magdalena a la que
nada debe distraer del Único necesario» (Cta. 164). Incluso en medio de la
persecución no cesa de dar gracias a Dios, porque su amor vale más que la
vida: «Ya veo que también usted sufre persecución, ya que sus Padres
Capuchinos han tenido que salir para el exilio […]. Querida señora, tenemos
que darle gracias siempre, pase lo que pase, pues Dios es amor y solo sabe de
amor. En el Carmelo reina la calma, la paz de Dios. Somos suyas y Él nos
guarda […]. ¿Qué podemos temer? Podrán quitarnos nuestra querida clausura, en
la que he encontrado tanta felicidad, podrán llevarnos a la cárcel o a la
muerte. Le confieso que me sentiría muy feliz si me estuviera reservada esa
dicha…» (Cta. 168). Ya aprendió a buscar solo la voluntad del Señor, más allá
de todas las estructuras y mediaciones, cuando su madre no le permitía entrar
en el Carmelo. Está segura de que nada la puede apartar de su vocación: ni
las leyes laicistas, ni la posible persecución hasta la muerte, tal como
había sucedido antes a sus hermanas las Carmelitas mártires de Compiègne. Vive totalmente en Dios y puede ver con una
luz distinta las cosas de la tierra, valorando la poca consistencia que tiene
todo lo que es temporal: «Jesús quiere que donde está Él estemos también
nosotros, y no solo durante la eternidad, sino ya ahora en el tiempo, que es
la eternidad ya comenzada y siempre en progreso. […] 11.
La elevación a la Trinidad
Los tres últimos años de su vida, sor Isabel lleva a
plenitud su vocación, hasta convertirse en un don de Dios para toda 1.
Comienza con una invocación al
Dios trinitario, eterno e inmutable, anterior al tiempo y trascendente al
tiempo, que nos quiere introducir en su misterio. 2.
Continúa hablando con Cristo,
Verbo encarnado por amor. Quizás nosotros habríamos empezado dirigiéndonos al
Padre, origen de todo; pero ella es fiel a la revelación bíblica y sabe que
lo que conocemos de Dios es porque Cristo nos lo ha revelado. Como fiel hija
de santa Teresa de Jesús, sabe que todos los bienes nos han venido de la
sacratísima humanidad de Cristo, por lo que es al primero que se dirige y al
que dedica el párrafo más largo. 3.
Viene después el Espíritu, el
que hizo posible la encarnación del Verbo en el vientre de María, al que pide
que descienda sobre ella para que Jesús pueda prolongar su encarnación en
ella, en su carne, en su humanidad, en su historia. Isabel intuye que podemos
ser «encarnación» de Dios, prolongación de su presencia en el mundo,
colaboradores suyos. 4.
Tal como hace la liturgia
cristiana, se dirige «por Cristo, en el Espíritu, al Padre», al que pide que
la cubra con su sombra (=con su Espíritu), como hizo con la Virgen María en
la encarnación, para que el Hijo se haga presente en ella. 5.
Concluye como ha iniciado,
dirigiéndose al Dios Trinidad, en el que quiere sumergirse, consciente de que
Él habita en ella y de que ella habita en Él. ¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro! Ayúdame a
olvidarme de todo para establecerme en ti, inmóvil y pacífica, como si mi
alma ya estuviera en la eternidad. Que nada pueda alterar mi paz, ni hacerme
salir de ti, mi Inmutable, sino que cada minuto me introduzca más y más en la
profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma; conviértela en tu cielo, en tu
residencia amada, y en el lugar de tu descanso. Que no te deje nunca más
solo, que esté enteramente en ti, despierta en mi fe, en plena adoración,
entregada del todo a tu acción creadora. ¡Oh Cristo amado mío, crucificado por amor!
Quisiera ser una esposa para tu corazón; te quisiera cubrir de gloria; te
quisiera amar… hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia y te pido ser
revestida de ti mismo, identificar mi alma con cada movimiento de la tuya,
sumergirme en ti, ser invadida por ti, ser sustituida por ti para que mi vida
no sea sino una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como
Reparador, como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar
mi vida escuchándote; quiero que me enseñes para poderlo aprender todo de ti.
Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas mis
impotencias, quiero fijar siempre la mirada en ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh
Astro querido mío! Fascíname para que yo ya no pueda salir de tu esplendor. ¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor!
Desciende sobre mí para que en mi alma se realice como una encarnación del
Verbo. Que yo sea para Él una humanidad suplementaria en la que renueve todo
su misterio. Y tú, oh Padre, inclínate sobre esta pobre criatura
tuya, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino a tu Hijo predilecto en
quien tienes tus complacencias. ¡Oh mis Tres mi Todo, mi Bienaventuranza,
Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo! Me entrego a ti como víctima.
Sumérgete en mí para que yo me pueda sumergir en ti hasta que vaya a
contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas. Encontramos una confirmación y una exégesis de su
oración en una carta escrita pocos días después, en la que vuelve a
manifestar su deseo de ser «una humanidad suplementaria» en la que se
prolongue el misterio de la encarnación del Verbo, de su presencia amorosa en
el mundo, en medio de los hombres: Dice san Agustín que “el amor, olvidándose
de su propia dignidad, está sediento de ensalzar y engrandecer a la persona
amada. Solo tiene una medida: no tener medida”. Yo pido al Señor que le colme
a usted con esa medida sin medida, es decir, “conforme a la riqueza de su
gloria”, y que el peso de su amor le arrastre hasta aquella feliz pérdida de
la que habla el Apóstol cuando exclamaba: “Vivo yo, pero no soy yo: es Cristo
quien vive en mí”. Este es el sueño de mi alma de Carmelita, y creo que este
es también el de su alma de sacerdote. Y, sobre todo, ese es el sueño de
Cristo, y a Él le pido que lo haga plena realidad en nuestras almas. Seamos para Él, en cierto modo, una
humanidad suplementaria en la que Él pueda renovar todo su misterio. Yo
le he pedido que se instale en mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
Y no acierto a decirle qué paz produce en mi alma pensar que Él suple mi
impotencia y que, si caigo a cada momento que pasa, Él está allí para
levantarme y para introducirme más en Él, en lo hondo de esa esencia divina
en la que habitamos ya por la gracia y donde quisiera sepultarme a tal
profundidad que nada pudiese hacerme ya salir. Ahí mi alma se encuentra con
la suya y, al unísono con ella, hago silencio para adorar a este Dios que nos
ha amado de manera tan divina. […] Seamos almas sacrificadas, es decir
veraces en nuestro amor: “¡Me amó hasta entregarse por mí!” (Cta. 214). 12.
La enfermedad y la muerte
Desde 1903 tiene problemas de salud: le dolía el
estómago y se cansaba mucho, aunque no le da demasiada importancia hasta que
en 1905 parece que pierde todas las fuerzas, por lo que se ve obligada a
abandonar sus oficios, dedicando algunos tiempos al reposo: «Nuestra madre
[se refiere a la priora], que cuida a tu Sabel con
un corazón verdaderamente maternal, se empeña en que salga al aire libre. Así
que, en vez de trabajar en mi celdita, me instalo como un ermitaño en el
lugar más solitario de nuestra enorme huerta y allí paso horas deliciosas. Toda
la naturaleza me parece tan llena de Dios» (Cta. 236). Ella no lo sabía, pero
padecía la enfermedad de Addison, entonces incurable. Los síntomas que se le
manifestaron fueron las úlceras gástricas, nauseas, dolores de cabeza,
agotamiento, insomnio y una progresiva debilidad que la llevó a la muerte en
1906. Sor Isabel vivió su enfermedad como el verdadero culmen de su
identificación con Cristo, como prolongación de su pasión redentora, como
prolongación de su sacrificio de amor al Padre por toda la humanidad. 13.
Sus escritos
Postrada por el dolor en la enfermería del
monasterio, encuentra fuerza para escribir sus mejores «tratados»
espirituales: El cielo en la fe
(julio de 1906), los Últimos Ejercicios
Espirituales (agosto de 1906), La
grandeza de nuestra vocación (septiembre de 1906) y Déjate amar (octubre de 1906), además de numerosas cartas (conservamos
76, muchas de ellas dictadas, porque ya no tenía fuerza para escribir) y de
algunas poesías (conservamos 26). Sus últimas palabras fueron: «Me voy a la
luz, al amor, a la vida». El cielo en la fe es un tratado de 30 páginas escrito a petición de su hermana Margarita.
Tiene la estructura de unos ejercicios espirituales de 10 días con dos
meditaciones para cada jornada. No busca especulaciones doctrinales, sino que
reflexiona, a partir de su experiencia personal, sobre lo que ella considera
que es su vocación: «ser una alabanza de gloria». Lo escribe con la ilusión
de que su hermana continúe en la tierra la misión que ella ha tenido hasta
ahora y que continuará en el cielo: Te dejo en herencia mi devoción a los Tres,
al Amor. Vive con ellos allá dentro en el cielo de tu alma. El Padre te
cubrirá con su sombra, interponiendo una especie de nube entre ti y las cosas
de la tierra, para guardarte toda para Sí, y te comunicará su poder para que
le ames con un amor tan fuerte como la muerte. El Verbo imprimirá en tu alma,
como en un cristal, la imagen de su belleza, para que seas pura con su pureza
y luminosa con su luz. El Espíritu Santo te transformará en lira misteriosa
que, a su toque divino, entonará en silencio un magnífico canto al Amor.
Entonces serás “Alabanza de su gloria”, lo que yo soñé con ser en la tierra.
Tú me sustituirás. Yo seré Laudem gloriae ante el trono del Cordero, y tú Laudem Gloriae en
el centro de tu alma. […] En el cielo o en la tierra, ¡vivamos en el Amor y
para glorificar al Amor! (Cta. 269). Recordemos que su hermana está casada y por entonces
tiene ya dos hijos, por lo que podríamos definir este escrito como un
tratadillo de espiritualidad laical. Veamos algunas líneas de la última
meditación: Una alabanza de gloria es un alma que mora
en Dios y que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma
en las dulzuras de ese amor; que le ama independientemente de todos sus dones
y aunque no hubiese recibido nada de Él; y que desea el bien al Objeto así
amado. Pero, ¿cómo desear de verdad el bien a Dios y querer ese bien, si no
es cumpliendo su voluntad, dado que esa voluntad todo lo ordena para su mayor
gloria? Por tanto, esa alma debe entregarse totalmente, locamente, a hacer
esa voluntad, hasta el punto de no querer sino lo que quiere Dios. […] Su
cántico nunca se interrumpe, porque vive bajo la acción del Espíritu Santo
que lo obra todo en ella. Y aunque no tenga siempre conciencia de ello,
porque la debilidad de la naturaleza no le permite vivir con la mirada fija
en Dios sin distraerse, esa alma está siempre cantando, está siempre
adorando; por así decirlo, se ha transformado totalmente en alabanza y en
amor, apasionada por la gloria de su Dios (Números 43 y 44). Los Últimos Ejercicios Espirituales
son una preparación para el momento definitivo del encuentro con Cristo.
Isabel sabe que se muere y quiere estar bien dispuesta: Esta noche Laudem Gloriae entra en el noviciado del
cielo, para prepararse a recibir el hábito de la gloria y siente la necesidad
de ir a encomendarse a su querida sor Inés. “A los que conoció de antemano
–nos dice san Pablo–, Dios los predestinó también a ser imagen de su divino
Hijo”. Esto es lo que yo voy a hacer que me enseñen: a ser imagen, a
identificarme con mi Maestro adorado, el Crucificado por amor. Entonces podré
cumplir mi oficio de ser alabanza de gloria y cantar ya el santus eterno…
(Cta. 307). La madre Germana le pide que ponga por escrito las
gracias que Dios le comunique y sus pensamientos sobre la vocación a ser «Alabanza
de gloria». Durante diez días, en las largas noches de insomnio, escribe 16
meditaciones en 115 páginas de un cuadernillo escolar. Sor Isabel sufre
terriblemente, pero encuentra sentido a sus dolores cuando los une a los de
Jesús, completando su pasión a favor de “La noche a la noche se lo susurra” (Sal
18,3). ¡Qué consolador es esto! Mis limitaciones, mi desgana, mis
oscuridades, hasta mis propios defectos pregonan la gloria del Eterno. Mis
sufrimientos anímicos o corporales pregonan también la gloria de mi Maestro.
Cantaba David: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” Así: “Alzaré
la copa de la salvación” (Sal 115, 12-13). Si alzo ese cáliz enrojecido por
la sangre de mi Maestro y, dándole gracias radiante de alegría, mezclo mi
sangre con la de la Víctima sagrada, mi sangre adquirirá un valor casi
infinito y podrá tributar al Padre una magnífica alabanza. Y entonces mi
sufrimiento será un mensaje que transmitirá la gloria del eterno (Número 18). La grandeza de nuestra vocación es la última de las muchas cartas que sor Isabel envía a su
entrañable amiga Francisca Sourdon. Además es la
última que escribe de su mano y la más larga. La escribió con lapicero en 12
páginas, a lo largo de varios días, intentando responder a las preguntas que
le hacía su amiga sobre la humildad y el sufrimiento. Como en todos sus
escritos, reflexiona desde su experiencia vital e ilumina su texto con sus
vivencias cotidianas: Siento una íntima y profunda alegría cuando
pienso que Dios me ha elegido para asociarme a la pasión de su Cristo, y ese
camino del Calvario, que voy subiendo día a día me parece más bien la ruta de
la felicidad… ¿No has visto nunca esas estampas en las que se representa a la
muerte segando con una guadaña? Pues bien, ésa es mi situación: me parece que
siento cómo me va destruyendo a mí así… Para la naturaleza esto resulta a
veces doloroso, y te aseguro que, si me quedase en eso, solo sentiría mi
flaqueza ante el sufrimiento… Pero eso es solo la visión humana, e
inmediatamente abro los ojos del alma a la luz de la fe y esa fe me dice que
es el amor quien me está destruyendo, quien me está consumiendo lentamente, y
entonces mi alegría es inmensa y me entrego a Él como víctima (número 7). Déjate amar es una especie de testamento que sor Isabel escribió para su priora
durante los últimos días de su vida. Lo escribió muy lentamente, en los pocos
momentos en los que sus grandes dolores le permitían coger la pluma. Se lo
entregó para que lo leyera ante su féretro, en un sobre lacrado, en el que
había escrito: «Secretos para nuestra reverenda madre». Es un texto solemne,
en el que sor Isabel se siente «portavoz de Dios» y transmite a la madre
Germana lo que Dios le ha hecho comprender en la oración. La priora estaba
preocupada porque no sabía si amaba a Dios lo suficiente. Sor Isabel le dice
que lo primero y principal no es lo que ella haga, sino lo que Dios ha hecho
por ella. Sus principales energías no deben dirigirse a hacer cosas por Dios,
sino a dejarse amar por Él. Este amor recibido será la fuente de su propio
amor, el que la capacite para poder responder al Amor: Madre querida, yo quisiera decirle todo lo
que usted ha sido para mí. Pero la hora es tan grave, tan solemne…, que no
quiero perder el tiempo diciéndole cosas que creo que las empequeñecería si
quisiera decirlas con palabras. Lo que va a hacer su hija es revelarle lo que
siente, o, para decirlo con mayor verdad, lo que su Dios –en horas de
profundo recogimiento y de trato unificador– le ha hecho comprender: “El
Señor la ama enormemente”. […] Madre, “déjese amar más que estos”. Así quiere
su Maestro que usted sea alabanza de gloria. Él se alegra de poder construir
en usted, mediante Su amor, para Su gloria. Y quiere hacerlo Él solo, aunque
usted no haga nada para merecer esa gracia, a no ser lo que sabe hacer la
criatura: obras de pecado y de miseria… Él la ama así. Él la ama “más que a
estos”. Él lo hará todo en usted y llegará hasta el final. Pues cuando Él ama
a un alma hasta este punto y de esa manera, cuando la
ama con un amor inmutable y creador, con un amor libre que todo lo transforma
según su beneplácito, ¡entonces esa alma volará muy alto! […] En las horas en
que lo único que sienta sea abatimiento y cansancio, aún le seguirá agradando
si permanece fiel en creer que Él sigue actuando, que Él la ama a pesar de
todo, e incluso más, porque su amor es libre y es así como quiere ser
ensalzado en usted. Y entonces usted se dejará “amar más que estos” (números
1, 5 y 6). P. Eduardo Sanz de
Miguel, o. c. d. |