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P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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El
mes de julio es el mes carmelitano por excelencia: el día 4 se celebra la
memoria de la beata María Crocifissa Curcio (fundadora de las Carmelitas
Misioneras de Santa Teresa del Niño Jesús), el 9 la beata Juana Scopelli
(monja carmelita del s. XV), el 12 los beatos Luis y Celia Martín (padres de
santa Teresita), el 13 santa Teresa de Jesús de los Andes (carmelita descalza
chilena, muerta a los 20 años en el monasterio de los Andes), el 16 la Virgen
del Carmen, madre y hermosura de la Orden, el 17 las carmelitas mártires de
Compiègne (víctimas de la persecución religiosa durante la revolución
francesa), el 19 (fuera de Europa el 23) Nuestra Señora, madre de la divina
gracia (antigua conclusión de la octava en honor de la Virgen del Carmen), el
20 el profeta Elías, el 24 las carmelitas descalzas mártires de Guadalajara y
la beata María Mercedes Prat, de la Compañía de santa Teresa (víctimas de la
persecución religiosa durante la segunda república española), el 27 el beato
Tito Brandsma (víctima de la persecución anticatólica nazi en Holanda), el 28
(los o. carm lo celebran el 24) el beato Juan Soreth (carmelita del s. XV,
fundador de las monjas carmelitas y del Carmelo Seglar, ya que otorgó el
reconocimiento jurídico a unas y otros, como miembros de derecho de la
familia carmelitana). Como podemos ver, este mes ofrece una buena ocasión
para reflexionar sobre la identidad del Carmelo y su historia, marcada por la
santidad de muchos de sus hijos e hijas. El
libro del Apocalipsis habla de «una muchedumbre inmensa, que nadie puede
contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación, que se encuentra ante el trono
de Dios» (Ap 7,9ss). Los carmelitas somos una pequeña imagen de esa Iglesia
del Cielo. Efectivamente, somos una familia compuesta por hombres y mujeres
de distintas proveniencias y de todas las condiciones sociales y estados de
vida: frailes, monjas contemplativas, ermitaños, religiosas de vida activa,
miembros de institutos seculares, laicos consagrados en el Carmelo Seglar,
pertenecientes a hermandades y cofradías carmelitanas y simpatizantes unidos
afectivamente a la Orden. Todos somos carmelitas, aunque cada uno viva su
pertenencia a esta Orden de manera distinta, según su condición peculiar y su
estado de vida. Los
carmelitas de la antigua observancia (los “calzados”, o. carm.) son cerca de
1.000 monjas repartidas en 80 monasterios y unos 2.000 frailes en 329
conventos, además de varias congregaciones de religiosas de vida activa y de
grupos de laicos afiliados. Los
carmelitas descalzos (o “teresianos”, o.c.d.) somos unos 4.000 frailes en 500
conventos, unas 13.000 monjas contemplativas en 900 monasterios, más de 60
congregaciones religiosas de vida activa afiliadas a la Orden, entre 30 y
40.000 miembros del Carmelo Seglar y otros grupos de laicos que comparten
nuestra espiritualidad en distinta medida. Nos
puedes encontrar en los lugares más insospechados, como Irak, Egipto, Burkina
Faso, Camerún, Japón, Australia... o a la vuelta de la esquina. Atendemos
casas de oración, institutos de espiritualidad, editoriales, estaciones
misioneras, damos clases, tenemos parroquias y colegios... Hay hermanos
nuestros trabajando en congregaciones del Vaticano y en orfanatos de la
India, en universidades europeas y en leproserías africanas. Tenemos
presencias en grandes ciudades, como Dallas o París y en pequeños pueblos,
como el Burgo de Osma (donde nací yo). Sin embargo, independientemente de
dónde nos encontremos o de qué hagamos, se puede descubrir en nosotros un
aire de familia que nos une y caracteriza, aunque algunas veces nuestro
comportamiento no esté a la altura de nuestra vocación. Reflexiones sobre el «carisma» Antes
de hablar del «carisma» del Carmelo (de su identidad) y de las peculiaridades
propias del Carmelo descalzo, tenemos que decir unas palabras sobre lo que
significa la palabra «carisma». Este término proviene del griego (charis) y
hace referencia a algo que Dios regala a los seres humanos y que les provoca
bienestar (puede ser un objeto o una capacidad). De la misma raíz vienen las
palabras «gratis», «gratuito», «gracia», «gracioso» y «caridad». Estas
palabras se refieren siempre a dones generosos por parte de Dios e
inmerecidos por parte del hombre. Los
«carismas» en la Biblia. En el Antiguo Testamento algunos personajes reciben
el Espíritu Santo que les capacita para realizar una misión a favor del
pueblo (cf. Jue 11,29; 1Sam 11,26; etc.). En el Nuevo Testamento san Pedro
utiliza el término una vez: «Cada uno ha recibido su don. Ponedlo al servicio
de los demás, como buenos administradores de los carismas recibidos de Dios»
(1Pe 4,10). San Pablo lo usa 16 veces para hablar de aquellas capacidades
particulares que Dios reparte entre los creyentes para el bien de la
comunidad y para la construcción de la Iglesia. Son manifestación de la única
gracia que el Padre nos ofrece por Cristo en el Espíritu de manera generosa y
gratuita y que se diversifica en cada persona. San
Pablo ofrece un tratado sobre los carismas y su significado en 1Cor 12-14:
«Hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu. Hay diversidad de
ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero un solo
Dios que las activa todas. A cada cual se le concede un don del espíritu para
el bien común. Porque a uno el Espíritu lo capacita para hablar con
sabiduría, mientras que a otro el mismo Espíritu le concede una doctrina
superior». En
sus escritos, el apóstol de los gentiles llega a citar más de 20 carismas
distintos: apostolado, diaconía, don de gobierno, poder de hacer milagros,
capacidad para enseñar, sabiduría, ciencia, fe, curaciones, profecía,
discernimiento de espíritus, don de lenguas, interpretación de lenguas, etc.
Todos ellos son valorados positivamente: «No extingáis el Espíritu, no
despreciéis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1Tes
5,19-21). Sin embargo, rechaza toda apropiación individual de estos dones.
Quien quiere apropiarse de ellos los convierte en estériles y perjudiciales.
Por eso interviene con su autoridad apostólica para discernirlos y
encauzarlos al bien común. Todos los carismas que Dios regala, los da para el
bien de toda la comunidad y la extensión de la Iglesia. Si no cumplen con
estos cometidos es porque son falsos o están siendo mal utilizados. Todos son
útiles, pero no imprescindibles. Dios puede suscitar unos u otros en cada
momento. Para
san Pablo, el criterio último y definitivo que nunca puede faltar es la
«caridad», la que de verdad impulsa el crecimiento continuo y ordenado de la
Iglesia hasta la medida del hombre perfecto, que es Cristo. Los demás
carismas pueden ser pasajeros o permanentes, normales o extraordinarios,
pueden aparecer unos y desaparecer otros según las capacidades de los
individuos y las necesidades de las personas, pero todos estamos llamados a
vivir la plenitud del amor. El
«carisma» en la historia. San Pablo también introduce entre los «carismas» el
celibato y el matrimonio (1Cor 7,7). Algunos Padres hablan de los carismas
del exorcismo, del ayuno, de la continencia, del martirio, de la
misericordia. Sin embargo, cada vez se utilizó la palabra en un sentido más
restringido, llegando a reservarse para los dones extraordinarios: milagros y
profecías, principalmente. Incluso se llegó a afirmar que los «carismas»
fueron dones de Dios a la Iglesia primitiva, porque se estaba construyendo y
necesitaba de esas ayudas; pero una vez que ya está establecida, no los
necesita, por lo que habrían desaparecido. Algunos escritores afirmaban que
Dios sigue repartiendo sus «dones y gracias» a todos y de una manera especial
a los fundadores de órdenes religiosas, aunque sin utilizar el término
«carisma». El
Vaticano II redescubrió el término con su sentido más original: Dios suscita
una inmensa variedad de carismas en la Iglesia, que la enriquecen, embellecen
y contribuyen positivamente a la construcción del único Cuerpo de Cristo. La
Perfectae Caritatis invitó a los consagrados a que clarificaran el propio
carisma congregacional, el que Dios regaló a la Iglesia por medio de sus
fundadores, a veces oscurecido por añadidos o desviaciones posteriores:
«Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos de los propios
fundadores [...]. Busquen un conocimiento genuino de su espíritu primero, de
suerte que conservándolo fielmente al decidir las adaptaciones, la vida
religiosa se vea purificada de elementos extraños y libre de lo anticuado». El
concilio habla del «espíritu de los fundadores». El primero que usa el
término «carisma de los fundadores» es Pablo VI. Por su parte, Juan Pablo II
invitó a los religiosos a vivir una «fidelidad creativa al carisma de los
fundadores». En la Mutua Relationes escribe: «El carisma de los fundadores se
revela como una experiencia del Espíritu, transmitida a los propios
discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada
constantemente en sintonía con el cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.
Por eso la iglesia defiende y sostiene la índole propia de los diversos
institutos». El «carisma» del Carmelo La
Orden del Carmelo surgió en un tiempo y lugar determinados, con unos ideales
concretos y unos elementos configuradores del carisma, que se plasmaron en la
Regla de san Alberto y después se desarrollaron y enriquecieron a través de
los siglos con la vivencia de los Carmelitas (frailes, monjas y seglares). En
concreto, podemos subrayar cuatro elementos fundamentales del carisma
carmelitano: 1.
La fuerte dimensión contemplativa. El profeta Elías se retiró al monte para
tener una experiencia del Dios vivo y lo descubrió en la caricia de una brisa
suave. Como él, los carmelitas buscan el rostro de Dios, se esfuerzan por
meditar su Palabra y vivir en su presencia, quieren dejarse acariciar por la
brisa de su Espíritu. El Carmelo, antes que un conjunto de doctrinas que
estudiar o de prácticas morales, es una propuesta de vida, en la que son
esenciales el encuentro personal con el Dios vivo, la experiencia de su
cercanía, de su amor, de su ternura y de su gracia. Los tiempos prolongados
de silencio y soledad favorecen este aspecto. 2.
La vida en obsequio de Jesucristo. El Carmelita no se consagra a hacer cosas,
sino a servir a Cristo con corazón sincero. Su Dios no es un ser impersonal,
que permanece desconocido e inaccesible. Dios se ha hecho cercano, se ha
manifestado en Cristo, que es el único camino que nos lleva al Padre y la
única fuente del Espíritu Santo. La lectura asidua de la Escritura, la
celebración de los sacramentos, la práctica de las virtudes teologales (fe,
esperanza y caridad), nos ayudan a identificarnos con Cristo, a apropiarnos
de sus sentimientos, a revestirnos de él, a quien pertenecemos por completo.
Más importante que los trabajos que desarrollamos en cada momento es la
conciencia de pertenecer a Cristo y de hacer todo por su amor. 3.
La dimensión mariana. En el Carmelo, María es la hermana mayor, compañera de
camino, madre, protectora y modelo de consagración. El mismo título oficial
de la Orden indica una relación de especial intimidad con ella: “Hermanos de
la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”. Los carmelitas veneran a
la “peregrina de la fe” como maestra de oración, de escucha de la Palabra y
de confianza en Dios y se sienten sus “hermanos”. 4.
La misión al servicio de la Iglesia. Desde el siglo XIII, en que los
primitivos ermitaños se convierten en mendicantes, como las otras Órdenes
Mendicantes (franciscanos, dominicos y agustinos, principalmente), asumen los
trabajos pastorales en beneficio de los hermanos, especialmente mediante la
predicación y la consagración misionera, renunciando a la “estabilidad”
monástica y estando dispuestos a ponerse siempre en camino para ofrecer su
servicio allí donde se los requiera. Estos
son los elementos esenciales que compartimos todos los que pertenecemos a
esta gran familia, vividos de manera distinta en cada grupo y con otras
características peculiares en cada caso. Las distintas congregaciones y
comunidades (sea de religiosos o de laicos) que han surgido a lo largo de los
siglos han enriquecido la Orden, subrayando en cada caso algunos elementos
propios. El «carisma» del Carmelo descalzo Santa
Teresa era Carmelita y asumió los valores esenciales de la Orden,
enriqueciéndolos con otros que en su momento eran nuevos, provenientes de su
particular experiencia de Dios y de las intuiciones que él le inspiró. En el
convento de san José se fue forjando una nueva manera de vivir el carisma
carmelitano. Las hermanas se reunían periódicamente para hablar con Teresa de
sus ideales de vida y de su oración. En cierto momento le pidieron que
pusiera por escrito los contenidos de aquellas conversaciones y ella lo hizo,
redactando el Camino de perfección. De ahí podemos entresacar seis valores
esenciales del Carmelo descalzo o teresiano: 1.
La dimensión afectiva de la oración, no entendida como repetición de textos
escritos por otros (oración vocal) ni como reflexión intelectual
(meditación), sino como trato de amistad con Cristo, con el que se establece
una relación personal y al que se dedican los mejores tiempos de la jornada.
Más importante que los métodos comunes es el camino personal para crecer en
esta intimidad: «En este camino, no está la cosa en pensar mucho, sino en
amar mucho; así, aquello que más os incitare a amar, eso haced». 2.
La vivencia de una sencilla fraternidad en igualdad absoluta entre todos los
miembros de la comunidad, sin importar la proveniencia o los oficios
desempeñados: «Aquí todas se han de amar, todas se han de ayudar... La que
tenga un padre más noble, que lo nombre menos... La tabla de barrer que
comience por la priora... No se haga más con la priora y las antiguas que con
las demás, sino atiéndanse a cada una según su necesidad». Para cultivar esta
fraternidad sencilla y desenfadada mandó a sus frailes y sus monjas que
tuvieran encuentros de diálogo y recreación después de las comidas del
mediodía y de la noche. 3.
El cultivo de las virtudes humanas y sociales como verdadero cimiento de la
consagración: sinceridad, educación, respeto, gratitud, alegría,
laboriosidad, buen humor, afabilidad, higiene: «Le enseñamos nuestro
particular estilo de recreación y hermandad... Tristeza y melancolía no las
quiero en casa mía... Las enfermas sean curadas con todo amor y regalo y
piedad, que antes falte lo necesario a las sanas que algunos consuelos a las
enfermas... Esto más con cuidado y amor que no con rigor… La priora procure
ser amada para ser obedecida». Santa Teresa piensa que es inútil hablar de
altas espiritualidades si faltan estas virtudes humanas, que son el cimiento
de todo lo demás. 4.
El interés por la formación humana y teológica, el estudio de las «letras», la
lectura espiritual y el aprecio de la cultura: «Procuren siempre tratar con
quien tenga letras y tengan libertad para tratar de su oración y de su
espíritu... Sean amigas de buenos libros, que son tan necesarios para el alma
como el alimento para el cuerpo». Solamente las personas bien formadas pueden
decidir por sí mismas, sin depender de los demás para todo y sin dejarse
manipular. 5.
La «esencialidad» de vida, no permitiendo que lo accesorio ocupe puestos
importantes en los corazones, sabiendo que las cosas son solo medios y nunca
fines en sí mismas, viviendo con generosidad el desasimiento, que es otra
palabra para nombrar la verdadera libertad: «No consintamos que sea esclava
de nadie nuestra libertad, sino del que la compró con su sangre... Todo lo
poseo, porque nada necesito… Solo Dios basta». 6.
La pasión por la Iglesia y por cada uno de sus miembros, que se manifiesta en
el espíritu apostólico (el deseo de que todos puedan conocer a Cristo) y
misionero (que el evangelio alcance hasta los confines de la tierra) y el
afecto hacia los sacerdotes y teólogos (orando y sacrificándose por ellos).
«No me cuestan pocas lágrimas estos indios… Daría mil vidas por salvar un
alma… Piensen que para este fin las reunió el Señor y que no son estos
tiempos de tratar con Su Majestad negocios de poca importancia». Intuición
llevada a plenitud por Santa Teresita, que define su vocación como ser el
amor en el corazón de nuestra Madre, la Iglesia. La actualidad del carisma según santa
Teresa de Jesús «Oigo
algunas veces de los principios de las Órdenes decir que, como eran los
cimientos, hacía el Señor mayores mercedes a aquellos Santos nuestros
pasados. Y es así; más siempre habrían de mirar que son cimiento de los que
están por venir. Porque si ahora los que vivimos no hubiésemos caído de lo
que los pasados, y los que viniesen después de nosotros hiciesen otro tanto,
siempre estaría firme el edificio. ¿Qué me aprovecha a mí que los Santos
pasados hayan sido tales, si yo soy tan ruin después, que dejo estragado con
la mala costumbre el edificio? Porque está claro que los que vienen no se
acuerdan tanto de los que ha muchos años que pasaron, como de los que ven
presentes. Donosa cosa es que lo eche yo a no ser de las primeras, y no mire
la diferencia que hay de mi vida y virtudes a la de aquellos a quien Dios
hacía tan grandes mercedes» (Fundaciones 4,6). Es
decir, que Dios no solo hizo maravillas en el pasado, entre los que se
abrieron a su obrar, sino que quiere seguir haciéndolas hoy, por lo que tenemos
que acoger su gracia y colaborar con ella. No basta con mirar al pasado y con
lamentarse por los males presentes. Cada uno, personalmente, tiene que poner
manos a la obra y buscar la manera de encarnar el carisma en las
circunstancias concretas que le tocan vivir, aquí y ahora. El Señor nos lo
conceda. «Ahora
estamos en paz calzados y descalzos. No nos estorba nadie para servir a
Nuestro Señor. Por eso, hermanos y hermanas mías, pues tan bien ha oído sus
oraciones, prisa a servir a su Majestad. Miren los presentes, que son
testigos de vista, las mercedes que nos ha hecho y de los trabajos y
desasosiegos que nos ha librado; y los que estén por venir, pues lo hallan
llano todo, no dejen caer ninguna cosa de perfección, por amor de Nuestro
Señor. No se diga por ellos lo que de algunas Órdenes que loan sus
principios. Ahora comenzamos, y procuren ir comenzando siempre de bien en
mejor» (Fundaciones 29,32). En
la historia del cristianismo siempre estamos empezando, porque Dios actúa
siempre, en cada generación. La Iglesia no es un edificio de piedra ya
construido que, como mucho, hay que reparar o pintar de vez en cuando. La
Iglesia es un edificio de piedras vivas. En cada generación cambian las
“piedras” (las personas que la forman), por lo que siempre estamos en proceso
de construcción. De nosotros no depende el pasado de la Iglesia (solo somos
sus herederos), y tampoco el futuro (que está en las manos de Dios). De
nosotros solo depende el presente. Estamos llamados a actualizar la salvación
de Dios entre nuestros contemporáneos, a ser testigos de su misericordia, a
vivir gozosamente nuestra fe. Digamos con María: “Aquí estoy, Señor,
dispuesto a hacer tu voluntad. Puedes contar conmigo”. P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. Centro
Interprovinciale ocd Via
Gaspare Spontini, 17 00198-ROMA http://padreeduardosanzdemiguel.blogspot.it/ http://www.caminando-con-jesus.org/CARMELITA/ESDM/index.htm |
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Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds |