Junto a la Pascua,
sólo la Navidad
ha conservado una octava festiva. El misterio de Navidad es demasiado grande
para agotarse en la celebración de una sola noche. La Iglesia lo profundiza a
lo largo de varios días, en los que lo contempla desde distintos ángulos de
visión. La luz que se enciende en la Nochebuena crece en los días posteriores y
ofrece una comprensión cada vez más profunda del eterno designio de Dios, que
se ha manifestado en Cristo.
El Comites
Christi. La celebración de las fiestas de algunos Santos
no nos aparta de la gozosa contemplación del Emmanuel. De hecho, Él es el Rey
de los Santos. El nacimiento de Cristo, que es la cabeza de la Iglesia, prepara el
nacimiento de su cuerpo místico. La fiesta de Jesús se prolonga en la fiesta
de los mejores miembros de la Iglesia. Contemplando
el cuerpo frágil que el Hijo de Dios ha asumió por amor, se comprende la
responsabilidad que tienen los que hoy forman su cuerpo por el bautismo: cada
uno está llamado a vivir como corresponde a los miembros de tal cuerpo. Los
autores medievales llamaron al cortejo de los Santos que acompañan al Niño
Jesús en Navidad, Comites Christi y
escribieron numerosas páginas sobre el
argumento. Los antiguos textos españoles lo traducían por la Sagrada compaña. En
cierto momento, se dedicó el día de San Esteban a celebrar la fiesta de los
diáconos, el de San Juan la de los sacerdotes y el de los Santos Inocentes la
de los estudiantes clérigos y novicios. Entre los siglos XI y XIV, esta
última se convirtió en la fiesta de los locos. En algunas catedrales se
transformó en fiesta de los monaguillos, permitiendo que éstos realizaran en
el templo algunas de las funciones normalmente reservadas a los clérigos. En
España se sigue celebrando una fiesta popular en la que hacer bromas a la
gente. De hecho, los que sufren las bromas son llamados inocentes hasta el
presente.
San Esteban, protomártir. Es
celebrado al día siguiente de Navidad, al menos desde el s. IV en Oriente y
desde el s. V en Occidente. En la extensión de esta fiesta, influyó mucho la
carta del presbítero Luciano, que el año 415 comunicó a las Iglesias el hallazgo
de sus reliquias en Jerusalén. En la primera lectura se recuerda su
sacrificio y el Evangelio dice que a todos los que creen en el Niño de Belén
les puede pasar lo mismo. De alguna manera, en el Evangelio del día de
Navidad ya lo habíamos escuchado: «La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla
no la recibió [...] Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,1ss). Los hijos de las tinieblas rechazan la luz que
denuncia sus pecados. Por eso, Jesús dice: «Os entregarán a los tribunales,
os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes,
por mi causa […] El que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10,17-22).
Estamos llamados a no quedarnos sólo en los elementos externos de la Navidad, sino a
comprender las consecuencias de la Encarnación: El Hijo de Dios ha asumido nuestra
naturaleza herida por el pecado: las blasfemias, los crímenes y las omisiones
de los hombres de todos los tiempos. Ha cargado con todo y ha pagado por
todos. De hecho, en los cuadros e iconos antiguos, el pesebre tiene forma de
sepulcro y el Niño es representado envuelto en vendas, como si fuera un
cadáver. Sus lágrimas son anticipo de una vida de sufrimientos, libremente
asumida, para salvar al hombre del pecado. Por eso, el primer día de la Octava, las vestiduras
litúrgicas blancas o doradas, signo de la gloria y de la luz, se cambian por
el rojo de la sangre derramada. (Este año 2010 la fiesta de San Esteban no se
celebra, porque cae en domingo, por lo que se celebra la Sagrada Familia,
de la que hablo más adelante).
San Juan evangelista. Desde
época muy antigua comenzó a celebrarse la memoria de los apóstoles en los
días siguientes a la Navidad,
para indicar que Cristo ha elegido colaboradores, a los que ha querido
asociar a su obra desde el primer momento. En Siria se celebraba a San Pedro
y San Pablo el 27 y a Santiago y San Juan el 28. En África se celebraban
juntos Los Inocentes, San Esteban, San Juan Bautista y Santiago el Mayor,
asesinados en tiempos de Herodes. Después de algunas variaciones, en el s. VI
se fijó el 27 de diciembre la fiesta de San Juan Evangelista, el teólogo que
profundiza en el significado último de la encarnación en el prólogo de su
Evangelio, que se lee en la
Misa de Navidad y otros días cercanos (31 de diciembre,
segundo domingo de Navidad). La primera lectura del día habla del realismo de
la encarnación, del que el Apóstol es testigo directo: «Lo que hemos oído, lo
que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon
nuestras manos […] Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos» (1Jn 1,1ss).
El discípulo amado invita a creer en la Palabra hecha carne, para convertirnos nosotros
también en discípulos amados.
Los Santos Inocentes. La
celebración de una memoria del martirio de los Niños de Belén, por orden del
rey Herodes, está testimoniada por primera vez en el calendario de Cartago,
del año 505, aunque ya muchos padres lo habían exaltado. Santa Teresa Benedicta de la
Cruz (Edith Stein) recuerda que «la estrella de Belén es,
incluso hoy, una estrella en la noche oscura [...] Esteban, el protomártir,
el primero que siguió al Señor en el martirio, y los niños inocentes, los
bebés de Belén y de Judá, brutalmente degollados en las manos de los crueles
verdugos, forman el séquito del Niño en el pesebre». Los ángeles anunciaron
la paz a los hombres y el Príncipe de la paz la entrega a los que creen. Pero
no todos lo aceptan. Por el contrario, desde el principio, muchos lo
rechazaron y persiguieron. La crueldad de Herodes es imagen de todas las
violencias realizadas contra personas inocentes. El llanto de Raquel, que
murió al dar a luz a su hijo Benjamín, es evocado por el profeta Jeremías
(31,15) para explicar el dolor de Jerusalén cuando sus hijos fueron llevados
al destierro. San Mateo lo aplica al sufrimiento de las madres que perdieron
a sus hijos por la violencia de los soldados del rey: «Entonces se cumplió el
oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá,
mucho llanto y lamento; es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere
consolarse, porque ya no existen» (Mt 2,18). Al recordar la degollación de
los Inocentes, la Iglesia
pone su mirada en Cristo, que se ha hecho voluntariamente débil, y toma la
firme decisión de ayudar siempre a los desvalidos. En esta fiesta, la Iglesia invita, especialmente,
a defender el derecho a la vida de los no nacidos.
La Sagrada Familia. Esta
fiesta tiene sentido en el contexto de Navidad, a pesar de que no se
introdujo en la liturgia hasta 1893, por mandato de León XIII, y ha sido
cambiada de fecha en varias ocasiones. Posee lecturas propias en cada ciclo,
con referencias a la infancia de Jesús en el seno de la Sagrada Familia,
propuesta como «maravilloso ejemplo» para los fieles, que están llamados a
imitar su vida. También las lecturas de la liturgia de las horas insisten en
la ejemplaridad de la
Sagrada Familia de Nazaret. Especialmente la alocución del
Papa Pablo VI, que la propone como modelo de silencio, de comunión en el amor
y de sencilla laboriosidad. Coincidiendo con esta fiesta, en muchos lugares
se tienen celebraciones especiales en defensa de la familia y de la vida.
Fin del año civil. Hablando
con propiedad, el 31 de diciembre no es una fiesta litúrgica. Pero es una
fecha muy arraigada en la sociedad, que celebra el final de año con conciertos,
cenas, fuegos de artificio y otras manifestaciones populares. Así la presenta
la Congregación
para el Culto Divino: «La ocasión invita a los fieles a reflexionar sobre el
“misterio del tiempo”, que corre veloz e inexorable. Esto suscita en su
espíritu un doble sentimiento: arrepentimiento y pesar por las culpas
cometidas y por las ocasiones de gracia perdidas durante el año que llega a
su fin; agradecimiento por los beneficios recibidos de Dios. Esta doble
actitud ha dado origen, respectivamente, a dos ejercicios de piedad: la
exposición prolongada del Santísimo Sacramento, que ofrece una ocasión a las
comunidades religiosas y a los fieles, para un tiempo de oración,
preferentemente en silencio; y al canto del “Te Deum”, como expresión
comunitaria de alabanza y agradecimiento por los beneficios obtenidos de Dios
en el curso del año que está a punto de terminar».
Santa María, Madre de Dios. Desde el
Concilio de Éfeso comenzó a celebrarse una fiesta
en honor de la Madre
de Dios. En Roma se estableció el 1 de enero y tomó el nombre de Natale Santae Mariae. La liturgia bizantina le dedica una Sinapsis el
26 de diciembre, el rito copto el 16 de enero y la liturgia Mozárabe el 18 de
diciembre. En fechas cercanas encontramos celebraciones similares en las otras
liturgias antiguas. Con el tiempo, en el calendario se introdujeron otras
fiestas en honor de la
Virgen María, y la de su maternidad divina terminó por
desaparecer, aunque la liturgia del 1 de enero conservó numerosas referencias
a María en sus textos. Pío XII la restauró en 1931, para celebrar el 1500
aniversario del concilio de Éfeso. Como el concilio
se clausuró el 11 de octubre, mandó celebrarla en esa fecha. Finalmente,
Pablo VI, regresando a las tradiciones más antiguas, consagró el final de la Octava de Navidad a
María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Los textos de la Liturgia de las Horas
expresan con profundidad el contenido dogmático de la fiesta. Principalmente,
la revelación de la identidad del Hijo de María. La liturgia del día
desarrolla (con citas del Antiguo Testamento) un segundo tema: Jesús,
naciendo de María, se inserta en la historia de Israel y da cumplimiento a
las promesas de los profetas: «Ha brotado un renuevo del tronco de Jesé, ha
salido una estrella de la casa de Jacob: la Virgen ha dado a luz al Salvador». Pablo VI
decretó en 1967 que en esta fecha se celebre la jornada mundial de la paz,
por lo que es tradición que cada año el Sumo Pontífice escriba un mensaje. La
justificación es que celebramos al que Isaías anunció como «Príncipe de la
paz», en cuyo reino «la paz no tendrá fin» (Is
9,5-6). Los ángeles también anunciaron en su nacimiento la «paz a la tierra»
(Lc 2,14). Los cristianos recibimos la paz de Cristo y tenemos que ser
instrumentos de su paz.
El Santísimo Nombre de Jesús. En la Biblia, el nombre define
a la persona y tiene la capacidad de hacerla presente. Por eso, los judíos
rezan a A Hashem (El
Nombre), porque el Nombre de Dios es Dios mismo. Ratzinger dedicó un
interesante estudio a la revelación de Dios a través de los nombres Elohim y
YHWH, en el que muestra que no expresan tanto la esencia de Dios, cuanto su
deseo de hacerse «nombrable» para el hombre,
cercano a él. Esta revelación llega a plenitud en el uso que hace Jesús del
«Yo soy» en el evangelio de San Juan. Allí se manifiesta que Dios se ha hecho
definitivamente accesible. Su nombre ya no es sólo un apelativo, sino que
indica una presencia que escucha y habla al ser humano desde dentro de su
historia. Esto se manifiesta también con la revelación que hace el ángel del
nombre de Jesús y de su significado (cf. Mt 1,21;
Lc 1,31). Desde el s. XIII, los dominicos erigieron asociaciones de fieles
con el título de Sociedad del Santo Nombre de Dios y le dedicaron altares en
sus templos. San Bernardino de Siena se servía en sus predicaciones de una
tabla con el monograma del Nombre de Jesús pintado (IHS en letras góticas,
con una cruz sobre la H),
rodeado por un sol con rayos. Por influencia suya, la ciudad de Siena lo
adoptó como escudo. También se generalizó colocar este emblema en las puertas
de los Sagrarios. San Ignacio de Loyola lo convirtió
en el escudo de la Compañía
de Jesús. Santa Teresa de Jesús lo usaba como sello y lo escribía al inicio
de todas sus cartas. Inocencio VI estableció en 1721 una fiesta del Nombre de
Jesús, para toda la Iglesia
latina, el segundo domingo después de Epifanía. San Pío X la trasladó al
primer domingo de enero (a no ser que coincidiera con el día de Epifanía, en
cuyo caso se celebraba el 2 de enero). Después de desaparecer del calendario,
la nueva edición del Misal de 2002 la recuperó el 3 de enero. Numerosas
cofradías de España e Hispanoamérica siguen honrando el Dulce Nombre de
Jesús, realizando cultos en su honor y sacando en procesión una imagen del
Niño Jesús este día. Los antiguos himnos de la fiesta provenían del hermoso
poema de 50 estrofas Iubilus de nomine Iesu, escrito en el siglo XI, posiblemente por San
Bernardo de Claraval. En él afirma que ni las
palabras escritas ni las habladas son capaces de explicar lo que es el amor
de Jesús, porque sólo la experiencia permite comprender lo que significa. Las
estrofas de Vísperas, que comienzan por «Iesu dulcis memoria», son las más conocidas. Ésta es la
oración colecta actual: «Dios Padre Misericordioso, te pedimos que quienes
veneramos el Santísimo Nombre de Jesús, podamos disfrutar en esta vida de la
dulzura de su gracia y de su gozo eterno en el Cielo».
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Teresianum
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P. EDO. SANZ DE MIGUEL, OCD.
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