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Domingo II de Cuaresma: La transfiguración P. Eduardo Sanz de Miguel, oc.d. |
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Al inicio de su camino hacia la cruz, el Padre manifiesta que Jesús es
su «Hijo amado» y por un momento revela su gloria en la carne mortal de
Cristo. Se manifiesta así su verdadera identidad, que ya se adivina en sus
milagros y que los demonios han intuido, pero que los discípulos no terminan
de descubrir. De ella dan testimonio Moisés y Elías (la Ley y los profetas),
que lo anunciaron y ante el que se retiran, para dar paso al evangelio. De
hecho, cuando Jesús levanta del suelo a sus asustados discípulos, «ya no
vieron a nadie más que a Jesús, solo» (Mt 17,8). El mesías
sufriente. El evangelista Marcos afirma desde
el principio que el contenido de su evangelio es Jesús mismo, el mesías, el Hijo de Dios (Mc
1,1). Toda la primera parte de su obra culmina en la confesión de Pedro: «Tú
eres el mesías». La segunda culmina con la
confesión del centurión romano, en el momento de la muerte del Señor: «Este
era Hijo de Dios». El Bautismo, narrado al inicio del evangelio (1,9-11), es
la introducción y la clave de lectura de la primera parte: indica que el que
hace maravillas es el que antes se metió en la fila de los pecadores y aceptó
ser el siervo que carga con los pecados. Por su parte, la transfiguración,
narrada al inicio de la segunda parte (9,2ss), es la introducción y la clave
de lectura del viaje de Jesús a Jerusalén: nos hace comprender que el que
camina hacia la cruz, abandonado e incomprendido, es el Hijo que el Padre
quiere que escuchemos, que manifiesta su gloria en la debilidad. Los
paralelismos hacen ver la relación entre los dos acontecimientos, ya que son
la cara y la cruz de la misma moneda. A la confesión de Pedro («Tú eres el mesías»),
sigue el primer anuncio de la pasión («Jesús empezó a enseñarles que tenía
que padecer mucho»). A continuación Jesús inicia el viaje definitivo hacia
Jerusalén. Las palabras de Jesús explican que su mesianismo no lo
caracteriza el poder, sino el servicio; no la gloria humana, sino la
humillación. Pedro no lo entiende, porque le parece imposible que el mesías deba sufrir y se lo hace saber a Jesús. Al igual
que sus contemporáneos, esperaba un mesías fuerte y
poderoso. Pero Jesús insiste en que debe subir a Jerusalén y morir. La
transfiguración tiene lugar al inicio de este viaje, que será el último de
Jesús. En san Marcos, en san Mateo y en san Lucas encontramos que la
confesión de Pedro, las explicaciones de Jesús sobre el verdadero significado
de su mesianismo y la transfiguración están íntimamente unidos y enlazados
entre sí. Los dos primeros dicen que la transfiguración sucedió «seis días
después» (Mt 17,1; Mc 9,2), mientras que el tercero
la sitúa: «unos ocho días después» (Lc 9,28).
Poniendo estos acontecimientos en relación, nos indican que la
transfiguración es, también, explicación del mesianismo de Jesús: en Él se
juntan, de manera misteriosa, la pasión y la gloria. La
montaña, la nube y la voz. El evangelio
afirma que la transfiguración tiene lugar en una «montaña alta» (Mc 9,2; Mt 17,1). De esta manera, la pone en relación con
dos importantes acontecimientos bíblicos, que también sucedieron en lo alto
de una montaña: la Alianza que Dios estableció con Israel en la cima del
Sinaí, en tiempos de Moisés, y la revelación de que hay un solo Dios
verdadero, que Él realizó en la cima del Carmelo, en tiempos de Elías. De
hecho, ambos están presentes en el Tabor, para dar testimonio de Cristo, que
lleva a cumplimiento lo que ellos iniciaron. Más tarde, la muerte de Jesús y
su ascensión al cielo también sucederán en dos montes: el Calvario y el de
los olivos. La subida al monte hace referencia al esfuerzo de los que siguen a
Jesús. La mayoría se quedó en el valle. San Jerónimo destaca que solo los que
subieron al monte vieron a Jesús transfigurado. Así, los cristianos deben
caminar con Cristo para contemplarle: «Jesús no se transfigura mientras está
abajo: sube y entonces se transfigura. “Y los llevó a ellos solos, aparte, a
un monte alto, y se transfiguró delante de ellos”. Incluso hoy en día está
abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también
abajo a Jesús y son las turbas que no pueden subir al monte –al monte suben
tan solo los discípulos, las turbas se quedan abajo–;
si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en
vestidos blancos, sino en vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está
totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los brutos animales, este no
puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la palabra
de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para este Jesús se
transfigura al instante y sus vestidos se hacen blanquísimos». La nube simboliza la presencia de Dios. Durante el Éxodo, en
el desierto, Dios se hacía presente por medio de una nube que guiaba al
pueblo y, cuando montaban el campamento, «descendía» sobre la tienda del
encuentro, «cubriéndola» con su sombra (Ex 24,15-18). Isaías la identifica
con el Espíritu Santo (Is 63,14). Esa misma nube es la que «descendió» sobre
María y la «cubrió» con su sombra para fecundarla (Lc
1,35) y ahora «desciende» sobre Jesús y le «cubre» (Mc
9,7), para indicar que Dios se hace presente, llevando a cumplimiento todas
sus anteriores intervenciones salvíficas. Es
significativo el uso de los mismos verbos en los tres textos. Esto encuentra
una clarificación en la afirmación de san Juan: «La palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros» (Jn 1,14). La palabra usada
en griego es eskenosen, que hace referencia
a la presencia de Dios entre los hombres por medio de su gloria (la sekiná), que antiguamente se hizo presente en la
tienda del encuentro (cf. Ex 26,1) y ahora en Jesús. Como ya había sucedido en el bautismo, en la transfiguración Jesús
ora para someterse a la voluntad del Padre, que coincide con la obediencia y
el sufrimiento del mesías. Como respuesta, llegaron
del cielo los signos de su complacencia: la luz que transfiguró a Cristo y la
voz que lo proclamó «Hijo amado», añadiendo la invitación a escucharle,
porque es el Profeta definitivo. Los
testigos y la conversación. Pedro, Santiago
y Juan son los discípulos presentes en la transfiguración (testigos del poder
de Jesús). Son los mismos que se encontrarán también en Getsemaní,
en la noche en que Jesús fue entregado (testigos de su debilidad). Así podrán
dar testimonio de la gloria del siervo. El miedo que expresan es el temor
sagrado de quienes descubren la identidad de Jesús, que es al mismo tiempo mesías y siervo. En la transfiguración, vieron la gloria
de Dios en la debilidad de Jesús; la divinidad en su humanidad; su salvación
en el camino de la cruz. Pedro quiere hacer unas tiendas o cabañas para Jesús, Moisés y Elías.
Esto pone el acontecimiento en relación con la fiesta judía de las tiendas o
de las cabañas (llamada Sukkot en hebreo),
que recuerda el Éxodo, el camino de Israel por el desierto hacia la tierra
prometida. La fiesta consiste hasta el presente en hacer cabañas como morada
temporal. El profeta Zacarías dice que, en tiempos del mesías,
todos los pueblos subirán a Jerusalén a celebrar la fiesta de las cabañas (Zac 14,16-19). Por eso, los judíos identificaban esa
fiesta con el futuro triunfo del mesías y con el
establecimiento del reino de Dios. En este contexto, cuando Jesús inicia su
viaje definitivo a Jerusalén, en el que se revelará claramente su identidad y
se realizará la misión para la que vino al mundo, Moisés y Elías hablan con
Jesús de su «éxodo, que iba a consumarse en Jerusalén». La presencia de Moisés y Elías tiene gran importancia. El primero se
encuentra en los orígenes del judaísmo y el segundo era esperado al final de
los tiempos, para preparar la llegada del mesías.
Representan «la Ley y los profetas» (expresión común en la Sagrada Escritura
para referirse a toda la Biblia) y dan un testimonio concorde:
que Jesús cumple las esperanzas de Israel, que es el profeta último y
definitivo, que anuncia la Palabra de Dios. O mejor, como dice san Juan de la
Cruz, que es la única palabra que Dios tiene, por medio del cual nos habla. San Lucas señala que Jesús, Moisés y Elías «hablaban de su muerte (la
palabra usada en griego es éxodos), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). En su diálogo con el Padre, con la Ley y
los profetas, se confirma lo que hemos visto en el bautismo: Jesús es el
siervo de YHWH, que debe pasar por la cruz para llegar a la gloria. La Biblia
(Moisés y los profetas) testimonia que su muerte es un éxodo, un paso de este
mundo al Padre. Una vez más, asume la misión para la que ha venido al mundo y
acepta la voluntad del Padre. Así, muestra que la verdadera oración consiste
en unir nuestra voluntad a la de Dios. Por eso, la transfiguración en el Tabor
está íntimamente unida con la agonía en Getsemaní. Anticipo
de la resurrección y de la gloria futura. Siguiendo a los santos Padres, la liturgia ve en la transfiguración
un anticipo de la resurrección de Jesús: «Cristo, después de anunciar su
muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su
gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión
es el camino de la resurrección» (Prefacio del domingo II de Cuaresma ).
Podemos decir que en el rostro de Jesús brilla la luz divina que Él tenía en
su interior y que resplandecerá plenamente el día de la resurrección. Si la
transfiguración de Cristo es anticipo de la resurrección de su cuerpo mortal,
también revela nuestro destino final, ya que es anuncio de la futura
glorificación de nuestros cuerpos individuales y de su cuerpo místico, que es
la Iglesia. Entonces todo el
universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de
la salvación. Los vestidos de Jesús transfigurado «se volvieron blancos como la luz». Los
vestidos de los redimidos también serán blancos (Ap
7,9.13) porque «han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del
Cordero» (Ap 7,14).
Apartado 96 12530-Burriana (Castellón) |
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Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds |