1.
La fiesta judía. En
Canaán, el periodo de la siega de los cereales comenzaba con la fiesta de los
Ázimos y concluía con la de Pentecostés (Ex 23,16; 34,22). Los israelitas
transformaron las fiestas agrícolas y ganaderas en memoria de acontecimientos
salvíficos. Por ejemplo, la fiesta de los Ázimos (Pesaj, Pascua) se convirtió en celebración de la
salida de Egipto y Shabuot (la fiesta de las
semanas, Pentecostés) en memoria de la Alianza del Sinaí y del don de la Ley. Los 50 días que
transcurrían entre ambas se convirtieron en el recuerdo del camino
transcurrido desde la salida de Egipto hasta la llegada al Sinaí, y se
interpretaron como el periodo de purificación necesario para poder recibir la Ley de Dios.
De esta manera, para Israel, Pentecostés
supone la culminación del proceso de salvación iniciado en Pascua. Dios, que
liberó a Israel de la esclavitud, le concedió los medios necesarios para
poder vivir en libertad y en santidad: la Torá (que nosotros
traducimos por la Ley,
pero que es todo el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia). La Ley es el gran regalo de
Dios a Israel, para que pueda vivir su vocación de pueblo de la Alianza. Hasta el
presente, los judíos cuentan, a partir de Pascua, los 50 «días del Omer», con oraciones específicas para purificarse
y disponerse a acoger la Torá. Es la cuenta o Sefirat ha'Omer[1]. En las sinagogas, el día de Shabuot (que en griego se llama Pentecostés) se
leen los 613 preceptos (Mitzvot) y el libro
de Rut. Su historia es un perenne recordatorio de que todo israelita tiene
que convertirse continuamente y aceptar la Torá como norma de
vida.
2.
La fiesta cristiana.
Los primeros cristianos
dieron a la Pascua
un sentido nuevo, al referirla a la muerte y resurrección de Jesús, que tuvo
lugar durante unas fiestas pascuales. Lo mismo
sucedió con Pentecostés, que quedó marcado por la venida del Espíritu Santo
sobre los discípulos, dando origen a la Iglesia y a su misión evangelizadora. San Pablo
llama a Cristo «nuestro cordero pascual» (1Cor 5,7), poniendo en relación su
inmolación con la
Pascua. También lo llama «primicia de entre los muertos»
(1Cor 15,20.23), poniendo en relación su resurrección y la nuestra con
Pentecostés, en que se ofrecían a Dios las primicias de la cosecha. Así,
estas fiestas judías se fueron transformando en fiestas cristianas, con
contenidos específicos.
Hasta el presente, las tradiciones de
Israel dicen que Dios ofreció su Torá a todos los
pueblos y todos la rechazaron. Sólo la acogieron los israelitas. Por eso,
sólo hizo alianza con ellos en el Sinaí. Los Santos Padres vieron en el don
del Espíritu la universalización de esa alianza, según la promesa de Joel:
«Derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (Jl 3,1).
Ya San Pedro, citando esa profecía, dijo que con su cumplimiento en
Pentecostés han llegado «los días últimos» (Hch
2,14ss). Los Santos Padre vieron en Pentecostés la realización de lo que
anuncia San Pablo al hablar de «una alianza nueva, no basada en la letra de la Ley, sino en la fuerza del
Espíritu, porque la letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2Cor 3,6).
San Ireneo, por ejemplo, afirma que el Espíritu descendió en Pentecostés «con
el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud
a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en
todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y
ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones».
Si, al principio, Pentecostés era sólo la
conclusión del tiempo pascual y una oportunidad para bautizar a los que no
habían podido participar en la
Pascua, con el paso del tiempo fue adquiriendo gran
importancia y se convirtió en la fiesta del don del Espíritu Santo, especialmente
a partir de las polémicas sobre su identidad y de las clarificaciones de los
Padres Capadocios, recogidas en el Concilio de Constantinopla (año 381). Se
dio con Pentecostés el mismo proceso que con Navidad después del Concilio de
Nicea. En Nicea se definió que Jesús es verdadero Hijo de Dios y verdadero
hombre. En Constantinopla se definió que el Espíritu Santo también es Dios,
con la misma dignidad que el Padre y el Hijo. Navidad pasó a ser la fiesta de
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho carne, y Pentecostés la fiesta del Espíritu
Santo, que el Hijo nos envía desde el seno del Padre. Estas fiestas y sus
formularios se desarrollaron extraordinariamente, como cauce para afirmar la
ortodoxia.
3.
El don del Espíritu Santo. El Antiguo
Testamento dice que el Espíritu de YHWH descendió en numerosas ocasiones
sobre aquellos que tenían que actuar en nombre de Dios, para guiar o iluminar
al pueblo. Los profetas anunciaron que el Espíritu Santo consagraría al
Mesías y que en su tiempo se donaría a todos, para establecer una alianza
nueva, llevando a plenitud la creación entera. Se cumpliría, así, el deseo de
Moisés: «Ojalá todo el pueblo del Señor fuera
profeta y recibiera el Espíritu del Señor» (Nm
11,29).
«Al llegar la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), María concibió por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35). Más tarde, el
Bautista testimonió que el Espíritu descendió sobre Jesús «y se quedó sobre
Él» (Jn 1,32). El mismo Espíritu que consagró a
Jesús, «lo llevó al desierto» (Mt 4,1) y después lo devolvió a Galilea (cf. Lc 4,14). Desde ese
momento, habló con autoridad, actuó con poder y expulsó a los demonios «con
el dedo de Dios» (Lc 11,20), que es el Espíritu (cf. Mt 12,28). Jesús era tan consciente de que el
Espíritu de Dios actuaba en Él, que habló de una blasfemia que no se puede
perdonar, en referencia a los que afirmaban que era Belcebú (el príncipe de
los demonios) quien realizaba sus obras y no el Espíritu (cf.
Mc 3,28-30). Él, que poseía el Espíritu en
plenitud, lo prometió a sus fieles: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el
Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn
16,7). Su promesa empezó a cumplirse con su muerte y llegó a plenitud en
Pentecostés.
Durante la fiesta de las tiendas; Jesús dijo:
«Quien tenga sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno
brotarán torrentes de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que
habían de recibir los que creyeran en Él. Aún no había Espíritu, porque Jesús
no había sido glorificado» (Jn 7,37-39). Esto era
una profecía, en la línea de la realizada por Zacarías: «derramaré un
Espíritu de gracia y de oración y mirarán hacia aquél a quien traspasaron
[...] Aquel día habrá una fuente abierta para lavar el pecado» (Zac 12,10-13,1). Efectivamente, Jesús, al morir,
«inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn
19,30). Y poco después «un soldado le atravesó el costado con una lanza y al
instante salió sangre y agua […] para que se cumpliera la Escritura: Mirarán al
que atravesaron» (Jn 19,34-37). Así, Juan indica
que la fuente del Espíritu, anunciada por el profeta, es el corazón abierto
de Cristo. Esto nos hace comprender que el envío del Espíritu forma parte del
misterio pascual y es su cumplimiento pleno. Jesús, que estaba lleno del
Espíritu, derrama el Espíritu sobre los creyentes en el momento de morir. Es
como un frasco lleno de perfume que, cuando se rompe, derrama su buen olor a
su alrededor. Como las fuentes que surgen de las profundidades de la tierra,
formando los manantiales, el Espíritu Santo, que es la interioridad de Dios,
brota del corazón de Jesús a través de su costado atravesado (cf. Ez 12,10). Por su relación
con Él, es llamado «Espíritu de Cristo» (Rom 8,9),
«Espíritu de Jesucristo» (Flp 1,19), «Espíritu del
Señor» (2 Cor 3,17), «Espíritu del Hijo» (Gal 4,6).
Esto se hace especialmente visible en
Pentecostés, cuando Cristo derrama el Espíritu sobre los creyentes: «Exaltado
por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, lo
ha derramado sobre nosotros, tal como estáis viendo» (Hch
2,33). Precisamente en la fiesta en que se celebraba el don de la Ley en el Sinaí, se cumple
lo anunciado por los profetas: «pactaré con ellos una alianza nueva [...]
pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31,31-34). Así como Cristo es el nuevo templo, el
Espíritu es la Ley
del amor, no escrita en tablas de piedra, sino en los corazones y no sólo
destinada a Israel, sino a todos los hombres. Es importante recordar que Dios
se manifestó en el Sinaí, cuando dio a Moisés las tablas de la Ley, en el viento y en el
fuego (cf. Ex 19,18). Lo mismo sucedió el día de
Pentecostés: Un viento impetuoso llenó la casa y lenguas de fuego
descendieron sobre los apóstoles (cf. Hch 2,2-3). En el Sinaí, Dios hizo alianza con Israel. En
Pentecostés, Dios la hizo con todos los pueblos. Por eso, los apóstoles
hablaban todos los idiomas y todas las personas podían entenderlos.
4.
El nacimiento de la
Iglesia. Dicen los Hechos de los Apóstoles que
el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad reunida con María en una
oración concorde. Aquí ya podemos ver las
posteriores notas características de la Iglesia: una (oraban unidos, con una sola alma y un solo corazón), santa
(reciben el Espíritu de santidad), católica (es decir, universal, ya
que hablan todos los idiomas y se dirigen a todos los pueblos) y apostólica
(ya que el Espíritu desciende sobre los apóstoles, a los que consagra como
enviados de Cristo), pero también mariana (oraban unidos a María), misionera
(ese mismo día empiezan la predicación a todos los pueblos) y «romana»,
como concreción de la catolicidad, en el sentido de que los Hechos de los
Apóstoles nos cuentan la historia de esta Iglesia que nace en Jerusalén, que
se extiende por el mundo entero, y que manifiesta su plenitud cuando San
Pablo llega a Roma (ahí terminan los Hechos). Así, Pentecostés anticipa toda
la historia de la Iglesia.
También es importante recordar que, cuando
nace la Iglesia,
la primera comunidad estaba constituida por «unos ciento veinte hermanos» (Hch 1,15). Esto supone la plenitud de las doce tribus de
Israel (12 x 10 = 120). Dios, que llamó a Abrahán, para que su bendición
alcanzara, a través de él, «a todos los pueblos de la tierra» (Gn 12,3), e hizo alianza con Israel para congregar, por
medio suyo, «a todos los pueblos y naciones» (Is
66,18), ha realizado su proyecto eterno de salvación en Pentecostés, con el
nacimiento de la Iglesia
que es, desde el principio, «católica», universal. Habla desde el principio
todas las lenguas, porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos,
según el deseo de Cristo resucitado (cf. Mt 28,19).
5.
San Juan de la Cruz escribió un precioso poema, que es una
oración al Espíritu Santo: la
Llama de amor viva. Dice así:
¡Oh
llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
¡rompe
la tela de este dulce encuentro!
¡Oh
cauterio suave!
¡Oh
regalada llaga!
¡Oh
mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!,
matando muerte en vida la has trocado.
¡Oh
lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del
sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su Querido!
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo
moras,
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
cuán delicadamente me enamoras!
La podéis escuchar aquí en
versión de Amancio Prada
http://www.youtube.com/watch?v=0S9PwvP-cP0&feature=related
Aquí cantada por Carmelitas
Descalzas
http://www.youtube.com/watch?v=oqLFsvxL7cQ&feature=related
Y aquí en la versión de un
carmelita americano (creo que de México)
http://www.youtube.com/watch?v=1pve877RAiQ&feature=related
Feliz fiesta de Pentecostés a todos.
Roma, mayo de 2010. P. Eduardo Sanz de Miguel
[1] «¿Por
qué contamos actualmente? Existen varias razones. La primera es que la cuenta
manifiesta nuestra emoción frente a la inminente entrega de la Torá,
celebrada en Shabuot […] También sabemos que
este período es apropiado para prepararse y refinarse espiritualmente». I. Eilfort, en
[acceso 12-05-2010] http://www.es.chabad.org/library/article_cdo/aid/502187/jewish/Estudio.htm.
En esa dirección hay varios artículos escritos por rabinos sobre el
Pentecostés judío y su preparación.
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