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SANTA TERESA
DE JESÚS ESCRITORA P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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Como preparación para la fiesta de santa Teresa,
me gustaría compartir con mis amigos unas reflexiones sobre lo que significa
que esta mujer es escritora y doctora de la Iglesia. Respecto a lo primero,
el lector puede intentar recordar cuántos nombres de mujeres escritoras
anteriores al s. XIX recuerda. Cuando se dé cuenta del escaso número que
consigue identificar, podrá comprender la singularidad de Teresa, de la que
se conservan (cosa única también entre los escritores varones de su época)
miles de folios autógrafos. Respecto a lo segundo, quiero recordar que fue la
primera mujer de la historia distinguida con este título en 1970, después de
un larguísimo proceso, prolongado durante siglos, al que hasta entonces se
había respondido siempre negativamente con la objeción: Obstat
sexus («Lo impide el sexo»). Tras su declaración,
sólo dos mujeres más han recibido la misma distinción (santa Catalina de Siena y santa Teresa de Lisieux), lo que subraya
una vez más su originalidad. Sus escritos son un fiel reflejo de su persona y
el mejor camino que tenemos para conocerla. De hecho, al enviar el manuscrito
de la Vida al P. García de Toledo, le asegura: «Aquí le entrego mi alma» y
cuando pide informaciones sobre el manuscrito a Dª
Luisa de la Cerda, escribe: «Puesto que la entregué mi alma, no deje de
cumplir con mi encargo». Sin embargo, hoy no podemos seguir manteniendo el
prejuicio –tan repetido en tiempos pasados– de que
Teresa escribe como habla, de manera espontánea, sin esforzarse en la
redacción de sus obras. Es cierto que no utiliza muchos artificios retóricos
y que en ocasiones tampoco usa borradores ni tiene tiempo para repasar lo que
ha escrito. Pero también es verdad que algunos de sus símbolos son muy
elaborados y reescribe completamente varios de sus tratados. Además, las
importantes lagunas sobre temas conflictivos (los juicios inquisitoriales o
la ascendencia de su familia paterna, por ejemplo) y sus repetidas
justificaciones y excusas por atreverse a escribir, a pesar de ser mujer,
indican que las cosas no son tan sencillas como pueden parecer a primera
vista. Teresa no escribe sólo para sí misma, sino para
ser leída por otros: en primer lugar, por sus confesores y consejeros; a
continuación, por sus monjas, por sus amistades y por un círculo amplio de
desconocidos destinatarios a los que ella quiere llegar. Por eso, al contar
su experiencia oracional, tiene mucho cuidado de lo que quiere decir y
también de lo que no puede decir. En sus libros, es tan importante lo que cuenta
como lo que se calla. En parte, sus numerosas cartas completan estas lagunas.
A pesar de todo, a veces nos encontramos con temas que no desarrolla, por
prudencia: «No es para carta... Se lo diré cuando nos veamos, porque no son
cosas para escribirlas». Afortunadamente, varios de sus colaboradores más
directos, como Jerónimo de la Madre de Dios (Gracián),
Julián de Ávila, Ana de Jesús (Lobera), Ana de san Bartolomé (García), María
de san José (Salazar)..., siguiendo su ejemplo, pusieron por escrito sus
relaciones con santa Teresa, los viajes y fundaciones que compartieron, así
como las enseñanzas que de ella recibieron. Todos esos libros son un precioso
complemento a los escritos de la Santa. Yo, que soy mujer flaca y ruin En el siglo XVI, el mundo de la enseñanza estaba
reservado exclusivamente a los «letrados». San Ignacio de Loyola cuenta en su
Autobiografía que, después de su conversión, le gustaba hablar de Dios a la
gente. Mientras era estudiante en Alcalá, la Inquisición le hizo proceso y el
vicario le encerró cuarenta y dos días en prisión «sin que le examinasen si
supiese la causa [...] Finalmente vino a la cárcel y le examinó de muchas
cosas, hasta preguntarle si hacía guardar el sábado. Le declaró inocente pero
le ordenó que no hablase de cosas de la fe hasta que hubiese estudiado más,
pues no sabía letras» (nn. 61 y 62). Era tal la
obsesión que había con los cristianos nuevos, que hasta a un cristiano viejo
de procedencia indudable le preguntan si hacía guardar el sábado, el día
sagrado de los judíos. No le pueden culpar de nada, pero igualmente le
prohíben que hable de cosas de la fe, hasta que haya completado sus estudios.
De Alcalá se mudó a Salamanca, donde lo vuelven a encarcelar, esta vez
encadenado, por los mismos motivos. Allí «fue llamado delante de cuatro
jueces y le preguntaron muchas cosas sobre la Trinidad y la Eucaristía y
cosas de cánones [...] y a los veintidós días que estaba preso le llamaron
para oír la sentencia, la cual era que no se hallaba ningún error ni en su
vida ni en su doctrina, y así podía enseñar la doctrina y hablar cosas de
Dios, con tal que nunca definiese lo que es pecado mortal ni venial, sino
después de cuatro años de estudios más» (nn.
68-70). Esta vez son más benévolos. Le permiten enseñar el catecismo (la
doctrina) y hablar cosas de Dios, aunque le prohíben especificar qué materia
puede ser considerada pecado mortal y cuál pecado venial, hasta después de
cuatro años más de estudios. No bastaba que su doctrina fuera recta; se
necesitaba el aval de los estudios. En París y Venecia se repetirán similares
procesos. Y eso que él era varón, noble y estudiante de Teología. Imaginémonos ahora las dificultades de una
persona de orígenes familiares menos claros, con antepasados (padre, tíos y
abuelo) condenados por judaizar, sin estudios universitarios, ¡y mujer!, que
pretendía hablar y escribir sobre temas de oración para transmitir a otros
los frutos de su experiencia. Las mujeres no tenían acceso a los estudios
reglados, incluso estaba mal visto que supieran leer. La posibilidad de que
alguna se atreviera a convertirse en maestra por medio de la palabra oral o
escrita era algo absolutamente impensable. Todos repetían que la mujer era
débil por naturaleza, inclinada al mal y fácilmente manipulable por el demonio,
por lo que se debía sospechar de ella, que permanecía siempre bajo la tutela
de algún varón (ella recoge con aparente sumisión estos tópicos en sus
escritos). Para ello se citaban tres autoridades, principalmente. En primer
lugar, el libro del Génesis, que dice que ella fue la engañada por el demonio
en el momento del pecado original. En segundo lugar, san Pablo, que pide que
se sometan a sus maridos y que callen en la Iglesia. Por último, santo Tomás
que, siguiendo a Aristóteles, consideraba a la mujer un varón incompleto.
Todo esto lo conocía Teresa y contra esta situación intentó rebelarse, aunque
era plenamente consciente del peligro que corría. Aunque hoy nos cueste creerlo, en aquella
sociedad se vetaba hasta el acceso de la mujer a la oración (a la meditación,
a la reflexión, a la vida interior; en definitiva, a pensar y decidir por sí
misma). Teresa hubo de enfrentarse continuamente a los que afirmaban que «la
oración mental no es para mujeres, que les vienen ilusiones; mejor será que
hilen; no han menester esas delicadezas; les basta el Pater
Noster y el Ave María...» (CE 35,2). Contra el
parecer mayoritario, ella afirma que, en el campo de la oración, las mujeres
llegan a ser mejores que los varones: «Hay muchas más que hombres a quien el
Señor hace estas mercedes. Esto se lo oí al santo fray Pedro de Alcántara (y
también lo he visto yo), que decía aprovechaban mucho más en este camino que
los hombres, y daba de ello excelentes razones, que no hay para qué las decir
aquí, todas a favor de las mujeres» (V 40,8). Y avisa a sus monjas para que
huyan como del mismo demonio de aquéllos que pretendan convencerlas de lo
contrario. En realidad, la mujer era considerada casi como
un objeto, siempre sometida a la tutela del padre o del esposo. Sus funciones
se reducían a ordenar el trabajo doméstico, perpetuar la especie y satisfacer
las necesidades sexuales de su marido, a cuyo arbitrio se encontraban
sometidas. Por esos mismos años, un escribano real, Miguel Pérez de las
Navas, pensaba que su esposa lo engañaba con otro. No pudo encontrar ninguna
justificación de su sospecha, pero decidió igualmente acabar con ella para
evitar la deshonra. Esperó a que su mujer se confesara el Jueves Santo, para
asegurarse de que moría en gracia y la enviaba al cielo. Ese mismo día le dio
garrote vil en su propia casa. Algo similar vemos en «El médico de su honra»,
de Calderón de la Barca. El protagonista, que sospecha injustamente de su
mujer, obliga al médico a sangrarla hasta morir. Nadie pidió cuentas a estos
esposos por haber dado muerte a sus mujeres. Al fin y al cabo, les
pertenecían y ellos decidían qué hacer con sus posesiones. La vida y los escritos de Teresa son una defensa
a ultranza del derecho de la mujer a pensar por sí misma y a tomar
decisiones. Ella acepta siempre la autoridad del Provincial, del General y
del Visitador como mediadores en los conflictos y garantes de la fidelidad al
Evangelio, pero no quiere que nadie se entrometa en la vida cotidiana de sus
monjas. Son muchos los esfuerzos que hubo que realizar para que ellas
pudieran autogestionarse, para que tuvieran libertad de elegir confesores y
consejeros, y no estuvieran sometidas en todo a los varones; algo
inconcebible en su época. Lo vemos de una manera especial en su
correspondencia de los últimos años: «Esto es lo que temen mis monjas: que
han de venir algunos prelados pesados que las abrumen y carguen mucho» (Cta.
145,1); «En que perpetuamente no sean vicarios de las monjas los confesores
pongo mucho [...] Es también necesario que tampoco estén sujetas a los
priores [...] No es menester tratar de nuestras Constituciones en capítulo de
frailes ni que lo entiendan ellos» (Cta. 359,1ss); «En nuestras cosas no hay
que dar parte a los frailes» (Cta. 360,4). Teresa era consciente de la situación de
inferioridad en que se encontraba y necesitó utilizar continuamente sus dotes
persuasivas para que sus obras (y ella misma) no acabaran en la hoguera. En
todos sus libros insiste en que escribe «por obediencia» a sus confesores o,
al menos, «con su licencia». A pesar de todo, en ocasiones habla de su deseo
de escribir, consciente de que tiene algo valioso que decir: «Al obispo envié
a pedir el libro de la Vida, porque quizá se me antojará de acabarle con lo
que después me ha dado el Señor, que podría escribir otro más grande» (Cta.
174,26). Tampoco es raro encontrar comentarios suyos como: «Da avisos
importantes» o «Contiene muy buena doctrina» en los títulos de los capítulos.
El último capítulo del Libro de la Vida, por ejemplo, se titula así:
«Prosigue en la misma materia de decir las grandes mercedes que el Señor le
ha hecho. De algunas se puede tomar harto buena doctrina, que éste ha sido,
según ha dicho, su principal intento, después de obedecer». Claramente nos
dice que su principal intento al ponerse a escribir es enseñar una doctrina
que ella posee y que considera «harto buena». (Se pueden ver afirmaciones
similares en 6M 5,6, CC 52 y MC 1,9, entre otros muchos textos). También son
bien conocidos sus esfuerzos para publicar el «Camino de Perfección» ante la
desconfianza que tenía sobre la fidelidad de las numerosas copias que se iban
sacando de sus manuscritos. Teresa necesitaba la aprobación de los letrados;
aquellos varones que tenían autoridad para determinar la ortodoxia o
heterodoxia de sus escritos. De su aprobación o su rechazo dependía que ella
pudiera darlos a leer a otros o no, que pudiera influir en sus lectores,
transmitiéndoles sus ideas o que sus intuiciones murieran con ella. De aquí
brota su continuo andar de unos a otros, buscando siempre los más afines
ideológicamente, pidiéndoles que lean y revisen sus obras, aceptando pulir
sus expresiones o incluso reescribir tratados enteros cuando ellos se lo
piden. Ante la necesidad de pasar la censura, siempre se somete a su parecer.
Para ganar su benevolencia, a cada paso intenta justificar su actividad,
presentándose como inofensiva, confesando que acepta los tópicos sobre la
inferioridad de la mujer (aunque a renglón seguido afirme lo contrario),
insistiendo en que «me lo han mandado... mucho me cuesta emplearme en
escribir, cuando debería ocuparme en hilar... de esto deberían escribir otros
más entendidos y no yo, que soy mujer flaca y ruin... como no tengo letras,
podrá ser que me equivoque... escribo para mujeres que no entienden otros libros
más complicados...». A pesar de todos sus esfuerzos, en los márgenes de sus
escritos podemos encontrar anotaciones de los censores como ésta: «Parece que
reprende a los inquisidores que quitan libros de oración». Y tacharon con tal
furia un desahogo de su corazón, que no se ha podido leer hasta tiempos bien
recientes, ayudados por los rayos x, y aún hoy algunas líneas no se pueden
descifrar: «No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo,
las mujeres. Antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en
ellas tanto amor y más fe que en los hombres [...] No basta, Señor, que nos
tiene el mundo acorraladas [...] que no hagamos cosa que valga nada por vos
en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino
que no nos habíais de oír petición tan justa. No lo creo yo, Señor, de
vuestra bondad y justicia, que sois justo juez y no como los jueces del
mundo, que –como son hijos de Adán y, en fin, todos varones–
no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa [...] que no es razón
desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres» (CE 4,1). Este
testimonio personal de que las mujeres estaban acorraladas y debían llorar en
secreto lo que no podían decir en público nos estremece todavía hoy. Con todo,
sus lúcidas precauciones fueron útiles y consiguieron preservar la mayoría de
sus escritos hasta el presente. Se añade a lo anterior la dificultad de escribir
sobre temas interiores, «para los que no sirven las palabras ordinarias». Sus
primeros escritos son un tremendo esfuerzo para hacer luz en sus experiencias
místicas. «Yo estuve muchos años que leía muchas cosas y no entendía nada de
ellas; y mucho tiempo que, aunque me lo daba Dios, no sabía decir ni una
palabra para darlo a entender, que no me ha costado esto poco trabajo» (V
12,6). Comienza subrayando en libros de otros autores lo que se parece más a
lo que ella está viviendo. De ahí pasa a escribir breves Relaciones que
entrega a sus confesores y a personas letradas en busca de consejo. Más tarde,
con el discurrir de los acontecimientos, se enfrenta a obras más complejas,
con clara intención docente. De todas formas, tanto sus escritos históricos y
autobiográficos (Cuentas de Conciencia, Libro de la Vida y Fundaciones), como
sus tratados espirituales (Camino de Perfección, Las Moradas, Meditaciones
sobre los Cantares) intentan ser un acompañamiento para orantes, una guía en
la conquista del propio mundo interior o sobrenatural, en lo que Teresa de
Jesús llegó a ser una gran doctora, plenamente consciente de que en ese campo
tenía una palabra que decir, avalada por su propia experiencia: «Estas cosas
interiores del espíritu, que pasan con tanta rapidez son tan dificultosas de
decir [...] Hablo de cosas sobrenaturales, que son las que con mi esfuerzo ni
diligencia se pueden adquirir, aunque mucho se procure. Lo único que puedo
hacer (y hace mucho al caso) es prepararme y disponerme para ello» (CC
54,1-3). Con gran esfuerzo superó las dificultades: una
mujer sin acceso a la cultura consiguió vencer las dificultades del lenguaje
y de los prejuicios de su época para transmitirnos sus experiencias de Dios y
para iluminarnos en nuestro propio camino espiritual. Demos gracias a Dios
por su magisterio y aprovechémonos de él. Burriana, 12 de octubre de 2011. P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. Apartado 96 12530-Burriana (Castellón) P. Eduardo Sanz de
Miguel, o.c.d. |
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