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Las
celebraciones cristianas en honor de los Santos P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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La Iglesia celebra siempre el misterio de Cristo,
único salvador del mundo ayer, hoy y siempre (cf. Heb 13,8). Las fiestas en honor de los Santos no forman
un ciclo litúrgico independiente, ya que en ellos se prolonga y actualiza la
Pascua de Cristo en el tiempo. Hasta el punto de que podemos afirmar que
manifiestan la eficacia del misterio de Cristo, capaz de transformar en cada
generación a hombres «de toda raza lengua pueblo y nación» (Ap 5,9). El Catecismo, citando la Sacrosanctum
Concilium, recuerda la indisoluble unidad entre las
fiestas de los Santos y el misterio pascual de Cristo: «Cuando la Iglesia, en
el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás Santos, proclama el
misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido
glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos
por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios
divinos» (Catecismo 1173). Ratzinger manifestó su interés por el tema,
publicando varios libros que recogen sus homilías en las fiestas de algunos
Santos. También escribió que ellos son «la verdadera apología del
cristianismo, la prueba más persuasiva de su verdad» (In cammino
verso Gesù Cristo, 32). Después de acceder a la
cátedra de Pedro, ha afirmado que su testimonio es la fuerza más convincente
del cristianismo: «…más incisiva aún que el arte y la imagen en la
comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, solo el amor es digno de
fe y resulta creíble. La vida de los Santos, de los mártires, muestra una
singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en
plenitud habla sin palabras» (Discurso al Consejo Pontificio para la Cultura,
13-11-2010). Los ha presentado como una perenne actualización del Evangelio:
«Cuando la Iglesia venera a un Santo, anuncia la eficacia del Evangelio y
descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada
en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de
salvación para toda la humanidad» (Discurso a la Congregación para las causas
de los Santos, 19-12-2009); y como los mejores intérpretes de la Biblia: «La
interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que
se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura
y la meditación asidua […] Cada santo es como un rayo de luz que sale de la
Palabra de Dios» (Verbum Domini,
48). Origen y desarrollo. Normalmente, los libros de
liturgia colocan el inicio del culto a los Santos en la veneración antigua
hacia los difuntos y, en ambiente cristiano, en la celebración del dies natalis de los mártires
(con el sentido de aniversario de su muerte, día de su nacimiento para la
vida eterna). Sin embargo, junto con estas realidades, no podemos olvidar que
los israelitas, en sus oraciones, hacían memoria de los antepasados justos, a
los que consideraban intercesores ante Dios. Lo podemos ver en varios pasajes
de la Biblia, como cuando Moisés ora por el pueblo, diciendo: «Acuérdate de
Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Ex 32,13). También los jóvenes en el
horno de fuego, dicen: «No nos retires tu amor, por Abrahán, tu amigo, por
Isaac, tu siervo, por Israel, tu consagrado» (Dn
3,34-35). Y el salmista ora: «Por amor a David, tu siervo, no des la espalda
a tu ungido» (Sal 132 [131],10). En polémica con los
saduceos, que negaban la resurrección, Jesús mismo citó la Escritura, que
pone a los patriarcas por intercesores ante el Altísimo, diciendo: «No es
Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38). Finalmente, el Apocalipsis habla
del culto de los redimidos ante el trono de Dios: los veinticuatro ancianos
(imagen de los 12 padres de las tribus de Israel y de los 12 apóstoles)
tenían en sus manos «copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones
de los Santos» (Ap 5,8). La fe cristiana en la vida eterna ha dejado
numerosas inscripciones en las catacumbas. Se consideraba a los mártires
válidos intercesores ante Cristo, porque habían participado plenamente de su
Pascua. Por este motivo, muchos se querían enterrar cerca de sus tumbas. Sin
embargo, desde el principio hay clara conciencia de la diferencia entre el
culto ofrecido a Cristo y la veneración que se tiene hacia los mártires, como
podemos ver en varios textos patrísticos: «Nosotros adoramos a Cristo porque
es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e
imitadores del Señor» (Martirio de Policarpo 17,3). San Agustín explica que
la Iglesia conmemora a los mártires «para animarse a su imitación, participar
de sus méritos y ayudarse con sus oraciones, pero nunca dedica altares a los
mártires, sino solo en memoria de los mártires […] La ofrenda se ofrece a
Dios, que coronó a los mártires» (Oficio de lectura, 11 de diciembre). Pronto, a la veneración de los mártires se unió
la de los confesores, que habían sufrido persecución a causa de la fe, aunque
no llegaron a la muerte violenta. Posteriormente, se añadieron las vírgenes,
los monjes y los pastores que se distinguieron en vida por su piedad. La
devoción a los Santos se desarrolló extraordinariamente en la Edad Media y en
el barroco. La última reforma litúrgica ha conservado en el Martirologio el
recuerdo de los numerosos Santos que han enriquecido a la Iglesia a lo largo
de su historia. Sin embargo, solo propone con carácter universal la
celebración de unos pocos representantes de las distintas épocas, lugares
geográficos y estados de vida. Los demás han sido reservados para los
calendarios particulares de las Iglesias locales y de las familias
religiosas. Teología del culto a los Santos. Benedicto XVI ha
recordado en distintas ocasiones la perenne actualidad de los Santos, que son
«signo de la novedad radical que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte
y resurrección, ha injertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de
la fe. No son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y
el futuro de la Iglesia y de la sociedad» (Discurso a la Congregación para
las causas de los Santos, 19-12-2009). La Iglesia, al canonizar a algunos de
sus miembros después de un complejo proceso de verificación, proclama
públicamente que han sido fieles a la gracia de Dios, practicando
heroicamente las virtudes. De esta manera, «reconoce el poder del Espíritu de
santidad, que está en ella y sostiene la esperanza de los fieles, proponiendo
a los Santos como modelos e intercesores» (Catecismo 828). Por eso, la
liturgia los llama «los mejores hijos de la Iglesia» (Prefacio del día de
Todos los Santos). Ante todo, los Santos son modelos de vida para
los cristianos porque se han identificado con Cristo, cada uno en su propio
estado y condición. Nos recuerdan que todos estamos llamados a vivir en
plenitud la vocación bautismal, especialmente mediante la práctica de las bienaventuranzas.
Ellos testimonian que el mensaje de Cristo es siempre actual. Los Santos también son válidos intercesores ante
Dios. El Vaticano II reafirmó la fe en la comunión de los Santos, indicando
que los que ya están definitivamente unidos a Cristo trabajan para que el
resto de la Iglesia alcance la meta prometida: «No cesan de interceder por
nosotros ante el Padre […] Su fraterna solicitud ayuda mucho a nuestra
debilidad» (LG 49). Por último, los Santos alimentan la fe en la vida
eterna y estimulan la esperanza de alcanzarla. Al reflexionar en su destino,
se reaviva nuestra esperanza en la vida eterna. Solemnidad de Todos los Santos. Desde muy antiguo
se tienen noticias de una fiesta en honor de todos los mártires en las
Iglesias de Oriente, de donde pasó a Roma. Por influencia de la fiesta, ya
arraigada, el Panteón de Roma se trasformó en templo cristiano, en el año
609, cuando el Papa Bonifacio IV lo dedicó a la Virgen María y a todos los
mártires. La fiesta en honor de todos los mártires se convirtió pronto en una
fiesta en honor de todos los Santos, «una muchedumbre inmensa, que nadie
podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap
7,9). En tiempos del Papa Gregorio IV (827-844) se fijó su celebración el 1
de noviembre. Así se conmemoraba en una celebración común no solo a aquéllos
cuyos nombres venían recogidos en los catálogos o «martirologios», sino también a los que ya
han alcanzado la plenitud de la vida, aunque permanezcan desconocidos para la
mayoría. Conmemoración de todos los difuntos. Se celebra
al día siguiente, el 2 de noviembre. La cercanía de estas dos celebraciones nos
ayuda a comprender el significado de la «comunión de los Santos», ya que el
Cuerpo místico de Cristo está compuesto por la Iglesia peregrinante (los que
caminamos en la fe), la purgante (los que, ya difuntos, se purifican de sus
faltas antes de poder vivir en plenitud la vida de la gloria) y la triunfante
(los que ya han alcanzado la vida eterna en el cielo). Los vivos, en comunión
con los Santos, intercedemos a Dios por los fieles difuntos. Para celebrar
bien esta conmemoración es bueno escuchar lo que dice el Papa: «Cuando
visitamos los cementerios, debemos recordar que allí, en las tumbas,
descansan solo los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de
la resurrección final. Sus almas –como dice la Escritura–
ya “están en las manos de Dios” (Sab 3,1). Por lo
tanto, el modo más propio y eficaz de honrarlos es rezar por ellos,
ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad» (Ángelus, 01-11-2009). P. Eduardo
Sanz de Miguel, o.c.d. Apartado 96 12530-Burriana
(Castellón) |
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Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds |