Yo estaba allí. P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
San Juan de Puerto Rico, 13 de marzo de 2013
Creo que todos conocemos el bellísimo espiritual
negro que canta:
Were you there when
they crucified my Lord?
Were you there when
they crucified my Lord?
Oh, sometimes it
causes me to tremble, tremble, tremble.
Were you there when
they crucified my Lord?
(¿Estabas tú allí cuando crucificaron al Señor?
A veces ese pensamiento me hace temblar.)
Estamos tan acostumbrados a analizar los textos
bíblicos hablando de géneros literarios, de historia de las formas, de historia
de las redacciones, de Sitz im Leben… que a veces se nos olvida la profunda carga
personal que contienen. Nos sentimos historiadores que hablan con la mayor
neutralidad posible sobre lo que dicen las fuentes acerca de un acontecimiento
lejano en el tiempo.
Pero hoy quisiera recordar que esos textos se
dirigen a cada uno de nosotros, son Palabra de Dios para mí, aquí y ahora. Dice
san Juan de la Cruz que “el Señor descubrió siempre los tesoros de su sabiduría
y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia
va descubriendo más su cara, mucho los descubre” (Dichos de luz y amor, 1). Nuestro Dios no es un personaje del
pasado. Si ya no sabemos descubrir sus tesoros, si ya no escuchamos su voz,
quizás tengamos que preguntarnos si eso se debe a que tenemos los oídos
cerrados.
Así que volvamos a la pregunta del canto: “¿Estabas
tú allí cuando crucificaron al Señor?” Y no respondamos demasiado rápidamente
que lo que pregunto es anacrónico. Tampoco se trata de una “composición de
lugar” que ayude nuestra meditación, como en los ejercicios de san Ignacio. La pregunta es teológica (¿Qué significa
que yo estaba o no estaba junto a la cruz de Jesús?) y vivencial (¿Yo estaba
allí presente, sí o no?).
San Pablo afirma que este es “el gran misterio
de nuestra religión” (cf. 1Tim 3,16): que Jesús murió “por nosotros”, “por
nuestros pecados” (cf. Rom 4,25; 1Cor 15,3). Lo dice claramente san Pedro: “¡Ustedes
crucificaron a Jesús de Nazaret!” (cf. Hch 2,23). Y añade que “estas palabras
les traspasaron el corazón” (Hch 2,37). Eso querría yo, que la Palabra de Dios
hoy traspasara nuestros corazones y tocara lo más íntimo de nuestras entrañas.
Nos resulta demasiado fácil decir como Poncio Pilatos:
"¡Yo soy inocente de la sangre de este hombre!" (Mt 27,24). Recordemos
que en la lejana Edad Media, mientras se proclamaba este evangelio un Viernes
Santo, un caudillo de los francos, con la espada en la mano, exclamaba: “Si yo
hubiera estado allí, no lo habría permitido”. Pero debemos tomar conciencia de que
cuando decimos que "Jesús murió por nuestros pecados" estamos
diciendo que "¡nosotros matamos a Jesús!", "¡yo lo maté!". No
los judíos ni los romanos, sino yo, mis pecados. Lo deja muy claro la carta a
los Hebreos, cuando afirma que los que vuelven a pecar después del bautismo (o
sea, yo) "vuelven a crucificar al Hijo de Dios y lo exponen al
escarnio" (Hb 6,6). Acusaciones duras, fuertes, que no querríamos oír. Es
mejor hablar del pasado, de los otros, sin implicarnos demasiado.
Pero en realidad todos estábamos allí.
Estábamos con Pilatos (¿éramos Pilatos?) desinteresándonos del sufrimiento del
Justo. Estábamos con la chusma (¿éramos la chusma?) que se reía del fracaso
ajeno y despreciaba al débil. Estábamos con el mal ladrón (¿éramos el mal
ladrón?) que se quejaba de su mala suerte y era incapaz de comprender el
sufrimiento del vecino. Estábamos con el soldado que le ofreció vinagre para su
sed (¿éramos el soldado del vinagre?), que despreció al débil y quiso reírse de
él. Allí estábamos todos si es verdad que Cristo, “cargado con nuestros
pecados, subió al leño” (1Pe 2,24).
Todo lo dicho es verdad, pero no es toda la
verdad. Santa Teresa de Jesús dice que siempre tenemos que trabajar para
conocernos mejor a nosotros mismos, para dar luz a los rincones más oscuros de
nuestra persona, aunque sea doloroso. Pero también enseña que ese esfuerzo
puede crear frustraciones y escrúpulos si no va acompañado por el verdadero
conocimiento de Cristo. Mirando en nuestro interior descubrimos el pecado,
mirando a los ojos de Cristo hacemos experiencia del perdón. Por seguir usando
palabras de místicos carmelitas, dice la beata Isabel de la Trinidad que “el
abismo de mi miseria atrae sobre sí el abismo de su misericordia”.
Hemos recordado que “Jesús murió por nuestros
pecados” (Rom 4,25). No debemos olvidar que, a continuación, san Pablo añade
que "fue resucitado para nuestra justificación" (idem);
es decir: para darnos el perdón. Por eso dice en otro lugar que "Dios,
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros
muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo" (Ef 2,4s).
Si esto es así (como lo es) tenemos que pensar
en otra manera de presencia junto a la cruz del Señor. Recordemos que, en su
vida mortal, él no solo pidió por sus discípulos, sino también “por aquellos
que por su testimonio, creerán en mí” (Jn 17,20). Jesús pensó en nosotros (en
cada uno de nosotros) antes de morir y pensó en nosotros en el momento de la
muerte. Él dice hoy a cada uno de nosotros: “Eres precioso para mí y yo te amo.
Aunque no hubiera nadie más que tú sobre la tierra, igualmente me habría
encarnado e igualmente habría entregado mi vida por ti”. Los místicos lo han
experimentado y nos invitan a hacer su misma experiencia. Volvamos a san Juan
de la Cruz: “El Señor descubrió siempre los tesoros de su sabiduría y espíritu
a los mortales; mas ahora que la malicia va
descubriendo más su cara, mucho los descubre” (Dichos de luz y amor, 1).
La canción inicial preguntaba: “¿Estabas tú
allí cuando crucificaron al Señor?”. Pensándolo, el orante decía: “A veces ese
pensamiento me hace temblar”. Reflexionando en lo que hemos visto,
verdaderamente deberíamos temblar. Pero no por la vergüenza, sino por el
agradecimiento; no por el miedo, sino por la admiración que nos despierta tanta
gracia. Esto sí que es capaz de “traspasar nuestros corazones” y convertirlos
definitivamente.
Las últimas palabras que santa Teresa de
Lisieux escribió en sus manuscritos autobiográficos dicen así: «Estoy segura de
que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que puedan cometerse,
iría, con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de
Jesús, porque sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a él. Dios, en
su misericordia preveniente, ha preservado a mi alma del pecado mortal; pero no
es eso lo que me eleva a él, sino la confianza y el amor». Eso debemos hacer
cada uno de los presentes: arrojarnos con confianza infinita en los brazos del
amor, implorar su misericordia, dejarnos envolver por su ternura.
Después de haber reflexionado sobre cosas tan
sublimes, querría decir unas palabras finales como conclusión. Todos nosotros
creemos que Cristo murió “para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn
11,52). ¿Es posible que nosotros sigamos divididos por cosas secundarias?
Escuchemos a santa Teresa de Jesús: «Estáse ardiendo
el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, quieren poner su Iglesia por el
suelo. No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios asuntos de poca
importancia» (Camino de Perfección
1,5). Es urgente que dejemos de lado lo que nos separa y crezcamos en la
comunión y en el anuncio de lo esencial. Esa es la nueva evangelización que nos
pide la Iglesia. Amén.
P. Eduardo Sanz de
Miguel, o.c.d.
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