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ACERCAMIENTO
A SAN JUAN DE LA CRUZ P.
EDUARDO SANZ DE MIGUEL, O.C.D. |
El 14 de Diciembre
la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de S. Juan de la Cruz, uno de los
místicos más profundos de todos los tiempos y el más grande de los poetas de
lengua española. Sus poemas cautivan por igual a creyentes de todos los
credos religiosos y a personas indiferentes ante la fe. Sus obras están
traducidas a más de 50 idiomas y es leído por cristianos, musulmanes,
budistas, hindúes... Cada año se publican numerosas tesis doctorales sobre
«S. Juan de la Cruz y el Islam», «S. Juan de la Cruz y el Budismo-Zen», «S.
Juan de la Cruz y la poesía contemporánea», «S. Juan de la Cruz y los
filósofos nihilistas»... Aunque nos resulte sorprendente, podemos encontrar
estudios sobre su influencia en la Teología Protestante, en la obra de
Descartes, Pascal, Husserl, Bergson, Bernanos, Bonhoeffer, Nietzsche,
Dostoievski, Ghandi, Unamuno, Simone Weil, Vicente Aleixandre... De todos es
conocido que el Papa Juan Pablo II hizo su tesis doctoral sobre «la fe en San
Juan de la Cruz» y que le cita en muchas de sus intervenciones. Manuel Diego
Sánchez publicó en 1993 un volumen sobre la «Bibliografía del IV centenario
de su muerte» con 2142 títulos y en el año 2000 otro libro titulado «San Juan
de la Cruz. Bibliografía sistemática», donde se recogen 6328 títulos sobre
las biografías, estudios textuales, históricos, doctrinales, litúrgicos o de
cualquier tipo sobre el Santo. Juan de Yepes nació en Fontiveros
(Ávila) en 1542 y murió en Úbeda (Jaén) en 1592. Su vida transcurrió en pleno
siglo de oro español. Le tocó vivir una época de fuertes contrastes: Aunque
en los dominios del Emperador Felipe II nunca se ponía el sol (España y
Portugal, Imperio Alemán, Flandes, Nápoles, Milán, Filipinas, América,
Colonias Africanas), en Castilla, Aragón y en el Levante se sucedían las
revueltas populares para protestar contra la sangría de hombres y dinero que
se necesitaban para mantener los ejércitos que participaban en las conquistas
americanas, en los enfrentamientos con Francia y con Inglaterra, en las
guerras de religión en toda Europa. Mientras Miguel de Cervantes y Lope de
Vega escribían sus mejores páginas, la gran mayoría de la población era
analfabeta. Al mismo tiempo en que España se llenaba de impresionantes
palacios, catedrales y monasterios y se realizaban algunas de las obras más
emblemáticas del Renacimiento, las malas cosechas, epidemias y hambrunas
cercenaban las vidas de los más débiles. Nuestro Santo conoció la miseria
desde su infancia. Fue testigo de la muerte de su padre y de su hermano a
causa del hambre. Tuvo que emigrar, mendigar y servir en un hospital de
enfermos contagiosos desde niño. Incluso trabajó como aprendiz en distintos
talleres artesanos. Posteriormente, cuando asuma cargos de responsabilidad en
el Carmelo Descalzo, lo encontraremos cuidando personalmente de los enfermos,
diseñando las plantas de los conventos, levantando tabiques, pintando muros,
cultivando la huerta y realizando todo tipo de trabajos manuales. Algo
impensable en una época en la que estas ocupaciones se consideraban
incompatibles con las actividades intelectuales o de gobierno, por
deshonrosas. Asumió voluntariamente la pobreza evangélica como expresión de
renuncia y desasimiento de todo lo material, como fuente de libertad
interior. Sin embargo, no permitió que sus frailes salieran a pedir por las
calles y siempre procuró que tuvieran lo necesario para cubrir sus
necesidades (alimentación, vestido), especialmente los enfermos. Paradójicamente, su condición de
pobre de solemnidad le abrió la posibilidad de recibir una inicial formación
intelectual en el colegio de los «doctrinos» para niños pobres de Medina del
Campo. Allí «aprendió muy deprisa a leer y escribir bien». Esto le capacitó
para asistir a las clases de humanidades (gramática, retórica y filosofía)
que impartían los Jesuitas en el Colegio que acababan de abrir en la ciudad.
Sus profesores fueron algunos de los primeros y mejor preparados compañeros
de S. Ignacio y le introdujeron en el mundo de los autores clásicos y de la
literatura italiana contemporánea, de la poesía culta y de la popular. Le
enseñaron a usar de todos los resortes de la lengua para transmitir su
pensamiento. El administrador del Hospital de
la Concepción le propone que se ordene para convertirle en Capellán de la
institución. Parece ser que los Jesuitas también intentan reclutarle en sus
filas. Pero él se siente inclinado hacia una profunda vida de oración y
decide hacerse religioso Carmelita con el nombre de Juan de Santo Matía.
Contaba 23 años. En el Noviciado recibe una intensa formación espiritual, con
un acercamiento a las tradiciones y a la legislación de esta Orden de Nuestra
Señora, fundada por un grupo de ermitaños en la soledad del Monte Carmelo. La
primera página de las Constituciones se abría con esta pregunta: «¿Cómo
contestar a los que preguntan cuándo y de qué manera nació nuestra Orden? Y
¿por qué nos llamamos Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte
Carmelo?». Y respondía: «Decimos en testimonio de la verdad, que desde el
tiempo de Elías y Eliseo, su discípulo, que habitaron piadosamente en el
Monte Carmelo, cerca de Acre, muchos santos padres, tanto del Antiguo como
del Nuevo Testamento, gustaron vivir en la soledad de esta misma montaña para
contemplar las cosas celestiales... Allí construyeron un oratorio en honor de
la Madre del Salvador». Una lectura obligada era el Libro de la Institución
de los primeros Monjes, por entonces considerado anterior a la redacción de
la Regla de S. Alberto. En él se propone «el fin de nuestra vida religiosa
eremítica», que es «ofrecer a Dios un corazón santo y puro... y experimentar
en el alma la virtud de la presencia divina y de la dulzura de la gloria
soberana». De Por entonces se cruza en su vida
Teresa de Jesús, la que fue denominada en tono despectivo por el nuncio
Felipe Sega «Fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a
título de devoción inventa malas doctrinas, andando fuera de clausura, contra
la orden del Concilio Tridentino y de los Prelados, enseñando como maestra
contra lo que S. Pablo enseñó mandando que las mujeres no enseñasen». La
Santa tiene ya 52 años y se había trasladado a Medina del Campo para realizar
su primera fundación, después del convento de S. José de Ávila. El Santo
cuenta sólo con 25 años, y se ha desplazado desde Salamanca para cantar su
primera Misa. En el locutorio, le comentó a la Madre Fundadora su deseo de
irse a la Cartuja, buscando una entrega más generosa al Señor. Ella le
contestó: «¿Para qué quiere ir a buscar fuera lo que puede encontrar en su
propia Orden?». Y le invitó a unirse a su aventura fundacional. A él le
pareció bien, «con tal de que se hiciera presto». Cambió su nombre por el de
Fray Juan de la Cruz y se convirtió en el primero de los frailes descalzos y
en una de las personas con las que más intimó Santa Teresa. En el Carmelo Descalzo encontró
respuesta a sus ansias contemplativas y pudo conjugar la oración constante,
el trabajo manual en soledad, la vida fraterna en sencillez y la intensa
actividad apostólica en lo que hoy llamamos Pastoral de la Espiritualidad:
Predicación de la Palabra de Dios, formación de religiosos y religiosas,
dirección espiritual de clérigos y laicos, así como un fecundo magisterio
escrito por medio sentencias espirituales escritas en billetes individuales,
cartas y comentarios en prosa a sus poesías. Recorrió todos los caminos de
España y Portugal ejercitando su ministerio, llevando la contemplación a la
vida y la vida a la contemplación. Fue incomprendido, perseguido,
encarcelado y maltratado. Sin embargo, no encontramos en sus obras rastro de
amargura ni de resentimiento. Supo unirse íntimamente a Cristo y en él
encontró todo lo que podía desear. Más de 400 años después de su muerte,
sigue siendo un faro que ilumina nuestro caminar. Os propongo la lectura de
un párrafo de sus escritos: «No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me
diste en tu amado Hijo Jesucristo, en quien me diste todo lo que quiero. Por
eso me gozaré de que no te tardarás si yo me espero. Míos son los cielos y
mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores;
los ángeles son míos, y la Madre de Dios es mía y todas las cosas son mías, y
el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues,
¿Qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto y todo es para ti. No te
pongas en menos ni te conformes con las migajas que caen de la mesa de tu
Padre. Sal fuera y gloríate de tu gloria, escóndete en ella y goza, y
alcanzarás las peticiones de tu corazón». (Dichos de Luz y Amor, 26). |