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EL AÑO LITÚRGICO P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
1. EL AÑO DEL SEÑOR: LA CELEBRACIÓN DE LOS
MISTERIOS SALVÍFICOS DE CRISTO 2. LA CELEBRACIÓN CRISTIANA DEL DOMINGO 3. LA FIESTA DE PASCUA: ORIGEN, SIGNIFICADO Y
EVOLUCIÓN 6. EL ADVIENTO CRISTIANO COMO ACOGIDA DEL
QUE PUEDE DAR SENTIDO A NUESTRA EXISTENCIA 7. LAS ANTÍFONAS MAYORES DE ADVIENTO 10. LAS CUATRO MISAS DEL DÍA DE NAVIDAD 12. LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS Y LA
CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS 13. FIESTAS DE LA VIRGEN MARÍA 14. CRISTO, AYER, HOY Y SIEMPRE 1. EL AÑO DEL SEÑOR: LA CELEBRACIÓN DE LOS MISTERIOS
SALVÍFICOS DE CRISTO En
los distintos pueblos y culturas encontramos la celebración de fiestas
ligadas a los ciclos de la naturaleza: para acoger la luna nueva, en los
solsticios, al inicio de la cosecha, etc. En Israel se historizaron
las fiestas, convirtiéndolas en memoria anual de las intervenciones de Dios a
favor de su pueblo. La fiesta de primavera (Pascua) pasó a ser el recuerdo de
la liberación de la esclavitud en Egipto; la fiesta de inicio del verano
(Pentecostés) sirvió para conmemorar la alianza del Sinaí; y lo mismo sucedió
con las demás. Los
primeros cristianos celebraban con naturalidad las fiestas de su pueblo de
origen, pero pronto se separaron de sus prácticas religiosas, incluidas las
fiestas, para afirmar su originalidad frente al judaísmo. El surgimiento de
un calendario de fiestas anuales cristianas fue un proceso largo y laborioso,
que desembocó en la actual estructura del año litúrgico, en el que hacemos
memoria de los misterios salvíficos de Cristo. El
año cristiano comienza el primer domingo de Adviento y concluye el último
domingo del Tiempo Ordinario, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. El
tiempo de Adviento consta de 4 semanas, en las que se despierta en
nosotros el deseo de la manifestación gloriosa del Señor al final de los
tiempos, consagrando los últimos días (desde el 17 al 24 de diciembre) a una
preparación inmediata de las fiestas navideñas. Le sigue el tiempo de Navidad,
en el que celebramos el Misterio de la Encarnación del Señor, de su
nacimiento y de su manifestación como salvador de todos los pueblos. Unas
pocas semanas de tiempo ordinario nos separan de la Cuaresma, 40 días
de preparación para las fiestas pascuales. A través
del Triduo Santo nos introducimos en la Pascua, fiesta de la entrega
amorosa de Cristo hasta la muerte y de su gloriosa resurrección, que se
prolonga durante 50 días más, hasta Pentecostés. Por último, a lo largo del Tiempo
Ordinario profundizamos en el mensaje de la predicación del Señor, de sus
obras poderosas y de los demás acontecimientos de su existencia. Esto nos
sirve para crecer continuamente en el conocimiento de Cristo y de su obra
redentora, para apropiarnos de sus actitudes y revestirnos de sus
sentimientos. Pero, ¿cómo se ha llegado a la elaboración de la estructura del
actual año litúrgico y qué sentido tiene para los hombres y mujeres del s.
XXI? Intentaremos dar respuesta a estos interrogantes en las siguientes
páginas. 2. LA CELEBRACIÓN CRISTIANA DEL DOMINGO Desde
un primer momento, la celebración cristiana por excelencia fue la Eucaristía
dominical, hasta el punto de que las liturgias orientales siguen llamando
«Divina Liturgia» a la Misa. La primera generación cristiana se sintió
vinculada al calendario judío con sus fiestas, pero pronto fueron anuladas y
quedó «el día del Señor» como única fiesta cristiana. S. Pablo nos da
testimonio de ello y de que no se realizó sin dificultad: «Ahora que
habéis conocido a Dios, ¿cómo retornáis a esas realidades flacas y terrenas a
las que de nuevo queréis servir? ¿Por qué seguís celebrando como fiestas
ciertos días, meses, estaciones y años? Es como para temer que mi trabajo
entre vosotros haya sido inútil» (Gal 4, 9-11). «Que nadie os
critique... a propósito de fiestas, novilunios o sábados. Todo eso era sombra
de lo venidero» (Col 2, 16-17). Al
principio, la Eucaristía se celebraba sólo el Domingo,
tal como nos recuerda la Didajé (S. I-II): «Reunidos
cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado
vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro». La
estructura de la celebración era muy sencilla y constaba de una cena en la
que se predicaba la Buena Noticia de Jesucristo y se compartía el pan y el
vino «eucaristizados», haciendo memoria de la
muerte y resurrección del Señor en la esperanza de su retorno. En los
escritos apostólicos se hacen numerosas referencias a la «fracción del pan»
dominical. Veamos algunas. En uno de sus viajes, Pablo y Lucas llegaron a Tróade. Allí permanecieron siete días. No hubo reunión
comunitaria hasta el domingo, en que Pablo, a pesar de que viajaba al día
siguiente, predicó durante toda la noche (homilésas)
y realizó la Fracción del Pan (klásai árton) en una habitación preparada para la ocasión,
adornada con muchas lámparas (Hch 20, 7-12). En su deseo por recaudar fondos
para los pobres de Jerusalén, Pablo manda a las comunidades que hagan
colectas todos los primeros días de la semana, que es cuando se reunían (1Cor
16, 1-2), para que la comunión con Jesús y la comunión con su Iglesia sean
una sola cosa. De hecho, la colecta es interpretada como un servicio sagrado
(2Cor 9, 12). Debido a problemas que fueron surgiendo, pronto se separó la
celebración de la cena (1Cor 11). S.
Justino nos ofrece una descripción detallada de la Eucaristía tal como se
celebraba en el S. II: «El día que se llama del sol se celebra una reunión
de todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en
cuanto el tiempo lo permite, los recuerdos de los apóstoles o los escritos de
los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente hace una
exhortación a que imitemos tan bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos y
elevamos nuestras preces. Después ofrecemos pan y vino con agua y el
presidente, según sus fuerzas, hace subir a Dios la acción de gracias y todo
el pueblo aclama diciendo: "Amén". Entonces viene la distribución
de los alimentos eucaristizados y se envía a los
ausentes por medio de los diáconos. Los que tienen y quieren, cada uno según
su voluntad, dan limosnas al presidente para que él socorra a los huérfanos y
a las viudas, a los que por enfermedad u otra causa están necesitados, a los
encarcelados y a los extranjeros pobres». El
domingo no se entendía como día de descanso, al estilo del sábado judío, o
como un día distinto de los demás, si no es por la celebración comunitaria de
la Eucaristía y por la referencia a una presencia del Señor entre los suyos.
Siguiendo las enseñanzas de Jesús, los cristianos se sintieron «señores del
sábado» y consideraron sagrados todos los tiempos. Todos los momentos y
lugares eran buenos para ofrecer a Dios el culto de la vida cotidiana «en
espíritu y verdad». Aunque Constantino ordenó que «los jueces, alcaldes y
funcionarios del Estado deben descansar en el nobilísimo día del sol»,
este precepto no se aplicó por igual en todo el Imperio, ni mucho menos fue
asumido por el pueblo. En la Regla de S. Benito podemos leer: «El domingo
todos deben aplicarse a la lectura, excepto quienes hayan sido designados a
las distintas ocupaciones comunitarias (cocineros, porteros, sacristanes...).
Pero si hubiera alguno tan perezoso que no quisiera leer, dadle algún trabajo
que realizar para que no permanezca ocioso». Con el tiempo se
generalizará la práctica del descanso dominical, llegándose a regular incluso
con una casuística más estricta que la del sábado judío. Para rellenar las
horas de inactividad, se fue complicando el culto y alargando las
celebraciones. El
día del sol pasará a llamarse desde el principio «día del Señor» (Ap 1, 9).
En él se celebra el señorío de Cristo, que cumple sus promesas: «Donde dos
o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Igual que
Cristo resucitado se aparecía a los apóstoles el primer día de la semana,
sigue haciéndose presente entre los suyos este mismo día. La celebración de
su resurrección y de su presencia salvadora se enriquece con reflexiones
sobre la primera creación: «Celebramos esta reunión el día del sol, por
ser el día primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia,
hizo el mundo, y el día también en que Jesucristo resucitó de entre los
muertos y se apareció a sus discípulos» (S. Justino). La muerte y
resurrección del Señor son interpretadas como el inicio de la vida futura,
por eso el domingo se llamará también día octavo (anticipo del mundo futuro):
«El justo Noé, con su mujer, sus hijos y sus nueras formaba un grupo de
ocho personas y era símbolo del octavo día, en el que Cristo apareció
resucitado de entre los muertos y que, por su virtud, sigue siendo el día
primero. Cristo, primer nacido de toda creación, ha llegado a ser en un nuevo
sentido cabeza de una nueva raza por él generada con el agua y el madero de
la cruz, lo mismo que Noé fue salvado por medio de la madera del arca que
flotaba sobre las aguas» (S. Justino). En
el día del Señor se vivía con intensidad el misterio de Jesucristo: El Hijo
de Dios ha venido a nuestro encuentro para darnos vida eterna. Él ha
entregado libremente su vida por nosotros y ha resucitado del sepulcro; nos
envía su Espíritu y nos da su cuerpo como alimento; lleva a plenitud la
antigua creación y nos permite anticipar la vida futura. Por eso, a la
memoria (anámnesis) de su muerte-resurrección y a
la certeza de su presencia entre los suyos, se añadía la petición «ven,
Señor», para que llevara a plenitud su obra de salvación. No había un
precepto específico de participar en la Misa, pero se daba una experiencia
tan fuerte de la comunión con el Cuerpo «eucarístico» del Señor y con su
Cuerpo «eclesial», que nadie se podía permitir faltar a la cita: «¿Qué excusa tendríamos ante el Señor si no nos
reuniéramos en su día para escuchar la Palabra de vida y nutrirnos del
alimento divino, que permanece eternamente?» (Didascalía
de los Apóstoles). A
lo largo de los siglos, el misterio de la comunión en la Palabra y en el
Cuerpo y Sangre del Señor ha recibido muchos nombres: En los escritos
bíblicos encontramos la "Kyriakón deîpnon" Cena del Señor (1Cor 11, 20-23) y la "Klásis toû ártou"
fracción del pan (Lc 24, 35; Hech 2, 42.46; 20, 7.11; 27, 35). La Didajé, S. Ignacio, S. Justino, S. Ireneo, Tertuliano, la
Traditio Apostólica... y otros documentos de las
primeras generaciones cristianas generalizarán el nombre "eujaristía", en clara dependencia de la "Berakah", acción de gracias hebrea, subrayando
el momento de la gran acción de gracias que precede a la consagración (el
prefacio). En los mismos autores y en S. Cipriano y la Didascalía
se encuentra también el término "prosphorá"
(oblatio en los latinos) ofrenda, en alusión a la
aportación de los fieles para los pobres. S. Agustín y S. León Magno
prefieren el término "sacrificium",
subrayando el efecto de la acción de los ministros (sacrum
facere). "Anaphora",
"leitourgía", "synaxis",
"agápe", "Kyriaké"
son otros términos que se usaron con frecuencia en Oriente, así como su
traducción latina en Occidente. En el Norte de África se generalizó el uso de
"collecta", subrayando el aspecto
de la reunión. En el siglo IV, la palabra "missa"
significaba despedida. La salida de los catecúmenos después de la homilía y
antes de presentar los dones era el momento que subrayaba el misterio que
estaba para suceder y se generalizó en Occidente para calificar al
sacramento. Lo encontramos en S. Ambrosio de Milán, en la Beata Egeria, en
San Isidoro... Últimamente se prefiere el término "Eucaristía".
Todos los nombres utilizan una parte de la celebración para denominar al
todo. Ninguno es mejor que el otro, siempre que nos quedemos con lo que
quieren significar. 3. LA FIESTA DE PASCUA: ORIGEN, SIGNIFICADO Y EVOLUCIÓN La
Pascua conoció una larga evolución desde que surgió como fiesta de primavera,
en tiempos muy anteriores al judaísmo. Los grupos sedentarios ofrecían las
primeras gavillas al inicio de la siega, por eso limpiaban los asentamientos,
eliminaban todos los alimentos fermentados y comían panes ázimos,
participando de la renovación de la naturaleza que se llena de vida. Los
seminómadas celebraban el paso de los pastos de invierno (en los valles) a
los de verano (en las montañas). Los desplazamientos debían hacerse de noche
a causa del calor, por lo que había que esperar la llegada de la luna llena.
Antes de ponerse en camino, ofrecían sacrificios a los demonios del desierto,
como tributo para poder atravesar sus territorios. Marcaban sus tiendas con
la sangre para que se viera que ellos ya habían cumplido, esperando que los
demonios no pedirían, así, nuevas víctimas. En los
oasis se alimentaban con las hierbas que crecen junto a las corrientes de
agua. Al
haberse realizado en aquellas fechas la liberación de Egipto, la Pascua se historizó, convirtiéndose en la memoria anual del paso de
la esclavitud a la libertad y en el anuncio de las futuras intervenciones de
Dios a favor de su pueblo (Ex 12, 14). Cada elemento anterior (el cordero,
las hierbas amargas, el pan ázimo...) comenzó a
tener un nuevo significado. La fiesta se enriqueció, haciendo memoria en ella
de la creación del mundo y de la futura manifestación del Mesías: «Ahora,
cuatro son las noches que celebramos hoy. La primera es aquella en que el
Señor poderoso llamó a la existencia todo lo que hay en el mundo... La
segunda fue la noche en que Abrahán, confiando en el Dios que puede dar vida
después de la muerte, ofreció a su hijo Isaac sobre el monte Moria... La tercera fue cuando nuestros antepasados
fueron liberados de manos del Faraón por medio de Moisés... La cuarta será
cuando el Mesías del Señor realizará la liberación definitiva y nos traerá el
Reino prometido» (Targum palestino sobre Ex
13). La Pascua se convirtió en la fiesta de la identidad judía: se hacía
memoria de sus orígenes como pueblo y de su peculiar relación con el Dios de
la Alianza. No
es fácil determinar la fecha en que la Iglesia comenzó a celebrar la Pascua
del Señor como una fiesta anual, aunque debió ser muy pronto, ya que los
mismos evangelios parecen recoger en su redacción un eco de la peregrinación
que la comunidad de Jerusalén hacía al Santo Sepulcro: «Mirad donde lo
colocaron» (Mc 16, 6). El año 195 el obispo Polícrates
de Éfeso se dirige al Papa Víctor para dirimir la
fecha en que se debía celebrar la Pascua. Él dice que en Asia la celebraba
desde época apostólica en la primera luna llena de primavera (el 14 de Nisán,
el mismo día que los judíos, independientemente del día de la semana en que
cayera). En las Iglesias de Occidente se celebraba también desde época
apostólica el domingo siguiente. Víctor quiere apartar a Polícrates
de la comunión católica si no cambia la fecha. Ireneo interviene recordando
que la misma cuestión se había planteado entre Policarpo de Esmirna y Aniceto de Roma, que mantuvieron la concordia,
aunque no llegaron a ningún acuerdo. De todas formas, en los años siguientes
se generalizó la celebración anual de la Pascua en domingo. La
primitiva celebración pascual estaba caracterizada por fuertes sentimientos
escatológicos. Aquellos primeros cristianos esperaban la Parusía como algo
inminente y estaban convencidos de que Jesús volvería durante la noche de
Pascua: «Le dijimos: "Señor, ¿en qué forma volverás?". Respondió
el Señor diciendo: "vendré como el sol luciente para juzgar a vivos y
muertos". Le respondimos: "¿Cuándo acaecerá?". Y el Señor
dijo: "antes de que pasen 150 años, en los días de Pascua, tendrá lugar
mi venida"» (Epístola Apostolorum, S. II).
«Nosotros celebramos esta noche pasándola en vela a causa de la venida de
nuestro Rey y Dios. El significado de esta noche es doble: en esta noche él
retornó a la vida después de la pasión y en esta misma noche él recibirá al
final de los tiempos el reinado de este mundo» (Lactancio,
año 313). «Una tradición judía dice que Cristo vendrá a medianoche, como
ocurrió en Egipto... De aquí proviene, a mi entender, aquella tradición
apostólica que se ha conservado hasta hoy según la cual, durante la vigilia
pascual no está permitido despedir a la gente antes de medianoche, cuando
todavía esperamos la venida del Señor» (S. Jerónimo, año 398). La
esperanza de la futura manifestación gloriosa del Señor en la noche de Pascua
se enriqueció con la interpretación de la fiesta como «memoria mortis» (memoria de la muerte del Señor, así la llama la
Epístola Apostolorum en el 150). La homilía de Melitón de Sardes (hacia el 166) compara la Pascua judía
con la cristiana. Aquélla salvó a Israel por la sangre del cordero, mientras
que la segunda salva a los hombres por la sangre de Cristo. Cristo es el
verdadero cordero pascual que, habiendo amado a los suyos hasta el extremo,
se ofreció por todos en la cruz, en la fiesta de Pascua: «En los años
anteriores, el Señor, para celebrar la Pascua, comió el cordero inmolado por
los judíos. Pero, después de haber predicado el evangelio, siendo él mismo la
Pascua, el Cordero de Dios, conducido como oveja al matadero, el día 13
explicó a los discípulos el misterio de la prefiguración... Por eso el Señor
murió al día siguiente, ya que él mismo era la Pascua inmolada por los
judíos» (S. Clemente Alejandrino. S. II). Tertuliano explica cómo la
comunidad cristiana, al celebrar la Pascua, es sumergida y bañada en la
sangre del Señor. Por eso se celebraba el bautismo en esa fecha. En la
homilía del pseudo-Hipólito (S. II) se insiste en
el paralelismo Cristo-Cordero Pascual. Él ha asumido la miseria humana
provocada por el pecado. Él es el varón de dolores que ha cargado sobre sus
espaldas el pecado y la muerte de sus hermanos: «Cristo es la Pascua de
nuestra salvación, el que tuvo que padecer mucho en la persona de muchos, el
que fue asesinado en Abel, maniatado en Isaac, exiliado en Jacob, vendido en
José, expuesto en Moisés, inmolado en el cordero, perseguido en David,
vilipendiado en los profetas... El mismo que fue arrebatado del rebaño,
empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado de noche; que no fue
quebrantado en el leño ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó
de entre los muertos e hizo que el hombre surgiese desde lo más hondo del
sepulcro» (Homilía de Melitón). Al
inicio, se hacía derivar Pascha del griego Paschein y se traducía por Passio
(padecimiento, pasión) en latín. La Pascua se vivía como participación en la «entrega»
del Señor: Él se ha entregado por nosotros y nosotros nos entregamos como él.
Con el tiempo, se va a abrir paso una nueva etimología y se hace derivar Pascha del Paschá
arameo (Pesah en hebreo), traduciéndola por Transitus (paso). El primero será Clemente de
Alejandría, siguiendo al filósofo Filón de Alejandría. En el s. IV se
generaliza el significado de Pascua como «paso», lo que enriquecerá la
reflexión teológica. Jesús ha pasado de la muerte a la vida y nosotros hemos
pasado del pecado a la gracia. Él vive una vida nueva, según el Espíritu y
nosotros nos esforzamos por caminar en una vida nueva, siguiendo las mociones
del Espíritu: «Celebrando la fiesta de la Pascua nos esforzamos por pasar
a las cosas de Dios, como un día los hebreos pasaron de Egipto al desierto...
Realicemos con ahínco el tránsito que lleva al cielo, apresurándonos a pasar
de las cosas de aquí abajo a las cosas celestes y de la vida mortal a la vida
inmortal» (Eusebio de Cesarea). Los
primeros cristianos vivían su existencia como una Pascua continua, porque
siempre estamos acogiendo a Cristo que «se entregó a la muerte por
nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4, 25) y
siempre nos estamos esforzando por vivir la vida nueva que surge de la
Pascua: «Para aquél que ha comprendido que Cristo, nuestra Pascua, ha sido
inmolado, y que la fiesta se celebra comiendo la carne del Logos, no hay momento en que no celebre la Pascua. En
efecto, con el pensamiento, con toda palabra y con toda acción, está pasando
siempre de las cosas de esta vida a Dios y se apresura hacia la ciudad
celeste» (Orígenes. 284). Esto conlleva un constante deseo de una mayor
participación en el misterio de Cristo, hasta alcanzar la plenitud
escatológica. Por eso también, la vida cristiana es un continuo «preparar el
camino al Señor», adelantar su regreso en gloria (siempre es Adviento,
utilizando una terminología posterior). Las otras fiestas del año no pueden
hacernos olvidar esta realidad, ya que brotan de ella y a ella nos encaminan. 4. CUARESMA Y PENTECOSTÉS La
Pascua era una gran celebración nocturna, en la que se hacía memoria de la
entrega de Cristo hasta la muerte, de su Resurrección de entre los muertos,
de su presencia salvadora en medio de los creyentes y de la promesa de su
regreso para llevar a plenitud su obra. Hasta finales del s. III era la única
fiesta que se celebraba en la Iglesia. Los fieles comenzarán a prepararse con
uno o varios días de ayuno. En varios textos antiguos se hace referencia a
ese ayuno, el único practicado entonces por los cristianos a lo largo del año
(justificándolo con Mt 9, 14-15: «No pueden ayunar mientras el novio está
con ellos. Ayunarán cuando se lo arrebaten»). Con el tiempo, estos días
se transformarán en el Triduo Santo de la Muerte, Sepultura y Resurrección
del Señor. Más tarde se añadirá la reconciliación de penitentes el Jueves Santo, posteriormente la Misa Crismal
y, por último, la memoria de la institución de la Eucaristía. Tenemos
abundantes testimonios de cómo la fiesta se va dividiendo en la celebración
de los varios aspectos del misterio a lo largo de la Semana Santa y de cómo
se extiende desde Jerusalén por el resto de la cristiandad, se va ampliando
hasta Pentecostés y se va fijando un tiempo de preparación para la misma, que
termina siendo de cuarenta días. A
los cincuenta días de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de las
semanas (Ex 24, 22) o de Pentecostés. En su origen, marcaba el final de la
cosecha, después se historizó para significar la
Alianza del Sinaí. En el cristianismo se llamó Pentecostés al período que se
iniciaba con la noche de Pascua y se prolongaba durante 50 días, en los que
los neobautizados profundizaban en el conocimiento
y en la celebración de la fe. El domingo final empezó a celebrarse con mayor
solemnidad, como clausura de las fiestas. En él se comenzó a hacer memoria de
la Ascensión del Señor y de la venida del Espíritu Santo. Desde finales del
s. IV, la palabra «Pentecostés» dejó de significar el conjunto de los
cincuenta días pascuales que, hasta entonces, se
habían vivido «como un gran domingo» (Atanasio de Alejandría, año 329) y
empezó a conmemorar el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Se
empezó a celebrar la Ascensión a los 40 días de la Pascua y Pentecostés 10
días más tarde. En
sus orígenes, la Cuaresma se consideraba un tiempo de preparación para acoger
al Señor en su venida definitiva, para vivir la Pascua como un anticipo de la
vida eterna (en cierto sentido, lo que hoy celebramos en el Adviento). «Antes
de la fiesta del Tránsito, como preparación, nos sometemos al ejercicio de la
Cuaresma. Orientando nuestro camino hacia Dios, nos ceñimos los lomos con la
cintura de la templanza; vigilamos con cautela los pasos del alma,
disponiéndonos, con las sandalias puestas, para emprender el viaje de la
vocación celeste; usamos el bastón de la palabra divina, ayudándonos de la
oración para resistir a los enemigos; realizamos con todo interés el tránsito
que lleva al cielo, apresurándonos a pasar de las cosas de aquí abajo a las
celestes, y de la vida mortal a la inmortal» (Eusebio de Cesarea). Las seis semanas de Cuaresma se interpretaron
como un recuerdo de los días de la creación: los creyentes se disponen para
entrar en la nueva Jerusalén, para participar de la nueva creación que se
inauguró en la Pascua. Las siete semanas de Pentecostés se interpretaron como
el anticipo de la Vida eterna, la entrada en el descanso definitivo, aquél
que el sábado antiguo (séptimo día) anunciaba y que se ha iniciado cuando
Cristo nos abrió las puertas del Paraíso. La
fiesta pascual, con su etapa de preparación y su tiempo de prolongación, fue
perdiendo su unidad y fragmentándose en una constelación de fiestas
independientes. La Ascensión y Pentecostés tuvieron sus días de preparación y
ayuno: «A lo largo del año se celebran en la Iglesia cuatro ayunos:
primero en Navidad, en segundo lugar en Pascua, en tercer lugar en la
Ascensión, finalmente en Pentecostés» (Filastro
de Brescia. Hacia el 391). Pentecostés termina
celebrándose con una vigilia nocturna, similar a la de Pascua, en la que
también se administra el bautismo. Después de Pascua y Pentecostés se
introducen sendas «octavas». La Cuaresma se vivió como un fin en sí misma,
que culminaba en las celebraciones de la Semana Santa y se fue alargando en
lo que se llamó «quincuagésima», «sexagésima» y «septuagésima».
Posteriormente, la desaparición de la Vigilia Pascual y la celebración del
Sábado de Gloria, los oficios de tinieblas, las fiestas del Viernes de
Dolores, la Trinidad, el Corpus, el Sagrado Corazón de Jesús, el Inmaculado
Corazón de María, Jesucristo Sumo y eterno Sacerdote, el domingo del Buen
Pastor, el de la Divina Misericordia... fueron complicando más las cosas. Pío
XII reintrodujo la vigilia pascual (1951) y reformó la liturgia de la Semana
Santa (1955). La Sacrosanctum Concilium
pidió «una reforma general de la misma liturgia», que culminó en la
publicación de los actuales rituales y leccionarios, a partir de 1969.
Acerquémonos al ciclo pascual tal como hoy lo vive la Iglesia. La
Cuaresma comienza
el Miércoles de Ceniza y termina el Jueves Santo por
la tarde. Es un tiempo de preparación intensa para la fiesta de Pascua.
Normalmente, preparamos con tiempo los acontecimientos importantes en nuestra
vida: un examen de final de carrera, una boda, una ordenación sacerdotal,
unas elecciones... La Pascua es tan fundamental que necesitamos un largo
tiempo de preparación. La misma oración de bendición de las cenizas, al
inicio de la Cuaresma, ya pone nuestra mirada en la meta de nuestro caminar: «Oh
Dios... derrama la gracia de tu bendición sobre estos siervos tuyos que van a
recibir la ceniza, para que, fieles a las prácticas cuaresmales, puedan
llegar, con el corazón limpio, a la celebración del misterio pascual de tu
Hijo». Sin quitar importancia a la Penitencia cuaresmal, la idea más
importante de este tiempo, la que más resuena en las lecturas y oraciones es
la «conversión». Las palabras de San Pablo en la 2ª Corintios (5,20-6,2),
leídas también el miércoles de ceniza, nos dan la clave: «Os lo pedimos
por Cristo: Dejaos reconciliar con Dios... Ahora es el tiempo de la gracia,
ahora es el tiempo de la salvación». La intensificación de la oración y
de la lectura de la Palabra de Dios, las celebraciones del sacramento de la
Penitencia, el pío ejercicio del Vía Crucis, las procesiones y las demás
prácticas cuaresmales deberían ayudarnos a poner los ojos en Cristo, nuestro
único modelo, a enamorarnos de Él, a «reflexionar en su vida para saber
imitarla, comportándonos en todo como se hubiera Él si tuviera mi edad, mis
condiciones y se encontrara en las circunstancias en que yo me encuentro»
(S. Juan de la Cruz). Los
primeros días de la Semana Santa todavía se sitúan en el tiempo cuaresmal,
aunque tienen unas peculiaridades propias. El Domingo de Ramos en la
Pasión del Señor aclamamos a Cristo como Rey paradójico, cuyo poder se
manifiesta en el servicio y en la entrega de su vida. Hacemos memoria de su
entrada triunfal en Jerusalén, pero los ramos con que acompañamos a Cristo se
convertirán en la ceniza que usaremos al inicio de la Cuaresma del año
siguiente. Esto subraya la fragilidad de nuestros buenos deseos. La lectura
del Evangelio de la Pasión nos recuerda cómo muchos de los que aclamaron a
Jesús pidieron después su muerte. La Misa Crismal,
con la concelebración de los Presbíteros de la Diócesis en torno a su Obispo
y la renovación de sus promesas sacerdotales después de la homilía, se ha
convertido en una ocasión para renovar los vínculos entre los sacerdotes y su
Pastor. El
Triduo Santo de la Muerte, Sepultura y Resurrección del Señor encuentra un
anticipo en la Misa vespertina del Jueves Santo,
en la que celebramos sacramentalmente la entrega que Jesús hizo de sí mismo
en la Última Cena. La Misa se celebra en ambiente solemne y festivo y los
ministros se revisten de blanco. Durante el canto del
Gloria, se suelen tocar las campanas, que no vuelven a sonar hasta la Vigilia
Pascual. En la primera lectura se proclaman las disposiciones de Moisés sobre
la cena pascual judía. La lectura de San Pablo nos recuerda que el Señor
instituyó la Eucaristía en el contexto de una cena pascual y que nos ordenó
seguir haciéndolo en memoria suya. El Evangelio de San Juan nos presenta la
escena del lavatorio de los pies (oficio reservado a los esclavos), como
manifestación del amor sin límites de Jesús. Después de la homilía, el
ministro lava los pies de algunos fieles, en obediencia al mandamiento de
Jesús: «Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo». Después
de la comunión y de la oración final, se reserva el Santísimo Sacramento en
un lugar preparado para el efecto (el «monumento»). La celebración termina en
silencio, sin bendición, ni despedida, ni canto final, porque queda
inconclusa y habrá de continuarse en los días siguientes. Se desnuda el altar
de manteles y adornos, permaneciendo iluminado sólo el espacio donde se ha
reservado al Señor. Es bueno recordar a los fieles el horario de la «hora
santa» o invitarles a pasar algún tiempo en compañía del Señor, obedeciendo a
su mandato en esa misma noche: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,
38). El
Viernes Santo es
de una gran sobriedad litúrgica. Según una antigua tradición, la Iglesia no
celebra la Eucaristía en ese día, aunque es muy recomendable el ejercicio del
vía crucis. Los oficios comienzan en silencio, sin canto ni saludo inicial,
porque son la continuación de la celebración del Jueves
y terminan de la misma manera, porque no se concluirán hasta la gran
celebración de la Vigilia Pascual. Al principio, los ministros, revestidos de
rojo, se postran ante el altar. Los Oficios tienen tres partes: la primera es
la liturgia de la Palabra, con la lectura del canto del Siervo de Isaías, un
texto de la carta a los Hebreos, que presenta a
Jesucristo como el Sumo Sacerdote de nuestra fe, y la Pasión según S. Juan.
La oración de los fieles es verdaderamente universal. En ella se tienen
presentes a todos los hombres: La Iglesia Católica, el Papa, los ministros,
los fieles, los catecúmenos, los demás cristianos, los judíos y creyentes de
otras religiones, los no creyentes, los gobernantes, los que sufren. La
segunda parte es la adoración de la Cruz, que es llevada al altar entre
aclamaciones: «Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la
salvación del mundo. Venid a adorarlo». Por último, se reviste el altar y
se traslada procesionalmente el Santísimo para la Comunión eucarística. Las
procesiones y otros actos de piedad deben aprovecharse para explicar a los
fieles el misterio que celebramos. El
Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando
en su entrega. Toda la fe y el amor de la Iglesia se concentran en el corazón
de María, la mujer que esperó contra toda esperanza; por eso, en muchos
lugares (incluida la catedral de Roma) se hacen celebraciones de «la Hora de
la Madre». La Iglesia latina tampoco celebra hoy la Eucaristía y la Comunión
sólo se puede recibir como Viático. La
Vigilia Pascual, celebrada después de la caída del sol, corresponde ya al Domingo
de Resurrección, e inaugura la gran fiesta cincuentenaria de la alegría.
Comienza con la liturgia del fuego, en la que aclamamos a Cristo como Luz
Nueva que ilumina la tierra (recordemos que la vieja creación también comenzó
cuando Dios hizo la luz, el día primero). El cirio pascual, bendecido en esta
noche santa, presidirá las celebraciones del tiempo pascual, así como los
Bautizos y Funerales a lo largo del año. Cada uno de nosotros enciende su
pequeña vela en la llama del cirio, directamente o a través de otros que la
han recibido ya, como imagen de que queremos dejarnos iluminar por la luz de
Cristo y colaborar con Él llevando a los demás su luz. Sigue la Liturgia de
la Palabra, en la que repasamos las grandes intervenciones de Dios a favor de
la humanidad: la creación, el sacrificio de Abrahán, la salida de Egipto, las
promesas de los profetas. Después de las lecturas del Antiguo Testamento, se
canta el Gloria y se proclama la epístola. Después
de 40 días sin cantar el Aleluya, en esta noche resuena con mayor alegría la
aclamación al Evangelio. En la Liturgia del Agua se bautizan los neófitos, si
los hay, y se renuevan las promesas bautismales, recordando que el Bautismo
es participación sacramental en la Muerte y Resurrección de Cristo (si hay
religiosos o religiosas, a continuación renuevan sus votos). Esta parte
concluye con la oración de los fieles. En la Liturgia Eucarística comulgamos
el Cuerpo del Señor, sabiendo que el que recibe a Cristo resucitado,
resucitará con Él. En la Misa del día, la bellísima secuencia nos transmite
los sentimientos de la Iglesia en esta fiesta: «Ofrezcan los cristianos /
ofrendas de alabanza / a gloria de la Víctima / propicia de la Pascua. /
Cordero sin pecado / que a las ovejas salva, / a Dios y a los culpables /
unió con nueva Alianza... / Primicia de los muertos, / sabemos por tu gracia
/ que estás resucitado; / la muerte en ti no manda. / Rey vencedor, apiádate
/ de la miseria humana / y da a tus fieles parte / en tu victoria Santa.» Para
quienes hacen experiencia del poder del Señor sobre la muerte, del perdón de
los pecados, de la presencia del Resucitado en medio de los creyentes, la
celebración de la Pascua es: Recuerdo
de algo sucedido en el pasado: El amor de Cristo le llevó a entregarse por
nosotros y se manifestó más fuerte que la muerte. Actualización
de la gracia que entonces se nos mereció: Participamos sacramentalmente de su
muerte y resurrección y nacemos a una vida nueva. Anticipo
de la vida eterna, de la total comunión con el Padre, por Cristo, en el
Espíritu, lo que nos enciende en deseos de llevar a plenitud lo que ya hemos
pregustado. Por eso, el núcleo de las celebraciones pascuales
(y de toda liturgia cristiana) se encuentra en la aclamación: «Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR, JESÚS». El
tiempo pascual, con su conclusión el día de Pentecostés, y las demás fiestas
posteriores, únicamente pretenden ayudarnos a vivir estas tres realidades. 6. EL ADVIENTO CRISTIANO COMO ACOGIDA DEL QUE PUEDE DAR
SENTIDO A NUESTRA EXISTENCIA El
cristianismo no es un movimiento más que intenta dar una respuesta al deseo
de trascendencia que arde en lo más profundo del hombre. No es una propuesta
entre otras (aunque sea la más profunda y original). La pretensión cristiana
es que en Jesús de Nazaret, Dios mismo ha salido a nuestro encuentro, ha dado
respuesta a nuestros interrogantes y ha satisfecho nuestras necesidades,
desbordando ampliamente nuestras expectativas. Aquí no estamos ante una
reflexión del hombre sobre la vida y la muerte, sino ante una revelación de
Dios que nos indica el camino de la salvación. No ante teorías que aprender,
sino ante una persona que recibir, una presencia que experimentar, un regalo
que acoger. La
actitud cristiana por excelencia es, pues, la de acoger. Recibir la propia
vida como un don de amor, porque "en esto consiste el amor, no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero" (1Jn
4, 10). Por eso nos ha creado. Y por eso "al llegar la plenitud de
los tiempos nos ha enviado a su propio Hijo, para manifestarnos su amor
haciéndonos hijos suyos por medio de él" (cf. Gal 4, 4ss). Acoger a
Dios y sus dones nos llena de alegría, al mismo tiempo que nos despierta un
deseo cada vez mayor de alcanzar en plenitud lo que, en esta vida, sólo
podemos poseer de una manera imperfecta. Ya hemos recibido el amor de Dios,
con el Espíritu Santo que se ha derramado en nuestros corazones. Ya somos
hermanos de Jesús. Ya nos sentimos verdaderamente hijos de Dios, "pero
aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él porque lo veremos tal cual es" (1Jn 3, 2). Los
cristianos sentimos ese deseo de plenitud de una manera especial en la
celebración eucarística. Precisamente cuando recibimos el perdón del Señor,
cuando escuchamos su Palabra, cuando nos alimentamos con su Cuerpo, cuando se
realiza una fuerte comunión de vida con él, deseamos con más ansias su
manifestación plena y directa. Por eso son los místicos los que cantan: "Vivo
sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero".
La vida cristiana se convierte, así, en un continuo Adviento, en un
disponernos para acoger la plena y definitiva presencia salvadora del Señor
Jesús en nuestras vidas y en el mundo. La presencia de la salvación en
nuestras vidas nos hace desear la salvación perfecta. La primera venida del
Señor, su entrada en nuestra historia, nos hace desear su manifestación
futura, cuando lleve a plenitud su obra. 7. LAS ANTÍFONAS MAYORES DE ADVIENTO La
palabra «Parousía», en griego, se traducía por la
palabra «Adventus», en latín. Ambas se podrían
traducir por «venida, llegada, entrada solemne». En la corte imperial,
Parusía-Adventus, designaba la primera visita
oficial de un personaje importante (Emperador o embajador de otro reino), con
la solemne toma de posesión de su cargo. Los primeros escritos cristianos
emplean esta palabra, tanto en griego como en latín, para designar la llegada
de Cristo entre los hombres. Tanto la llegada en la carne, que inaugura
los tiempos mesiánicos, como la llegada gloriosa, al final de los tiempos,
que coronará la obra redentora al fin del mundo. Con el tiempo, hemos
conservado la palabra griega (parusía), para nombrar la manifestación
gloriosa de Cristo al final de los tiempos y la palabra latina (adviento)
para designar el tiempo litúrgico anterior a la Navidad. Aunque en los textos
litúrgicos de Adviento se hacen continuas referencias a la triple venida de
Cristo: la que sucedió en la humildad de la carne hace 2000 años, la que
sucederá en gloria al final de los tiempos y la venida silenciosa del Señor
que acontece en cada momento, especialmente en las celebraciones
sacramentales. El
17 de diciembre era el día inicial del Adviento, según el concilio de
Zaragoza (380). La Iglesia romana conservó esta fecha para comenzar el canto
cotidiano de las antífonas propias para la preparación de Navidad, antífonas
que comienzan por "O" (en latín, en español por "Oh") y
van seguidas por los títulos divinos del Verbo encarnado. Son llamadas
«antífonas mayores» y fueron compuestas en el siglo VII. Son un magnífico
compendio de la cristología y, a la vez, un resumen expresivo de los deseos
de salvación de toda la humanidad, tanto del Israel del A.T. como de la
Iglesia del N.T. Son
breves oraciones dirigidas a Cristo Jesús, que condensan el espíritu del Adviento
y la Navidad. Todas comienzas expresando la admiración de la Iglesia ante el
misterio de un Dios hecho hombre: «Oh». Continúan con una comprensión cada
vez más profunda de su misterio. Y terminan con la súplica urgente: «ven». O
Sapientia = sabiduría, Palabra O
Adonai = Señor poderoso O
Radix = raíz, renuevo de Jesé (padre de David) O
Clavis = llave de David, que abre y cierra O
Oriens = oriente, sol, luz O
Rex = rey de paz O
Emmanuel = Dios-con-nosotros. Leídas
en sentido inverso las iniciales latinas de la primera palabra después de la
«O», dan el acróstico «ero cras», que significa
«seré mañana, vendré mañana», que es como la respuesta del Mesías a la
súplica de sus fieles. Se cantan antes y después del Magnificat en las
Vísperas de estos siete días, del 17 al 23 de diciembre, y también, un tanto
resumidas, como versículo del aleluya antes del evangelio de la Misa. Día
17: "Oh
Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro
confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el
camino de la salvación". Día
18: "Oh
Adonai, Pastor de la casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la zarza
ardiente y en el Sinaí le diste tu ley, ven a librarnos con el poder de tu
brazo". Día
19: " Oh
Renuevo del tronco de Jesé, que te alzas como un signo para los pueblos, ante
quien los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones, ven a
librarnos, no tardes más". Día
20: "Oh
Llave de David y Cetro de la casa de Israel, que abres y nadie puede cerrar,
cierras y nadie puede abrir, ven y libra a los cautivos que viven en
tinieblas y en sombra de muerte". Día
21: " Oh Sol
que naces de lo alto, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia, ven ahora
a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombre
de muerte". Día
22: " Oh Rey
de las naciones y Deseado de los pueblos, Piedra angular de la Iglesia, que
haces de dos pueblos uno solo, ven y salva al hombre que formaste del barro
de la tierra". Día
23: " Oh
Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de
los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro" La
Navidad surge algo después que la Pascua y por un motivo distinto. Los
romanos celebraban el 25 de Diciembre, con motivo del solsticio de invierno,
el «Natale Solis Invicti», conmemoración anual del triunfo del sol sobre
las nubes en una guerra primordial, mitológica, que cada año la misma
naturaleza reflejaba. De hecho, en el hemisferio Norte, la noche del 24 de
diciembre es la más larga del año, pero el día 25 es unos segundos más largo
que el 24, y el 26 es algo mayor que el 25. Desde este momento, los días se
van alargando. La noche del 24 de diciembre, los paganos encendían hogueras
en honor del sol, para ayudarle a vencer sobre los dioses de las tinieblas y,
al amanecer, adoraban al astro victorioso. Esta costumbre permaneció durante
siglos, incluso ya en la época cristiana, tal como nos recuerda S. León Magno
(s. V) en uno de sus sermones de Navidad: «los paganos, cuando se levanta
el sol, en los primeros albores del día, son tan insensatos como para
adorarlo desde lugares elevados. Hay aún cristianos que piensan que obran
religiosamente siguiendo esa práctica, doblando la cabeza e inclinándose en
honor del disco radiante...». En
la época de las persecuciones, los cristianos eran minoría en el Imperio y
tenían obligación de celebrar esta fiesta civil. Pronto comenzaron a darle un
significado nuevo: el triunfo de Cristo sobre las tinieblas del mal y de la
ignorancia, el nacimiento del Salvador, verdadero «sol que nace de lo
alto» (Lc 1, 78) y «luz que alumbra a las naciones» (Lc
2, 32), sacando al hombre de su larga noche por la luz del Señor. Nos dice S.
Agustín en una homilía navideña: «Alegrémonos también nosotros, hermanos,
y dejemos que los paganos exulten de alegría. Para nosotros este día ha sido
santificado, no por el sol visible, sino por su invisible creador... Sí,
hermanos míos, queremos considerar verdaderamente santo este día; pero no
como los incrédulos, a causa de este sol, sino por gracia de aquél que ha
creado el sol». Otro autor anónimo del s. IV añade: «Los paganos
llaman a este día nacimiento del sol invicto, pero ¿quién es más invicto que
nuestro Señor, que anuló y venció a la muerte? Y si ellos llaman a este día
nacimiento del sol, él es el sol de justicia, de quien dijo el profeta Malaquías: Divinamente terrible, se afianzará entre
nosotros su nombre como sol de justicia». Se cristianizó una fiesta
pagana, dándola un significado nuevo (y hoy se ha paganizado esta fiesta
cristiana). La contemplación del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios
y de su manifestación a los hombres como su salvador, enriqueció y completó
la fiesta más antigua de la Pascua. En
Oriente, también se celebraban fiestas en honor del sol en los últimos días
de diciembre y en los primeros de enero. De manera independiente (aunque
paralela) a lo que sucedió en Roma, también se transformaron en fiestas en
honor de Cristo. En uno y otro caso se subrayaba la manifestación de Cristo
como salvador de los hombres, luz del mundo, enviado de Dios. Epifanio, un
autor de inicios del s. III, en una homilía sobre la fiesta de Epifanía nos
dice: «Ocho días antes de las Kalendas de enero,
los idólatras celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia,
los egipcios kronia, los alejandrinos kikellia. En efecto, el octavo día antes de las kalendas de enero significa una ruptura, ya que la luz
del sol brilla durante más tiempo y se va haciendo más radiante... En un
templo majestuoso que se levanta en el recinto llamado de Kore,
permanecen despiertos toda la noche, cantando himnos y tocando la flauta en
honor del ídolo. Terminada la celebración nocturna, al canto del gallo,
descienden con una antorcha a una especie de capilla subterránea y recogen un
ídolo de madera desnudo, colocado en una peana... Luego llevan al ídolo en
procesión, dando siete vueltas al recinto y proclaman que Kore
ha dado a luz a Aión». Los cristianos de
Oriente vencieron estos ritos, que estaban muy arraigados en el pueblo,
sustituyéndolos por otras fiestas en honor de la manifestación (Epifanía) de
Cristo en su bautismo, en las bodas de Caná, en sus
milagros... como único salvador. Pronto
la fiesta romana, que recibía el nombre de Navidad, pasó a Oriente y la
Oriental, que recibía el nombre de Epifanía, pasó a Occidente y se empezaron
a celebrar como dos momentos del mismo misterio: en una se subrayaba la
encarnación del Señor (la «apparitio Domini in carne») y en la otra su manifestación como
salvador de los hombres. «Lo
que existía desde el principio, lo que hemos contemplado y tocado con
nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros... para que vuestro gozo sea
completo» (1Jn 1,
1-4). «La Palabra era Dios... A cuantos la recibieron les dio el poder ser
hijos de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos
visto su gloria» (Jn 1, 1-18). «Al llegar la plenitud de los tiempos,
Dios envió a su propio Hijo... para rescatar a los que estábamos bajo la Ley
y hacernos hijos adoptivos suyos...» (Gal 4, 4-7). Cuando los discípulos
hicieron experiencia de la salvación traída por Cristo, cuando se sintieron
llenos de su mismo Espíritu, hijos de su mismo Padre, miembros de su mismo
Cuerpo comprendieron el misterio escondido en Cristo: Si nos salva y nos da
el Espíritu, si ha sido glorificado junto a Dios es porque participa de su
mismo ser divino. Pero esto no se puede alcanzar de un día para otro. Si
después de la resurrección se manifiesta como Hijo de Dios y Mesías, esto
tenía que serlo desde siempre. Él es el «Dios con nosotros», desde el mismo
momento de su nacimiento (aunque no se hubieran dado cuenta antes) y es «Hijo
de Dios Poderoso» desde antes de manifestarse en la carne (aunque sólo
entonces se pudo comprender algo de su misterio). A partir de la experiencia
de la salvación en Cristo se empieza a entender su identidad. Los
Santos Padres de la Iglesia y escritores antiguos, al hablar de la
Encarnación del Señor, la presentan como un "admirable intercambio":
Él ha tomado lo nuestro y nos ha dado lo suyo. «El Hijo de Dios se ha
hecho hombre para que los hombres llegaran a ser hijos de Dios» (S.
Ireneo). «Quiso nacer en el tiempo para conducirnos a la eternidad. Dios
se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios» (S. Agustín). «El
cielo en la tierra, la tierra en el cielo; el hombre en Dios y Dios en el
hombre» (S. Pedro Crisólogo). «Acoge, Señor,
nuestras ofrendas en este admirable intercambio entre nuestra pobreza y tu
riqueza. Nosotros te ofrecemos los dones que de ti hemos recibido y tú, a
cambio, danos a ti mismo» (S. León Magno). Son reflexiones y oraciones
profundamente vivenciales, donde se subraya la
experiencia personal de participación en el misterio. S. Juan de la Cruz
tiene unos romances en la misma línea: «Los
hombres decían cantares los
ángeles melodías festejando
el desposorio que entre tales dos había. Pero
Dios en un pesebre allí lloraba y gemía. Y
la madre estaba en pasmo de
que tal trueque veía: el
llanto del hombre en Dios y
en el hombre la alegría lo
cual del uno y del otro tan
ajeno ser solía» Queda
claro que los cristianos celebramos en la liturgia el misterio de Cristo: su
venida a la tierra para ser nuestro salvador, su amor hasta dar la vida por
nosotros, su victoria sobre la muerte y su continua presencia entre nosotros.
Esto es lo que creemos y celebramos todos los días del año. No dividimos su
misterio ni su persona. A lo largo del año litúrgico celebramos un aspecto u
otro de su vida y de su obra por pedagogía (ya que tanto amor nos desborda,
lo contemplamos poco a poco, adaptándolo a nuestra pequeña capacidad) y
porque él mismo ha sumido nuestra historia y ha vivido una existencia real en
el tiempo (esto nos anima en nuestro caminar cotidiano). 10. LAS CUATRO MISAS DEL DÍA DE NAVIDAD Los
actuales formularios de las cuatro Misas para el día de Navidad subrayan
distintos aspectos del mismo misterio: La entrada del Hijo de Dios en nuestra
historia y la asunción de nuestra naturaleza para hacernos partícipes de la
suya. Misa
de la Vigilia. La
proclamación de la genealogía de Jesús según S. Mateo, aunque pueda parecer
algo larga y pesada, nos presenta en la lista de nombres que va desde Abrahán
hasta José, la suma de todas las esperanzas y angustias del pueblo de Israel,
promesas de Dios y pecados de los hombres. Allí encontramos santos y
sinvergüenzas, reyes piadosos y pecadores públicos. Jesús se convierte en
descendiente de todos ellos. Asume sus esperanzas y sus buenas obras para
llevarlas a plenitud. Asume sus pecados y traiciones para ofrecer su perdón.
Como vemos, toma lo nuestro y nos da lo suyo. Misa
del Gallo, o de
medianoche. En medio de la oscuridad resuena el mensaje gozoso de los ángeles:
«Os ha nacido un Salvador... Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a
los hombres». Todos somos pobres pastores, rodeados de tinieblas, todos
necesitamos de esta Buena Noticia, de este Evangelio: El mismo Hijo de Dios
Altísimo, lleno de misericordia y de amor, ha entrado en nuestras tinieblas
para salvarnos. Como dice la primera lectura: «Al pueblo que habitaba en
tierra de sombras, una luz les brilló». Misa
de la Aurora. Los
pastores «encontraron a María, a José y al Niño... y se volvieron dando
gloria a Dios por lo que habían visto y oído». La luz del día de Navidad
nos invita a recordar que Dios mismo puede ser «visto», «encontrado» en
Jesús. De esto hablan la primera lectura: «Mira a tu Salvador, que llega»
y la segunda: «Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador». Misa
del día. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del
mensajero que trae la Buena Noticia!», nos anuncia la primera lectura.
¿Qué noticia? La Carta a los Hebreos nos responde: «Dios
habló antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora nos ha hablado
directamente por su Hijo». Él es el rostro visible del Dios invisible,
que nos revela al Padre. El Evangelio insiste: «A Dios nadie lo ha visto
nunca: El Hijo Único es el que nos lo ha dado a conocer». Jesús es la
«Palabra» de Dios. En Él, Dios nos habla y «se» habla. Nos descubre sus
proyectos eternos de amor y se descubre a sí mismo. ¡Bendita Palabra de Dios
hecha Carne, hecha humana para que la podamos entender! ¡Dichosos quienes la
acogen, porque se transforman en hijos de Dios! 11. EL CULTO A LOS SANTOS Sólo
Dios es verdaderamente y totalmente Santo. Los Santos lo son en la medida en
que se identifican con Cristo, que viven en comunión con él y son un reflejo
de su presencia amorosa entre nosotros. Los Santos por excelencia son los
Mártires: los que son capaces de amar hasta la muerte, hasta entregar la
última gota de su sangre. Es natural, por tanto, que el culto a los Santos en
la Iglesia comenzara por el culto a los Mártires (mártir, en griego,
significa testigo). La
plena identificación con Cristo se realiza en el banquete eucarístico, cuando
nos alimentamos del mismo Cristo y nos hacemos uno con Él, cuando Él vive en
nosotros. Los Mártires han llevado su identificación con Cristo hasta el
extremo. S. Ignacio de Antioquía escribía en el s.
II: «Dejadme ser pan eucarístico triturado por las muelas de los leones en
el circo. No intercedáis por mí. No me privéis de la gracia de dar la vida
por Cristo como Él la ha dado por nosotros». Hasta tal punto se sentían
los Mártires identificados con Cristo que, cuando Sta.
Felicidad, en el año 203 esperaba la muerte en la cárcel, le llegó el momento
de dar a luz y, debido a sus gritos, el carcelero ironizaba: «¿Qué harás cuando estés en la arena?», a lo
que ella respondió: «Entonces, otro será el que sufrirá por mí». La
celebración anual de la memoria de los mártires comenzó muy pronto
(principalmente en el lugar de los propios sepulcros). La Iglesia de Esmirna escribió a la de Filomelio
en el año 156 contándole cómo sucedió el martirio de S. Policarpo y la
intención de celebrar cada año su memoria: «Más tarde pudimos recoger sus
huesos, más valiosos que piedras preciosas o que el oro puro y los
depositamos en un lugar conveniente. Allí, según nos sea posible,
celebraremos el natalicio de Policarpo, para memoria de los que acabaron ya
su combate y preparación de los que aún tenemos que combatir». Cada año,
en el aniversario de la muerte de los Mártires (dies
natalis), las comunidades se reunían junto a sus
sepulcros y leían las actas de su martirio, los escritos de los propios
Mártires y escuchaban el testimonio de los que convivieron con ellos. En una
carta de S. Cipriano (+258), recomienda: «Anotad también los días en que
fallecen los que mueren en la cárcel, para que podamos celebrar sus
conmemoraciones entre las memorias de los Mártires». Los
antiguos enterraban a sus muertos fuera de las puertas de la ciudad y erigían
mausoleos en su honor. En el aniversario de su nacimiento y en otras fechas
hacían banquetes fúnebres y depositaban libaciones (vertían vinos y comidas
por unos agujeros situados sobre la losa sepulcral). Los cristianos
mantuvieron durante siglos la costumbre de hacer banquetes funerarios (e
incluso libaciones), pero no el día del nacimiento, sino el de la muerte y
reservaban las ofrendas y alimentos para los pobres. La Eucaristía sobre la
tumba del Mártir sustituirá rápidamente a los banquetes paganos. Un texto del
362 nos lo recuerda: «Entonces se cantan himnos, salmos y cánticos a la
gloria de aquél que todo lo ve y en memoria de sus mártires se celebra la
Eucaristía, el sacrificio que desterró la sangre y la violencia. No se
busquen allí el olor del incienso ni de las llamas de una pira, sino pura
luz, capaz de iluminar a los que allí oran. A menudo se prepara también una
modesta comida a favor de los pobres». Para
que no hubiera posibilidad de confusiones, los pastores de la Iglesia
explicaron desde el principio el significado de estos ritos: «La
disciplina eclesiástica prescribe, como bien saben los fieles, que cuando los
Mártires son mencionados en este lugar durante la celebración eucarística, no
se ora por ellos, sino por los demás difuntos... No oramos por los Mártires,
sino que somos nosotros los que nos encomendamos a su oración... Nosotros no
fabricamos a nuestros Mártires templos como a dioses, sino memorias o tumbas,
como a hombres mortales cuyo espíritu vive con Dios... Al celebrar el
sacrificio, es ofrecido a Dios y no a los Mártires, aunque éste sea celebrado
en sus memorias o capillas; porque quien celebra es sacerdote de Dios, no de
los Mártires. El sacrificio, que es el Cuerpo de Cristo, no se ofrece a los
Mártires, porque ellos mismos son el Cuerpo de Cristo» (S. Agustín). Inicialmente,
la Iglesia sólo dio un culto especial a los Mártires. Ellos aparecían
especialmente vinculados al sacrificio de Cristo y a su resurrección. Su
muerte era un testimonio de amor hasta las últimas consecuencias. Pronto, sin
embargo, a su memoria se unió el culto a otros cristianos que habían
demostrado un alto grado de amor y fidelidad a Cristo sin llegar a
ratificarlo con el martirio. Así ocurrió con los «Confesores» (aquellos que,
habiendo sido encarcelados y torturados por su condición de cristianos y
habiendo confesado públicamente su fe, murieron en la cárcel o fuera de ella,
a causa de la violencia sufrida, aunque no hubieran muerto en un acto de
martirio). A
la veneración de Mártires y Confesores se unió también la de los monjes y
ascetas que vivían en el desierto entregados a la soledad y a la penitencia.
Pasada la época de las persecuciones, la vida ascética fue la manera de dar testimonio
de la propia fe y del amor incondicional a Cristo. Por eso los monjes fueron
llamados «Mártires del corazón». Así surge el culto a los Padres del
desierto: Antonio (+356) en Egipto, Hilarión (+371) en Palestina, Basilio
(+379) en Capadocia, etc. S. Juan Crisóstomo predicaba: «crucificad
vuestro cuerpo y así recibiréis la corona del martirio». También
las mujeres que consagraron a Dios su virginidad y se dedicaron a ejercer la
caridad fueron asociadas al culto de los Mártires. Metodio
de Olimpo escribió: «Las Vírgenes han sufrido el martirio. Ellas no han
soportado el sufrimiento físico durante un momento, sino que han sostenido
durante toda su vida el combate de la pureza». Finalmente,
hay que destacar la incorporación de los obispos al culto de los Santos. Los
grandes obispos de la antigüedad coronaron su vida con el martirio: Ignacio
de Antioquía, Policarpo de Esmirna,
Cipriano de Cartago... y los Papas Calisto,
Ponciano, Fabián, Cornelio, Sixto... Pero hubo también otros obispos que, sin
haber sufrido el martirio, dieron testimonio de su fe cristiana, la
defendieron con su predicación y sus escritos, sirvieron a la Iglesia en sus
necesitados, fueron ejemplo para los fieles: Atanasio de Alejandría, Basilio
de Cesarea, Martín de Tours, Ambrosio de Milán, y
los Papas Silvestre, Dámaso, León... De ellos escribió S. Cipriano: "No
es que ellos hayan fallado al martirio, sino que el martirio les ha fallado a
ellos". Para
venerar la memoria de todos estos personajes surgieron los calendarios en los
que se señalaban el nombre del santo, la fecha de su muerte y el lugar de su
tumba, añadiendo algunos datos biográficos en algunos casos. En Occidente se
llamaron martirologios y en Oriente menologios. Últimamente se ha publicado
el Martirologio Romano renovado, después de un trabajo de veinticinco años,
con el deseo de que se convierta en un libro litúrgico, aunque aún no se han
hecho traducciones del latín. 12. LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS Y LA
CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS El
1 de Noviembre hacemos memoria en una sola celebración de todos aquellos
hombres y mujeres que han alcanzado la plenitud de la vida en la gloria: los
Santos. Conocemos los nombres de muchos de ellos: La Virgen María, S. Pedro y
S. Pablo, Sta. Lucía, S. Francisco de Asís, Sta. Teresa de Jesús... Algunos han dado su vida en el
martirio, otros han consagrado sus energías al servicio de Cristo y de los
hermanos. Los hay antiguos y modernos, hombres y mujeres, ancianos y niños,
monjas y frailes, madres de familia y célibes. Son modelo de vida para
nosotros y nos acompañan con su intercesión. Pero
no sólo son santos aquellos que vemos sobre los altares. Hay muchos
cristianos que han vivido su fe con intensidad y que hoy ya gozan de Dios. A
algunos los hemos conocido y quizá no hemos sabido apreciar su gran riqueza
interior. La primera lectura del día nos habla de «una muchedumbre inmensa
que nadie puede contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación» que ya
viven glorificados con Cristo. Son los redimidos, que «han lavado sus
ropas en la sangre del Cordero» y viven la misma vida de Dios para
siempre. Son tantos, que no tenemos días suficientes para hacer memoria de
cada uno. Nosotros
también estamos llamados a ser santos y a gozar de aquella vida que no tiene
fin, en la que Dios mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos, sanará
nuestras heridas y nos permitirá contemplar la dulzura de su rostro y gustar
de su ternura. Ésta es nuestra esperanza y de esto nos habla la segunda
lectura: «Ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que
llegaremos a ser cuando veamos a Dios cara a cara y vivamos su misma vida».
Mientras llega el momento del feliz encuentro con Cristo, Él nos propone un
camino para ir pregustando y anticipando el cielo en la tierra: el de las
Bienaventuranzas, que se proclaman en el Evangelio del día. Hay una
Bienaventuranza para cada persona, para cada sensibilidad, para cada
circunstancia. Seguro que hay, por lo menos, una para ti y también para mí:
Dichosos los que se sienten necesitados ante Dios, los tristes, los que aman
la justicia, los que tienen un corazón limpio, los que trabajan por la paz...
porque serán consolados, serán hijos de Dios, heredarán el Reino de los
Cielos. En definitiva, dichosos los que, en la circunstancia concreta que les
toca vivir, ponen su esperanza en Dios, porque Él los llenará con creces. Los
Santos son testigos de que Dios cumple lo que anuncia. Al
día siguiente oramos por todos los difuntos. Muchos de ellos se esforzaron
por hacer el bien, a pesar de sus fallos y limitaciones. De algunos podemos
decir que fueron generosos, simpáticos, cariñosos o trabajadores; pero
también hemos encontrado en nuestra vida personas perezosas, egoístas,
antipáticas o violentas. El 2 de Noviembre pedimos por todos, para que el
Señor tenga misericordia de cada uno, por su infinita misericordia. Oramos
unidos por nuestros seres queridos que nos han precedido y hoy no están entre
nosotros y oramos también por aquellos que no conocimos e incluso por quienes
nos hicieron el mal. Pedimos al Señor que perdone a todos sus pecados y que
les conceda la plenitud de la vida en la resurrección. Y decimos: "No
nos trates como merecen nuestras culpas ni nos pagues conforme a nuestros
pecados. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero
de ti viene la misericordia y la redención copiosa". La
celebración de la memoria de todos los fieles difuntos nos sirve al mismo
tiempo para recordar que un día también nosotros moriremos. Esto nos hace
tomar conciencia de que todas las cosas por las que nos afanamos son
relativas y llegará el día en que se pasarán. Así ponemos el corazón sólo en
los bienes que permanecen para siempre y desdramatizamos tantas situaciones
secundarias que muchas veces nos hacen sufrir. Nuestra gran esperanza es que
la muerte no es el final del camino, porque Dios es más fuerte que la muerte,
su amor es más grande que el pecado. Que Cristo ha venido para que tengamos
vida, y vida en abundancia. 13. FIESTAS DE LA VIRGEN MARÍA La
devoción y el culto a la Virgen surgen en la Iglesia unidos al amor a Cristo
y derivados de Él. Desde los primeros siglos encontramos inscripciones
sepulcrales en las Catacumbas y en el área arqueológica de Nazaret, tanto en
griego como en latín, invocando a María. Entre los Padres se desarrolló desde
el principio la predicación sobre el nacimiento virginal de Jesús y sobre el
paralelismo Eva-María: «Encontramos a la Virgen María obediente, diciendo:
"Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra".
Eva fue desobediente cuando aún era virgen y Adán también... María, esposa y
virgen, por su obediencia se convirtió en causa de salvación para sí y para
todo el género humano» (S. Ireneo). Con todo, su culto público con fiesta
litúrgica propia es posterior al de los Mártires, a partir del Concilio de Éfeso, en el 431, con la solemne declaración de María
como «Madre de Dios», aunque el título es muy anterior. La versión más
antigua del «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios...» se
recoge en un papiro copto del siglo III o principios del IV. Tanto la
celebración de la maternidad divina en los días de Navidad como la de la Dormición de la Virgen (15 de agosto) y el famoso himno «Akáthistos» provienen del s. V. Desde el s. VI tenemos
noticias seguras de las fiestas de la Purificación, la Anunciación y la
Natividad de María en Oriente y desde el s. VII en Occidente. La fiesta de la
Inmaculada surge en Inglaterra en el s. XI, como derivación de una fiesta más
antigua en honor de la Concepción de María, que se celebraba en Jerusalén. Se
extendió lentamente por Occidente hasta su inclusión en el calendario
universal en 1854. A
lo largo de la Edad Media, con el crecimiento de la devoción a la humanidad
de Jesús, surgieron también múltiples formas de culto mariano: el ángelus, el
rosario, el oficio parvo, la salve... Algunas formas de piedad absolutizaron el culto a María, incluso al margen de su
relación con su Hijo, pero, en la mayoría de los casos, no hicieron más que
recordar la presencia de María en los principales momentos de la Historia de
la Salvación: desde la Encarnación y el Nacimiento, pasando por la vida
pública, a la Crucifixión, la Pascua y Pentecostés. Hoy se subraya, también,
a María como tipo y modelo de la Iglesia orante, que medita la Palabra de
Dios y vive en obediencia. Ella es la peregrina de la fe que da Carne al Hijo
de Dios y vive en su servicio. «La Santa Iglesia venera con amor especial
a la Bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo
indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en ella la Iglesia admira y
ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente
como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera
ser» (SC 103). Después
de la reforma litúrgica, algunas fiestas marianas han recuperado su carácter
esencialmente cristológico, como la Anunciación y
la Presentación del Señor (en Oriente llamada la «Hypapanti»,
fiesta del encuentro). Conservamos 3 grandes solemnidades marianas: La
Inmaculada Concepción (8 diciembre), Santa María, Madre de Dios (1 de enero)
y la Asunción de la Virgen (15 de Agosto). Las demás fiestas y memorias de
Ntra. Señora nos hacen presente su recuerdo y su protección a lo largo del
año: Natividad de la Virgen (8 de septiembre), Visitación (31 de mayo),
Presentación de María en el templo (21 de noviembre), el Inmaculado Corazón
de María (sábado después del II domingo después de Pentecostés), Ntra. Sra.
de Lourdes (11 de febrero), Ntra. Sra. del Carmen (16 de Julio), dedicación
de la Basílica de Sta. Mª la Mayor (5 de agosto),
Santa María Reina (22 de agosto), la Virgen de los Dolores (15 de
septiembre), la Virgen del Rosario (7 de octubre). El Misal de la Virgen
María nos ofrece, además, un riquísimo material celebrativo
para las más variadas circunstancias. En sus textos descubrimos a María como
el espejo donde se puede contemplar la Iglesia: lugar de presencia de la
acción salvadora de Dios, acogida orante de la Palabra, misterio de
fecundidad virginal, realización en la historia de aquella plenitud de vida
que esperamos alcanzar un día. 14. CRISTO, AYER, HOY Y SIEMPRE La
celebración de los misterios del Señor a lo largo del año nos ayuda a
profundizar en el único Misterio: Cristo. Él, por amor a los hombres, quiso
asumir nuestra condición histórica, limitada: nació, creció, predicó, realizó
signos, murió y resucitó. Además, nos aseguró su permanencia entre nosotros
todos los días de nuestra vida. Somos tan limitados, que esta presencia
salvadora nos sobrepasa. Por eso ponemos nuestros ojos en un aspecto cada
vez, para intentar profundizar de manera progresiva en una realidad que nos
desborda: El Hijo de Dios está entre nosotros y podemos encontrarnos con Él,
anticipando sobre esta tierra el gozo del encuentro definitivo, que se dará
únicamente en el cielo. «En la primera venida, el Señor vino en carne y
debilidad; en esta segunda, en Espíritu y poder; y, en la última, en gloria y
majestad. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la
primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la
última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro consuelo y nuestro
descanso» (S. Bernardo). |
Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |