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HISTORIA, TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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2. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA APOSTÓLICA 3. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA POSTAPOSTÓLICA 9. EL USO DE LOS SALMOS EN EL OFICIO DIVINO 1. LA ORACIÓN DE JESÚS Jesús comía con los pecadores, frecuentaba a la gente excluida
de la sociedad, perdonaba los pecados... Tenía unas actitudes que a algunos
llenaban de admiración y a otros escandalizaban. Cuando le preguntan por qué
hace estas cosas, responderá que porque ésa es la manera de ser de Dios
mismo. Su forma de actuar corresponde a la concepción que tiene de Dios. En las parábolas de la misericordia (Lc 15) nos presenta a
Dios como un pastor que, cuando pierde una oveja, se lanza al monte para
buscarla y se alegra cuando la encuentra; o como un padre que llora y sufre y
espera cuando el hijo se le va de casa, y que prepara un banquete cuando
regresa; o como una mujer que busca preocupada la moneda que ha perdido y no
para hasta hallarla. En definitiva, un Dios con entrañas de misericordia,
amigo de los hombres. Por eso él va al encuentro de los pecadores y les
anuncia la Buena Noticia. La descripción que Jesús hace de Dios y su actuar
coinciden plenamente. Hablando con propiedad, Jesús no da una definición de
Dios. Habla con naturalidad de su amor y de su misericordia, se relaciona de
una manera especial con él, se siente su Hijo querido, lo experimenta como
Padre, pero no lo describe en términos abstractos. Porque su Dios es Padre amoroso, necesita estar
continuamente en contacto con él para recibir su vida y su fuerza, para
conocer su voluntad, para manifestarle su cariño. La oración de Jesús no se
limita a unos tiempos y a unos espacios concretos, sino que empapa toda su
vida. La oración acompaña todas las decisiones y acontecimientos de la vida
de Jesús: ora en el Bautismo (Lc 3, 21), antes de elegir a los 12 (Lc 6,
12-13), antes de la confesión de Pedro en Cesarea
(Lc 9, 18), en la transfiguración (Lc 9, 28-29), en Getsemaní... Está
convencido de que la oración es la posibilidad de superar la prueba y la
tentación (Mt 26, 41), de librar al hombre del mal (Mc 9, 29). No sólo ora en los acontecimientos decisivos, sino en todo
momento, habitualmente: «se retiraba a lugares solitarios para orar»
(Lc 5, 16), «de madrugada...» (Mc 1, 35-37), «lleno de gozo...»
(Lc 10, 21); porque tiene la certeza de la cercanía de Dios: «Yo no estoy
solo, el Padre está conmigo» (Jn 16, 32), «Yo sé muy bien que me
escuchas siempre» (Jn 11, 42). Lo mismo enseña a sus discípulos: «Es
necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1). Ora en el Templo y en las sinagogas con frecuencia (Lc 4,
16), participa en el culto público, recita los salmos y las plegarias judías
(Mc 14, 22-23; 27), bendice los alimentos (Jn 6, 11)... Ora en lugares
solitarios durante 40 días, de noche, en muchos momentos (Mt 14, 23; Lc 11,
1), con sus propias palabras. A sus seguidores nos enseña también a orar «En
la intimidad» (Mt 6, 6), «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). Ora por los discípulos, por Pedro (Lc 22, 32), por los suyos
(Jn 17, 11ss), por los que creerán (Jn 17, 20), por el mundo (Jn 17, 21), por
los enemigos (Lc 23, 34). Ora en los momentos difíciles: «de rodillas»
(Lc 22, 41), «postrado» (Mt 26, 39), «con lágrimas» (Heb 5, 7), en la Cruz (Mc 15, 34; Lc 23, 45). En su oración siempre se dirige a Dios como Padre (130
veces lo llama así en los evangelios). Jesús se relaciona con Dios como un
niño con su padre, lleno de confianza, al mismo tiempo que siempre dispuesto
a la obediencia. La única excepción en su manera de orar es su grito en la
Cruz (Mt 27, 46), cuando cita el salmo 22, que comienza diciendo: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y termina manifestando la
confianza en Dios que puede librar de la muerte, aunque las apariencias digan
lo contrario. La designación de Dios como Padre (de los justos, del
pueblo, del rey...) no es desconocida en Israel ni en otras religiones. Pero
Jesús llama continuamente «Abba» (papá) a Dios en la oración, dando a
entender una intimidad y confianza inauditas. El Nuevo Testamento se escribió
en griego; sin embargo, encontramos la invocación aramea «Abba» en el
Evangelio (Mc 14, 36) y en las cartas de Pablo (Rom 8, 15; Gal 4, 6), usada
en la oración cristiana como un eco de la plegaria de Jesús. «Abba», para
Jesús, más que un título, es una experiencia. No manifiesta sólo una
concepción de Dios; también es una manera de entenderse a sí mismo: si Dios
es el Padre, Jesús es su Hijo. Jesús se comprende a sí mismo en total
dependencia de Dios, del que todo lo recibe, y como total apertura a Dios: «Mi
alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4, 34). Revela a Dios, su
misterio, porque se le ha manifestado como su Padre y le ha abierto su
corazón. Sabe que su relación con él es única y privilegiada, por eso
distingue entre mi Padre y vuestro Padre. Ante la petición de los discípulos de que les enseñe a
orar, Jesús responde a los suyos enseñándoles a llamar «Abba» a Dios, como él
mismo hacía. Invita a los suyos a vivir su misma experiencia, a compartir sus
sentimientos, a participar ellos también de su peculiar relación con su
Padre. Ésta es la única ocasión en que no distingue entre «mi» y «vuestro»
Padre, sino que se une a cada uno de nosotros para decir Padre «nuestro». «Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el cielo» (Mt 6, 9). Jesús no sólo nos
enseña una oración nueva, sino que crea una situación nueva. Al permitirnos
llamar Padre nuestro a su Padre, nos incorpora a su plegaria, nos hace
verdaderamente hijos de Dios. Al mismo tiempo, en estas pocas palabras, Jesús
une dos ideas lejanas entre sí. Por un lado nos invita a llamar a Dios
«Padre» y a sentirlo cercano, familiar, amigo. Por otra parte nos invita a no
trivializar esta verdad. Somos hijos de Dios, pero no podemos olvidar que él
«está en el cielo»; es decir, no es una realidad como las de este mundo, que
podemos comprender, poseer, dominar. Dios siempre está más allá de nuestra
capacidad y es mayor de lo que podemos suponer. Él es al mismo tiempo cercano
y lejano, inmanente y trascendente, Padre y Señor. Si comprendemos esto,
podemos iniciar nuestra oración con confianza (porque Dios es Padre) y
con respeto (porque el Padre es Dios). 2. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA APOSTÓLICA S. Lucas nos comenta en los Hechos de los Apóstoles cómo
vivían los primeros cristianos y cuáles eran los elementos de su vida que
ellos consideraban esenciales: «Los que habían sido bautizados
perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en la
Fracción del Pan y en las oraciones» (Hch 2,42). En este breve texto se
nos presentan con claridad los pilares sobre los que se construía la
comunidad, todos ellos igualmente necesarios: Enseñanza, Fraternidad,
Eucaristía y Oración. 1. Se comienza con la «Enseñanza»: el anuncio, la
explicación de las verdades de la fe. Pero no una enseñanza cualquiera, sino
la «de los Apóstoles», la de aquéllos que pueden dar testimonio de «lo
que han visto y oído» (cf. 1Jn 1, 1ss). Hoy encontramos esta enseñanza en
la catequesis de la Iglesia, en la predicación, en la reflexión teológica, en
el Magisterio. 2. Los que creen se abren a la «Fraternidad»:
integración en la Iglesia, caridad, generosidad, servicio. Los cristianos
deben tener una manera peculiar de relacionarse entre ellos y con los demás.
Las Bienaventuranzas y el mandamiento del amor fraterno deberían ser los
principios vitales. La Moral intenta ayudarnos para que los asumamos
personalmente. 3. Los que acogen el anuncio y se esfuerzan por vivir en
consecuencia, pueden participar de los Sacramentos, recibir las «cosas
santas», especialmente el Pan compartido en la «Eucaristía». 4. Esto nos lleva a la relación personal con el Padre por
Cristo en el Espíritu, a la «Oración», al trato íntimo con Dios,
desarrollado tanto de una manera personal como comunitaria. El proceso
conduce a la oración y se realiza en la oración. Los Hechos de los Apóstoles
nos muestran prácticamente en cada capítulo alguna expresión de la comunidad
en oración (cf. Hch 1, 14; 2, 1; 3, 1; 4, 23-24; 6, 4; 7, 59 etc.). Las
Iglesias están formadas por personas que saben que no viven de sus propias
fuerzas, sino que esperan continuamente la fuerza de lo alto, que es la única
que explica su vitalidad y su dinamismo. Cumplían, así, las enseñanzas del
Maestro: «Para mostrarles la necesidad de orar siempre, sin desanimarse,
Jesús les contó una parábola» (Lc 18, 1), repetida también por San Pablo:
«Orad en todo momento» (1Tes 5, 17). Siguiendo la tradición judía, los primeros cristianos se
acostumbraron desde el principio a elevar oraciones a Dios en momentos fijos
de la jornada. El Deuteronomio ya ordenaba la récita
del Shemá Israel «al acostarte y al levantarte»
(Dt 6, 7) y en el Templo se ofrecían sacrificios «al salir el sol y en el
momento de su ocaso» (Ex 29, 39). Con el tiempo, se añadieron a estos dos
momentos principales, otros tres repartidos a lo largo de la jornada. Aunque
con una gran libertad, en la Iglesia se conservaron estos cinco tiempos
orantes, tal como nos testimonian varios textos bíblicos. El Espíritu Santo
descendió sobre los Apóstoles reunidos en oración a la hora Tercia (Hch 2,
1.15); Pedro tiene la revelación de que también debe bautizar a los paganos
mientras realizaba la oración a la hora Sexta (Hch 10, 9); el paralítico de
nacimiento es curado a la hora Nona, cuando Pedro y Juan acudían al Templo
para la oración diaria (Hch 3,1). 3. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA
POSTAPOSTÓLICA San Pablo pedía con insistencia a los cristianos que
oraran en todo tiempo y lugar, «cantando a Dios himnos, salmos y cánticos
inspirados» (Col 3, 16); «Recitad entre vosotros himnos, salmos y
cánticos inspirados. Cantad y tocad para el Señor con todo vuestro corazón, y
dad continuamente gracias a Dios» (Ef 5, 19); «Vivid en constante
oración y súplica guiados por el Espíritu. Y renunciando incluso al sueño
para ello, orad con la mayor insistencia» (Ef 6, 18). Asignaba un
especial ministerio orante a las comunidades, como primicia y representación
de toda la humanidad ante Dios: «Recomiendo que se hagan plegarias,
oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los
reyes y las autoridades, para que podamos vivir una vida tranquila y
apacible, con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios,
nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tim 2, 1-4). Siguiendo estas enseñanzas, las
comunidades cristianas desarrollaron un alto espíritu orante. Poseemos
catequesis y homilías sobre la oración de numerosos Santos Padres, que nos
informan de las varias tradiciones que se fueron formando en las diversas
iglesias. Independientemente de las formas que adoptara, los
primeros cristianos tenían una cosa muy clara: Toda oración verdaderamente
cristiana es eclesial, no en el sentido de que se hace en la Iglesia,
sino por y con la Iglesia, aunque se realice en soledad. Comentando
el Padrenuestro, San Cipriano nos dice: «No quiso el doctor de la paz y
maestro de la unidad que orara cada uno por sí y privadamente, de modo que
cada uno, cuando ora, ruegue sólo por sí mismo.. No decimos "Padre mío
que estás en el cielo", ni "el pan mío dame hoy", ni pide cada
uno que se le perdone a él solo sus ofensas o que no sea dejado en la
tentación y librado del mal. Es pública y común nuestra oración, y, cuando
oramos, no oramos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo
forma una cosa sola». Los creyentes vivían fuertemente la comunión de los
Santos, la conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo, en el que los
mártires, las vírgenes, los ascetas, los clérigos... se mantenían firmes en
su vocación gracias a la oración de todos los cristianos. Al principio, el culto en comunidad se reducía a la
Eucaristía dominical. Pronto se establecerán los demás días de la semana
celebraciones orantes comunitarias a primera hora de la mañana y a última de
la tarde en casi toda la geografía cristiana En las celebraciones
comunitarias se unían el canto de los Salmos, las intercesiones, la
recitación del Padrenuestro, las lecturas tomadas de la Biblia y la
predicación: «Vas a oír algo que desconoces, y vas a sacar provecho de lo
que el Espíritu Santo te va a dar a través del que instruye... También se te
va a explicar cómo tienes que comportarte. Si un día no hay asamblea, que
cada uno lea la Sagrada Escritura en su casa y reflexione» (Traditio Apostólica s. II). A partir del s. IV, con el fin de las persecuciones, se
produce un proceso de gran creatividad litúrgica en las basílicas y
catedrales. El pueblo, en torno a su obispo y a un grupo de ministros cada
vez más numeroso y con funciones más diversificadas, se reúne por la mañana y
por la tarde para celebrar el culto, que asume muchos ritos del ceremonial
imperial o de las otras religiones: incensaciones, vestiduras solemnes,
procesiones, lucernarios, inclinaciones,
instrumentos musicales... Los monjes, sin embargo, deseosos de cumplir con el
encargo de orar ininterrumpidamente, dan menos importancia a los ritos y más
a la récita coral o individual de los salmos y de
otras partes de la Escritura a lo largo de la jornada. Algunos recitan los
150 salmos cada día, otros cada semana. En algunos
monasterios se tiene un solo encuentro comunitario al día, en otros dos,
cinco, siete, doce... sin que falten lugares donde siempre se encuentren
algunos monjes en la Iglesia, turnándose día y noche para que no se
interrumpa el culto. La oración en común se prolongaba impregnando de
espíritu orante todas las actividades cotidianas con la recitación frecuente
de jaculatorias. San Benito de Nursia, muerto el
547, redactó en su Regla un ordenamiento del Oficio Divino en el que se ocupa
incluso de los detalles menores, inspirándose en las prácticas de la Iglesia
romana. Establece para sus monjes el rezo de prima, tercia, sexta, nona,
vísperas, completas, nocturno (oficio de lecturas) y maitines (laudes). Fija la récita semanal
del salterio y anual de la Escritura. Sus normas se generalizaron en casi
toda la Iglesia occidental. Hasta el siglo XI se administraba la Ordenación
Sacerdotal para ejercitar el culto o la cura de almas en una Iglesia
determinada, con la obligación de rezar en ella el Oficio. En el siglo XII,
con la evolución de las parroquias hacia el sentido actual y con la
ordenación de sacerdotes sin relación con un templo, se fue generalizando la récita del Oficio en privado, fuera de la Iglesia y al
margen de las horas de culto público. Los libros litúrgicos recogían los
textos correspondientes a cada ministro por separado. Para facilitar el rezo
individual se compilaron «breviarios», que resumían las lecturas, cánticos y
oraciones, ignorando las intervenciones de las «órdenes menores». En el siglo
XIII, San Francisco de Asís asumió para sus frailes y generalizó el uso del
«breviario» que se usaba en la curia romana. Se fue generalizando la
recitación privada para los clérigos y coral sin pueblo para los monjes y
frailes. La celebración comunitaria con participación del pueblo fue
desapareciendo. En su lugar surgieron otras devociones, como el oficio parvo,
el rosario, el vía crucis, etc. San Pío V publicó en 1568 el breviario que ha estado en
uso, con mínimas variaciones, durante 400 años y estableció la obligatoriedad
de su rezo para todos los clérigos. El Vaticano II pidió una reforma global
de la liturgia de las horas, que simplificara las rúbricas y recuperara «la
verdad de las horas» para santificar toda la jornada. La versión actual se
publicó a partir de 1971. Acerquémonos a la riqueza teológica y espiritual
del Oficio Divino, deteniéndonos especialmente en sus horas principales: Laudes y Vísperas. 4. LAS LAUDES MATUTINAS La noche, el caos, el terror, / cuanto a las sombras pertenece siente que el alba de oro crece / y anda
ya próximo el Señor. El sol, con lanza luminosa, / rompe la noche y abre el día bajo su alegre travesía, / vuelve el
color a cada cosa. El hombre estrena claridad / de corazón cada mañana se hace la gracia más cercana / y es
más sencilla la verdad. ¡Puro milagro de la aurora! / Tiempo de gozo y eficacia: Dios con el hombre, todo gracia / bajo la luz madrugadora. Para los antiguos, sin iluminación artificial, el resurgir
de la luz cada mañana era una verdadera liberación de los miedos y angustias
ligados a la experiencia de la oscuridad nocturna. Las noches se hacían muy
largas, sobre todo en invierno, en que se prolongaban desde las 4 o 5 de la
tarde hasta las 7 de la mañana, por lo que se esperaba con ansia el canto del
gallo, que anunciaba la aurora y la posibilidad de retornar a las actividades
necesarias para la supervivencia: cultivos, caza, comercio... En la Sagrada Escritura encontramos abundantes testimonios
del espíritu religioso con el que se vivían las primeras horas de la jornada
en Israel. Antes de alimentar el cuerpo o de dedicarse a la transformación de
la naturaleza por medio del trabajo, se elevaba la plegaria a Dios, único
Creador de todo, del que el hombre es sólo colaborador. El primer pensamiento
y las primeras palabras del día pertenecen a Dios. El libro de la sabiduría
nos enseña que «es necesario adelantarse al sol para darte gracias y salir
a tu encuentro al despuntar el alba» (Sab 16,
28). El escriba, modelo de sabiduría y piedad, «de mañana, con todo el
corazón, se dirige al Señor, su Creador, derrama su súplica al Altísimo, abre
su boca en la oración y pide perdón por sus pecados» (Eclo 39, 5).
Numerosos Salmos son un eco de esa alabanza matutina: «Señor, por la
mañana escuchas mi voz; al amanecer te expongo mi causa» (Sal 5, 4); «Dios
la socorre al despertar la aurora» (Sal 46, 6); «Voy a cantar para ti.
¡Despertad, cítara y arpa! Despertaré a la aurora» (Sal 57, 9); «Por
la mañana va a tu encuentro mi súplica» (Sal 88, 14). Como siente sed de
agua nuestra garganta al despertar, así tiene sed de Dios nuestra alma desde
el amanecer: «Oh Dios, desde la aurora te busco, sediento de ti como
tierra reseca» (Sal 63, 2) o incluso desde antes: «Antes del amanecer
ya te suplico y espero en tu Palabra» (Sal 119, 147). Dejar la seguridad y el calor del lecho por motivos
meramente humanos, cuando aún es de noche, antes de la vuelta de la luz, no
es de sabios. De nada sirve este sacrificio si es sólo para hacer mejores
negocios y ganar más dinero: «Es inútil que madruguéis y os fatiguéis para
ganar el pan» (Sal 127, 2). Pero se puede madrugar también por amor a
Dios, tal como recomendaban y practicaban los personajes de la Escritura,
para buscarle y cumplir sus mandatos: «Abrahán se levantó muy temprano y
se dirigió al lugar donde se le había manifestado el Señor» (Gn 19, 27); «El Señor dijo a Moisés "mañana
levántate temprano para presentarte ante el Faraón"» (Ex 8, 16); «Josué
se levantó de madrugada y se puso en camino» (Jos
3, 1). El mismo Jesús acostumbraba a orar al amanecer: «Muy de madrugada,
antes de salir el sol, se levantó y se fue a un lugar solitario para orar»
(Mc 1, 35). La oración de la mañana, tan importante para los judíos,
se enriquece de nuevo significado para los cristianos. Solamente la claridad
de Cristo Resucitado es capaz de disipar la oscuridad de nuestra vida. Él
borra nuestros miedos, nuestros pecados, nuestras angustias, nuestras
«noches». «Él es la luz que brilla en las tinieblas, sin que la oscuridad
pueda sofocarla» (Jn 1, 5). La comunidad cristiana celebra gozosa, cada
mañana, la gloria de la Resurrección de Cristo. Él nació en medio de la noche
y murió mientras las tinieblas cubrían la tierra, pero resurgió victorioso
del sepulcro al amanecer del día primero, inicio de la nueva creación. En la
mañana de Pascua quedó definitivamente vencida la oscuridad y todo lo que
atemoriza a los hombres: el pecado y la muerte. Por eso San Pablo nos dice: «En
otro tiempo vivíais en las tinieblas, pero ahora sois hijos de la luz. Portaos,
pues, como hijos de la luz... Despierta, tú que duermes, levántate de entre
los muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5, 8-14). En las primeras horas de la mañana, por tanto, los
cristianos hacemos memoria de Cristo resucitado, «sol que nace de lo alto»
(Lc 1, 78) y de su victoria sobre la oscuridad del pecado y de la muerte. El
regalo de su palabra, que ilumina nuestras decisiones, nos llena de gozo. Al
mismo tiempo, se despierta en nosotros el deseo de amanecer definitivamente
en aquella luz sin ocaso que nos envolverá en el gran día de su misericordia.
Al comienzo de la jornada acallamos todos los pensamientos y palabras
inútiles y dirigimos nuestros primeros pensamientos y palabras a Aquél que
llena de luz y esperanza nuestras vidas. Por eso conservamos la tradición de
permanecer en silencio hasta el inicio de Laudes,
cuando suplicamos con el salmista: «Señor, ábreme los labios, y mi boca
proclamará tu alabanza» (Sal 52, 17). Sólo después de haber sido
alimentados y fortalecidos por la oración, nos disponemos a alimentar
nuestros cuerpos y a realizar nuestras obligaciones. «Al comenzar el día,
oremos para que los primeros impulsos de la mente y del corazón sean para
Dios, y no nos preocupemos de cosa alguna antes de habernos llenado de gozo
con el pensamiento de Dios, según está escrito: "Me acordé del Señor y
me llené de gozo" (Sal 76, 4), ni se aplique nuestro cuerpo al trabajo
antes de poner por obra lo que fue dicho: "A ti te suplico, Señor; por
la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando" (Sal 5, 4)»
(Regla de San Basilio). 5. LA ORACIÓN DE VÍSPERAS Hora de la tarde, / fin de las labores Amo de las viñas, / paga los trabajos de tus viñadores. Al romper el día / nos apalabraste, cuidamos tu viña / del alba a la tarde; ahora que nos pagas / nos lo das de balde, que a jornal de gloria / no hay
trabajo grande. Das al vespertino / lo que al mañanero. Son tuyas las horas / y tuyo el viñedo. A lo que sembramos / dale crecimiento. Tú que eres la viña / cuida los sarmientos. Al caer la tarde, volvemos a detenernos para poner en
manos del Señor nuestras vidas. Tomamos conciencia de que la viña es del
Señor y nosotros somos sencillamente colaboradores suyos, «siervos inútiles».
Es importante que no nos consideremos imprescindibles y que no caigamos en el
activismo: el engaño de que con nuestras solas obras podemos cambiar el
mundo. Hemos puesto en manos del Señor nuestras energías, nuestras vidas,
todo nuestro ser; por eso trabajamos para Él y nos esforzamos en cumplir bien
nuestras obligaciones; pero sabemos que no realizamos nuestra propia obra,
sino la suya, por lo que no nos angustiamos si las cosas no salen siempre
como nosotros deseamos. Colocamos nuestras acciones del día en sus manos,
para que Él perdone los errores, enderece lo que está torcido y lleve a
plenitud todas las cosas buenas que hemos iniciado. Interrumpir nuestras actividades para orar, incluso las
que realizamos por el Reino, nos ayuda a comprender el verdadero sentido de
nuestra vocación. Somos anunciadores del Reino que ya ha llegado y nos
alcanza si lo acogemos con corazón sincero. El Reino no son nuestros
proyectos, ni nuestros programas, ni nuestras actividades, ni está sujeto a
nuestras obras. Es significativo que en la Biblia nunca aparecen los verbos construir,
edificar, establecer... el Reino. Siempre se anuncia como don que viene a
nosotros, independientemente de las obras de los hombres. No lo merecemos ni
lo creamos nosotros. Es siempre un regalo. Nuestra misión es acoger y
anunciar el Reino en su gratuidad. Cuando tomamos conciencia de que no
podemos sustituir a Dios, de que ni nosotros ni nuestros compromisos salvarán
a la humanidad, podemos asumir nuestra pobreza, nuestra fragilidad y nuestros
fracasos con paz. Sólo somos colaboradores en el anuncio de la Buena Noticia
de la Gracia de Dios y de su amor desbordante. Al final de la jornada,
ponemos todas nuestros esfuerzos, aciertos y
fracasos, en las manos de Aquél que nos ha llamado a ser sus mensajeros. Un día es suficientemente largo para poner a prueba
nuestra paciencia y nuestra fe. El día de mañana traerá sus propios afanes.
Por eso es bueno saber interrumpir las actividades (por importantes que sean)
y suplicar al Señor: «Quédate con nosotros, porque atardece» (Lc 24,
29) y sin ti no podemos nada. Al cantar el Magníficat, con María y con toda
la Iglesia, damos gracias por las cosas grandes que el Poderoso ha realizado
en nosotros y le pedimos que siga acordándose de su misericordia a favor de
estos frágiles siervos suyos. «Al declinar el día oramos en acción de
gracias por cuanto se nos ha otorgado en la jornada y por cuanto hemos
conseguido realizar con acierto» (Regla de San Basilio). Además, las vísperas son celebradas a la hora del
sacrificio de la tarde veterotestamentario, al que
sustituyen: «Suba mi oración a ti como incienso en tu presencia, el alzar
de mis manos como sacrificio de la tarde...» (Sal 141, 2). También Cristo
se «entregó» a la muerte por nosotros al atardecer y anticipó
sacramentalmente su sacrificio en la «entrega» que nos hizo de su cuerpo y de
su sangre la tarde anterior, en la Última Cena. La memoria de la Resurrección
en Laudes y la memoria de la Pasión en vísperas nos
hacen profundizar cada día en el misterio de nuestra fe: «Cristo se
entregó a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra
justificación» (Rom 4, 25). 6. LA HORA INTERMEDIA El trabajo, Señor, de cada día / nos sea, por tu amor,
santificado, convierte su dolor en alegría / de amor,
que para dar tú nos has dado. Paciente y larga es nuestra tarea / en la noche oscura del
amor que espera; dulce huésped del alma, al que flaquea
/ dale tu luz, tu fuerza que aligera. En el alto gozoso del camino, / demos gracias a Dios, que
nos concede la esperanza sin fin del don divino;
/ todo lo puede en Él quien nada puede. En el oficio coral (monjes y monjas contemplativos) se
conserva la récita de Tercia, Sexta y Nona. Los
demás elegimos una de ellas, aquélla que más se acomoda al momento del día en
que se reza. La breve pausa para la oración de la hora intermedia supone,
cuando es posible, un pequeño descanso en las tareas de la jornada, que nos
ayuda a tomar conciencia, una vez más, de para quién trabajamos. Ha
transcurrido una parte del día y el cristiano da gracias a Dios por los
beneficios recibidos, le pide fuerza para seguir cumpliendo sus obligaciones
y le suplica su protección hasta la noche. La Hora Media es una ayuda para
mantener la presencia de Dios en todas nuestras actividades: «Ya comáis,
ya bebáis, hacedlo todo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo». Antes de cerrar los ojos, / los labios y el corazón, Al final de la jornada, buenas noches, Padre Dios. Gracias por todas las gracias / que nos ha dado tu amor; Si muchas son nuestras deudas, / infinito es tu perdón. Mañana te serviremos, / en tu presencia, mejor. A la sombra de tus alas, / Padre nuestro, abríganos. Quédate junto a nosotros / y danos tu bendición. Es bueno que, cumpliendo con las prescripciones canónicas,
las completas sean la última oración del día, antes del descanso nocturno. En
estos momentos, cuando nos rinde la fatiga, ponemos nuestras vidas en manos
del que sigue actuando mientras nosotros dormimos, porque «no duerme ni
reposa el guardián de Israel» (Sal 121, 4). La oración de la noche es
también el momento en que pedimos perdón por todo el mal que hemos hecho de
manera voluntaria o inconsciente. Pedimos a Dios que nos perdone y que
ablande nuestros corazones para que también nosotros podamos perdonar a los
que nos ofenden. Es común en muchos monasterios, que los religiosos y
religiosas se pidan y se otorguen mutuamente el perdón en este momento. «Que
la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4, 26). Es
peligroso para el cristiano acostarse sin dar importancia a las ofensas
causadas o sin perdonar las recibidas, por eso las Completas empiezan con un
acto penitencial. Hoy nos puede llamar la atención que en todas las antiguas
oraciones nocturnas tropecemos con súplicas para que Dios nos preserve
durante la noche del diablo y de sus seducciones. Nuestros antepasados
experimentaban la fragilidad y desprotección con que se encuentra el hombre
en la oscuridad y sabían de la astucia del demonio para hacer caer al hombre
cuando no tiene defensas. En la antiquísima oración para las completas del
domingo, cuando se rezan en cualquier otro día, se dice: «Visita, Señor,
esta habitación, aleja de ella las insidias del enemigo; que tus santos
ángeles habiten en ella y nos guarden en paz... ». La noche se convierte
en imagen de nuestros momentos de debilidad y desfallecimiento, por lo que
pedimos a Dios su asistencia. El Salmo 90 nos conforta: «No temerás el
espanto nocturno... porque tomaste al Altísimo por defensa». Nuestra última súplica es «que el Señor nos conceda una
muerte santa». En una sociedad que huye del recuerdo de la muerte, la
oscuridad de la noche y la sujeción al sueño, nos hacen presente nuestra
finitud. Además, el cristiano suspira para que se acaben las sombras de este
mundo y podamos despertar finalmente en la nueva Jerusalén donde «no hay
sol ni luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios y su
antorcha es el Cordero. Allí no habrá noche» (Ap 21, 23ss). 8. EL OFICIO DE LECTURAS Aunque en algunos casos particulares conserva su carácter
de alabanza nocturna, hoy puede recitarse a cualquier hora del día, como
alimento de nuestra vida espiritual y de nuestra predicación –en el caso de
los clérigos-, por medio de la abundante lectura de textos de la Biblia y de
la Tradición cristiana. «Dedícate a la lectura, a la meditación, a la
enseñanza... Medita estas cosas y cuida tus enseñanzas» (1Tim 4, 13ss).
Para algunos, las lecturas son demasiado largas y aburridas. Se objeta que no
es posible retener y asimilar tanta abundancia de doctrina. Si verdaderamente
nosotros, cristianos adultos, no somos capaces de seguir con atención unas
páginas de la Biblia o de los Padres de la Iglesia, deberíamos avergonzarnos.
¡Qué lejos estamos del profeta Jeremías y de su hambre de la Palabra divina! «Cuando
encontraba palabras tuyas, las devoraba. Tus palabras eran mi delicia y la
alegría de mi corazón» (Jr 15, 16). En la Misa repetimos cada día la
oración del centurión «Una sola palabra tuya bastará para sanarme». La
Iglesia nos regala con generosidad la Palabra de Dios cada día, aun siendo
consciente de nuestra pequeñez y de nuestra incapacidad de acogerla por
completo, para que nos empape como la lluvia que desciende sobre la tierra
(Is 55, 10ss). 9. EL USO DE LOS SALMOS EN EL OFICIO DIVINO La lectura de los Salmos como forma de oración en común ha
sido practicada desde tiempos inmemoriales tanto en el judaísmo como en la
Iglesia. Al rezarlos, es fácil apropiarnos de los sentimientos de algunos de
ellos, pero tropezamos también con proclamaciones de inocencia, de
sufrimiento, de venganza... que no podemos asumir personalmente y nos
desconciertan. Hemos de reconocer que estamos ante textos que se nos
presentan lejanos en las expresiones, sin que podamos comprender del todo su
significado último. Precisamente nuestra dificultad de comprensión y nuestra
incapacidad de apropiarnos de todos sus contenidos, nos hace presentir que
aquí es otro el que ora, el que proclama su dolor, o su inocencia, o pide
justicia. En la Liturgia de las Horas no oramos los Salmos en nombre propio,
sino en nombre de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo que sigue elevando su
oración al Padre hasta el fin de los tiempos. Si un versículo o un salmo no
se puede aplicar a mi situación actual, no por ello
deja de ser la oración de otro miembro del Cuerpo místico de Cristo, que se
encuentra en esa situación y al que nosotros damos voz. Al mismo tiempo, el Nuevo Testamento afirma continuamente
que los Salmos hablan proféticamente de Jesús y la tradición de la Iglesia
nos recuerda que Él rezó los Salmos en su vida mortal, dándoles un significado
totalmente nuevo, más profundo que el que presentimos a primera vista. Él
puede proclamar su radical inocencia y recordarnos los terribles sufrimientos
que padeció por amor a nosotros. También puede pedir venganza contra sus
enemigos y asegurarnos que serán definitivamente destruidos. Él, que prefirió
la muerte antes que la venganza, que cargó sobre sus espaldas nuestros
pecados, nuestras enfermedades y nuestra muerte nos asegura la victoria sobre
nuestros enemigos, los verdaderos, aquellos que pueden destruir nuestra alma
y nuestra felicidad. No habla de personas, pecadoras como nosotros y objeto
de su misericordia como nosotros, sino de aquello que nos hace daño: el mal
que realizamos y el que recibimos, el sufrimiento y la muerte. La Iglesia, como
Esposa de Jesús, dirige a Él los Salmos, y como Cuerpo suyo, unida a Él, se
los dirige al Padre. La recitación de los Salmos nos enseña a orar en y con la
Iglesia. La Liturgia de las Horas es la Oración del Cuerpo de Cristo. Mi
oración forma parte de un movimiento oracional que me desborda. Por eso me
elevo por encima de mis circunstancias personales y no me someto a mis
estados de ánimo ni a mis caprichos, sino que elevo a Dios la oración de la
Iglesia, de la que yo soy un miembro. Intento apropiarme de los sentimientos
de Cristo y de su Esposa. Esto me da la seguridad de que mi oración será
escuchada. No vengo a la soledad / cuando vengo a la oración, pues sé que, estando contigo, / con mis hermanos estoy y sé que, estando con ellos, / tú
estás en medio, Señor. Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor; pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón y dice siempre "nosotros"
/ incluso si dice "yo". 10. EL CANTO EN LA LITURGIA La belleza y la armonía de la Creación son un canto en
honor de su hacedor. Si sabemos escuchar, la naturaleza nos habla de Dios: «Los
cielos proclaman la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus
manos; el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche le transmite la
noticia... Por toda la tierra se extiende su pregón» (Sal 19, 1ss). Éste
es un tema muy repetido en la Sagrada Escritura: «¿Quién
asentó los cimientos de la tierra, mientras cantaban a coro las estrellas del
alba y exultaban todos los seres celestes?» (Job 38, 7). Los seres
humanos somos invitados a unirnos a la alabanza universal, dando voz a las
demás criaturas: «Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor... Siervos
del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con cánticos» (Dan 3, 57-87).
Los salmos del Antiguo Testamento nos invitan continuamente a cantar. En
varias ocasiones, incluso se nos pide que entonemos un canto nuevo, no
conocido antes: «Cantad al Señor un cántico nuevo; alabadlo en la asamblea
de los fieles» (Sal 149, 1). En el Apocalipsis se nos anuncia que, en el
cielo, se entona este cántico misterioso y desconocido, en honor de Cristo y
en acción de gracias por su obra salvadora: «Cantaban un cántico nuevo,
que decía... Digno es el Cordero degollado de recibir el honor y la gloria»
(Ap 5, 9ss). A los cristianos, se nos ofrece cada día la oportunidad de
unirnos al cántico nuevo que entonan los redimidos ante el trono de Dios.
Ellos lo hacen con «palabras inefables que ningún hombre puede expresar»
(2Cor 12, 4), nosotros utilizamos aquellos textos que nos regala la
revelación y que se nos ofrecen como ayuda para nuestra pobreza. Los
contenidos de nuestros cantos han de ir en consonancia con la revelación
cristiana. Son una acción de gracias a Dios por su obra creadora y redentora,
por enviarnos a su Hijo y a su Espíritu, por acogernos en su Iglesia, por
regalarnos la vida eterna. Pero, ¿cómo debemos entonar este cántico nuevo? ¿Está
reservado sólo a los que tienen buena voz? La respuesta nos la da San Pablo: «Orad
con himnos, salmos y cánticos inspirados; cantad y tocad para el Señor con
todo el corazón» (Ef 5, 19). Hemos de poner todo nuestro corazón en el
canto para que se convierta en oración. La música es importante, e igualmente
que todo salga bien, pero lo esencial es que nuestro canto sea oración. San
Agustín nos dice que el que canta ora dos veces, a condición de que cante
bien. Y se pregunta: ¿Qué queremos decir con «cantar bien»?, para responder:
«Que vuestra mente y vuestro corazón concuerden con lo que dicen vuestros
labios». Nuestro canto religioso nos recuerda que las palabras son
incapaces de expresar totalmente nuestras experiencias, mientras que la
música tiene una mayor capacidad de transmitir sentimientos. El canto
religioso, es una cuestión espiritual, antes que musical. La música no es un
fin en sí misma, sino que está al servicio de la oración, por lo que no hay
que depender de las modas ni buscar el lucimiento personal en melodías
complicadas. Es la voz de la Iglesia la que resuena en nuestro canto. A mí se
me concede participar en el mismo como miembro de la Iglesia, por lo que debo
evitar toda ansia de protagonismo así como todo temor a no hacerlo bien. Mi
voz se une, de manera sobria y sencilla, a la oración de la Iglesia terrestre
y de aquella celeste en la alabanza divina. Quien ha recibido de Dios una voz
hermosa y entonada debe ponerla al servicio de la comunidad con naturalidad,
para entonar los solos o dirigir el canto. Los demás nos uniremos con
espíritu gozoso a las partes comunes. Si alguno es especialmente desentonado
habrá de ser cuidadoso para no gritar ni confundir a los otros, pero también
está llamado a unir su voz a la de la Iglesia en el canto de alabanza, porque
su oración es tan valiosa como la de los demás. Aquí la calidad no la da el
timbre de la voz, sino la autenticidad con la que se canta. «¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él?»
(Sal 8, 5). Ante Dios no somos nada ni podemos darle con nuestra alabanza
nada que Él no tenga. Sin embargo, Él, en su misericordia, suscita y acoge
nuestra oración para que nos sirva de salvación a nosotros y a nuestros
hermanos. Nuestra oración tiene valor porque es la oración que la Iglesia.
Ésta, como Esposa de Cristo, se dirige a su Esposo; y como Cuerpo del Señor,
unida a su cabeza, se dirige al Padre: «Gracias a Él, unidos en un solo
Espíritu, tenemos acceso al Padre» (Ef 2, 18). Rezar la Liturgia de las
Horas no es una carga, sino un regalo, el más grande que se nos puede hacer:
la oportunidad de dar voz a la Iglesia de la tierra y a la del cielo para
cantar sus amores a Aquél que nos ha amado primero. Se nos concede la gracia
de participar en el diálogo amoroso que el Padre, el Hijo y el Espíritu
mantienen desde toda la eternidad, anticipando de alguna manera en el tiempo
la vida eterna. Señor de los minutos, / intensa compañía, gracias por los instantes / que lo eterno nos hilan; gracias por esta pausa / contigo en la
fatiga. Contigo hay alegría. |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |