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LA ORACIÓN DE JESÚS COMENTARIO AL PADRE
NUESTRO P. Eduardo San de
Miguel, o.c.d. |
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2. El
Padre Nuestro en su contexto. 3. La
estructura literaria del Padre Nuestro. LA ORACIÓN DE JESÚS. Jesús acogía a los pecadores y comía con ellos,
frecuentaba a la gente excluida de la sociedad, perdonaba los pecados...
Tenía unas actitudes que a algunos llenaban de admiración y a otros
escandalizaban. Cuando le preguntan por qué hace estas cosas, responderá que
porque ésa es la manera de ser de Dios mismo. Su forma de actuar corresponde
a la concepción que tiene de Dios. En las parábolas de la misericordia (Lc
15) nos presenta a Dios como un pastor que, cuando pierde una oveja, se lanza
al monte para buscarla y se alegra cuando la encuentra; o como un padre que
llora y sufre y espera cuando el hijo se le va de casa, y que prepara un
banquete cuando regresa; o como una mujer que busca preocupada la moneda que
ha perdido y no para hasta hallarla. En definitiva, un Dios con entrañas de
misericordia, amigo de los hombres. Por eso él va al encuentro de los
pecadores y les anuncia la Buena Noticia. La descripción que Jesús hace de
Dios y su actuar coinciden plenamente. Hablando con propiedad, Jesús no da
una definición de Dios. Habla con naturalidad de su amor y de su
misericordia, se relaciona de una manera especial con él, se siente su Hijo
querido, lo experimenta como Padre, pero no lo describe en términos
abstractos. Porque su Dios es Padre amoroso, necesita estar
continuamente en contacto con él para recibir su vida y su fuerza, para
conocer su voluntad, para manifestarle su cariño. La oración de Jesús no se
limita a unos tiempos y a unos espacios concretos, sino que empapa toda su
vida. La oración acompaña todas las decisiones y acontecimientos de la vida
de Jesús: ora en el Bautismo (Lc 3, 21), antes de elegir a los 12 (Lc 6,
12-13), antes de la confesión de Pedro en Cesarea
(Lc 9, 18), en la transfiguración (Lc 9, 28-29), en Getsemaní... Está
convencido de que la oración es la posibilidad de superar la prueba y la
tentación (Mt 26, 41), de librar al hombre del mal (Mc 9, 29). No sólo ora en los acontecimientos decisivos, sino en todo
momento, habitualmente: «se retiraba a lugares solitarios para orar»
(Lc 5, 16), «de madrugada...» (Mc 1, 35-37), «lleno de gozo...»
(Lc 10, 21); porque tiene la certeza de la cercanía de Dios: «Yo no estoy
solo, el Padre está conmigo» (Jn 16, 32), «Yo sé muy bien que me
escuchas siempre» (Jn 11, 42). Lo mismo enseña a sus discípulos: «Es
necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1). Ora en el Templo y en las sinagogas con frecuencia (Lc 4,
16), participa en el culto público, recita los salmos y las plegarias judías
(Mc 14, 22-23; 27), bendice los alimentos (Jn 6, 11)... Ora en lugares
solitarios durante 40 días, de noche, en muchos momentos (Mt 14, 23; Lc 11,
1), con sus propias palabras. A sus seguidores nos enseña también a orar «En
la intimidad» (Mt 6, 6), «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). Ora por los discípulos, por Pedro (Lc 22, 32), por los
suyos (Jn 17, 11ss), por los que creerán (Jn 17, 20), por el mundo (Jn 17,
21), por los enemigos (Lc 23, 34). Ora en los momentos difíciles: «de
rodillas» (Lc 22, 41), «postrado» (Mt 26, 39), «con lágrimas»
(Heb 5, 7), en la Cruz (Mc 15, 34; Lc 23, 45). En su oración siempre se dirige a Dios como «Padre» (130
veces lo llama así en los evangelios). Jesús se relaciona con Dios como un
niño con su padre, lleno de confianza, al mismo tiempo que siempre dispuesto
a la obediencia. La única excepción en su manera de orar es su grito en la
Cruz (Mt 27, 46), cuando cita el salmo 22, que comienza diciendo: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y termina manifestando la
confianza en Dios que puede librar de la muerte, aunque las apariencias digan
lo contrario. La designación de Dios como Padre (de los justos, del
pueblo, del rey...) no es desconocida en Israel ni en otras religiones. Pero
Jesús llama continuamente «Abba» (papá) a Dios en la oración, dando a
entender una intimidad y confianza inauditas. El Nuevo Testamento se escribió
en griego; sin embargo, encontramos la invocación aramea «Abba» en el
Evangelio (Mc 14, 36) y en las cartas de Pablo (Rom 8, 15; Gal 4, 6), usada
en la oración cristiana como un eco de la plegaria de Jesús. «Abba», para
Jesús, más que un título, es una experiencia. No manifiesta sólo una
concepción de Dios; también es una manera de entenderse a sí mismo: si Dios
es el Padre, Jesús es su Hijo. Jesús se comprende a sí mismo en total
dependencia de Dios, del que todo lo recibe, y como total apertura a Dios: «Mi
alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4, 34). Revela a Dios, su
misterio, porque se le ha manifestado como su Padre y le ha abierto su
corazón. Sabe que su relación con él es única y privilegiada, por eso
distingue entre mi Padre y vuestro Padre. Ante la petición de los discípulos de que les enseñe a
orar, Jesús responde a los suyos enseñándoles a llamar «Abba» a Dios, como él
mismo hacía. Invita a los suyos a vivir su misma experiencia, a compartir sus
sentimientos, a participar ellos también de su peculiar relación con su
Padre. Ésta es la única ocasión en que no distingue entre «mi» y «vuestro»
Padre, sino que se une a cada uno de nosotros para decir Padre «nuestro». Nuestros actos de piedad y los recuerdos de nuestra
infancia están llenos de «padrenuestros», a veces totalmente vaciados de
contenido. En el rosario se intercalan entre las «avemarías», en las visitas
al Santísimo siguen a las bendiciones a Jesús Sacramentado, en las estaciones
del Vía Crucis, en la bendición de la mesa, por el Romano Pontífice para
ganar indulgencias, a San Antonio de Padua para
encontrar un objeto perdido (incluso algunos los rezan doblados o del
revés)... Vamos a profundizar en su significado original para orarlo con más
provecho. EL PADRE NUESTRO EN SU CONTEXTO. San Mateo y San Lucas son los únicos evangelistas que nos
transmiten la oración del Padre Nuestro. La versión del primero es más larga
(7 peticiones, frente a las 5 del segundo) y el contexto en el que nos
transmite la enseñanza de Jesús es distinto. Hoy nos es imposible saber si
Jesús enseñó la versión larga o la corta. En realidad, no importa; porque,
aunque cambien las palabras, el contenido es el mismo en ambas redacciones.
No podemos olvidar que San Mateo escribe su evangelio para una comunidad con
numerosos cristianos provenientes del judaísmo, que estaban acostumbrados a
orar, mientras que San Lucas escribe su Evangelio para una comunidad en la
que la mayoría provenían del paganismo, familiarizados con solemnes
celebraciones en los templos, aunque poco acostumbrados a la oración
personal. Por eso, el primero se detiene en las críticas de Jesús al
formalismo en la oración, mientras que el segundo pone el acento en la
invitación a hacer experiencia de la oración, a confiar en su valor, a
perseverar en ella, una vez iniciada. Analizaremos brevemente las
peculiaridades de San Lucas y nos detendremos más en la versión de San Mateo,
por ser la que usamos en la liturgia. «Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó,
uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan
enseñó a sus discípulos". Jesús les dijo: "Cuando oréis, decid:
Padre, santificado sea tu nombre..." Y añadió: "Imaginaos que uno
de vosotros tiene un amigo que acude a él a medianoche para solicitarle tres
panes... Yo os digo: Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os
abrirán... ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le
pide un pez le va a dar una serpiente... Si vosotros, aun siendo malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará
el Espíritu Santo a los que se lo pidan?"» (Lc 11, 1-13). San Lucas nos recuerda que en Jesús se da primero la
práctica y después la teoría. Los discípulos le piden que les enseñe a orar
«como Él» hace. Entonces les regala el Padre Nuestro y una preciosa
catequesis sobre la confianza en Dios, que ama a los hombres, que se preocupa
de ellos, que escucha su plegaria. Lo ilustra con dos ejemplos: el hombre que
se presenta a media noche en casa de su amigo para pedir unos panes e insiste
hasta que consigue lo que necesita; y el hijo que pide un pez o un huevo a su
padre, sabiendo que no recibirá una serpiente o un escorpión en su lugar. E
invita a pedir, buscar y llamar, con insistencia y perseverancia. Dios mismo
da al que pide y abre al que llama. Literalmente, el texto dice: «Pedid y
se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá». El verbo
encontrar está en activo, lo que significa que «nosotros» terminaremos
encontrando si perseveramos en la búsqueda. Pero «se os dará» y «se os
abrirá» están en pasivo. Es una manera de expresión
muy común en la Biblia, llamada «pasivo teológico», que indica siempre que
Dios hará algo, pero a Él no se le nombra por respeto al Nombre divino, que
se consideraba impronunciable. Así que si pedimos y llamamos, «Dios» nos dará
y nos abrirá. Por eso, es importante saber qué vamos a pedir y dónde vamos a
llamar. El Padre conoce lo que necesitamos antes de que se lo digamos, pero
es necesario que nosotros tomemos conciencia de nuestras necesidades más
profundas; aquéllas que ni nosotros podemos satisfacer ni tampoco nuestro
mundo y que se resumen en el don del «Espíritu Santo», que debe ser el objeto
último de nuestra súplica: «Cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan». Por otro lado, en el Evangelio de San Lucas queda claro
que necesitamos orar con insistencia confiada. La invitación a perseverar, a
«no cansarse nunca», a no desanimarse, se repite varias veces: «Tened
ceñida la cintura y las lámparas encendidas... Les dijo una parábola para
inculcarles que era necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 12, 35;
18, 1). Hoy que tanto se habla del aparente silencio de Dios, esta invitación
es más actual que nunca. Pedimos sin ver los frutos, buscamos en la oscuridad
de la noche, llamamos a una puerta que parece cerrada. Nuestra oración tiene
que ser más intrépida e insistente, conscientes de que no dejará de cumplirse
lo que dice la Escritura: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha»
(Sal 34, 7). Dispongámonos ahora a analizar más detenidamente la
versión de San Mateo. Éste recoge en los capítulos 5-7 de su Evangelio un
resumen de toda la predicación de Jesús: su propuesta de vida para los que
deciden seguirle. Es lo que conocemos como «Sermón de la Montaña»: una
intensa invitación a la confianza en Dios y a la autenticidad. Dentro de esta
colección de enseñanzas de Jesús, se explica la manera de practicar la piedad
como Dios quiere: respetando la verdad de Dios y respetando la verdad del que
a Él se acerca. Jesús comenta las tres principales obligaciones religiosas
de los judíos: limosna (6, 1-4), oración (6, 5-14) y ayuno (6, 16-18). Las
tres son presentadas de la misma manera: «Tú, cuando des limosna... cuando
ores... cuando ayunes... no lo hagas para que te vean o por motivos
humanos... hazlo con autenticidad, como expresión de lo que llevas en el
corazón... y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará». La más
desarrollada es la explicación sobre la oración, que es el verdadero corazón
de la piedad, de la religión. Se explica cómo no hay que hacerla y cómo sí.
Aquí se inserta el Padre Nuestro como resumen y modelo de toda oración
cristiana. Se dirige a personas que sabían orar, pero que tenían el peligro
de hacerlo para autojustificarse, o para cumplir
con una obligación formal. Por eso las invita a descubrir lo esencial de la
plegaria y describe la manera correcta de realizarla. «No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque
entonces, vuestro Padre celestial no os recompensará... Cuando oréis, no
seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y
en las esquinas de las plazas para que los vea la gente. Os aseguro que ya
han recibido su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra
la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te premiará. Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los
paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis como
ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se
lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre...» (Mateo 6, 1. 5-13). Jesús pide a sus discípulos unas actitudes distintas de
las que manifiestan los escribas y fariseos. Los «actos» son los mismos
(limosna, oración y ayuno), pero no las «actitudes». Las obras de piedad son
siempre beneficiosas para quienes las realizan, hasta el punto de que
continuamente se hace referencia a la recompensa, al salario que se recibirá
a cambio. Los fariseos las hacen buscando una ganancia inmediata, que se
traduce en el aplauso de los hombres, en la satisfacción de la propia
vanidad. Por eso son «hipócritas», que literalmente significa «comediantes»
y, también, en el sentido judaico, son «impíos». Los cristianos, por el
contrario, sólo deben buscar agradar al Padre, parecerse a Jesús, sabiendo
que su recompensa es la profundización de la comunión con Dios. Así vivirán
en la verdad, en la verdadera piedad. «No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque
entonces, vuestro Padre celestial no os recompensará». Es lo primero que dice Jesús
antes de hablar de la limosna, la oración y el ayuno. Las tres principales
obras de piedad del pueblo judío han de realizarse desde este mismo punto de
vista. Todas ellas deben nacer del corazón y ser la expresión exterior de
unas actitudes interiores: generosidad, amor de Dios, esencialidad. De poco
sirve realizarlas por otros motivos: convencionalismos sociales, tradición,
moda... Las buenas obras que propone la religión se deben hacer porque
estamos convencidos de que son lo mejor, porque las hemos asumido
cordialmente. Si no es así, no tienen valor religioso. (Puedo ir el primero
en la procesión, o dar una gran limosna, o ser el presidente de la Cofradía
del Patrón del pueblo; si lo hago por figurar, no me sirve de nada.) «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les
gusta orar de pie en las sinagogas o en las plazas para que los vea la gente». Nueva insistencia sobre la
necesidad de la autenticidad. De nada me sirve orar para que me vean o por
otros motivos que no sean el deseo sincero de ponerme en la presencia de Dios
y de que se cumpla en mí su voluntad, sencillamente porque eso no es oración.
Dice Santa Teresa de Jesús: «Si no pienso con quién hablo y quién soy yo
que hablo y qué es lo que digo, no lo llamo yo orar, por mucho que se meneen
los labios». «Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta
y ora a tu Padre, que está en lo secreto». La oración ha de ser un encuentro íntimo,
personal, con Dios que vive dentro de nosotros. Aquí no se dice que no haya
que orar en público, que no sirva la oración comunitaria. En otros sitios
Jesús insiste en que se reúnan varios para orar o en que se celebre la Cena
Pascual en su Nombre. Aquí se habla de la manera de realizar la oración
personal. «Al orar, no os perdáis en palabras, como hacen los
paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho». Los griegos de la época pensaban
que podían convencer a sus dioses con hermosas oraciones y razonados
discursos, para que hicieran lo que les pedían. Aunque nos parezca ridículo,
es lo que nosotros hacemos muchas veces: creemos que Dios nos escuchará mejor
si hacemos largas y complicadas oraciones y ceremonias. Santa Teresa de Jesús
nos recuerda que, en la oración «no está la cosa en pensar mucho, sino en
amar mucho; así, aquello que más os incitare a amar, eso haced». Ella
insiste en que para hablar con Dios «no son necesarios muy elegantes
razonamientos, sino tratarle como se habla con un amigo o con un padre o con
un hermano». Él nos escucha siempre porque nos ama, no porque hablemos
mejor o peor. Así pues, los rasgos esenciales de la oración son la sencillez,
la naturalidad y la verdad. LA ESTRUCTURA LITERARIA DEL PADRENUESTRO. A alguno le puede parecer extraño que hablemos de esto,
pensando que la manera de decir las cosas es secundaria; y, sin embargo, la
peculiar forma que tienen los Evangelios de presentarnos la oración del Señor,
nos ayuda a comprender mejor su contenido. Además, las maneras de expresarse
de los judíos de hace 2000 años no coinciden con las que hoy usamos en
Occidente, por lo que necesitan explicaciones para una mejor comprensión. Podemos comparar la estructura literaria del Padre Nuestro
con una «menorá» (el candelabro judío de siete
brazos, en el que el primero está unido con el séptimo, el segundo con el
sexto, el tercero con el quinto y el cuarto da cohesión a todo el conjunto).
De la misma manera, las peticiones del Padre Nuestro tienen una clara
correspondencia entre sí. Por un lado, las tres primeras piden cosas buenas,
están al singular y se refieren a Dios (tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad),
mientras que las tres últimas piden ser librados de cosas malas, están al
plural y se refieren a nosotros (nuestras ofensas, nuestras tentaciones,
nuestras maldades). La petición central (da a nosotros el pan) es la clave de
lectura que une las dos partes: está al plural (como las tres últimas), pero
pide cosas buenas (como las tres primeras). Si no tuviéramos esta petición y
nos faltaran las primeras palabras, no sabríamos cómo llamar al destinatario
de la oración (Santificado sea tu Nombre, oh Santísimo; venga tu Reino, oh
Rey celestial; hágase tu voluntad, oh Todopoderoso; perdona nuestras ofensas,
oh Misericordioso; no nos dejes caer en tentación, oh Providente; líbranos
del mal, oh Bondad), pero el alimentar cada día a sus hijos, el dar el pan en
su momento a la prole, es cosa del padre (y de la madre). A continuación vienen las siete peticiones hechas a Dios.
No olvidemos que todas ellas se dirigen a Dios, al que pedimos que haga cosas
a favor nuestro. Si no estamos familiarizados con la manera bíblica de
hablar, las fórmulas verbales utilizadas pueden llevarnos a engaño. Al decir,
«santificado sea tu Nombre» o «hágase tu voluntad», podemos pensar que es una
invitación a que nosotros santifiquemos el Nombre de Dios o cumplamos su
voluntad. Quiero insistir en que estas peticiones, al igual que las otras, se
dirigen a Dios y no a nosotros. Están escritas en lo que se llama «pasivo
teológico» (del que ya hemos hablado más arriba, y que consiste en una
oración puesta en pasivo, en la que se omite el sujeto activo, que es siempre
Dios). El Padre es el que tiene que santificar su Nombre y cumplir su
voluntad, como es Él el que tiene que establecer su Reinado y perdonar
nuestros pecados. Por eso, al comentar el texto, las traduciremos en activo. Las tres primeras, que piden cosas buenas, y las tres
últimas, que piden ser librados de cosas malas, son como la cara y cruz de
una moneda. Todas están construidas de una manera sencilla, fácil de
memorizar, en la que se repite la estructura (verbo, pronombre y nombre).
Sólo la tercera y la quinta están alargadas, como enmarcando a la petición
central, que es la única que tiene una estructura distinta. Porque queremos que Dios manifieste su santidad (1), que
establezca su reinado (2) y que realice su proyecto sobre nosotros (3);
pedimos perdón por las veces que no hemos vivido conforme a dicha voluntad
(5), suplicamos ayuda para no rechazar el reinado y las leyes de Dios,
equivocando el camino (6) y pedimos ser librados del Enemigo, que es lo
contrario de Dios (7). Se verá más fácil en el siguiente esquema. Santifica tu Nombre Establece tu Reinado Realiza tu Voluntad (en la tierra como en el cielo) DA A NOSOTROS EL PAN (HOY DE CADA DÍA) Perdona a nosotros las ofensas (como nosotros perdonamos) No dejes caer a nosotros en tentación Libra a nosotros del mal ANÁLISIS DEL TEXTO. «Vosotros orad así: Padre nuestro». Jesús no sólo nos enseña una
oración nueva, sino que crea una situación nueva. Al permitirnos llamar Padre
«nuestro» a «su» Padre, nos incorpora a su plegaria, nos hace verdaderamente
hijos de Dios y hermanos suyos. El Padre Nuestro no es una fórmula sagrada
para conseguir cosas al repetirla, sino el don de Jesucristo para que tomemos
conciencia de que hemos sido hechos hijos de Dios en el Hijo y podamos vivir
en una íntima y profunda comunión con Él. Santa Teresa de Ávila lo entendió
perfectamente: «"Padre nuestro que estás en el cielo". ¡Oh Hijo
de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto con la primera palabra? Ya que os
humilláis a Vos con extremo tan grande de juntaros con nosotros al pedir y
haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais todo lo que se
puede dar en nombre de vuestro Padre? Pues queréis que nos tenga por hijos y
vuestra palabra no puede fallar. Obligáisle a que
la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre nos ha de sufrir por
graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a él, nos ha de perdonar, como
lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los del
mundo». (Camino de perfección, 27,1-2). «Padre nuestro que estás en el cielo». En estas pocas palabras, Jesús une
dos ideas lejanas entre sí. Por un lado nos invita a llamar a Dios «Padre» y
a sentirlo cercano, familiar, amigo. Por otra parte nos invita a no
trivializar esta verdad. Somos hijos de Dios, pero no podemos olvidar que él
«está en el cielo»; es decir, no es una realidad como las de este mundo, que
podemos comprender, poseer, dominar. Dios siempre está más allá de nuestra
capacidad y es mayor de lo que podemos pensar. Él es al mismo tiempo cercano
y lejano, inmanente y trascendente, Padre y Señor. Si comprendemos esto,
podemos iniciar nuestra oración con confianza (porque Dios es Padre) y con
respeto (porque el Padre es Dios). «Santifica tu Nombre». El Nombre, para los judíos, representa a la
persona e incluso la define. Por eso se consagra el Templo «al Nombre del
Señor», se ofrecen sacrificios «a su Nombre», o los primeros cristianos
estaban contentos de sufrir persecución «por el Nombre»... Al hablar del
Nombre de Dios, se habla de Dios mismo, de su identidad que se manifiesta en
su obrar. Pedirle a Dios que Santifique su Nombre es lo mismo que pedirle que
manifieste su santidad. Pero, ¿qué significa esto en la práctica? Unos textos
de Ezequiel pueden ayudarnos a comprenderlo. Por medio del Profeta, Dios
denuncia los pecados del pueblo de Israel, que ha roto los compromisos de la
Alianza, profanando el Nombre de Dios. También anuncia su perdón y la
realización de una Nueva Alianza; no porque ellos lo merezcan, sino por la
santidad de su Nombre, que ha sido pronunciado sobre ellos, ya que ellos son
«el pueblo del Señor»: «Profanaron mi santo Nombre... Así que yo tuve que
defender mi santo Nombre... No hago esto por vosotros (porque lo merezcáis),
sino por mi santo Nombre (por mí mismo, porque yo soy así)... Haré que sea
reconocida la santidad de mi Nombre... Os tomaré de entre las naciones... Os
rociaré con agua pura y os purificaré; os daré un corazón nuevo y os
infundiré un espíritu nuevo; infundiré mi Espíritu en vosotros... Vosotros
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36, 20ss). En este contexto,
pedirle a Dios que santifique su Nombre o que manifieste su santidad ante el
mundo es pedirle que cumpla su proyecto de salvación anunciado por los
profetas: la reunificación de los hijos dispersos, el perdón de los pecados,
la Nueva Alianza, el don del Espíritu Santo. Además de lo anterior, para nosotros, santificar el Nombre
de Dios es reconocer que él es el único Santo, el único justo, el único que
salva. Si yo me dejo amar, perdonar, salvar por él; si permito a Dios ser
Dios, estoy santificando su Nombre. Si no uso su Nombre para defender mis
intereses o mis teorías, si lo uso sólo para la verdad, respetando lo que me
sobrepasa, estoy santificando el Nombre de Dios. «Establece tu Reinado». Después de tantas esperanzas puestas en los
diversos caudillos y modos de gobierno desarrollados a lo largo de la
historia de Israel, surge un convencimiento de que ningún sistema político es
totalmente bueno. Incluso los reyes más íntegros y honestos fueron incapaces
de establecer un sistema de gobierno totalmente justo. Aquí pedimos a Dios
que sea Él mismo nuestro Rey, nuestro Señor, nuestro gobernante; que
establezca su reinado con leyes justas y buenas. Que todos lo puedan
reconocer como Salvador y amigo de los hombres, que realice su proyecto de
salvación prometido desde antiguo. Ante esta petición todos deberíamos reflexionar y
preguntarnos: ¿Es Dios mi verdadero y único rey?, ¿considero vinculante para
mi vida la Palabra de Dios –su ley-?, ¿quién guía mis pasos?, ¿acaso mis
sueños, mis proyectos, mis deseos?, ¿comprendo lo que significa «obediencia
quiero y no sacrificios»? «Realiza tu Voluntad en la tierra como en el cielo». En el cielo se cumple siempre la
voluntad de Dios, porque nadie opone resistencia. En la tierra nos
encontramos con el misterio de la libertad humana, por la que, en muchas
ocasiones, no permitimos a Dios llevar a realización sus proyectos, que
siempre son de misericordia («¿Acaso quiero yo la
muerte del pecador y no que se convierta y que viva?», «Dios quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»).
Ahora le decimos: cumple tus proyectos sobre nosotros, las promesas
realizadas por medio de los profetas, sin que nosotros opongamos resistencia.
Que se cumpla tu voluntad, lo que tú deseas para nosotros, aquello para lo
que nos creaste: nuestra divinización. Que se realice tu eterno proyecto de
salvarnos constituyéndonos hijos tuyos, miembros de tu familia. Que se
cumplan las leyes de tu Reinado, el camino de vida que tu Hijo nos enseñó. Si nos damos cuenta, las tres primeras peticiones dicen lo
mismo con distintas palabras. En las tres se pide a Dios que lleve a
cumplimiento su plan de salvación, tal como lo prometieron sus profetas y nos
disponemos a acoger dicho proyecto y a colaborar con él. Dejaremos la cuarta petición
para el final y analizaremos antes las tres últimas. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos».
Reconocemos que no siempre hemos cumplido tu Voluntad, acogido tu Reino, santificado
tu Nombre, por eso te pedimos piedad. No podemos engañarnos pensando que
somos justos ante Dios, ni mucho menos sentirnos autosuficientes en su
presencia. Por el contrario, siempre necesitamos de su misericordia, por lo
que suplicamos el perdón. Al mismo tiempo, si nos acogemos a tu misericordia, nos
comprometemos a tener tus mismos sentimientos, a perdonar nosotros también. «No nos dejes caer en la tentación». Literalmente dice: «No permitas
que entremos en la tentación». Es como si dijéramos: Haz que, frente a las
pruebas y sufrimientos de nuestra existencia, nunca se debilite nuestra fe,
que no dudemos nunca de tu bondad, cediendo a las insidias del Diablo.
Ayúdanos a ser fuertes, porque tú conoces nuestra debilidad y sabes que por
todos los sitios se nos presenta un proyecto de vida distinto del que tú nos
ofreces. «Y líbranos del mal». La palabra usada en el original se puede traducir
por el mal, en sentido amplio (todo lo que no es conforme a la Voluntad de
Dios) o por el Maligno (el Enemigo, el Tentador). No permitas que la última
palabra en nosotros la tenga el pecado, la desobediencia, el castigo. Tú
palabra de bendición, de misericordia, de vida, ha de ser más fuerte. «Danos hoy el pan que necesitamos». Literalmente dice: «danos hoy
nuestro pan del mañana», que también se traduce por «el pan de cada día».
Muchas veces pedimos cosas que no nos convienen. En esta súplica central del
Padre Nuestro pedimos sólo lo absolutamente necesario, fiándonos de Dios, que
sabe mejor que nosotros mismos lo que nos conviene. Como dice una antigua
oración del libro de los Proverbios: «No me des pobreza ni riqueza,
concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti, diciendo:
¿Quién es el Señor?; no sea que, necesitado, robe y blasfeme el nombre de mi
Dios» (Prov 30, 8-9). El pan representa lo más
esencial para mantener nuestra vida física. Pero como los cristianos sabemos
que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios» (Mt 4, 4); por lo que también pedimos que no nos falte el
pan de la predicación y suplicamos que se nos conceda el pan de la vida, el
Cuerpo de Cristo, que se nos ofrece como alimento de eternidad. Al mismo
tiempo, pedimos a Dios que nos envía también los sufrimientos y tribulaciones
que necesitamos para madurar, pero que no nos atrevemos a pedir. Es como si
dijéramos: Danos lo que tú sabes que necesitamos y pídenos lo que nos has
dado primero. Con el «Amén» final afirmamos como verdadero lo que
acabamos de rezar, y lo reconocemos como válido y seguro y, por eso mismo,
vinculante. Un precioso resumen de todo lo que acabamos de decir es la
poesía de Sta. Teresa de Ávila: «Vuestra soy, para
vos nací, / ¿Qué mandáis hacer de mí? // Dadme muerte o dadme vida, / dad
salud o enfermedad, / honra o deshonra me dad, / dadme guerra o paz crecida,
/ flaqueza o fuerza cumplida, / que a todo digo que sí. / ¿Qué mandáis hacer
de mí? // Dadme riqueza o pobreza, / dad consuelo o desconsuelo, / dadme
alegría o tristeza, / dadme infierno o dadme cielo, / vida dulce, sol sin
velo, / pues del todo me rendí. / ¿Qué mandáis hacer de mí? // Si queréis,
dadme oración, / si no, dadme sequedad, / si abundancia o devoción / y si no
esterilidad...». También Santa Teresa de Lisieux escribió: «en estos momentos
no deseo vivir ni morir, sufrir ni descansar, sólo quiero lo que él quiera».
Por último, la oración del abandono del P. Charles de Foucould,
es también una hermosa actualización del Padre Nuestro: «Padre mío, me
pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las
gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se
cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Te
ofrezco mi vida, te la doy con todo el amor de que soy capaz; porque te amo y
deseo darme, ponerme en tus manos, sin medida, con infinita confianza, porque
tú eres mi Padre». LA VIDA COMO ORACIÓN. Toda la vida de Jesús fue una ofrenda a Dios, porque en
ningún momento buscó su propia voluntad, sino la del que lo envió. Sólo en el
Evangelio de San Juan, Jesús dice 26 veces que no actúa por cuenta propia,
sino que ha sido «enviado» por el Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad
del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34); «Yo
no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es
justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado»
(Jn 5, 30); «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado:
que no se pierda ninguno de los que Él me ha dado» (Jn 6, 38-39)... Estas
pocas citas son suficientes para hacernos comprender que toda la vida de
Jesucristo es una ofrenda de su voluntad al Padre. Jesús es consciente de que
todo su ser y su obrar tienen sentido por su relación de amorosa dependencia
hacia el Padre. Su culto no consiste en ofrecer a Dios unos tiempos más o
menos largos al día o unas obras más o menos costosas, sino en el don de sí
mismo: toda su vida, todas sus acciones, todo su ser pertenece a Dios; por lo
que toda su existencia con todos sus actos es un perfecto acto de culto. Y
esto es lo mismo que nos propone a nosotros. Al purificar el Templo de Jerusalén, Jesús termina con una
manera de relacionarse con Dios a base de repetir ritos invariables con
palabras invariables en un lugar invariable. San Juan lo justifica con una
cita de Zacarías, que nos habla de los tiempos mesiánicos y del culto que
entonces se ofrecerá a Dios: «Los cascabeles de los caballos llevarán
escrito "consagrado a YHWH". Las ollas del Templo serán tan
sagradas como las copas que se usan para esparcir la sangre ante el altar. Y
en Jerusalén y Judá cualquier olla estará
consagrada a YHWH de los ejércitos; de tal modo que si alguien quiere ofrecer
un sacrificio, podrá usarlas y cocer en ellas la carne ofrecida. Aquel día ya
no habrá mercaderes en la Casa de YHWH» (Zac
14, 20-21). Las vestiduras del Sumo Sacerdote y los objetos utilizados en el
Templo de Jerusalén exclusivamente para el culto llevaban escrito o grabado
«consagrado a YHWH». Cuando lleguen los tiempos mesiánicos, hasta las ollas y
los arreos de los caballos llevarán esta inscripción. Esto significa que los
actos más ordinarios, como el cocinar o el viajar, se convertirán en
verdaderos actos de culto. Con la purificación del Templo y el uso de esta
cita, el Señor nos indica que ese tiempo ya ha llegado. Estamos llamados a
vivir el «culto en espíritu y verdad» que el Padre quiere (Jn 4, 23). Un
culto no ligado a los montes Sión ni Garizín ni a
los ritos que allí se realizaban, sino a la vida de los que se dejan guiar
por el Espíritu del Señor. La existencia íntegra del creyente en el mundo, vivida en
fidelidad al Espíritu de Cristo, puede llegar a convertirse en «culto
espiritual», en culto perfecto y definitivo: «os exhorto, hermanos, por la
misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva,
santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1ss).
Pablo invita a un culto nuevo: la liturgia de la vida, en la que los distintos
carismas y ministerios se ponen al servicio de la comunidad. Su mismo
ministerio es presentado en clave litúrgica: «Os escribo por la misión que
Dios me ha dado al enviarme como liturgo de Cristo
Jesús entre los paganos para anunciarles la Buena Noticia» (Rm 15, 16).
San Pedro nos enseña que somos «piedras vivas con las que se construye el
templo espiritual destinado al culto perfecto, en el que se ofrecen
sacrificios espirituales y agradables a Dios por Cristo Jesús» (1Pe 2,
5). La vida entera del cristiano, en fidelidad al Espíritu Santo y al
Evangelio, puede llegar a ser un culto agradable a Dios. Los momentos que
dedicamos a la práctica de la oración son explicitación
de esa realidad. En concreto, la oración del Padre Nuestro es la afirmación
de que nuestra vida depende de Dios, la confesión de que su proyecto de amor
sobre nosotros es bueno y el deseo de caminar siempre por sus sendas,
cumpliendo en todo su voluntad. |
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