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LA SEMANA SANTA Y LA PASCUA DE JESÚS P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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3. La Resurrección
De Lázaro (Jn 11, 1-54). 4. La Entrada
Triunfal En Jerusalén. 5. La Maldición De
La Higuera Estéril. 6. La Purificación
Del Templo. 8. Controversias Con
Las Autoridades. 11. Jesús Asocia
Sus Discípulos A Su Pascua. 12. El Lavatorio De
Los Pies (Jn 13). 13. La Institución
De La Eucaristía. 14. El Sacerdocio
Ministerial. 15. El Mandamiento
Del Amor Hasta El Fin. 21. La Muerte Según
Las Escrituras. 23. El Descenso A
Los Infiernos. 1. Introducción. «Entramos en la Semana Grande,
Semana Santa, Semana Mayor; no porque sus días sean más grandes que los
demás, los hay más largos; sino porque en ellos han sido llevadas a cabo por
el Señor cosas admirables» (S. Juan Crisóstomo). Algunos se podrían preguntan,
¿por qué la Iglesia dedica tanto tiempo a preparar, celebrar y hablar de la
Semana Santa? La respuesta es sencilla: en ella sucedieron los principales
acontecimientos de nuestra fe. Si leemos detenidamente los Evangelios, nos
daremos cuenta de que sus autores dedican a narrar los últimos días terrenos
de Jesús por lo menos ¡un tercio! de sus obras. S. Mateo dedica 2 capítulos a
la infancia del Señor, 2. La Fiesta De Pascua. «Era la víspera de la fiesta
de Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de dejar este mundo para
ir al Padre. Y Él, que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Nuestra Semana Santa coincide con las
fiestas pascuales de los judíos. La Pascua era la
fiesta por excelencia para Israel. Había comenzado siendo una celebración de
pastores nómadas, al inicio de la Primavera, en el momento de cambiar de los
pastos de invierno (en los valles, lugares más cálidos) a los de verano (en
las montañas, único lugar de aquellos áridos parajes donde crece algo verde
en esas fechas). El mismo nombre de la fiesta significa precisamente eso: «paso»
de un lugar a otro. Las ovejas estaban recién paridas, por lo que las madres
y las crías estaban débiles y podían morir durante la marcha. Para evitar el
calor del sol, los desplazamientos se hacían de noche; por eso se esperaba a
la luna llena de primavera (motivo por el que, todavía hoy, la Pascua se
celebra cada año en días distintos, entre Marzo y Abril). Se pensaba que los
desiertos eran la morada de los demonios. Antes de partir, se sacrificaba un
cordero, ofreciéndoselo, con la esperanza de que no exigieran otro tributo al
atravesarlo; por eso mojaban sus tiendas con la sangre del animal, para que
se viera que ellos habían cumplido su parte. Durante el viaje, en los
descansos junto a los oasis, se comían los panes sin fermentar, típicos de los
beduinos, y las verduras que se encontraban por el camino. Precisamente durante la fiesta anual de Pascua, el pueblo
de Israel hizo experiencia de la bondad de Dios, que le libró de la esclavitud
de Egipto por manos de Moisés. El libro del Éxodo nos dice claramente que
Moisés pidió al Faraón que permitiera ir a los judíos al desierto para
celebrar la fiesta de Pascua (Ex 5, 1). Como el Faraón se niega, comienza un
pulso entre él y Moisés (las plagas), que culmina con la victoria del enviado
del Señor y la salida de Egipto. El sacrificio del animal, la sangre, las
verduras amargas, los panes ázimos y el mismo
nombre de Pascua, adquirirán un significado nuevo: «Es el "paso"
del Señor, que ha estado grande y nos ha hecho "pasar" de la
servidumbre a la libertad» (Cf. Ex 12). En los siglos posteriores, los
judíos piadosos subían cada año a Jerusalén por esas fechas. No era un
acontecimiento cualquiera; era la celebración de los orígenes del pueblo, la
ocasión de renovar la Alianza con Dios y la fe en su providencia: El Dios que
nos sacó de la esclavitud e hizo de nosotros un pueblo, estará con nosotros
para siempre. Jesús también celebraba cada año la Pascua (Lc 2, 41-42).
Durante las fiestas pascuales, Jesucristo encontró
la muerte en Jerusalén y resucitó del sepulcro. A partir de entonces, la
Pascua se convierte para los cristianos en el «paso» de la muerte a la
resurrección, del pecado al perdón, del hombre viejo a la vida nueva en
Cristo. San Pablo insiste en sus cartas en que los cristianos participamos
sacramentalmente de la Pascua de Jesús: «¿Ignoráis
acaso que todos los bautizados han sido vinculados a la muerte de Cristo? En
efecto, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo, quedando vinculados
a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado
de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos
una vida nueva. Si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte
semejante a la suya, también compartiremos su resurrección» (Rom 6, 3-5). El Domingo anterior a la Pascua,
Jesús entra solemnemente en la ciudad, a lomos de un borriquillo, entre las
aclamaciones del pueblo y de los niños. No debemos olvidar que Jesús se
dirige a la Ciudad Santa para celebrar y vivir la Pascua definitiva. El
pueblo acogió al Señor como Rey de Israel, aclamándolo como el Enviado, el
Mesías, el Profeta esperado. En estos días Él explicará con sus palabras y
obras qué tipo de Rey, de Mesías y de Profeta es. A muchos no convencerán sus
actitudes ni sus propuestas. La mayoría de los que el Domingo
lo aclamaban como Rey, el Viernes pidieron su muerte. Encontramos esta
contradicción a lo largo de toda la vida de Jesús. Al inicio de su actividad
pública en Nazaret (Cf. Lc 4, 14-30), mientras dice cosas agradables «todos
asentían y se admiraban de sus palabras» (22); cuando dice lo que no
quieren oír «se llenaron de indignación, se levantaron, lo echaron fuera
de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio del monte con ánimo de
despeñarlo» (29). Ahora la historia se repite, pero con mayor dramatismo. Durante los últimos días de su vida, Jesús realiza
importantes gestos proféticos, en la línea de los que hacían los hombres de
Dios del Antiguo Testamento: gestos cargados de significado religioso, que
cumplen lo que prometen (como ejemplo se puede ver 1 Re 11, 26-39). De todas
formas, son sus palabras las que iluminan el significado último de sus
acciones. 3. La Resurrección De Lázaro (Jn 11, 1-54). Pocos días antes de
las fiestas pascuales, Jesús realiza un signo
sorprendente, con el que manifiesta que tiene poder incluso sobre la muerte,
tal como Él mismo nos explica: «Yo soy la resurrección y la vida. El que
cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no
morirá para siempre» (Jn 11, 25). Será el detonante final, antes de la
Pasión del Señor; al mismo tiempo que prefiguración de su Resurrección
gloriosa. Sus enemigos se dijeron: «si le dejamos que siga así, todos
creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y
nuestra nación... Es preferible que muera un solo hombre a que la nación sea
destruida» (11, 48ss). Hacen coincidir sus intereses personales con los
del pueblo. «Desde ese día, decidieron darle muerte» (11, 53). El
cristiano sabe que, efectivamente, su muerte salvó al pueblo. Ya por entonces
estaban claras las intenciones de los dirigentes judíos: Jesús se había hecho
molesto y resultaba peligroso, porque cuestionaba todo el funcionamiento de
la sociedad y de las relaciones con Dios. Así que deciden eliminarlo: «Estaba
muy próxima la fiesta judía de la Pascua. Ya antes de la fiesta, mucha gente
de las distintas regiones del país subía a Jerusalén para asistir a los ritos
de purificación. Estas gentes buscaban a Jesús y, al encontrarse en el Templo,
se decían unos a otros: "¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?".
Porque los jefes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes
terminantes de que, si alguno sabía dónde se encontraba Jesús, les informasen
para que ellos pudieran detenerlo» (Jn 11, 55-57). 4. La Entrada Triunfal En Jerusalén. Es la manifestación de Jesús como
el Mesías-Rey prometido. En otros momentos no había aceptado este título para
que nadie pensara que venía a reinstaurar el reino de David, con sus leyes y
tributos. Ahora que las circunstancias hacen prever el desenlace, que no hay
duda de que su mesianismo es el del siervo de Yahvé, que carga sobre sus
espaldas con nuestros pecados, no le importa manifestarse como lo que es: el
Enviado, el Señor; y admite las aclamaciones del pueblo: «Bendito el reino
que viene, el de nuestro padre David», (Mc 11, 10). Sin embargo,
especifica qué tipo de reinado es el suyo: no entra en la ciudad sobre un
carro de combate, aclamado por soldados con sus armas, sino en un borrico,
entre los cantos de los niños y el movimiento de los ramos de olivo,
cumpliendo la profecía de Zacarías, que anunció que el rey de Jerusalén lo
terminaría siendo de toda la tierra, pero no por la fuerza, sino por la
justicia y humildad: «Salta de alegría, Jerusalén, porque se acerca tu
rey, justo y victorioso, humilde y montado en un borriquillo. Destruirá los
carros de guerra... y proclamará la paz a las naciones» (Zac 9, 9-10). Con su entrada pública en la Ciudad Santa, Jesús
manifiesta una vez más, que no le quitan la vida; es Él quien la entrega.
Desde hacía tiempo, había manifestado en distintas ocasiones que quería subir
a Jerusalén para dar plenitud a su anuncio y a su obra de paz y
reconciliación; consciente de que allí se mata a los Profetas y de que su
destino no va a ser distinto del de los que le han precedido en el anuncio de
la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, en su lamentación sobre Jerusalén (Mt
23, 37s) une su destino al de la ciudad: ambos serán destruidos (el Rey y la
capital del reino). 5. La Maldición De La Higuera Estéril. Jesús maldice una higuera que no
tiene fruto «porque no era tiempo de higos» (Mc 11, 13). Puede
parecernos un gesto caprichoso, a no ser que lo leamos en su contexto: es un
gesto profético en relación con la purificación del Templo. Por eso las
narraciones se mezclan. El pueblo de Israel ha sido comparado muchas veces en
el A. T. con una higuera, un plantel, una vid. Dios es el labrador que la
cuida esperando sus frutos, «pero no encontró más que hojas» (Mc 11,
13). Éste es el momento definitivo y ya no se puede prolongar la espera. Al
realizar la maldición de la higuera estéril antes de purificar el Templo, y
en relación con ello, se nos dice que el culto que en aquél se ofrece es pura
hojarasca inútil, porque no produce frutos de conversión, y que ha de ser
renovado. 6. La Purificación Del Templo. Se coloca al interior de la
narración de la maldición de la higuera: El árbol estéril es maldecido (Mc
11, 12-14), el Templo es purificado (Mc 11, 15-19), la higuera se seca (Mc
11, 20-21), para explicarnos que con el Templo sucede como con la higuera: se
acerca su fin, porque no da fruto. El Templo era el signo de la unicidad de
Dios (hay un solo Dios y un solo Templo), de la unidad del pueblo (todos los
judíos debían acudir allí a presentar sus ofrendas y sacrificios), al mismo
tiempo que signo de distinción frente a los extranjeros (que no podían entrar
en él). Para alcanzar la comunión con Dios, en el Templo se realizaban los
sacrificios (animales matados sobre el altar, en parte allí quemados y en
parte comidos por los oferentes; de ahí los puestos, porque los peregrinos no
podían caminar desde países lejanos con el animal de la ofrenda a cuestas) y
se ofrecían los diezmos y tributos (sin embargo, no se admitían monedas
extranjeras, consideradas impuras; sólo las propias del Templo, que no tenían
validez legal fuera de allí; de ahí la presencia de los cambistas). Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los
puestos de los que vendían» (Mc 11,15). Tirando por el suelo las
ofrendas, está acabando con un sistema, con una manera de relacionarse con
Dios. La justificación que Jesús da a su actuar es el de que la casa de Dios
ha de ser «casa de oración para todos los pueblos» (Mc 11,17); citando
a Isaías 56, 7 y a Jeremías 7, 11, que anuncian que en los tiempos mesiánicos
Dios aceptará también el culto de los extranjeros y de las personas con
defectos físicos (que entonces no podían entrar en el Templo, por ser
considerados impuros). En la narración de San Juan (2, 13-22), se citan el Sal
69, 9-10 y Zac 14, 20-21. Zacarías anuncia que,
cuando se instaure el Reino de Dios, no habrá distinción sagrado-profano,
ya que todo estará consagrado al Señor, hasta las ollas y los cascabeles de
los caballos. Ha llegado el tiempo en que el culto no será sólo celebrar unos
ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una
vida ofrecida en consonancia con un culto «en espíritu y verdad» (Jn
4, 23), en el que todos pueden participar. Lo que ahora se prefigura con este gesto profético, se
realizará plenamente con la destrucción del verdadero Templo, que es el
cuerpo de Jesús, en la Cruz y su reconstrucción en la Resurrección. San Pablo
insiste en que el Templo del Señor hoy no es un edificio de piedra, sino los
mismos creyentes (1 Cor 3, 16-17; 6,19). En esta línea lo entendieron las
autoridades judías, que se dieron cuenta de que Jesús no estaba simplemente
atacando unos abusos, sino destruyendo todo su sistema cultual y religioso. 7. Predicación En El Templo. Jesús habla cada día en el
Templo, con gran libertad, suscitando el entusiasmo de algunos y el odio de
aquellos que habían decidirlo acabar con Él desde hacía tiempo. La parábola
de los labradores homicidas (Mc 12, 1-12) nos habla de la conciencia que
tenía de su misión y de su final. Sus oyentes sabían perfectamente que la
imagen de la viña había sido usada muchas veces en el A. T. para hablar del
Pueblo de Israel: Dios es el labrador, los Profetas son los siervos que Él
envía, Jesús es el Hijo, el heredero; rechazado y asesinado como el resto de
los enviados. «Sus adversarios estaban deseando echarle mano, porque se
dieron cuenta de que Jesús había dicho la parábola por ellos» (Mc 12,12). 8. Controversias Con Las Autoridades. Los sumos sacerdotes, los
maestros de la Ley, los fariseos y los herodianos; en definitiva, los que
detentaban los poderes económico, religioso y político (los arrendatarios de
la viña, que no aceptan al Hijo del dueño como rey), gentes distintas entre
sí (y antagónicas en muchos aspectos) se unen para quitar de en medio a quien
se atrevió a cuestionar la validez del sistema vigente ( y,
por lo tanto, sus privilegios). Buscan la manera de condenarlo y le ponen a
prueba una y otra vez, con cuestiones espinosas: «¿De
dónde procede tu autoridad?» (Mc 11, 27-33); «¿Hay
que pagar tributos al César?» (Mc 12, 13-17); «¿Cómo
será la resurrección?» (Mc 12,18-27); etc. Las preguntas estaban
envenenadas y cualquier respuesta podría ser utilizada contra Jesús. En la
cuestión de los impuestos romanos, por ejemplo, si Jesús hubiera respondido
que no había que pagarlos, lo habrían denunciado al procurador, que lo habría
condenado a muerte. Si hubiera respondido que sí, los mismos judíos se
habrían encargado de apedrearlo. Pero sus respuestas demuestran una sabiduría
superior. Al quedar confundidos con sus respuestas (el hombre no se define
por sus relaciones socio-políticas o sexuales-familiares, sino por su
relación con Dios), no pudiendo usarlas en su contra, sus enemigos buscan
otros medios: «Buscaron el modo de prender a Jesús con engaño para darle
muerte» (Mc 14,1). Al decidir entregarlo al gobernador, reconocen la
autoridad del pagano incluso en sus problemas religiosos. 9. La Unción En Betania. «Faltaban dos días para la
fiesta de Pascua» (Mc 14, 1) y Jesús se encontraba en casa de Simón el
leproso (o en la casa del mismo Lázaro, «seis días antes de la fiesta
judía de la Pascua», si escuchamos a S. Juan 12, 1), cuando una mujer
derramó un frasco de perfume de nardo puro, muy valioso, sobre su cabeza.
Algunos se preguntan: «¿Para qué este
despilfarro» (Mc 14, 4) y Jesús responde: «Para mi sepultura» (Mc
14, 8). El que va a morir es verdaderamente el Rey-Mesías, el Ungido del
Señor. Los Evangelistas subrayan las distintas
actitudes frente a Jesús: Los jefes de Israel se habían «preparado»
para acabar con Jesús; Judas se «preparaba» a entregarlo; esta mujer «preparó»
su cuerpo para la sepultura. Lo que ella ha hecho es una buena noticia
(Mt 26, 13) que entra a formar parte del anuncio cristiano. La tensión
dramática crece al encontrar los enemigos de Jesús un aliado en uno de sus
discípulos, que se convierte en modelo de los que abandonan al maestro, de
los que lo entregan (Mt 26, 15). 10. La Cena De Despedida. La principal celebración de la
Pascua judía consistía en una cena, en la que participaba toda la familia.
Aun hoy se sigue celebrando con un elaborado ritual, con vajilla propia y
platos que sólo se comen esa noche. Jesús celebró cada año con su familia la
conmemoración de la salida de Egipto y de la Alianza del Sinaí. En estos
momentos finales, celebra una cena de despedida con su nueva familia. «¡Ardientemente he deseado cenar esta Pascua con
vosotros!» (Lc 22, 15). Finalmente, ha llegado el momento definitivo, la «hora»
de la verdad (v 14), el banquete tantas veces pregustado y deseado. Jesús nos
va a sorprender nuevamente con sus palabras y con sus acciones: Lava los pies
a los Apóstoles, nos regala la Eucaristía, nos da el mandamiento nuevo del
amor fraterno... La postura interior, simbolizada en el lavatorio, toma cuerpo
en el reparto de sí mismo, que anticipa e introduce la Pasión. 11. Jesús Asocia Sus Discípulos A Su Pascua. Lo primero que nos sorprende es
la insistencia de Jesús en unir sus discípulos a su Pascua y a su destino. Parece
como si los discípulos quisieran distanciarse del acontecimiento y Él no lo
permitiera: «¿Dónde quieres que TE
preparemos la cena de Pascua... Decidle que quiero celebrar la Pascua CON mis
discípulos en su casa». Ellos quieren prepararLE
la Pascua (Mt 26, 17; Mc 14, 12). Él quiere celebrarla CON ellos (Mt 26, 18;
Mc 14, 14; Lc 22, 8.30), como anticipo de su futura participación en el
sufrimiento y posterior destino glorioso de Jesús: «Vosotros habéis
perseverado conmigo en mis pruebas. Yo os entrego la dignidad real que mi
Padre me entregó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa cuando yo reine, y
os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,
29-30). 12. El Lavatorio De Los Pies (Jn 13). Para entender el gesto no
hemos de pensar en nuestras calles asfaltadas. En la época de Jesús muy pocas
personas usaban calzado; y las que lo llevaban, se limitaban a unas simples
sandalias. En las calles de tierra se tiraban los restos orgánicos y las
comidas de los animales. Lavarse los pies al entrar en casa era un ritual
obligado y necesario. Correspondía hacerlo a los esclavos o a los siervos. En
las familias pobres lo hacían la esposa o las hijas. Jesús que lava los pies,
se pone en el lugar más bajo, indicando dos cosas: él viene a servir y no
admite que unas personas sean consideradas inferiores a otras. En otra
ocasión había dicho el Señor: «Cuando el siervo llega a casa después de
haber trabajado todo el día en el campo, ¿se sentará a la mesa o servirá
primero a su amo?». Jesús es el Señor que atiende a los criados; «que
no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos»
(Mt 20, 28; Mc 10, 45). Aquí se manifiesta su verdadera identidad (y en su
imitación, la identidad de sus discípulos). 13. La Institución De La Eucaristía. El Señor dice a los discípulos: «a
vosotros no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 15,15). Él desea una
relación personal, intensa, con sus fieles. San Pablo explicará la
celebración de la Cena como «comunión con el Cuerpo y la sangre de Cristo»
(1 Cor 10,16), como participación de su misma vida. El rito eucarístico de la Cena ha conservado acciones y
palabras de Jesús («Os recuerdo lo que yo mismo recibí» 1Cor, 11ss)
que más tarde aparecerán llenas de significado y nos revelan la actitud de
Jesús ante su muerte: Él mismo ofrece su vida en el momento definitivo. No se
somete pasivamente a ella ni la acepta como un paso necesario hacia su
triunfo pleno. Jesús se entrega en conformidad con el plan amoroso de Dios,
del que su muerte forma parte; dejando a Dios la última palabra. Los hombres
pensábamos que arrebatábamos su vida al Señor, sin embargo, Él se nos
adelanta: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros... esta es la
copa de la nueva alianza sellada con mi Sangre, que se derramada por vosotros»
(Lc 22,19-20). Ante este misterio sólo cabe exclamar, con Santa Teresa de
Jesús: «¡Oh amor, que me amas más de lo
que yo me puedo amar ni entiendo». Aquí confluyen las instituciones del A.T.: La Alianza
llega a su cumplimiento en esta «sangre de la Alianza derramada» (Mc,
Mt, cf. Ex 24, 8); la Profecía culmina en el «cáliz de la Nueva Alianza»
(Lc, Pablo, cf. Jr 31, 31); la teología martirial (Macabeos)
y vicaria (Deuteroisaías) desemboca en la promesa
de la entrega «por muchos» (Mc 14, 24); y las ideas profundamente
unidas de banquete y sacrificio (Ex 24, 8.11) son asumidas en la relación
entre el pan y el vino, con la superación de la contradicción carne-sangre y
espíritu-vida. No importa que la tradición jerosolimitana (Mt, Mc) sea la más
antigua o que lo sea la antioquena (Lc, Pablo); nos basta con el núcleo
común, que hace referencia a la entrega, a la comunión, a la relación muerte
de Jesús-establecimiento del Reino. «¿Qué significan para nosotros el
pan y el vino? El pan ha sido para muchos, durante milenios, alimento
básico... Pan es o significa el alimento elemental del hombre. Es el alimento
que mantiene nuestra vida día a día, que deshaciéndose nos rehace y nos
permite hacer, que se transforma en parte nuestra o en energía vital. Si el
pan es fruto del trabajo del hombre, el trabajo humano es fruto del pan... El
pan es humilde y sencillo, no se da importancia; el pan se entrega sin
presunción ni resistencia. En esta humildad generosa concentramos la
expresión de nuestro agradecimiento a Dios. Diría que es la prosa de cada
día. En cambio, el vino es la poesía, la propina, la fiesta. Pan y agua es lo
indispensable: "Son esenciales para el hombre agua y pan y casa y
vestido para cubrir la desnudez" (Eclo 29,28). A los furtivos se les
ofrece lo urgente: "Al encuentro del sediento, sacad el agua...
llevadles pan a los fugitivos" (Is 21,14). Pero cuando se agasaja o
festeja a una persona, se le ofrece pan y vino, que equivale a convite,
banquete... Si al fugitivo se le ofrece pan y agua, al vencedor, que vuelve
de la batalla "Melquisedec, rey de Salén, le ofreció pan y vino" (Gn 14,28)». (Luis ALONSO SCHÖEKEL, Meditaciones
bíblicas sobre la Eucaristía, 64-65). 14. El Sacerdocio Ministerial. Cristo pide a sus Apóstoles que
sigan celebrando la Cena como memorial suyo. No se trata de un simple
recuerdo, sino de una verdadera y real actualización y comunión en el
ofrecimiento que el Señor hace de sí mismo. Los Apóstoles (la Iglesia)
reciben un Ministerio que es participación y ha de ser reflejo de la misión
de Cristo en la Tierra: Anuncio del Reino, Comunión de vida con el Padre y
entre ellos, Servicio generoso a todos los hombres. 15. El Mandamiento Del Amor Hasta El Fin. Jesús no nos pide que seamos
buenas personas, que nos amemos mucho. Él quiere más de nosotros: «que nos
amemos los unos a los otros como Él nos ha amado» (Jn 13,34). Ya
en otras ocasiones nos había dicho: «sed perfectos como nuestro Padre
Celestial» (Mt 5, 48), y «sed compasivos como nuestro Padre es
compasivo» (Lc 6,36), que es lo mismo. Hemos de tener los mismos
sentimientos de Jesús, los sentimientos de Dios. Está claro que solos no
podemos. Pero si Él vive en nosotros, si nos alimentamos con su Cuerpo y con
su Palabra y nos dejamos transformar por Él, caminaremos sin descanso,
acercándonos cada día un poco más a la meta (cf. Jn 6, 51-57). 16. Getsemaní. «Cargado con nuestros pecados
subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus
heridas nos han curado» (1Pe 2, 23-24). A través del estudio de la Semana
Santa y de la Última Cena, hemos entrado de lleno en el Triduo Pascual y
hemos sido fortalecidos también para la Prueba, para atravesar la Hora junto
a Jesús. «Después de cantar los himnos, salieron para el huerto de los
olivos» (Mc 14, 26). Se acerca la «Hora» tantas veces anunciada, el
momento definitivo, y Jesús necesita orar. Sabe que es la única manera de
poder enfrentarse con fuerzas a la prueba y a la tentación (Mc 14, 38). Todo
llega a su fin, y Jesús vive un momento dramático. Ora «de rodillas», intensamente,
hasta sudar gotas de sangre (Lc 22, 41. 44), «postrado rostro en tierra»
(Mt 26, 39), «sintiendo pavor y angustia, una tristeza mortal» (Mc 14,
33-34), «con gritos y con lágrimas» (Heb 5,
7). En esta noche de la Pascua, noche de fiesta y júbilo para
Israel, la oración de Jesús es el momento más dramático de su vida. Para Él
comienzan el pavor, la angustia y la soledad. Está solo frente a Dios;
insiste en orar, pero se ha roto la comunicación con Él. Como comentan tantos
Padres de la Iglesia, éste es el momento en el que sobre Jesús cae todo el
pecado del mundo. Ha de sufrir, pues, siendo el Hijo, siendo inocente ha de
mostrar su Obediencia (Heb 5, 7ss). Tratando de
introducirnos en este momento nos fallan todas las categorías de comprensión:
humanas y teológicas. Ningún encuentro o desencuentro con Dios fue igual
antes y ninguno será igual después. No podemos terminar de comprender lo que
supuso para Jesús este momento. Él creía en un Padre bueno que no abandonaba
a los suyos y anunciaba que eran felices los pobres, los sencillos, los
humildes... Toda su predicación y su ministerio parecían encaminarse al
fracaso más absoluto: Los fuertes, los poderosos, los que tienen interés en
que todo siga como está, parecían triunfar. Jesús sufre todo el peso del Abandono de Dios, tiene ante
sí el Cáliz de su Ira, las consecuencias del pecado acumulado por tantas y
tantas generaciones de hombres y mujeres. Desde este pozo, desde este abismo,
desde este «infierno» de los que han dicho ‘no’ a Dios, Jesús dirige su
oración al Padre: «¡Abba!, ¡Padre!, todo
es posible para ti, aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo
quiero, sino lo que quieres tú». En plena prueba, en medio de la más
negra oscuridad y abandono inocente, Jesús sigue manifestándose como el Hijo;
para Él no existe más que la voluntad de Dios. Y ello por tres veces,
expresión que en el lenguaje bíblico significa «por completo», agotando toda
posibilidad. No lo ha dicho «con la boca pequeña» y está dispuesto a sufrir
las consecuencias, a seguir testimoniando al Padre entre los tormentos y la
Muerte. 17. Detención (Entrega). El Domingo de Ramos Jesús se dejó
aclamar como Rey, lo que dio esperanza a los más violentos de que finalmente
se pudiera organizar una insurrección contra los romanos para instaurar una
teocracia en Israel. Sin embargo, las palabras y obras de Jesús en los días
siguientes no dejaban lugar a dudas: lo suyo no era la violencia, sino el
servicio, hasta dar la vida. Posiblemente, esto desanimó a Judas, que no
sabía si organizar una situación extrema que desencadenase la respuesta de
Jesús y los suyos o si olvidarse definitivamente de este grupo de «cobardes».
Todo se desencadenó rápidamente cuando se presentó ante los Sumos Sacerdotes
y les ofreció «entregarles» a Jesús. Ellos aceptaron, ofreciendo «entregarle»
a cambio treinta monedas de plata. Siglos antes, el profeta Zacarías estuvo
cuidando las ovejas de unos tratantes necios y egoístas por encargo del
Señor. No tuvo éxito con ellos y hubo de abandonarlos. Se convertía, así, en
imagen del Señor, que denuncia al pueblo y a sus gobernantes. Le pagaron
treinta monedas por su trabajo y él no las quiso para sí, las echó en el
tesoro del Templo (Zac 11, 12-13). Aquél era el
precio de un esclavo, según Ex 21, 32. Judas también recibe treinta monedas
por Jesús. Más tarde, «al ver que lo habían condenado, se arrepintió y
devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes» (Mt
27, 3). Al no aceptarlas, las arrojó en el Templo y fueron usadas para
comprar un terreno a las puertas de Jerusalén, donde enterrar a los
extranjeros (Mt 27, 4-10). La muerte de Jesús sirve para que los no-judíos puedan ser enterrados junto a la ciudad santa,
en el campo del alfarero (el campo de Dios). Jesús es, pues, detenido por una «turba con machetes y palos»,
guiada por uno de los Doce, uno de los elegidos por Él personalmente (Cf. Mc
14, 43ss.). Comienza aquí el misterio de la entrega: Jesús se deja hacer; «ofrecí
la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba;
no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos» (Is 50, 6). Es en esta noche
(Jn 13, 30), en esta hora del poder de las tinieblas, cuando los
hombres creen llevar las riendas, misteriosamente se están, también, dejando
hacer, están cumpliendo las Escrituras. Tanto Judas, como las autoridades
judías, como más tarde Pilato «entregan» a Jesús, pero Él ya había dicho en
la Última Cena: «Esto es mi Cuerpo, que se "entrega" por
vosotros». Y También: «tengo poder para dar la vida y tengo poder para
recuperarla» y «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos» (no olvidemos que, en griego dar es «didomai»
y entregar es el mismo verbo con un prefijo aumentativo «paradidomai»).
Así que, mientras todos creen arrebatar la vida a Jesús, en realidad es Él
quien la entrega voluntariamente. 18. El Proceso Judío. Jesús es conducido ante el Sumo
Sacerdote y el Sanedrín, máximo tribunal de la nación (Mc 14, 53). La condena
de Jesús se basó en uno de los textos base de la fe de Israel, Dt 18, que
habla sobre los profetas. La Presencia, la Palabra de Dios está asegurada a
Israel por los Profetas que hablarán en nombre del Señor (18, 15-18); por eso
«el profeta que tenga el atrevimiento de decir en mi nombre lo que yo no
le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá»
(18, 20). Jesús es acusado de falso profeta, de haber anunciado la
destrucción del Templo falsamente (Mc 14, 58), como antaño el profeta
Jeremías (ver Jer 26, 7ss.). Usarán sus palabras sobre el Templo para
condenarlo, pero les molestan más sus actitudes: quebranta el orden
establecido y anuncia la llegada del Reino sin tener medios
político-militares, ni recursos de ningún tipo. Aceptar un Mesías con las
ideas que presentaba Jesús, equivalía a cambiar los esquemas religiosos y sociales.
Los jefes del pueblo le creen un perturbador, un profeta iluso que anuncia
irrealizables esperanzas. Por eso, al final, se burlan de él, vendándole los
ojos y pidiéndole que adivine quién le ha pegado (Mc 14, 65). 19. El Proceso Romano. Los judíos le habían acusado de
blasfemia y de falso profeta. Esto, según sus leyes conllevaba la muerte del
reo. Pero los romanos, que les permitían autonomía en las cuestiones
religiosas, se reservaban los juicios de las acusaciones que conllevaban la
pena capital. Si se hubieran presentado en medio de la noche, Pilato no los
habría recibido y les habría aplicado a ellos un castigo ejemplar para que no
le molestaran. Así que tienen que esperar a que se haga de día. Tampoco
pueden presentarse con una acusación estrictamente religiosa, por lo que
transforman la acusación, diciendo al procurador romano que Jesús incita a no
pagar tributos y que quiere levantarse contra el César, autoproclamándose rey
de Israel. El gobernador romano no se deja engañar; sospecha que hay por en
medio otras razones (Mt 27, 18 las llama «envidia») y declara a Jesús
inocente e inofensivo. Ni Herodes ni Pilato quieren condenarlo. Se decide
castigarlo, ridiculizarlo (Lc 23,12) para sancionar su imprudencia. Sin
embargo, Pilato termina condenándolo para no enfrentarse con la turba y con
los dirigentes judíos. La historia nos habla de un Poncio
Pilato frío, calculador, tan cruel que hasta a los mismos romanos les parecía
demasiado. Ante él, Jesús sigue testificando la verdad de Dios. Este pagano
parece interesarse, pero al final lo condenará «para dar satisfacción a la
gente». A nadie le interesaba un conflicto en vísperas de la Pascua; por
ello el juicio de Pilato es sumarísimo: muerte de cruz. Jesús está
completamente solo ante la Muerte Ignominiosa: su pueblo le rechaza y
condena, los poderes políticos y religiosos se alían contra Él, sus
discípulos han huido, Pedro le ha negado (Mc 14, 66ss.). Él es el Rey
Escarnecido y burlado (Mc 15, 16-20) que va a morir en la Cruz. 20. Crucifixión Y Muerte. Todo parece acabar aquí, en el
Gólgota, en este siniestro «lugar de la calavera». Jesús es despojado
de lo último que le queda, de sus ropas, del resto de su dignidad. Sufre la
suerte de los rebeldes, los asesinos, los ladrones, se encuentra entre ellos
(Is 53, 9). Todo el mal y el pecado del mundo caen sobre Él desfigurándolo y
destrozándolo por completo (Is 53, 5). Todos se burlan: el que se cree
Profeta, Voz de Dios, el que ha confiado en el Señor hasta el final, el que
no ha hecho más que el bien a todos los que ha encontrado en su camino,
cuelga del patíbulo sin poder ayudarse, sin que nadie le crea, sin hallar ni
una mirada de compasión. Jesús se siente traicionado, fracasado, abandonado. No
tiene fuerzas ni para invocar a su Padre. Desde la cruz grita una última
plegaria: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,
46; Mc 15, 34). Es la única vez en todos los evangelios en que Jesús no se
dirige a Dios llamándole Padre. Esto se debe a que está citando el salmo 22,
que inicia precisamente con esas palabras, continúa con un lamento por la
persecución injusta y acaba cantando la confianza en la misericordia de Dios,
dándole gracias por su salvación: «Contaré tu fama a mis hermanos, en
medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22, 23). Por eso S. Lucas, en lugar
de recordar este salmo, cita otro parecido, el 31, recogiendo otra oración de
Jesús moribundo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,
46). En este momento definitivo, Jesús sigue confiando contra toda esperanza
en que la promesa de Dios ha de ser más fuerte que el pecado y que la muerte. 21. La Muerte Según Las Escrituras. Expresión ya presente en 1Cor 15,
3. Según el A.T. el Mesías debía triunfar. Aparentemente, la Cruz es ruptura
con las Escrituras. Sin embargo, la expresión «según las Escrituras» indica
una coincidencia con el plan salvador de Dios, cuyo testimonio es,
precisamente, la Biblia. A la luz del Antiguo Testamento, los primeros
cristianos comprenderán los misterios escondidos en la vida de Cristo y verán
(más allá de las apariencias) una correspondencia entre el plan de Dios,
manifestado a través de los profetas y lo sucedido en Jesús de Nazaret. Tres
categorías bíblicas principales se usarán para explicar el fracaso de Jesús:
la muerte del Profeta, la muerte del Justo y la muerte del Siervo. 22. Señales De Esperanza. Están presentes en los relatos de
la Pasión y Muerte del Señor algunos gestos, palabras, rasgos que dejan
traslucir que aún incluso en la más ignominiosa de las muertes y desprecios,
queda abierta una posibilidad a la esperanza. He aquí sólo unos ejemplos: Mc
14, 51-52: tras la detención, uno de los que le seguían escapa desnudo
cuando intentan echarle mano. Es el mismo joven que aparece en el
relato de la Resurrección (Mc 16, 5); se puede indicar de este modo que Jesús
también escapa a la muerte. Mt 27, 7: el dinero pagado por Jesús sirve para
que los extranjeros puedan ser sepultados a las puertas de Jerusalén. Mc 15,
39: un centurión, un pagano es el primero que confiesa a Jesús, viendo su
muerte, como el Hijo de Dios. Israel se cierra a Jesús, pero se le
abren los corazones de los paganos. «El cuerpo, como tenía la sustancia común a todos los
cuerpos, era un cuerpo humano y, aunque por un nuevo prodigio se hubiese
formado solamente de una virgen, era sin embargo mortal y debía morir según
la suerte común a sus semejantes. Pero, gracias a la venida del Verbo en él,
no estaba ya sujeto a corrupción, como lo quería su propia naturaleza, sino
que era extraño a la corrupción. Así estas dos cosas sucedieron prodigiosamente
al mismo tiempo: la muerte de todos se cumplía en el cuerpo del Señor y a la
vez la muerte y la corrupción eran destruidas, gracias al Verbo que habitaba
es ese cuerpo» (S Atanasio, La encarnación del Verbo, 64). 23. El Descenso A Los Infiernos. Nos encontramos ante una de las
afirmaciones del Credo menos entendidas y peor interpretadas. No basta con
mantener los enunciados antiguos; hay que entenderlos, interpretarlos,
traducirlos. Los judíos consideraban que los muertos descendían a un lugar donde
pervivían, rehenes de Satanás, en espera del juicio. A este lugar llamaban Sheol (en hebreo), Hades (en griego), Infernus
(en latín). Cuando los primeros cristianos dicen que Jesús descendió a los
infiernos, quieren decir que murió de verdad, como cualquier ser humano.
Afirmar la muerte de Jesús era una defensa de la autenticidad de la
Encarnación (para los herejes, ambas eran aparentes) y de la redención. Jesús
se hunde en el mundo de los muertos, del desamparo, «desciende a los
infiernos», tal y como reza el llamado «Credo de los Apóstoles». Vive la
experiencia de la muerte en su totalidad. Litúrgicamente, la Iglesia se
queda, por un día, sin su Señor; por eso no celebra los sacramentos desde la
caída de la tarde del Viernes Santo hasta la madrugada del Domingo de Pascua. «En el sitio donde lo crucificaron había un huerto, y en
el huerto un sepulcro nuevo (...), pusieron allí a Jesús» (Jn 19 41-42). Es el momento de
reposar, de, en silencio, repasar y discernir todas nuestras vivencias con
Él. No podemos hacer más que esperar, pero ¿qué esperar?, ¿es que hay alguna
esperanza más allá de la muerte? Jesús ha vencido en la muerte, es
decir, ha mantenido su coherencia de vida, su relación con Dios hasta el
final, ha obedecido hasta más allá de la vida; ¿podrá vencer también de la
muerte? Si el Viernes Santo es la Noche Oscura para Jesús, el Sábado es la Noche de la Iglesia. De todas formas, Jesús
desciende al lugar de los muertos con poder, por lo que anuncia el Evangelio
y redime en este lugar de sufrimiento a todos los que habían muerto antes que
Él. 24. Orando Con María. Los que le han seguido han huido,
se han dispersado ante el fracaso evidente: su Esperanza yace en un sepulcro
y la nuestra se mantiene en una Mujer, María, la Madre de los creyentes. Ella
es la única referencia de la Iglesia en el momento en que su Camino está
roto, su Verdad despreciada y su Vida sepultada. Después de Jesús, Ella es la
que más conoce al Padre, la que más de cerca ha visto su Rostro. Por eso a
Ella nos dirigimos, en Ella buscamos la compañía para esperar. Ella no ve,
ella no sabe, ella no entiende, pero Ella, como antes Abrahán, cree y espera.
Aquí podemos entender por qué, como Iglesia, recordamos todos los sábados del
año a María: porque Ella es el referente orante, el punto de apoyo de los
creyentes que ya no ven ni esperanza ni camino. Jesús la ha hecho, desde la
Cruz, Madre de la Comunidad (Jn 19, 25-27), Madre de los discípulos y Ella
empieza inmediatamente a darles a luz, a convertirles en creyentes,
precisamente cuando todo invita a la incredulidad. Su fidelidad, su sí sostenido
hasta más allá de la tumba son el primer tesoro que ha de guardar la Iglesia:
«desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27), la
acogió -dice el texto- entre sus cosas, como cosa suya. 25. El Abandono. Jesús ha recorrido la experiencia
humana hasta donde ésta se rompe y ya no es que sólo no se deje explicar,
sino que tampoco se deja vivir. El hombre, que sabe el plan de Dios sobre él,
está roto porque tiene que morir, porque va a la muerte como a su Fin
definitivo. Jesús, pues, debía morir o no hubiese podido asumir por completo
esta experiencia humana. La muerte es, precisamente, su límite, porque le
hace desaparecer. Sólo la cercanía de Dios -dice la Biblia- mitiga o tiene a raya
a la muerte. El ejemplo típico lo representan Moisés y Elías: Moisés murió
(Dt 34, 5-7), pero nadie hasta el día de hoy ha encontrado su tumba, luego
vive con Dios; lo mismo Elías (2Re 2, 11ss.) que fue arrebatado al cielo al
término de sus días. Pero Jesús ha muerto abandonado de Dios, sin que Él se
dignara consolarlo en sus últimos momentos. Ha vivido el fracaso de su
anuncio. El que pasó haciendo el bien se ha mostrado incapaz de
llevarlo a término. Ahora, contra la losa de la tumba, la separación definitiva
entre la vida y la muerte, parecen estrellarse todas las esperanzas. 26. La Resurrección. Con la muerte de Cristo, parece
fracasar su pretensión. Sus enemigos demuestran que no se puede ir contra el
sistema establecido y quedar impune. El rebelde que hizo algunos signos que
confundieron al pueblo, que se mostró libre ante la Ley y las autoridades,
que proclamó dichosos a los pobres y a los pecadores... acabó abandonado de
sus seguidores y de su Dios. Su vida, su predicación y sus promesas parecieron
no tener sentido. Sus discípulos se esconden para no acabar como él. Sin
embargo, los mismos que huyeron atemorizados, salen de pronto a la luz para
gritar su fe. Sufren con heroísmo azotes, encarcelamientos, la misma muerte,
por confesar a Jesús. Ellos anuncian lo que han experimentado: su encuentro
con el crucificado que -paradójicamente- se les ha mostrado vivo. No es un
sueño. No es un fantasma. Es el mismo Jesucristo. Igual que antes, pero más
que antes. Una presencia que se impone llena de poderío. Ellos son los
testigos. Los discípulos no cuentan cómo sucedió. Ellos no estaban
allí, pero en medio del silencio de la noche, contra toda esperanza, Jesús
resucitó, y ahora se ha hecho presente, vivo y actuante, en sus vidas. No son
ellos los que le han buscado o han provocado el encuentro. Él siempre lleva
la iniciativa y se ha manifestado a las mujeres, a algunos discípulos, a los
doce... juntos y por separado, haciéndoles comprender que se ha realizado lo
que parecía imposible: Cristo ha vencido a la muerte y ahora vive para
siempre. El Padre da la razón a Jesús y transforma su humillación en
exaltación. Los primeros discípulos formulan su fe diciendo que Jesús
resucitó «según las Escrituras». Esta última frase es esencial para
entender -y por tanto acoger bien- el Gran Anuncio de la Resurrección, puesto
que la misma palabra «resucitar» no significa más que levantarse o
despertar de un sueño. Pero en el caso de Jesús no nos encontramos ante un
regreso a la situación anterior al momento de su muerte (como en el caso de
Lázaro), sino ante una situación completamente nueva, que sólo las Escrituras
nos pueden explicar, porque no tenemos otros puntos de referencia en la
historia humana. En la resurrección de Jesús se cumplen todas las Escrituras.
Aunque pueda sorprendernos, la pasión, muerte y resurrección de Jesús
entraban en el proyecto de salvación de Dios, preparado desde toda la
eternidad y revelado desde antiguo. Por eso, los apóstoles hicieron un uso
abundante del Antiguo Testamento para explicar el misterio de Jesús,
especialmente el de su muerte y resurrección. Por otro lado, si nosotros
creemos esta verdad, lo hacemos «según las Escrituras», es decir, sin
más prueba y apoyo que el propio anuncio de los Apóstoles. Creer, aceptar la
Resurrección, es creer el Anuncio del Nuevo Testamento. Éste es el Evangelio,
dice Pablo (1Cor 15, 1-2), la Salvación. Que Jesús resucitó no significa que
un muerto se puso de pie, que volvió a esta vida, sino que es muchísimo más:
es el principio de la Nueva Creación. Significa que el Padre da la razón a
Jesús y transforma toda su humillación en exaltación. Todo lo que ha dicho y hecho Jesús revela su verdadero
sentido porque se manifiesta auténtico, verdadero en Él. Ha confiado en el
Padre hasta la Muerte y éste le libra de la Muerte, haciendo mucho más que
devolverle la vida perdida: le convierte en Primogénito, en Primer Nacido del
Nuevo Mundo que Jesús ha anunciado, Juez de vivos y muertos, última
referencia de todo lo que existe. Y podemos tener la seguridad y la confianza
de que todo lo sucedido con Él y para Él está destinado a suceder en
nosotros, que Él es el primero a quien siguieron y siguen muchos hermanos,
quienes mueren con Él para con Él vivir para siempre en el Reino de Dios. Los que ahora lo encuentran, comprenden los signos que
realizó, comprenden sus palabras, comprenden su muerte. Todo adquiere un
significado nuevo, más profundo: «Ya no pesa condenación alguna sobre los
que viven en Cristo Jesús. La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por
medio de Cristo Jesús de la ley, del pecado y de la muerte» (Rom 8, 1-2).
En Jesús descubrimos que la muerte física no es el final de nuestra
existencia porque hemos sido creados para amar a Dios y compartir su vida. Su
amor y su vida son definitivos, eternos. En su resurrección se nos confirma
su anuncio. Al mismo tiempo, descubrimos en él que el dolor, el sufrimiento,
las muertes de cada día, no frustran la realización de nuestra existencia.
Las cosas, los afectos, los triunfos son secundarios para el cristiano. En Cristo
sabemos que el amor gratuito de Dios (que es lo que da sentido a nuestra
vida) no puede fallar y no tenemos miedo, porque estamos seguros de que «ni
la muerte, ni la vida... ni otra criatura alguna, nos podrá separar del amor
de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8, 31-39). |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |