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MÍSTICA, CONTEMPLACIÓN Y ESPIRITUALIDAD EN EL
SIGLO XXI P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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2. El malestar religioso
de la sociedad contemporánea. 3. Una sociedad
necesitada de trascendencia. 5. ¿Qué es la
espiritualidad cristiana? Hace sólo diez días, me encontraba en El Salvador, dando
un curso sobre la Eucaristía. Unas 1.000 personas llenaban la sala cada día,
la mayoría jóvenes. Tuve que dar también algunas charlas a grupos y
movimientos eclesiales. Por ejemplo, a los secretarios de los encuentros
conyugales, al que pertenecen más de 12.000 familias en el país; o a los
responsables de la Renovación Carismática de la Parroquia del Carmen, en la
que participan al menos 2.000 personas. Estos números no están abultados. Son
la realidad ordinaria en aquella pequeña república centroamericana. Por otro
lado, después de haberme desplazado más de catorce veces a Estados Unidos y a
otros países del continente americano por razones de ministerio, puedo
testimoniar que al otro lado del Atlántico hay una profunda sed de Dios. De
hecho, hasta las camisetas y los autobuses van adornados con eslóganes
religiosos, sin olvidar el «in God we trust» que luce en todos los
billetes de dólares. A mi regreso a España tengo que preparar esta
conferencia sobre «mística, contemplación y espiritualidad en el siglo XXI».
Pero ¿hay sitio para la espiritualidad y la mística en la Europa
contemporánea? ¿o nos encontramos en una sociedad postcristiana, neopagana y materialista, sin interés por
las cuestiones del espíritu? Curiosamente, ambas cosas coexisten, como vamos
a ver. 2. EL MALESTAR RELIGIOSO DE LA
SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA. Durante el último año, la prensa y la televisión han hecho
continuas referencias a los conflictos entre la Iglesia Católica y el
gobierno español. Incluso varias instancias vaticanas se han hecho eco de la
polémica en distintas ocasiones. Algunos obispos insisten en que la Iglesia
es la única defensora de los valores humanos fundamentales y afirman que el
Partido Socialista ha orquestado una campaña de acoso y derribo contra ella,
porque se opone a sus pretensiones en materias relacionadas con la
sexualidad, la familia y la educación. Por su parte, los representantes del
gobierno afirman que únicamente están respondiendo a las demandas de la
sociedad española, que apoya sus decisiones, y presentan a la Iglesia como
una institución anacrónica, anclada en el pasado, contraria al avance de la
ciencia, «casposa», deseosa de dominar sobre la sociedad civil para conservar
privilegios ancestrales. Sin entrar ahora a analizar esos desencuentros, me
gustaría subrayar que el verdadero problema no está en las difíciles
relaciones de la Iglesia con el actual gobierno, sino con la sociedad entera.
La crispación actual es sólo una muestra del profundo malestar religioso de
nuestra sociedad. Es fácil constatar que, a partir de los acontecimientos
del 11 de septiembre de 2001, la invasión de Afganistán, la guerra de Iraq, los atentados en Yemen, Filipinas, Moscú,
Madrid..., muchos periodistas presentan continuamente a las religiones como
causa de conflictos, se habla mucho de choque de civilizaciones (el
presidente Rodríguez Zapatero habla, también, de una necesaria «alianza de
civilizaciones» para superar esos conflictos). Las religiones se han vuelto
sospechosas y sólo se consiente su existencia en el plano exclusivamente
personal, sin repercusiones sociales. Independientemente de estos acontecimientos, hemos de
reconocer que, en Europa occidental, cada año desciende el número de
Bautismos, Primeras Comuniones, Confirmaciones y Matrimonios por la Iglesia.
Entre los jóvenes, la celebración de estos rituales ha dejado de ser algo que
se daba por descontado. Además la práctica religiosa semanal ha disminuido
alarmantemente (no llega al 20% de los españoles), así como las vocaciones a
la vida consagrada y sacerdotal. Los parlamentos nacionales y europeo no toman en cuenta la opinión de la Iglesia a la
hora de legislar. Incluso no ha resultado posible hacer ni una mención a la
influencia histórica del cristianismo entre las raíces europeas a la hora de
redactar una constitución para el continente. La gran mayoría de nuestros
contemporáneos es incapaz de identificar los motivos tradicionales del arte
religioso o de responder correctamente en las intervenciones de los laicos
durante los (cada vez más escasos) oficios religiosos a los que asisten.
Hemos de reconocer que vivimos en un ambiente postcristiano,
profundamente secularizado. Un terrible soneto de Rafael Alberti describe
perfectamente la situación contemporánea: «Entro, Señor, en tus iglesias... Dime, si tienes voz, ¿por qué siempre
vacías? Te lo pregunto, por si no sabías que ya a muy pocos tu pasión redime. Respóndeme, Señor, si te deprime decirme lo que a nadie le dirías: si entre las sombras de esas naves frías tu corazón anonadado gime. Confiésalo, Señor. Sólo tus fieles hoy son esos anónimos tropeles que en todo ven una lección de arte. Miran acá, miran allá, asombrados, ángeles, puertas, cúpulas, dorados... y no te encuentran por ninguna
parte». Tradicionalmente, la Iglesia Católica ofrecía la única
explicación global del mundo y del hombre aceptada en
nuestra cultura, dando un sentido último a la vida humana. Al menos desde el
s. XVIII, diversas instancias fueron disputando a la Iglesia ese monopolio.
En ocasiones se hacía desde un pensamiento razonado, en otras desde el
enfrentamiento y la burla. Ya en el s. XIX el cientifismo
y el marxismo intentaron deslegitimizar a la
Iglesia y a la Religión, ofreciendo explicaciones no religiosas del mundo y
del hombre. Incluso prometían sus propios «paraísos» sobre la tierra (el
progreso y la sociedad comunista, respectivamente). Para eliminar la
competencia de la Iglesia se produjo una persecución mediática (presentando
al Cristianismo como enemigo de la razón y de la libertad) e incluso armada
(con miles de encarcelados y asesinados por los regímenes marxistas). En la
URSS se llegó a crear un importante museo del ateísmo, donde se recogían
ejemplos de los extremos y fanatismos religiosos, descontextualizándolos y
ridiculizándolos. Se afirmaba que la desaparición de la Religión sólo era
cuestión de tiempo. Los datos parecían confirmar este proceso: la Acción
Católica, la Legión de María, la Adoración Nocturna y otras asociaciones de
fieles de gran importancia en la vida eclesial de hace algunos decenios, se
han convertido en algo meramente testimonial, se han cerrado monasterios,
numerosos templos se han convertido en museos o se han adaptado a nuevos usos
por falta de fieles, el universo simbólico cristiano se ha vuelto
incomprensible para muchos de nuestros contemporáneos, el desencuentro entre
la jerarquía católica y los fieles se hace cada día más pronunciado, continúa
disminuyendo la participación en el culto, los Medios de comunicación son
cada día más intransigentes con los errores cometidos por los líderes
religiosos y hasta la ética ha perdido toda referencia a la religión. Esto
llevó en el pasado s. XX a la publicación de numerosos estudios que
anunciaban la inmediata desaparición de las religiones. Aquellas previsiones no se han cumplido. De hecho, no es
menos cierto que las numerosas hospederías de monasterios y casas de
espiritualidad están siempre llenas. También ha crecido la participación en
las manifestaciones religioso-culturales asociadas a determinadas fiestas y
santuarios (peregrinaciones, ofrendas florales, procesiones, romerías,
encuentros de jóvenes con el Papa, etc.), y han surgido nuevos movimientos
eclesiales con decenas de miles de afiliados (Comunidades Neocatecumenales,
Comunión y Liberación, Carismáticos...). Desaparecen unas prácticas
religiosas y surgen otras: «Un hecho parece innegable: la no disminución
de la religiosidad y la forma distinta de vivirse y manifestarse. En resumen,
ante la complejidad de la situación religiosa existe consenso entre los
expertos: ni el análisis catastrofista de hace unos decenios ni el
diagnóstico ingenuo que preconiza un retorno masivo de los creyentes. Más
bien estamos en una situación de cambio religioso, de transformación». 3. UNA SOCIEDAD NECESITADA DE
TRASCENDENCIA. Sin negar el secularismo creciente de nuestra sociedad, al
adentrarnos en el nuevo milenio nos encontramos, con sorpresa para muchos,
ante un difuso y creciente interés del hombre contemporáneo por todo lo
relacionado con la oración y la espiritualidad. Esto lo podemos constatar
independientemente de la cultura, la religión o la zona geográfica de
proveniencia. Después de tantos defensores de la muerte de Dios (incluso
entre los teólogos), parece que en lo más profundo del corazón del ser humano
sigue latiendo el deseo de trascendencia. «Nos detendremos un momento en
el hecho innegable de que hoy "la cuestión espiritual" ha vuelto a
primer plano. Se ocupan de ella intelectuales, escritores, editorialistas,
críticos de arte y personas cultas, y también comerciantes y amas de casa.
Aparecen temas de espiritualidad en revistas y periódicos...». Basta dar
una ojeada a las secciones, cada vez más amplias, que las librerías destinan
al apartado de espiritualidad, religión o esoterismo, o a las numerosas
páginas web tanto sobre temas religiosos como sobre
gnosis y ocultismo, así como a la proliferación de sectas y movimientos pseudoreligiosos. Durante semanas, me he esforzado en leer los libros más
demandados en la Biblioteca Pública Municipal de la ciudad donde resido. Los
títulos y la maquetación son atractivos, todos se
acompañan de numerosos testimonios sobre el bien que ha hecho su lectura a
distintas personalidades y todos alcanzan decenas de ediciones en una media
de veinte idiomas: El poder está dentro de ti, de Louise
L. Hay; ¿Quién se ha llevado mi queso? Cómo adaptarnos a un mundo en constante
cambio, de Spencer Johnson;
La princesa que creía en los cuentos de hadas, de Marcia Grad; El gato que encontró a Dios, de Robert Fisher y Beth Kelly; Dios vuelve en
una Harley, de Joan Brady...
Se presentan como «una nueva vía hacia la espiritualidad» e invitan a romper
con las tradiciones anteriores, a no dejarse influenciar por los
representantes del pasado (familia, iglesias, sociedad...). Curiosamente, en
todos estos libros aparece algún agente externo (un búho que habla, una
reencarnación de Dios, un extraterrestre, un
compañero de clase que ha alcanzado la iluminación, una conferenciante...)
que guía al buscador hacia un nuevo estado. Lo importante es romper con todo
lo anterior y lanzarse confiadamente en brazos de estos nuevos gurús del crecimiento personal y de la autocuración,
comprar sus libros y asistir a sus cursos. No podemos dejarnos engañar; bajo la sed de espiritualidad
que manifiestan nuestros contemporáneos, encontramos una variedad tan grande
de propuestas y de concepciones de la vida y del mundo, que es difícil
establecer unos puntos de referencia comunes. A las filosofías venidas del
lejano Oriente se han sumado métodos de adivinación, deseos de una vida sana
en contacto con la naturaleza, ejercicios para liberarse de la ansiedad,
manuales de autoayuda, meditación trascendental y la surtida oferta de un
amplísimo supermercado de las religiones, en el que cada uno se abastece de
los elementos que más le atraen en cada momento. «Un cóctel de esoterismo,
astrología, pseudociencias, dietas de
adelgazamiento, técnicas orientales, psicoterapias timadoras y conspiraciones
de acuario se ofrece en las baldas de las librerías, convertidas en barras de
la credulidad». Es lo que se ha dado en llamar con el nombre de «New Age», o «Nueva Era», porque
sus seguidores están convencidos de que, con la llegada del nuevo milenio,
hemos entrado en una nueva etapa de la historia, que conlleva un cambio total
de valores, criterios y relaciones. Para el 2000 se anunciaba la llegada de
la reconciliación final, la «era de acuario», y el establecimiento de unas
nuevas relaciones con Gaya, la madre tierra. Los representantes de la «Nueva
Era» dicen que hemos entrado en una Era Mística, una nueva etapa en el camino
del crecimiento del Espíritu. Si hemos de buscar unos puntos de convergencia entre las
diversas corrientes que conforman la «New Age», el primero es el valor absoluto que otorgan a la
libertad individual. De él deriva un relativismo total: todos los valores,
culturas o creencias son válidos en tanto que me son útiles y sólo durante el
tiempo que me son útiles. Siempre pueden ser cambiados, abandonados o
recuperados: «Por lo que respecta a las creencias, predomina lo que se
llama "religión a la carta". El feligrés elige el repertorio de
creencias que más le satisface. Es una especie de sincretismo espontáneo».
El segundo sería el convencimiento de que el fin último de las prácticas
religiosas es el bienestar del individuo (físico, psicológico y emocional),
la satisfacción de sus «necesidades» vitales y su autorrealización. La
salvación es entendida como felicidad, goce, estética... al margen de
obligaciones, morales, dogmas, leyes ni representantes. Por último, el Dios
que nos presentan es una fuerza cósmica, impersonal, pagana, para el que a
veces se usan títulos de la tradición cristiana, pero sin identificarse con
los contenidos tradicionales. En este contexto, la «espiritualidad» ya no hace
referencia, necesariamente, a la religión y son muchos los que buscan
experiencias «espirituales» en otros foros: «la satisfacción de las
necesidades materiales, emocionales e intelectuales no basta para sustentar a
la gente de un modo profundo. Así, tarde o temprano, la mayoría de personas
busca caminos espirituales en la vida, ya sea a través de religiones organizadas
tradicionales, de sistemas de creencias no tradicionales, de la sabiduría
perenne de Oriente, de planteamientos new age o, incluso, de la filosofía secular. El espíritu
puede manifestarse en muchos caminos distintos... ¿Y qué es el espíritu?
Dicho de modo sencillo, es una especie de fuerza o energía no material... El
espíritu desempeña un papel importante en las religiones organizadas, como es
lógico. Pero también es posible (y a veces deseable) crecer espiritualmente
sin pertenecer a ningún grupo religioso concreto». El problema es que la espiritualidad se ha convertido en
la búsqueda de sensaciones nuevas (cuando ya se ha probado todo). La oración
y la mística se han reducido a «productos de consumo con la consiguiente
apropiación de sus características. Satisfacción efímera,
descontextualización, banalización, simulacros,
fetichismo...». La confusión es demasiado grande como para ignorarla. Si
hace unos años había un consenso en Occidente sobre lo que se quería decir al
hablar de «espiritualidad», de «mística» o de «contemplación», hoy ya no es
así; por lo que nuestro primer trabajo ha de ser el de intentar clarificar
los términos. Hablando de una manera amplia, la espiritualidad es
aquella dimensión que diferencia a los seres humanos de los animales,
dotándolos de una sensibilidad hacia valores superiores, que dan calidad,
consistencia y sentido a la propia existencia. Los animales se mueven por los
instintos, que les permiten alimentarse, reproducirse, defenderse de los enemigos,
transformar elementalmente la naturaleza en su propio servicio (haciendo
nidos, madrigueras, diques, etc.). Además de esto, los seres humanos realizan
numerosas actividades no instintivas ni relacionadas directamente con la
socialización entre los miembros del grupo o con la lucha por la
supervivencia y, aparentemente, inútiles o improductivas. Por ejemplo, el
deporte, la música, la poesía y las bellas artes. Todas las golondrinas de todos los países y de todos los
tiempos hacen sus nidos siguiendo las mismas técnicas y todos los canarios
cantan de manera parecida, pero los hombres de cada generación y de cada
lugar se visten distinto, fabrican sus casas de forma diferente y añaden a
sus ropas adornos innecesarios (colores, joyas, accesorios...), así como a
sus casas (cuadros, adornos, recuerdos...). No sólo cubren sus necesidades
vitales (casa, vestido, alimento), sino que lo hacen de manera caprichosa,
pudiendo llegar a convertir en arte las actividades más ordinarias
(arquitectura, alta confección, gastronomía). Además, dedican mucho tiempo y
esfuerzo a aprender cosas que no les servirán para nada práctico en sus vidas
(leen sobre las costumbres de países que jamás visitarán, se interesan por
obras de arte que jamás podrán adquirir, etc.). No deja de resultar extraño que algunas personas pretendan
negar la trascendencia del ser humano, su dimensión espiritual, cuando ésta
debería ser la experiencia ordinaria. Es como si un ciego negara la
existencia de los colores. Por otro lado, no percibimos la existencia de los
rayos infrarrojos, los rayos x, la radiación electromagnética... y no
significa que no existan. Los místicos de todos los tiempos y de todas las
religiones nos dan testimonio de un estado de conciencia superior (el
éxtasis, la iluminación), que permite una nueva percepción del mundo, de los
otros hombres y de Dios Albert Hofmann,
el inventor del LSD y dos veces premio Nobel,
plasmó en su libro Mundo interior, mundo exterior su propio testimonio
sobre la dimensión espiritual del ser humano. Él recuerda como, siendo niño,
en cierta ocasión que paseaba por un bosque se sintió invadido por una
extraña sensación. Por primera vez tomó conciencia de la belleza del bosque,
de la luz que penetraba a través de las ramas, de los sonidos y de los olores...
sintiéndose parte del mismo bosque y del universo entero. A partir de ahí
distingue entre el acercamiento especulativo a la Creación, para intentar
apropiarse de ella mediante la comprensión, y la «experiencia» de la misma,
una relación con el mundo desde la emoción. En sus investigaciones
posteriores con el LSD y con otras drogas, comprobó como muchas personas
entran en un nivel de conciencia alterado, en un estado de estimulación que
les permite un acercamiento similar a la realidad: una vivencia del mundo y
del propio yo que difiere de la conciencia cotidiana, porque desaparece la
barrera y se comprende a uno mismo como parte del universo. De ahí surgieron
sus numerosos estudios sobre el uso de estimulantes psicotrópicos en
numerosos rituales de las religiones primitivas, así como sus investigaciones
sobre los efectos negativos del uso descontextualizado de dichas drogas. Es
curioso que algunas personas que niegan la dimensión espiritual del ser
humano paguen sumas extraordinarias para provocar experiencias falsificadas
de trascendencia. La verdad es que la potenciación de nuestra dimensión
espiritual está en nuestras manos y es más simple de lo que creemos: basta
con aceptar que el pensamiento racional nos sirve en nuestro esfuerzo
científico de comprensión de la realidad, pero no la agota, ya que vivimos en
un universo más grande y complejo del que podemos percibir a través de
nuestros sentidos. Lo afirmado en nuestra relación con el mundo sirve también
para nuestra relación con los hombres: su misterio no se agota en nuestra
comprensión intelectual. Somos más de lo que comprendemos (y, por supuesto, más de
lo que producimos o consumimos). En una sociedad dominada por el
materialismo, donde se trabaja para poseer cosas, en la que «todo necio / confunde
valor y precio» (A. Machado), es bueno redescubrir aquellas actividades
improductivas y gratuitas que hacen la vida más agradable, más humana:
disfrutar de un paseo, sentir el viento o el sol sobre la piel, escuchar el
sonido del agua que corre, oler un jazmín, visitar a un amigo, acariciar a un
niño, disfrutar de los sabores naturales, leer un buen libro, pasear por un
bosque... En este contexto, la dimensión espiritual de la vida es la que
ofrece a nuestra existencia un significado verdaderamente humano, dando
sentido a lo que somos y hacemos, procurándonos esa extraña sensación de
bienestar que llamamos felicidad (y que se encuentra por encima de la salud o
de tener cubiertas las propias necesidades). 5. ¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD
CRISTIANA? Para los griegos, «espíritu» se opone a «materia», a
«cuerpo». En la Biblia no es así; la «ruah» es la
fuerza, el principio de acción que hay en Dios. No se opone a «cuerpo», sino
a «carne», a la realidad terrestre del hombre, caracterizada por la debilidad
y por su carácter perecedero: «El egipcio es un hombre y no un Dios y sus
caballos son carne y no espíritu» (Is 31, 3). La sanción del diluvio está
preparada por la constatación de que los hombres quieren vivir sólo de su
propio principio terrestre: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el
hombre, puesto que él es pura carne» (Gn 6, 3).
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el Espíritu es la fuerza de
Dios, que actúa en los hombres, pero que no puede ser dominado por ellos. Es
libertad absoluta y fuente de libertad: «El viento sopla donde quiere y
oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que
nace del Espíritu» (Jn 3, 8). El Espíritu de Dios capacita a los hombres
para que actúen como Él quiere, de manera que se realicen sus planes. Jesús
lo promete y lo envía sobre los fieles, para que puedan vivir conforme al
Evangelio. Es importante tener presentes estas nociones bíblicas para
comprender lo característico de la espiritualidad cristiana. De hecho, «a
menudo se habla de lo espiritual como si fuese lo mismo que lo inmaterial,
identificando en el lenguaje común estas dos realidades. Esta identificación
lleva a una comprensión parcial o errónea de lo que es verdaderamente
espiritual». En el cristianismo, la espiritualidad es la manera
concreta en que los individuos y los grupos, dejándose guiar por el Espíritu
Santo, asumen y realizan en su propio contexto el estilo de vida propuesto
por Jesús. Los contenidos generales de la vida cristiana son asumidos
personalmente y vividos de una manera concreta por cada creyente. En
principio, hay sólo una espiritualidad cristiana (la que presenta los valores
esenciales del cristianismo, para que sean acogidos vitalmente, experiencialmente) y, al mismo tiempo, hay muchas
espiritualidades (porque los cristianos, que vivimos en el espacio y en el
tiempo, somos limitados en nuestra capacidad de acoger el evangelio y vivimos
nuestra fidelidad a lo esencial con mentalidades y modalidades diferentes,
poniendo el acento en determinados misterios de nuestra fe, en la práctica de
algunas virtudes o en actividades concretas, según la propia vocación).
Estamos hablando de: Vida. La espiritualidad no es algo teórico, sino que compromete todas las
dimensiones de la existencia: Identidad, conciencia, actitudes, relaciones,
escala de valores... Vida cristiana. La persona y la enseñanza de Jesús
son nuestro punto de referencia, por lo que hay unos elementos fundamentales
comunes a todas las espiritualidades: El seguimiento de Cristo, los valores
evangélicos, la eclesialidad, la vivencia
sacramental... Vida cristiana en el Espíritu. No hablamos de la
oposición griega espíritu-materia, sino del Espíritu bíblico, la fuerza
creadora de Dios, el Espíritu santificador, que Jesús envía a su Iglesia y a
nuestros corazones. Personalización de la vida cristiana en el Espíritu. Lo que significa
asumir unos valores comunes, haciéndolos propios. Esto conlleva
diversificación (según la propia sensibilidad, vocación y estado) y progresividad (desarrollo, crecimiento, maduración). S. Pablo repite en sus cartas que, por el bautismo, se
realiza en nosotros una verdadera recreación: «habéis sido lavados,
santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el
Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). Ya se nos ha dado lo que un día
esperamos alcanzar en plenitud: la filiación divina, la misma vida de su
Hijo: «la señal de que ya sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo» (Gal 4, 6). El Espíritu ha entrado en
nuestra profundidad más íntima, ha transformado nuestras raíces más secretas,
por lo que nos hemos convertido en «Templos del Espíritu» (1 Cor 3, 16; 6,
19). El Espíritu es ya la pregustación y la garantía de lo que un día
alcanzaremos: «fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que
es prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 13-14), «Dios nos ungió y nos
marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones»
(2 Cor 1, 22). Por eso insiste en que vivamos conforme a la dignidad que
ya hemos recibido. Sus escritos son una continua invitación a vivir como
hijos de Dios, guiados por el Espíritu, a apropiarnos de los sentimientos de
Cristo, a revestirnos de la mente de Cristo: «Los que se dejan guiar por
el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rom 8, 14). «Os pido que
caminéis según el Espíritu... Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos
también según el Espíritu» (Gal 5, 16-26). «El hombre mundano no capta
las cosas del Espíritu de Dios... Pero a nosotros se nos ha dado la mente de
Cristo» (1Cor, 2, 14-16). «No viváis como los no creyentes... Renovaos
espiritualmente y revestíos del hombre nuevo... Sed, pues imitadores de
Dios... a imitación de Cristo» (Ef 4, 17-5, 2). «Tened los
sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús» (Flp 2, 5). «Despojaos del hombre viejo y de sus
acciones, y revestíos del hombre nuevo que, en busca de una sabiduría cada
vez mayor, se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3, 9-10). La
espiritualidad es el camino que seguimos para identificarnos con Cristo, para
revestirnos de sus sentimientos, adaptándolos a nuestra situación y
sensibilidad concretas. El hombre «viejo» o «carnal» es el que se deja guiar por
sus instintos: deseos de posesión, egoísmo, violencia, venganza, etc. El hombre
«nuevo» o «espiritual» es el que es capaz de actuar de una manera distinta,
que no corresponde a nuestra naturaleza, sino que es don del Espíritu: el
compartir, la generosidad, el perdón, la misericordia, etc. El hombre viejo
es el que refleja la figura del primer Adán, el hombre nuevo es el que se
parece a Jesucristo en sus sentimientos y en su actuar. La mística es experiencia del misterio. No conocimiento
por medio de ideas y de palabras, por medio del pensamiento y de la reflexión,
sino a través de la unión amorosa. A efectos prácticos, podemos considerar
«mística» y «contemplación» como sinónimos. A veces pensamos que la
contemplación y la mística son un modo de vida reservado a unos pocos
agraciados con fenómenos extraordinarios. Santa Teresa de Jesús y San Juan de
la Cruz nos repiten que todos estamos llamados a la contemplación, a la vida
mística. En esto coinciden con los Padres de la Iglesia, para los que
contemplar es el modo más auténtico de ver la realidad, no quedándonos en las
apariencias, sino buscando el sentido último de las cosas en Dios. De hecho, «el
término griego theôria se interpreta como el
compuesto de Theos (Dios) y horao
(ver). La contemplación (theôria o también gnosis)
se define entonces como el esfuerzo continuo de ver a Dios en todo lo que
existe. En manera perfecta fue contemplativo Adán en el Paraíso.
Contemplando, volvemos al estado del hombre inocente antes del pecado y
degustamos las primicias de la felicidad futura». A lo largo de los siglos, podemos encontrar místicos en
todas las religiones: personas de mirada limpia que han alcanzado la
«iluminación» y han enseñado a otros el camino para hallarla. Como es
natural, también hay una mística cristiana, con sus características
específicas. El primero que utilizó el término en la tradición cristiana fue
el Pseudo Dionisio Areopagita, en una obra de
capital importancia para el cristianismo posterior: La Teología Mística,
donde la presenta como un conocimiento experiencial,
inmediato, interno y sabroso de las realidades divinas, un conocimiento «teopático», en el que la realidad divina «es padecida más
que sabida». El hombre no la alcanza a través de su esfuerzo, de su
meditación, de su ascesis. Todo lo que puede hacer es prepararse, pero es don
de Dios, que viene a su encuentro en el momento que él considera oportuno. Son muchos los que han seguido las huellas del Pseudo Dionisio. Entre ellos brillan con luz propia los
místicos del Carmelo, por la abundancia y calidad de sus obras escritas.
Ellos también repiten que la experiencia es una forma de conocimiento
misterioso de Dios, aunque «no es un conocimiento sensible, ni deductivo,
que aumenta el caudal de conocimientos conceptuales sobre Dios, sino una toma
de conciencia de Dios mismo presente en su ser y comunicándose amorosamente a
él. Es otro tipo de saber, que no es el de la ciencia, sino el de la
sabiduría que comunica la experiencia contemplativa». Por otra parte,
subrayan especialmente el puesto del amor en el camino de la unión mística,
describiendo detenidamente el proceso de transformación que sufre el
individuo. De este conocimiento que no es fruto del estudio ni de la
reflexión, sino don de Dios en el Espíritu, ya escribió ampliamente San
Pablo, al hablar de su propia predicación: «Para que vuestra fe no se
fundara en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios (...) Hablamos de
una sabiduría divina, misteriosa, escondida, que Dios destinó para nuestra
gloria antes de los siglos y que ninguno de los poderes de este mundo ha
conocido (...) Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede
llegar a imaginar, nos lo ha revelado Dios por medio de su Espíritu (...) El
hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido
para él y no puede entenderlas, porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser
discernidas...» (1Cor 2, 1-16). San Juan de la Cruz nos habla de tres maneras de ver, que
producen tres tipos de conocimiento: La visión con los ojos del cuerpo, junto con las
experiencias que nos llegan a través de los otros sentidos, produce el
conocimiento racional. Es el ordinario, que nos sirve para desenvolvernos en
la vida cotidiana. Una forma de ver y un conocimiento que, sin embargo, no
nos sirven para Dios, ya que nuestro entendimiento natural no tiene
suficiente capacidad, así como nuestros ojos no pueden mirar directamente al
sol. La fe purifica y plenifica el
entendimiento, permitiéndonos conocer cosas que desbordan nuestras
capacidades a través de la revelación; especialmente, en la vida y doctrina
de Jesucristo, verdadera «Palabra del Padre». Hay un tercer modo de conocimiento, el contemplativo,
proveniente de la experiencia mística, infundido por Dios sin mediación de
nuestras capacidades, en el nivel más profundo de nuestro ser: «Esta noche
oscura es una influencia de Dios en el alma... que llaman los contemplativos
contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al
alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender
cómo» (2N 5,1). En esta «noche dichosa» en que se produce la unión
de amor, la Revelación y la Teología se transforman en contemplación, en «sabiduría
de Dios amorosa». Este tercer tipo de conocimiento ilumina y completa los
dos anteriores y se corresponde a la palabra de Jesús: «Dichosos los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). No se
corresponde con un nuevo «conocimiento» racional, sino con una manera
distinta de «conocer», en sintonía con la Biblia, para la que el verdadero
conocimiento es el encuentro, la experiencia, la comunión. En las siguientes
coplas nos narra S. Juan de la Cruz su propia experiencia. Entréme donde no supe 7. CONCLUSIÓN. El malestar religioso de nuestros
contemporáneos se manifiesta, principalmente, en el rechazo de unas imágenes
de Dios que han quedado caducas. Muchas veces, los cristianos hemos
confundido a Dios y al mensaje del Evangelio con las estructuras eclesiales y
sociales, con las mediaciones temporales, con sus representaciones. S. Juan
de la Cruz nos recuerda continuamente que Dios es siempre mayor a todas
nuestras imágenes y explicaciones, que deben ser continuamente purificadas.
Dios no puede ser encerrado en palabras o en pensamientos. Está siempre más
allá de todo lo que podemos comprender o expresar. La unión mística con Dios
no consiste en el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, sino el acto
de experimentar la unidad con Dios por la fe y el amor. La situación actual,
de rechazo de las imágenes heredadas, al mismo tiempo que de búsqueda de una
experiencia personal de la trascendencia, puede servirle a la Iglesia de
purificación, para desprenderse de las adherencias históricas que hoy no sean
significativas y para vivir mejor el encuentro con el Dios vivo y verdadero
cantado por los místicos. Los creyentes necesitamos urgentemente un reencuentro con
el Dios cristiano: personal, gratuito, amor, liberándonos de cualquier
caricatura que haya podido suplantarlo. Sólo la experiencia personal
permitirá pasar de la fe heredada a la fe personalizada. De hecho, la fe en
Dios, en su existencia, en su justicia, en su amor no es lo mismo que la
experiencia de Dios. Karl Rahner
escribió que «el cristiano del s. XXI será místico a no será». No hay
duda de que la búsqueda de una experiencia personal del misterio, más allá de
la religiosidad sociológica heredada, es la característica que mejor define a
un número cada vez mayor de creyentes contemporáneos. El poema de la Noche,
de S. Juan de la Cruz puede servirnos para definir nuestra situación: nos
encontramos a oscuras, desconcertados, sin seguridades; pero esta es nuestra
oportunidad para «salir» de nuestra mediocridad y encontrarnos con Cristo,
que puede saciar nuestra sed de vida en plenitud. En una
noche oscura ¡Oh
noche, que guiaste! |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |