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ORAR CON EL SALMO 1 LOS DOS CAMINOS P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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Aunque las 150 oraciones que componen el libro de los Salmos
fueron compuestas en distintos tiempos y lugares, por autores muy distintos
entre sí, la compilación final, en el orden que hoy conocemos, se remonta al
s. III a. C. (de hecho, el libro es citado por el Eclesiástico, se encuentran
copias en los escritos de Qumrán y es muy citado
por los rabinos de la época). El Salmo 1 fue colocado por el redactor como un
pórtico de todos los demás. En él, Dios muestra al hombre los dos caminos que
puede seguir en su vida y le exhorta a seguir el del bien, que lleva a la
felicidad y a una existencia en plenitud; rechazando el del mal, que lleva al
sinsentido y a la nada. El Salmo 150 es la conclusión del libro. Presenta la
actitud del hombre verdaderamente sabio, que se ha dejado educar por Dios y
le responde dándole gracias y bendiciéndole. Son como el marco que encuadra
todo el salterio. En el Salmo 1 Dios nos habla y en el Salmo 150 el hombre
responde. Veamos ahora el primero que, a diferencia de la mayoría de los que
vienen después, no tiene título, sino que es más bien el título de toda la
obra. 1 Dichoso el hombre que no escucha
el consejo de los malvados, ni se entretiene en el camino de
los pecadores, ni se sienta en la reunión de los
necios, 2 sino que pone su gozo en la Ley
del Señor, meditándola día y noche. 3 Es como un árbol plantado junto
al río: da fruto a su tiempo y sus hojas
no se marchitan; todo lo que hace tiene buen fin. 4 No sucede lo mismo con los
malvados, pues son como paja que se lleva el
viento. 5 No se levantarán los malvados en
el juicio ni los pecadores en la asamblea de
los justos, 6 porque el Señor protege el
camino de los justos, pero el camino de los malvados conduce
a la perdición. En tres breves estrofas de dos versículos cada una,
desarrolla tres imágenes complementarias: el camino de los sabios y el de los
necios (vv 1-2), la comparación entre el árbol y la
paja (vv 3-4) y el destino último de unos y otros (vv 5-6). Un peculiar recurso literario nos subraya que el Salmo no
está puesto aquí por casualidad. En su idioma original, la primera palabra
comienza con la primera letra del alfabeto hebreo «aleph»
y la última palabra comienza con la última letra del alfabeto hebreo «tab». Este salmo se presenta como un resumen de todo el
libro y de toda la Sagrada Escritura. Es como si nos dijeran: «aquí tenéis
un compendio de todo lo que tenéis que saber, de la "a" a la
"z". Todos buscamos la felicidad, pero hemos de poner atención para
no tomar el sendero equivocado. Hay un camino que nos lleva a la felicidad, a
la plenitud de vida (simbolizada en un árbol siempre verde, plantado junto al
manantial) y hay otros caminos que parecen más fáciles pero sólo llevan al
sinsentido y a la nada (simbolizado por la paja que se lleva el viento). El
justo es el único sabio, mientras que el malvado es un necio». La primera imagen que desarrolla el Salmo es la del
camino. Imagen presente en todas las culturas para hablar de la vida humana.
Recordemos a Antonio Machado con su «caminante, no hay camino; se hace
camino al andar». Efectivamente, el camino no está totalmente definido,
por lo que vamos buscando, tanteando, y podemos equivocarnos, llegando a
arruinar nuestra propia vida. Razón por la que es importante elegir bien a
los compañeros y consejeros. Este tema es muy repetido en la Biblia: «Hijo
mío, no te adentres por sendero de impíos, no vayas por camino de malvados
(...) La senda de los justos es alba luminosa, su luz crece hasta hacerse
pleno día; pero los malvados caminan en tinieblas, no saben dónde tropiezan»
(Prov 4, 14ss). El Salmo retoma una imagen muy
usada en otros pasajes de la Escritura y la desarrolla como una reflexión que
invita a pensar y a tomar decisiones en consecuencia. «Dichoso el hombre». La
primera palabra con la que se abre el salmo (y el salterio) es «Asherei» (dichoso, bienaventurado, feliz). Esta es la
primera palabra que Dios nos dirige: una invitación a la felicidad, a la
dicha, al gozo. Porque Dios nos ama, no se desentiende de nosotros. Al
contrario, quiere indicarnos el camino de la vida y nos señala también los
peligros y engaños con que podemos encontrarnos, para que podamos elegir con
conocimiento. «Que no escucha el consejo de los
malvados, ni se entretiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la
reunión de los necios». El salmista no ignora que en el
mundo se nos ofrecen otros caminos distintos del que Dios nos propone.
Incluso pueden llegar a parecer más fáciles y gratificantes, por lo que se
decide a desenmascarar sus mentiras. Las tres frases con sus tres verbos, nos
indican que hay que evitar tres peligros progresivos. En primer lugar, hay
que rechazar los consejos de los malvados (identificados con los pecadores,
que son necios, insensatos), ya que hasta sus palabras son malas y si se
empieza por escuchar necedades se termina por justificarlas e incluso por hacerlas.
Quienes «escuchan» a los necios suelen dar un segundo paso, que es
«entretenerse» en el camino de los pecadores, buscar su compañía, para
terminar «sentándose» con ellos, haciendo lo que ellos hacen. El Salmo nos
pone en guardia contra los autosuficientes, los que desprecian los valores
del espíritu y se ríen de los hombres religiosos. Su relación es peligrosa:
quien se acerca a ellos corre el riesgo de llegar hasta el fin, de
pervertirse totalmente. «Sino que pone su gozo en la Ley
del Señor, meditándola día y noche». La «Ley» no es algo gravoso, ya
que no tiene el sentido jurídico de mandato, precepto u obligación. El
término hebreo «Torá», que nosotros traducimos por
«Ley», significa la enseñanza de Dios, su Palabra dirigida al hombre, su
instrucción, su revelación. La «Torá» o «Ley» es el
Pentateuco (Génesis, Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio), es sinónimo de
la Sagrada Escritura, la Biblia. Este salmo es una invitación al estudio de
la Palabra de Dios contenida en la Biblia para dejarse guiar por ella en la
propia vida. El Salmo 119 supone un testimonio de amorosa meditación de la
«Ley»: «Dichosos los que siguen la Ley del Señor ...
los que guardan sus preceptos ... siguen sus caminos ... decretos ... normas
... mandatos ... palabra». La «Ley» es la revelación de la voluntad de
Dios para que nosotros sepamos conducirnos, orientarnos en nuestra vida y
podamos seguir un camino de realización y plenitud. En Jeremías encontramos
un buen modelo de la actitud que quiere transmitirnos el salmista: «Cuando
encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras eran mi delicia y la
alegría de mi corazón» (Jr 15, 16). En muchos pasajes de la Escritura se explica que la única
forma posible de alcanzar la felicidad consiste en seguir los caminos del
Señor, escuchar su Palabra, estudiar y practicar las enseñanzas de la Ley: «Estos
son los mandamientos, las leyes y los preceptos que el Señor vuestro Dios
mandó enseñaros, para que los pongáis en práctica ... para que seas dichoso
... El Señor nos mandó poner en práctica todas estas leyes para que seamos
siempre dichosos y tengamos vida» (Dt 6, 1-3. 24). «Les di mis
mandamientos y les revelé mis leyes, que son fuente de vida para quien las
guarda» (Ez 20,11). De hecho, al ser Dios el Creador del ser humano,
conoce qué es lo que le conviene para ser feliz y quiere revelárselo. Cuando
el hombre no hace caso de las enseñanzas de Dios, experimenta rápido su
fragilidad y su fracaso, como nos recuerda Jeremías: «Me han abandonado a
mí, fuente de agua viva, para excavarse aljibes agrietados que no retienen el
agua ... ¿No te ha sucedido esto por abandonar al
Señor tu Dios? ... Tu maldad te castiga, tu infidelidad te condena.
Experimenta y aprende qué doloroso y amargo es abandonar al Señor tu Dios»
(Jr 2, 13-19). Por todo lo dicho anteriormente, el sabio medita la Palabra de
Dios, lee comentarios, participa en cursos de formación... para conocerla
mejor y practicarla. La segunda imagen que desarrolla el Salmo es la del árbol
robusto y fecundo, frente a la paja, que no tiene consistencia ni utilidad.
El justo, nutrido por las abundantes corrientes de agua que encuentra en la
meditación de la Ley, está lozano, lleno de vida, sin miedo ante la llegada
de la estación seca. Esta imagen se repite muchas veces en la Sagrada
Escritura: «El honrado florecerá como una palmera, se alzará como cedro
del Líbano. Plantado en la casa del Señor, florecerá en el santuario de
nuestro Dios. Aun en la vejez seguirá dando fruto y conservará su verdor y
lozanía» (Sal 92, 13-15). Jeremías la desarrolla con especial belleza,
aportando nuevos datos que nos ayudan a comprender mejor el Salmo: «¡Maldito quien confía en el hombre y se apoya
en los mortales, apartando su corazón del señor! Será como un cardo en la
estepa, que no ve venir la lluvia, pues habita en un desierto abrasado, en
tierra salobre y despoblada. Bendito el hombre que confía en el Señor y pone
en el Señor su confianza. Será como un árbol plantado junto a la fuente, que
ahonda sus raíces hacia la corriente; nada teme cuando llega el calor, su
follaje se conserva verde; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar
fruto» (Jr 17, 5-8). «Es como un árbol plantado junto
al río: da fruto a su tiempo y sus hojas no se marchitan». La
imagen de un árbol frondoso al borde de las aguas es especialmente sugestiva
para los israelitas, que viven en una tierra árida y de escasas lluvias. El
árbol plantado junto al río mantiene las hojas siempre verdes (signo de vigor
y vitalidad) y da fruto en su sazón, a su tiempo. El árbol hunde sus raíces
en la tierra, de la que recibe alimento y consistencia. No está libre del
viento, que le azota con furia por todas partes, pero se mantiene erguido.
Quizá sacudido violentamente, maltratado, mutilado, con alguna rama seca,
pero «está en pie». Un hombre-árbol, significa un hombre con raíces
profundas, con convencimiento, que comprende el sentido de las cosas y
libremente se vincula a la verdad, a la vida, a Dios. Para él la fidelidad no
es una palabra vacía. Los demás pueden «contar» siempre con él. Y Dios
también puede «contar» con él. Su valor no está en lo que hace o en lo que
tiene, sino en lo que es. Hunde sus raíces junto a la corriente. Reconoce que
no se basta a sí mismo. Tiene necesidad de aquella agua, de aquella vida, que
sólo Dios le puede dar. Por eso practica la oración, la meditación de la
Palabra de Dios, los Sacramentos. «Cuanto emprende tiene buen fin». Las
obras del hombre de fe no quedan a medias. Nunca se desanima, sabe esperar y
tener paciencia. No se asusta por las batallas perdidas ni se desanima por
los fracasos repetidos. Mira más allá de las realizaciones inmediatas, al fin
último de todo su obrar. No sabe cómo ni cuándo, pero sí sabe que la Palabra
de Dios terminará cumpliéndose en el momento oportuno, que sus promesas no
son estériles, que «pasarán el cielo y la tierra, pero mis palabras no
pasarán» (Lc 16, 17). Sus obras y su misma vida tendrán un buen final. «No sucede lo mismo con los
malvados, pues son como paja que se lleva el viento». Con
propiedad, los malvados no son comparados con la paja, sino con el «tamo»,
que es esa paja pequeña que permanecía mezclada con el grano en las eras,
después de la trilla y que se llevaba el viento al «aventar» el grano. La
paja, al fin y al cabo, puede ser útil como alimento para el ganado o para
mezclar con el barro al hacer los adobes. El «tamo», por el contrario, no
sirve para nada, se encuentra a merced del viento que lo lleva de un sitio
para otro. La imagen del hombre-paja refleja perfectamente la vanidad y la
inconsistencia de una vida sin Dios: superficial, sin vida interior, sin
raíces, sin convicciones, estéril, a merced del viento. La paja no tiene
necesidad de ser castigada. Lleva en sí el propio castigo. Precisamente la
maldición de ser sólo paja. La tercera imagen que desarrolla el Salmo es la del
destino final. Allí se revela el sentido último de nuestras elecciones. No es
igual haber seguido el camino de la piedad que el de impiedad; no es lo mismo
haber elegido ser árbol que paja. «No se levantarán los malvados en el
juicio ni los pecadores en la asamblea de los justos, porque el Señor protege
el camino de los justos, pero el camino de los malvados conduce a la
perdición». En el momento definitivo, cuando
todo lo escondido salga a la luz, cuando comprendamos el sentido último de
las cosas, más allá de las apariencias, se revelará la inconsistencia y el
sinsentido de la vida sin Dios. El que haya elegido el camino de la impiedad,
ser hombre-paja, no será condenado por un Dios vengativo, ya que él mismo se
ha condenado. Su condena consistirá en ser lo que él mismo ha elegido: paja.
Al rechazar echar raíces no podrá permanecer en pie. Quien buscó a Dios con
todo el corazón, lo encontrará. Quien eligió vivir sin Dios perecerá en su
soledad radical y en su tristeza. Dos caminos y dos destinos bien
delimitados: el del bien y el del mal. El salmo primero nos anima a seguir el
camino del bien, bebiendo las aguas del manantial de Dios, echando raíces en
su tierra, caminando por sus sendas, meditando su Palabra. Ahí está la única
felicidad duradera. Si lo pensamos bien, Jesucristo es el Justo que ha seguido
los caminos de Dios, sin condescender con el pecado, pero acercándose a los
pecadores. Él es el árbol que ha echado raíces junto a las fuentes del
Espíritu en el jardín de Dios. Él ha producido abundantes frutos de vida
eterna. Aunque pareció que su muerte era un fracaso, su resurrección nos
reveló que el camino de los justos tiene buen fin. No es por casualidad que
el Sermón de la Montaña comience con la misma palabra que este Salmo: «Bienaventurados...».
Jesucristo nos revelará el sentido último de la felicidad a la que Dios nos
llama y pondrá en claro las dificultades que esperan a quienes lo sigan: «ancha
es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los
que entran por él. En cambio es estrecha la puerta y angosto el camino que
lleva a la vida, y son pocos los que lo transitan» (Mt 7, 13-14). Él
mismo se presenta como «el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie puede llegar
hasta el Padre si no es por mí» (Jn 14, 6). También utilizó la imagen del
árbol que da frutos (Mt 7, 16-20) y se comparó con una viña que da fruto en
el tiempo oportuno (Jn 15, 1ss). En sus parábolas se repiten las imágenes de
los caminos, de los frutos, de las corrientes de agua, del destino último de
los seres humanos. Toda su predicación es una invitación a tomar partido, a
optar, a decidirnos. Su ejemplo es un estímulo. Sus promesas, nuestro
consuelo: «Padre, yo deseo que los que me has dado puedan estar conmigo
donde esté yo, para que contemplen tu gloria» (Jn 17, 24). Verdaderamente, toda nuestra vida es un camino, ya que en
este mundo no tenemos morada permanente. No somos vagabundos, sin una meta;
sino peregrinos que aún no hemos alcanzado el destino final de nuestro viaje.
La meta es la que ilumina y da sentido a nuestro
camino. Y nuestro destino es la posesión definitiva del Bien y de la Gloria,
la plenitud de la existencia, la redención completa, el cumplimiento de todas
las promesas de Dios. Todas las metas de este mundo, por muy grandes y
felices que sean, se quedan pálidas ante el esplendor de la gloria futura.
Mientras caminamos en la vida seguimos expuestos a toda clase de
sufrimientos, fatigas y luchas; tenemos que combatir constantemente para no
sucumbir al desaliento, puesto que llevamos un tesoro precioso en vasijas de
barro. En medio de la confusión de nuestra existencia, el Señor es nuestra
luz última. Su fidelidad, la firmeza de su Palabra, la garantía de su Verdad,
nos siguen estimulando a no abandonar el camino, a volver a intentarlo cada
vez que caemos. Mientras tanto, nuestra verdadera vida permanece escondida en
Dios; sólo se nos revelará en el momento futuro, cuando llegue el encuentro
definitivo con Cristo. Los poetas han desarrollado estos temas en numerosas ocasiones.
Recuerdo aquí un par de textos, por ser abundantemente conocidos. El primero
es del s. XIV, de Jorge Manrique, en las Coplas a la muerte de su padre: «Este
mundo es el camino / para el otro, / que es morada / sin pesar. / Mas cumple
tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar. Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos / y
llegamos / al tiempo que fenescemos; / así que,
cuando morimos, / descansamos. Este mundo bueno fue / si bien usásemos dél, / como debemos; / porque, según nuestra fe, / es
para ganar aquél / que atendemos. Aun aquel Hijo de Dios, / para llevarnos al cielo, /
descendió / a nacer acá entre nos / y a vivir en este suelo, / do murió. Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, /
que es el morir. / Allá van los señoríos, / derechos a se acabar / y
consumir. Allí los ríos caudales, / allá los otros medianos / y más
chicos; / que, allegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los
ricos». El segundo texto es de San Juan de la Cruz, que nos invita
a salir de nosotros mismos, de todas nuestras seguridades, de lo que
conocemos y dominamos, para ponernos en camino, sin detenernos ni en lo
placentero ni en lo amenazante, hasta que lleguemos al encuentro definitivo
con el Amado: «Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas; / ni
cogeré las flores, / ni temeré las fieras / y pasaré los fuertes y fronteras». El mismo San Juan de la Cruz desarrolla el tema del camino
de una manera insuperable en el dibujo del Montecillo, en el que un camino
estrecho y empinado lleva a la cima, mientras que otros, anchos y cómodos, no
llevan a ningún sitio. |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant |