CAMINANDO CON JESUS Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA Autor: JOSE MARIA IRABURU |
El origen de los textos, es de
la FUNDACION GRATIS DATE www.gratisdate.org Estimados amigos: Con mucho
gusto les autorizamos a reproducir en sus páginas-web (Caminando con Jesus,
Caminando con Maria y Misa Diaria), ….. Encomendemos al Señor mutuamente
nuestro apostolado. Cordial saludo en Cristo |
INDICE 1)
HISTORIA
I.
Centralidad de la Eucaristía
III.
La adoración eucarística dentro de la Misa
IV.
Primeras manifestaciones del culto a la Eucaristía fuera de la Misa
V.
Aversión y devoción en el siglo XIII
VI.
Santa Juliana de Mont-Cornillon y la fiesta del Corpus Christi
VII.
Celebración del Corpus y exposiciones del Santísimo
VIII.
Las Cofradías eucarísticas
IX.
La piedad eucarística en el pueblo católico
XII.
La piedad eucarística en otras confesiones cristianas 2) DOCTRINA ESPIRITUAL
XIII.
Maestros espirituales de la devoción a la Eucaristía
XIV.
Frutos de la piedad eucarística
XVI.
Deficiencias del lenguaje piadoso
XVII.
Deficiencias históricas
XVIII.
Renovación actual de la piedad eucarística
XIX.
Diversas modalidades de la presencia de Cristo en su Iglesia
XX.
El fundamento primero de la adoración
XXII.
Devoción eucarística y comunión
XXIII.
Adoración eucarística y vida espiritual
XXIV.
Adoración y ofrenda personal
XXV.
Adoración y súplica
XXVI.
Adoremos a Cristo, presente en la Eucaristía
XXVII.
Sagrarios dignos en iglesias abiertas
XXVIII.
Devoción eucarística y esperanza escatológica
XXIX.
Los sacerdotes y la adoración eucarística
XXX.
La devoción eucarística después del Vaticano II
XXXI.
Secularización o sacralidad 1) HISTORIA
I.
Centralidad
de la Eucaristía Desde el principio
del cristianismo, la Eucaristía es la fuente, el centro y el culmen de
toda la vida de la Iglesia. Como memorial de la pasión y de la
resurrección de Cristo Salvador, como sacrificio de la Nueva Alianza, como
cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como signo y causa de la
unidad de la Iglesia, como actualización perenne del Misterio pascual, como
Pan de vida eterna y Cáliz de salvación, la celebración de la Eucaristía es
el centro indudable del cristianismo. Normalmente, la Misa
al principio se celebra sólo el domingo, pero ya en los siglos III y IV se
generaliza la Misa diaria. La devoción antigua
a la Eucaristía lleva en algunos momentos y lugares a celebrarla en un solo
día varias veces. San León III (+816) celebra con frecuencia siete y aún
nueve en un mismo día. Varios concilios moderan y prohiben estas prácticas
excesivas. Alejandro II (+1073) prescribe una Misa diaria: «muy feliz ha de
considerarse el que pueda celebrar dignamente una sola Misa» cada día. En los siglos
primeros, a causa de las persecuciones y al no haber templos, la conservación
de las especies eucarísticas se hace normalmente en forma privada, y tiene
por fin la comunión de los enfermos, presos y ausentes. Esta reserva de la
Eucaristía, al cesar las persecuciones, va tomando formas externas cada vez
más solemnes. Las Constituciones
apostólicas -hacia el 400- disponen ya que, después de distribuir la
comunión, las especies sean llevadas a un sacrarium. El sínodo de
Verdun, del siglo VI, manda guardar la Eucaristía «en un lugar eminente y
honesto, y si los recursos lo permiten, debe tener una lámpara
permanentemente encendida». Las píxides de la antigüedad eran cajitas
preciosas para guardar el pan eucarístico. León IV (+855) dispone que
«sólamente se pongan en el altar las reliquias, los cuatro evangelios y la
píxide con el Cuerpo del Señor para el viático de los enfermos». Estos signos
expresan la veneración cristiana antigua al cuerpo eucarístico del Salvador y
su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía. Todavía, sin embargo,
la reserva eucarística tiene como fin exclusivo la comunión de enfermos y
ausentes; pero no el culto a la Presencia real.
III.
La
adoración eucarística dentro de la Misa Ha de advertirse,
sin embargo, que ya por esos siglos el cuerpo de Cristo recibe de los fieles,
dentro de la misma celebración eucarística, signos claros de adoración, que
aparecen prescritos en las antiguas liturgias. Especialmente antes de la
comunión -Sancta santis, lo santo para los santos-, los fieles
realizan inclinaciones y postraciones: «San Agustín decía:
"nadie coma de este cuerpo, si primero no lo adora", añadiendo que
no sólo no pecamos adorándolo, sino que pecamos no adorándolo» (Pío XII, Mediator
Dei 162). Por otra parte, la
elevación de la hostia, y más tarde del cáliz, después de la
consagración, suscita también la adoración interior y exterior de los fieles.
Hacia el 1210 la prescribe el obispo de París, antes de esa fecha es
practicada entre los cistercienses, y a fines del siglo XIII es común en todo
el Occidente. En nuestro siglo, en 1906, San Pío X, «el papa de la Eucaristía»,
concede indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo
«Señor mío y Dios mío» (Jungmann II,277-291).
IV.
Primeras
manifestaciones del culto a la Eucaristía fuera de la Misa La adoración de
Cristo en la misma celebración del Sacrificio eucarístico es vivida, como
hemos dicho, desde el principio. Y la adoración de la Presencia real fuera de
la Misa irá configurándose como devoción propia a partir del siglo IX, con
ocasión de las controversias eucarísticas. Por esos años, al simbolismo
de un Ratramno, se opone con fuerza el realismo de un Pascasio
Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en la Eucaristía, no
siempre en términos exactos. Conflictos
teológicos análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con
prontitud y fuerza unánime contra el simbolismo eucarístico de Berengario de
Tours (+1088). Su doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón
(+1117) o Guillermo de Champeaux (+1121), y es inmediatamente condenada por
un buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por
los Concilios Romanos de 1059 y de 1079 (Dz 690 y 700). En efecto, el pan y
el vino, una vez consagrados, se convierten «substancialmente en la
verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo, nuestro Señor».
Por eso en el Sacramento está presente totus Christus, en alma y
cuerpo, como hombre y como Dios. Estas enérgicas
afirmaciones de la fe van acrecentando más y más en el pueblo la devoción a
la Presencia real. Veamos algunos
ejemplos. A fines del siglo IX, la Regula solitarium establece que los
ascetas reclusos, que viven en lugar anexo a un templo, estén siempre por su
devoción a la Eucaristía en la presencia de Cristo. En el siglo XI,
Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establece una procesión con el Santísimo
en el domingo de Ramos. En ese mismo siglo, durante las controversias con
Berengario, en los monasterios benedictinos de Bec y de Cluny existe la
costumbre de hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento y de incensarlo.
En el siglo XII, la Regla de los reclusos prescribe: «orientando
vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar
mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de rodillas: "¡salve,
origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve,
viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!"». En todo caso,
conviene recordar que «la devoción individual de ir a orar ante el sagrario
tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a
partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva
eucarística en este día... El monumento del Jueves Santo está en la
prehistoria de la práctica de ir a orar individualmente ante el sagrario,
devoción que empieza a generalizarse a principos del siglo XIII» (Olivar
192).
V.
Aversión
y devoción en el siglo XIII Por esos tiempos,
sin embargo, no todos participan de la devoción eucarística, y también se dan
casos horribles de desafección a la Presencia real. Veamos, a modo de
ejemplo, la infinita distancia que en esto se produce entre cátaros y
franciscanos. Cayetano Esser, franciscano, describe así el mundo de los
primeros: «En aquellos
tiempos, el ataque más fuerte contra el Sacramento del Altar venía de parte
de los cátaros [muy numerosos en la zona de Asís]. Empecinados en su dualismo
doctrinal, rechazaban precisamente la Eucaristía porque en ella está siempre
en íntimo contacto el mundo de lo divino, de lo espiritual, con el mundo de
lo material, que, al ser tenido por ellos como materia nefanda, debía ser
despreciado. Por oportunismo, conservaban un cierto rito de la fracción del
pan, meramente conmemorativo. Para ellos, el sacrificio mismo de Cristo no
tenía ningún sentido. «Otros herejes
declaraban hasta malvado este sacramento católico. Y se había extendido un
movimiento de opinión que rehusaba la Eucaristía, juzgando impuro todo lo que
es material y proclamando que los "verdaderos cristianos" deben
vivir del "alimento celestial". «Teniendo en cuenta
este ambiente, se comprenderá por qué, precisamente en este tiempo, la
adoración de la sagrada hostia, como reconocimiento de la presencia real,
venía a ser la señal distintiva más destacada de los auténticos verdaderos
cristianos. El culto de adoración de la Eucaristía, que en adelante irá
tomando formas múltiples, tiene aquí una de sus raíces más profundas. Por el
mismo motivo, el problema de la presencia real vino a colocarse en el primer
plano de las discusiones teológicas, y ejerció también una gran influencia en
la elaboración del rito de la Misa. «Por otra parte, las
decisiones del Concilio de Letrán [IV: 1215] nos descubren los abusos de que
tuvo que ocuparse entonces la Iglesia. El llamado Anónimo de Perusa es
a este respecto de una claridad espantosa: sacerdotes que no renovaban al
tiempo debido las hostias consagradas, de forma que se las comían los
gusanos; o que dejaban a propósito caer a tierra el cuerpo y la sangre del
Señor, o metían el Sacramento en cualquier cuarto, y hasta lo dejaban colgado
en un árbol del jardin; al visitar a los enfermos, se dejaban allí la píxide
y se iban a la taberna; daban la comunión a los pecadores públicos y se la
negaban a gentes de buena fama; celebraban la santa Misa llevando una vida de
escándalo público», etc. (Temi spirituali, Biblioteca Francescana,
Milán 1967, 281-282; +D. Elcid, Clara de Asís, BAC pop. 31, Madrid
1986, 193-195). Frente a tales
degradaciones, se producen en esta época grandes avances de la devoción
eucarística. Entre otros muchos, podemos considerar el testimonio
impresionante de san Francisco de Asís (1182-1226). Poco antes de morir, en
su Testamento, pide a todos sus hermanos que participen siempre de la
inmensa veneración que él profesa hacia la Eucaristía y los sacerdotes: «Y lo hago por este
motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo
de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y
sólo ellos administran a los demás. Y quiero que estos santísimos misterios
sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos»
(10-11; +Admoniciones 1: El Cuerpo del Señor). Esta devoción
eucarística, tan fuerte en el mundo franciscano, también marca una huella muy
profunda, que dura hasta nuestros días, en la espiritualidad de las clarisas.
En la Vida de santa Clara (+1253), escrita muy pronto por el
franciscano Tomás de Celano (hacia 1255), se refiere un precioso milagro
eucarístico. Asediada la ciudad de Asís por un ejército invasor de
sarracenos, son éstos puestos en fuga en el convento de San Damián por la
virgen Clara: «Ésta, impávido el
corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la
coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata,
encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo
del Santo de los Santos». De la misma cajita le asegura la voz del Señor:
"yo siempre os defenderé", y los enemigos, llenos de pánico, se
dispersan» (Legenda santæ Claræ 21). La iconografía
tradicional representa a Santa Clara de Asís con una custodia en la mano.
VI.
Santa
Juliana de Mont-Cornillon y la fiesta del Corpus Christi El profundo
sentimiento cristocéntrico, tan característico de esta fase de la Edad Media,
no puede menos de orientar el corazón de los fieles hacia el Cristo glorioso,
oculto y manifiesto en la Eucaristía, donde está realmente presente. Así lo
hemos comprobado en el ejemplo de franciscanos y clarisas. Es ahora,
efectivamente, hacia el 1200, cuando, por obra del Espíritu Santo, la
devoción al Cristo de la Eucaristía va a desarrollarse en el pueblo cristiano
con nuevos impulsos decisivos. A partir del año
1208, el Señor se aparece a santa Juliana (1193-1258), primera abadesa
agustina de Mont-Cornillon, junto a Lieja. Esta religiosa es una enamorada de
la Eucaristía, que, incluso físicamente, encuentra en el pan del cielo su
único alimento. El Señor inspira a santa Juliana la institución de una fiesta
litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Por ella los fieles se
fortalecen en el amor a Jesucristo, expían los pecados y desprecios que se
cometen con frecuencia contra la Eucaristía, y al mismo tiempo contrarrestan
con esa fiesta litúrgica las agresiones sacrílegas cometidas contra el
Sacramento por cátaros, valdenses, petrobrusianos, seguidores de Amaury de
Bène, y tantos otros. Bajo el influjo de
estas visiones, el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, instituye en 1246 la
fiesta del Corpus. Hugo de Saint-Cher, dominico, cardenal legado para
Alemania, extiende la fiesta a todo el territorio de su legación. Y poco
después, en 1264, el papa Urbano IV, antiguo arcediano de Lieja, que tiene en
gran estima a la santa abadesa Juliana, extiende esta solemnidad litúrgica a
toda la Iglesia latina mediante la bula Transiturus. Esta carta
magna del culto eucarístico es un himno a la presencia de Cristo en el
Sacramento y al amor inmenso del Redentor, que se hace nuestro pan
espiritual. Es de notar que en
esta Bula romana se indican ya los fines del culto eucarístico que más
adelante serán señalados por Trento, por la Mediator Dei de Pío XII o
por los documentos pontificios más recientes: 1) reparación, «para
confundir la maldad e insensatez de los herejes»; 2) alabanza, «para
que clero y pueblo, alegrándose juntos, alcen cantos de alabanza»; 3) servicio,
«al servicio de Cristo»; 4) adoración y contemplación, «adorar, venerar,
dar culto, glorificar, amar y abrazar el Sacramento excelentísimo»; 5) anticipación
del cielo, «para que, pasado el curso de esta vida, se les conceda como
premio» (DSp IV, 1961, 1644). La nueva devoción,
sin embargo, ya en la misma Lieja, halla al principio no pocas oposiciones.
El cabildo catedralicio, por ejemplo, estima que ya basta la Misa diaria para
honrar el cuerpo eucarístico de Cristo. De hecho, por un serie de factores
adversos, la bula de 1264 permanece durante cincuenta años como letra muerta. Prevalece, sin
embargo, la voluntad del Señor, y la fiesta del Corpus va siendo aceptada en
muchos lugares: Venecia, 1295; Wurtzburgo, 1298; Amiens, 1306; la orden del
Carmen, 1306; etc. Los títulos que recibe en los libros litúrgicos son
significativos: dies o festivitas eucharistiæ, festivitas
Sacramenti, festum, dies, sollemnitas corporis o
de corpore domini nostri Iesu Christi, festum Corporis Christi, Corpus
Christi, Corpus... El concilio de
Vienne, finalmente, en 1314, renueva la bula de Urbano IV. Diócesis y órdenes
religiosas aceptan la fiesta del Corpus, y ya para 1324 es celebrada en todo
el mundo cristiano.
VII.
Celebración
del Corpus y exposiciones del Santísimo La celebración del
Corpus implica ya en el siglo XIII una procesión solemne, en la que se
realiza una «exposición ambulante del Sacramento» (Olivar 195). Y de ella van
derivando otras procesiones con el Santísimo, por ejemplo, para bendecir los
campos, para realizar determinadas rogativas, etc. Por otra parte,
«esta presencia palpable, visible, de Dios, esta inmediatez de su presencia,
objeto singular de adoración, produjo un impacto muy notable en la mentalidad
cristiana occidental e introdujo nuevas formas de piedad, exigiendo rituales
nuevos y creando la literatura piadosa correspondiente. En el siglo XIV se
practicaba ya la exposición solemne y se bendecía con el
Santísimo. Es el tiempo en que se crearon los altares y las capillas
del santísimo Sacramento» (Id. 196). Las exposiciones
mayores se van implantando en el siglo XV, y siempre la patria de ellas «es
la Europa central. Alemania, Escandinavia y los Países Bajos fueron los
centros de difusión de las prácticas eucarísticas, en general» (Id. 197). Al
principio, colocado sobre el altar el Sacramento, es adorado en silencio. Poco
a poco va desarrollándose un ritual de estas adoraciones, con cantos
propios, como el Ave verum Corpus natum ex Maria Virgine, muy popular,
en el que tan bellamente se une la devoción eucarística con la mariana. La exposición del
Santísimo recibe una acogida popular tan entusiasta que ya hacia 1500 muchas
iglesias la practican todos los domingos, normalmente después del rezo de las
vísperas -tradición que hoy perdura, por ejemplo, en los monasterios
benedictinos de la congregación de Solesmes-. La costumbre, y también la
mayoría de los rituales, prescribe arrodillarse en la presencia del
Santísimo. En los comienzos, el
Santísimo se mantenía velado tanto en las procesiones como en las
exposiciones eucarísticas. Pero la costumbre y la disciplina de la Iglesia van
disponiendo ya en el siglo XIV la exposición del cuerpo de Cristo «in
cristallo» o «in pixide cristalina».
VIII.
Las
Cofradías eucarísticas Con el fin de que
nunca cese el culto de fe, amor y agradecimiento a Cristo, presente en la
Eucaristía, nacen las Cofradías del Santísimo Sacramento, que «se
desarrollan antes, incluso, que la festividad del Corpus Christi. La de los Penitentes
grises, en Avignon se inicia en 1226, con el fin de reparar los
sacrilegios de los albigenses; y sin duda no es la primera» (Bertaud 1632).
Con unos u otros nombres y modalidades, las Cofradías Eucarísticas se
extienden ya a fin del siglo XIII por la mayor parte de Europa. Estas Cofradías
aseguran la adoración eucarística, la reparación por las ofensas y desprecios
contra el Sacramento, el acompañamiento del Santísimo cuando es llevado a los
enfermos o en procesión, el cuidado de los altares y capillas del Santísimo,
etc. Todas estas
hermandades, centradas en la Eucaristía, son agregadas en una archicofradía
del Santísimo Sacramento por Paulo III en la Bula Dominus noster Jesus
Cristus, en 1539, y tienen un influjo muy grande y benéfico en la vida
espiritual del pueblo cristiano. Algunas, como la Compañía del Santísimo
Sacramento, fundada en París en 1630, llegaron a formar escuelas completas
de vida espiritual para los laicos. Su fundador fue el
Duque de Ventadour, casado con María Luisa de Luxemburgo. En 1629, ella
ingresa en el Carmelo y él toma el camino del sacerdocio (E. Levesque, DSp
II, 1301-1305). Las Asociaciones y
Obras eucarísticas se multiplican en los últimos siglos: la Guardia de
Honor, la Hora Santa, los Jueves sacerdotales, la Cruzada
eucarística, etc. Atención especial
merece hoy, por su difusión casi universal en la Iglesia Católica, la Adoración
Nocturna. Aunque tiene varios precedentes, como más tarde veremos, en su
forma actual procede de la asociación iniciada en París por Hermann Cohen el
6 de diciembre de 1848, hace, pues, ciento cincuenta años.
IX.
La
piedad eucarística en el pueblo católico Los últimos ocho siglos
de la historia de la Iglesia suponen en los fieles católicos un crescendo
notable en la devoción a Cristo, presente en la Eucaristía. En efecto, a partir
del siglo XIII, como hemos visto, la devoción al Sacramento se va difundiendo
más y más en el pueblo cristiano, haciéndose una parte integrante de la
piedad católica común. Los predicadores, los párrocos en sus comunidades, las
Cofradías del Santísimo Sacramento, impulsan con fuerza ese desarrollo
devocional. En el crecimiento de
la piedad eucarística tiene también una gran importancia la doctrina del
concilio de Trento sobre la veneración debida al Sacramento (Dz 882.
878. 888/1649. 1643-1644. 1656). Por ella se renuevan devociones antiguas y
se impulsan otras nuevas. La adoración
eucarística de las Cuarenta horas, por ejemplo, tiene su origen en
Roma, en el siglo XIII. Esta costumbre, marcada desde su inicio por un
sentido de expiación por el pecado -cuarenta horas permanece Cristo en el
sepulcro-, recibe en Milán durante el siglo XVI un gran impulso a través de
San Antonio María Zaccaria (+1539) y de San Carlos Borromeo después (+1584).
Clemente VIII, en 1592, fija las normas para su realización. Y Urbano VIII
(+1644) extiende esta práctica a toda la Iglesia. La procesión
eucarística de «la Minerva»,
que solía realizarse en las parroquias los terceros domingos de cada mes,
procede de la iglesia romana de Santa Maria sopra Minerva. Las devociones
eucarísticas, que hemos visto nacer en centro Europa, arraigan de modo muy
especial en España, donde adquieren expresiones de gran riqueza estética y
popular, como los seises de Sevilla o el Corpus famoso de
Toledo. Y de España pasan a Hispanoamérica, donde reciben formas
extremadamente variadas y originales, tanto en el arte como en el folclore
religioso: capillas barrocas del Santísimo, procesiones festivas,
exposiciones monumentales, bailes y cantos, poesías y obras de teatro en
honor de la Eucaristía. El culto a la
Eucaristía fuera de la Misa llega, en fin, a integrar la piedad común del
pueblo cristiano. Muchos fieles practican diariamente la visita al
Santísimo. En las parroquias, con el rosario, viene a ser común la Hora
santa, la exposición del Santísimo diaria o semanal, por ejemplo, en los
Jueves eucarísticos. El arraigo devocional
de las visitas al Santísimo puede comprobarse por la abundantísima literatura
piadosa que ocasiona. Por ejemplo, entre los primeros escritos de san Alfonso
María de Ligorio (+1787) está Visite al SS. Sacramento e a Maria SS.ma,
de 1745. En vida del santo este librito alcanza 80 ediciones y es traducido a
casi todas las lenguas europeas. Posteriormente ha tenido más de 2.000
ediciones y reimpresiones. En los siglos
modernos, hasta hoy, la piedad eucarística cumple una función providencial de
la máxima importancia: confirmando diariamente la fe de los católicos en la
amorosa presencia real de Jesús resucitado, les sirve de ayuda decisiva para
vencer la frialdad del jansenismo, las tentaciones deistas de un iluminismo
desencarnado o la actual horizontalidad inmanentista de un secularismo
generalizado. Institutos
especialmente centrados en la veneración de la Eucaristía hay muy antiguos,
como los monjes blancos o hermanos del Santo Sacramento, fundados en
1328 por el cisterciense Andrés de Paolo. Pero estas fundaciones se producen
sobre todo a partir del siglo XVII, y llegan a su mayor número en el siglo
XIX. «No es exagerado
decir que el conjunto de las congregaciones fundadas en el siglo XIX
-adoratrices, educadoras o misioneras- profesa un culto especial a la
Eucaristía: adoración perpetua, largas horas de adoración común o individual,
ejercicios de devoción ante el Santísimo Sacramento expuesto, etc.» (Bertaud
1633). Recordaremos aquí
únicamente, a modo de ejemplo, a los Sacerdotes y a las Siervas del
Santísimo Sacramento, fundados por san Pedro-Julián Eymard (+1868) en
1856 y 1858, dedicados al apostolado eucarístico y a la adoración perpetua. Y
a las Adoratrices, siervas del Santísimo Sacramento y de la caridad,
fundadas en 1859 por santa Micaela María del Santísimo Sacramento (+1865),
que escribe en una ocasión: «Estando en la
guardia del Santísimo... me hizo ver el Señor las grandes y especiales
gracias que desde los Sagrarios derrama sobre la tierra, y además sobre cada
individuo, según la disposición de cada uno... y como que las despide de Sí
en favor de los que las buscan» (Autobiografía 36,9). Es en estos años, en
1848, como ya vimos, cuando Hermann Cohen inicia en París la Adoración
Nocturna. En el siglo XX son
también muchos los institutos que nacen con una acentuada devoción
eucarística. En España, por ejemplo, podemos recordar los fundados por el
venerable Manuel González, obispo (1887-1940): las Marías de los Sagrarios,
las Misioneras eucarísticas de Nazaret, etc. En Francia, los Hermanitos
y Hermanitas de Jesús, derivados de Charles de Foucauld (1858-1916) y de
René Voillaume. También las Misioneras de la Caridad, fundadas por la
madre Teresa de Calcuta, se caracterizan por la profundidad de su piedad
eucarística. En éstos y en otros muchos institutos, la Misa y la adoración
del Santísimo forman el centro vivificante de cada día. Émile Tamisier
(1843-1910), siendo novicia, deja las Siervas del Santísimo Sacramento para
promover en el siglo la devoción eucarística. Lo intenta primero en forma de
peregrinaciones, y más tarde en la de congresos. Éstos serán diocesanos,
regionales o internacionales. El primer congreso eucarístico internacional se
celebra en Lille en 1881, y desde entonces se han seguido celebrando
ininterrumpidamente hasta nuestros días.
XII.
La
piedad eucarística en otras confesiones cristianas Ya hemos aludido a
algunas posiciones antieucarísticas producidas entre los siglos IX y XIII.
Pues bien, en la primera mitad del siglo XVI resurge la cuestión con los
protestantes y por eso el concilio de Trento, en 1551, se ve obligado a
reafirmar la fe católica frente a ellos, que la niegan: «Si alguno dijere
que, acabada la consagración de la Eucaristía, no se debe adorar con culto de
latría, aun externo, a Cristo, unigénito Hijo de Dios, y que por tanto no se
le debe venerar con peculiar celebración de fiesta, ni llevándosele
solemnemente en procesión, según laudable y universal rito y costumbre de la
santa Iglesia, o que no debe ser públicamente expuesto para ser adorado, y
que sus adoradores son idólatras, sea anatema» (Dz 888/1656). El anglicanismo,
sin embargo, reconoce en sus comienzos la presencia real de Cristo en la
Eucaristía. Y aunque pronto sufre en este tema influjos luteranos y calvinistas,
conserva siempre más o menos, especialmente en su tendencia tradicional, un
cierto culto de adoración (Bertaud 1635). El acuerdo anglicano-católico sobre
la teología eucarística, de septiembre de 1971, es un testimonio de esta
proximidad doctrinal («Phase» 12, 1972, 310-315). En todo caso, el mundo
protestante actual, en su conjunto, sigue rechazando el culto eucarístico. En nuestro tiempo,
estas posiciones protestantes han afectado a una buena parte de los llamados católicos
progresistas, haciendo necesaria la encíclica Mysterium fidei
(1965) de Pablo VI: En referencia a la
Eucaristía, no se puede «insistir tanto en la naturaleza del signo
sacramental como si el simbolismo, que ciertamente todos admiten en la
sagrada Eucaristía, expresase exhaustivamente el modo de la presencia de
Cristo en este sacramento. Ni se puede tampoco discutir sobre el misterio de
la transustanciación sin referirse a la admirable conversión de toda la
sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en
su sangre, conversión de la que habla el concilio de Trento, de modo que se
limitan ellos tan sólo a lo que llaman transignificación y transfinalización.
Como tampoco se puede proponer y aceptar la opinión de que en las hostias
consagradas, que quedan después de celebrado el santo sacrificio, ya no se
halla presente nuestro Señor Jesucristo» (4). Las Iglesias
de Oriente, en fin, todas
ellas, promueven en sus liturgias un sentido muy profundo de adoración de
Cristo en la misma celebración del Misterio sagrado. Pero fuera de la Misa,
el culto eucarístico no ha sido asumido por las Iglesias orientales separadas
de Roma, que permanecen fijas en lo que fueron usos universales durante el
primer milenio cristiano. Sí en cambio por las Iglesias orientales que viven
la comunión católica (+Mysterium fidei 41). En ellas, incluso, hay
también institutos religiosos especialmente destinados a esta devoción, como
las Hermanas eucarísticas de Salónica (Bertaud 1634-1635). 2 DOCTRINA
ESPIRITUAL
XIII.
Maestros
espirituales de la devoción a la Eucaristía El más grande
teólogo de la devoción a la Eucaristía es santo Tomás de Aquino
(1224-1274). Según datos históricos exactos, sabemos que santo Tomás era en
su comunidad dominica «el primero en levantarse por la noche, e iba a
postrarse ante el Santísimo Sacramento. Y cuando tocaban a maitines, antes de
que formasen fila los religiosos para ir a coro, se volvía sigilosamente a su
celda para que nadie lo notase. El Santísimo Sacramento era su devoción
predilecta. Celebraba todos los días, a primera hora de la mañana, y
luego oía otra misa o dos, a las que servía con frecuencia» (S. Ramírez, Suma
Teológica, BAC 29, 1957,57*). Él compuso, por
encargo del Papa, el maravilloso texto litúrgico del Oficio del Corpus: Pange
lingua, Sacris solemniis, Lauda Sion, etc (+Sisto Terán, Santo
Tomás, poeta del Santísimo Sacramento, Univ. Católica, Tucumán 1979). La
tradición iconográfica suele representarle con el sol de la Eucaristía en el
pecho. Un cuadro de Rubens, en el Prado, «la procesión del Santísimo
Sacramento», presenta, entre varios santos, a santa Clara con la custodia, y
junto a ella a santo Tomás, explicándole el Misterio. Sobre la tumba de éste,
en Toulouse, en la iglesia de san Fermín, una estatua le representa teniendo
en la mano derecha el Santísimo Sacramento. Desde el siglo XIII,
los grandes maestros espirituales han enseñado siempre la relación profunda
que existe entre la Eucaristía -celebrada y adorada- y la configuración
progresiva a Jesucristo. Recordaremos sólo a algunos. Guiard de Laon, el doctor
eucarístico, relacionado con Juliana de Mont-Cornillon y el movimiento
eucarístico de Lieja, publica hacia 1222 De XII fructibus venerabilis
sacramenti. San Buenaventura (+1274) expresa su franciscana devoción
eucarística en De sanctissimo corpore Christi, partiendo de los seis
grandes símbolos eucarísticos anticipados en el Antiguo Testamento. El
franciscano Roger Bacon (+1294), la terciaria franciscana santa Ángela de
Foligno (+1309), los dominicos Jean Taulero (+1361) y Enrique Suso (+1365),
el canciller de la universidad de París, Jean Gerson (+1429), Dionisio el
cartujano, el doctor extático (+1471), se distinguen también por la
centralidad de la devoción eucarística en su espiritualidad. La Devotio
moderna, tan importante en la espiritualidad de los siglos XIV y XV, es
también netamente eucarística. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en el libro
IV de la Imitación de Cristo, De Sacramento Corporis Christi. Esta relación de maestros
espirituales acentuadamente eucarísticos podría alargarse hasta nuestro
tiempo. Pero aquí sólamente haremos mención especial de algunos santos de los
últimos siglos. En el XVI, pocos
hacen tanto por difundir entre el pueblo cristiano el amor al Sacramento como
san Ignacio de Loyola (1491-1556). En seguida de su conversión,
estando en Manresa (1522-1523), en la Misa, «alzándose el Corpus Domini, vio
con los ojos interiores... vio con el entendimiento claramente cómo estaba en
aquel Santísimo Sacramento Jesucristo nuestro Señor» (Autobiografía,
29). Recordemos también
las visiones que tiene de la divina Trinidad, con tantas lágrimas, en la
celebración de la Misa, y «acabando la Misa», al «hacer oración al Corpus
Domini», estando en el «lugar del Santísimo Sacramento» (Diario espiritual
34: 6-III-1544). No es extraño, pues,
que san Ignacio fomentara tanto en el pueblo la devoción a la Eucaristía. Así
lo hizo, concretamente, con sus paisanos de Azpeitia. En efecto, cuando Paulo
III, en 1539, aprueba con Bula la Cofradía del Santísimo Sacramento fundada
por el dominico Tomás de Stella en la iglesia dominicana de la Minerva, San
Ignacio se apresura a comunicar esta gracia a los de Azpeitia, y en 1540 les
escribe: «ofreciéndose una gran obra, que Dios N. S. ha hecho por un fraile
dominico, nuestro muy grande amigo y conocido de muchos años, es a saber, en
honor y favor del santísimo Sacramento, determiné de consolar y visitar
vuestras ánimas in Spiritu Sancto con esa Bula que el señor bachiller
[Antonio Araoz] lleva» (VIII/IX-1540). Los jesuitas, fieles a este carisma
original, serán después unos de los mayores difusores de la piedad
eucarística, por las Congregaciones Marianas y por muchos otros
medios, como el Apostolado de la Oración. Santa Teresa
de Jesús (1515-1582), en el
mismo siglo, tiene también una vida espiritual muy centrada en el Santísimo
Sacramento. Ella, que tenía especial devoción a la fiesta del Corpus (Vida
30,11), refiere que en medio de sus tentaciones, cansancios y angustias,
«algunas veces, y casi de ordinario, al menos lo más continuo, en acabando de
comulgar descansaba; y aun algunas, en llegando a el Sacramento, luego a la
hora quedaba tan buena, alma y cuerpo, que yo me espanto» (30,14). Confiesa con
frecuencia su asombro enamorado ante la Majestad infinita de Dios, hecha
presente en la humildad indecible de una hostia pequeña: «y muchas veces
quiere el Señor que le vea en la Hostia» (38,19). «Harta misericordia nos
hace a todos, que quiere entienda [el alma] que es Él el que está en el
Santísimo Sacramento» (Camino Esc. 61,10). La Eucaristía, para
el alma y para el cuerpo, es el pan y la medicina de Teresa: «¿pensáis
que no es mantenimiento aun para estos cuerpos este santísimo Manjar, y gran
medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es» (Camino Vall.
34,7; +el pan nuestro de cada día: 33-34). Ella se conmueve
ante la palabra inefable del Cantar de los Cantares, «bésame con beso de tu
boca» (1,1): «¡Oh Señor mío y Dios mío, y qué palabra ésta, para que la diga
un gusano de su Criador!». Pero la ve cumplida asombrosamente en la
Eucaristía: «¿Qué nos espanta? ¿No es de admirar más la obra? ¿No nos
llegamos al Santísimo Sacramento?» (Conceptos del Amor de Dios 1,10).
La comunión eucarística es un abrazo inmenso que nos da el Señor. Para santa Teresa,
fundar un Carmelo es ante todo encender la llama de un nuevo Sagrario. Y esto
es lo que más le conforta en sus abrumadores trabajos de fundadora: «para mí es
grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento» (Fundaciones
3,10). «Nunca dejé fundación por miedo de trabajo, considerando que en
aquella casa se había de alabar al Señor y haber Santísimo Sacramento... No
lo advertimos estar Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como está,
en el Santísimo Sacramento en muchas partes, grande consuelo nos había de
ser» (18,5). Hecha la fundación, la inauguración del Sagrario es su máximo
premio y gozo: «fue para mí como estar en una gloria ver poner el Santísimo
Sacramento» (36,6). Por otra parte,
Teresa sufre y se angustia a causa de las ofensas inferidas al Sacramento.
Nada le duele tanto. Mucho hemos de rezar
y ofrecer para que «no vaya adelante tan grandísimo mal y desacatos como se
hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento entre estos luteranos,
deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos»
(Camino Perf. Vall. 35,3)... «parece que le quieren ya tornar a echar
del mundo» (ib. Esc. 62,63; +58,2). Pero aún le
horrorizan más a Teresa las ofensas a la Eucaristía que proceden de los malos
cristianos: «Tengo por cierto habrá muchas personas que se llegan al
Santísimo Sacramento -y plega al Señor yo mienta- con pecados mortales
graves» (Conceptos Amor de Dios 1,11). En la España de ese
tiempo, la devoción eucarística está ya plenamente arraigada en el pueblo
cristiano. San Juan de Ribera (1532-1611), obispo de Valencia, en una
carta a los sacerdotes les escribe: «Oímos con mucho
consuelo lo que muchos de vosotros me han escrito, afirmándome que está muy
introducida la costumbre de saludarse unas personas a otras diciendo: Alabado
sea el Santísimo Sacramento. Esto mismo deseo que se observe en todo
nuestro arzobispado» (28-II-1609). En Francia, en el
siglo XVII, las más altas revelaciones privadas que recibió santa Margarita
María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación, acerca del
Sagrado Corazón se produjeron estando ella en adoración del Santísimo
expuesto. Y como ella misma
refiere, esa devoción inmensa a la Eucaristía la tenía ya de joven, antes de entrar
religiosa, cuando todavía vivía al servicio de personas que le eran hostiles:
«ante el Santísimo Sacramento me encontraba tan absorta que jamás sentía
cansancio. Hubiera pasado allí los días enteros con sus noches sin beber, ni
comer y sin saber lo que hacía, si no era consumirme en su presencia, como un
cirio ardiente, para devolverle amor por amor. No me podía quedar en el fondo
de la iglesia, y por confusión que sintiese de mí misma, no dejaba de
acercarme cuanto pudiera al Santísimo Sacramento» (Autobiografía 13). De hecho, la
devoción al Corazón de Jesús, desde sus mismos inicios, ha sido siempre
acentuadamente eucarística, y por causas muy profundas, como subraya el
Magisterio (+Pío XII, 1946, Haurietis aquas, 20, 35; Pablo VI, cta.
apost. Investigabiles divitias 6-II-1965). En el siglo
siguiente, en el XVIII, podemos recordar la gran devoción eucarística de san
Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los Pasionistas. Él, como
declara en su Diario espiritual, «deseaba morir mártir, yendo allí donde
se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII-1720).
Captaba en la Eucaristía de tal modo la majestad y santidad de Cristo, que
apenas le era posible a veces mantenerse en la iglesia: «decía yo a los
ángeles que asisten al adorabilísimo Misterio que me arrojasen fuera de la
iglesia, pues yo soy peor que un demonio. Sin embargo, la confianza en mi
Esposo sacramentado no se me quita: le decía que se acuerde de lo que me ha
dejado en el santo Evangelio, esto es, que no ha venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores» (Diario 5-XII-1720). En cuanto al siglo
XIX, recordemos al santo Cura de Ars (1786-1859). Juan XXIII, en la
encíclica Sacerdotii Nostri primordia, de 1959, en el centenario del
santo, hace un extenso elogio de esa devoción: «La oración del Cura
de Ars que pasó, digámoslo así, los últimos treinta años de su vida en su
iglesia, donde le retenían sus innumerables penitentes, era sobre todo una
oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento,
era verdaderamente extraordinaria: Allí está, solía decir» (16). Otro gran modelo de
piedad eucarística en ese mismo siglo es san Antonio María Claret
(1807-1870), fundador de los Misioneros del Inmaculado Corazón de María,
los claretianos. En su Autobiografía refiere: cuando era niño, «las
funciones que más me gustaban eran las del Santísimo Sacramento» (37). Su
iconografía propia le representa a veces con una Hostia en el pecho, como si
él fuera una custodia viviente. Esto es a causa de
un prodigio que él mismo refiere en su Autobiografía: el 26 de agosto
de 1861, «a las 7 de la tarde, el Señor me concedió la gracia grande de la
conservación de las especies sacramentales, y tener siempre, día y noche, el
Santísimo Sacramento en el pecho» (694). Gracia singularísima, de la que él
mismo no estaba seguro, hasta que el mismo Cristo se la confirma el 16 de
mayo de 1862, de madrugada: «en la Misa, me ha dicho Jesucristo que me había
concedido esta gracia de permanecer en mi interior sacramentalmente» (700).
El Señor, por otra parte, le hace ver que una de las devociones fundamentales
para atajar los males que amenazan a España es la devoción al Santísimo
Sacramento (695).
XIV.
Frutos
de la piedad eucarística El desarrollo de la
piedad eucarística ha producido en la Iglesia inmensos frutos espirituales.
Los ha producido en la vida interior y mística de todos los santos;
por citar algunos: Juan de Ávila, Teresa, Ignacio, Pascual Bailón, María de
la Encarnación, Margarita María, Pablo de la Cruz, Eymard, Micaela, Antonio
María Claret, Foucauld, Teresa de Calcuta, etc. Ellos, con todo el pueblo
cristiano, contemplando a Jesús en la Eucaristía, han experimentado qué
verdad es lo que dice la Escritura: «contemplad al Señor y quedaréis
radiantes» (Sal 33,6). Pero la devoción
eucarística ha producido también otros maravillosos frutos, que se dan
en la suscitación de vocaciones sacerdotales y religiosas, en la educación
cristiana de los niños, en la piedad de los laicos y de las familias, en la
promoción de obras apostólicas o asistenciales, y en todos los otros campos
de la vida cristiana. Es, pues, una espiritualidad de inmensa fecundidad.
«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20). Hoy, por ejemplo, en
Francia, los movimientos laicales con más vitalidad, y aquellos que más
vocaciones sacerdotales y religiosas suscitan, como Emmanuel, se
caracterizan por su profunda piedad eucarística. En las Comunidades
de las Bienaventuranzas, concretamente, compuestas en su mayor parte por
laicos, se practica la adoración continua todo el día. Iniciadas hacia 1975,
reunen hoy unos 1.200 miembros en unas 70 comunidades, que están distribuidas
por todo el mundo. Y recordemos también la Orden de los laicos consagrados
(Angot, Las casas de adoración).
XV.
¿Deficiencias
en la piedad eucarística? La sagrada
Eucaristía es en la Iglesia el misterio más grandioso, es el misterio por
excelencia: mysterium fidei. Excede absolutamente la capacidad
intelectual de los teólogos, que balbucean cuando intentan explicaciones
conceptuales. Y también es inefable para los más altos místicos, que se
abisman en su luz transformante. No es, pues, extraño
que, al paso de los siglos, las devociones eucarísticas hayan incurrido a
veces en acentuaciones o visiones parciales, que no alcanzan a abarcar
armoniosamente toda la plenitud del misterio. No se trata en esto de errores
doctrinales, pero sí de costumbres piadosas que expresan y que inducen
acentuaciones excesivamente parciales del misterio inmenso de la Eucaristía.
Escribe acerca de esto Pere Tena: «"El Espíritu
de verdad os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16,13)... Desde la
primitiva comunidad de Jerusalén, que partía el pan por las casas y tomaba
alimento con alegría y simplicidad de corazón (Hch 2,46), hasta la solemne
misa conclusiva de un Congreso Eucarístico internacional, pasando por las
asambleas dominicales de las parroquias y por las prolongadas adoraciones
eucarísticas de las comunidades religiosas especialmente dedicadas a ello, la
realidad de la Eucaristía se ha visto constantemente profundizada, y continúa
siendo fuente renovada de vigor cristiano. «Esto no significa
que en todo momento haya habido, o haya en la actualidad incluso, una armonía
perfecta de los diversos aspectos (...) Un aspecto legítimo de la Eucaristía
puede, en determinadas circunstancias espirituales, adquirir tal intensidad y
tal valoración unilateral, que llegue casi a relegar a un segundo plano los
aspectos más fundamentales y fontales del misterio. Pero estas desviaciones
de atención no niegan el valor de acentuación que tal aspecto concreto
representa para la comprensión de la Eucaristía, ni pueden ser relegados al
olvido tales aspectos en la práctica histórica de la comunidad eclesial, una
vez han entrado a formar parte del patrimonio de las expresiones de la fe
cristiana» (205-206). Es una trampa
dialéctica, en la que ciertamente no pensamos caer, decir: «cuanto más se
centren los fieles en el Sacramento, menos valorarán el Sacrificio»; «cuanto
más capten la presencia de Cristo en la Eucaristía, menos lo verán en la
Palabra divina o en los pobres»; etc. Un san Luis María Grignion de Montfort,
por ejemplo, ya conoció ampliamente este tipo de falsas contraposiciones -«a
mayor devoción a María, menos devoción a Jesús»-, y las refutó con gran
fuerza. No. En la teoría y
también en la práctica, es decir, de suyo y en la inmensa mayoría de los
casos, «a más amor a la Virgen, más amor a Cristo», «donde hay mayor devoción
al Sacramento, hay más y mejor participación en el Sacrificio», «a más
captación de la presencia de Cristo en la Eucaristía, mayor facilidad para
reconocerlo en la Palabra divina o en los pobres». ¿Cómo puede
contraponerse en serio, concretamente, devoción a Cristo en la Eucaristía y
devoción servicial a los pobres? ¿Qué dirían de tal aberración Micaela del
Santísimo Sacramento, Charles de Foucauld o Teresa de Calcuta?... Son trampas
dialécticas sin fundamento alguno doctrinal o práctico. Pablo VI, por el
contrario, afirma que «el culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente
el ánimo a cultivar el amor social», y explica cómo y por qué (Mysterium
fidei 38). Siempre se ha
entendido así. El artículo 15 de los Estatutos de la Compañía del
Santísimo Sacramento, fundada en Francia el 1630, dispone que «el objeto
de la caridad de los hermanos serán los hospitales, prisiones, enfermos,
pobres vergonzantes, todos aquellos que están necesitados de ayuda», etc. (DSp
II/2, 1302). El venerable Alberto
Capellán (1888-1965), labrador, padre de ocho hijos, miembro de la Adoración
Nocturna, en la que pasa 660 noches ante el Santísimo, escribe: «Dios me
encomendó la misión de recoger a los pobres por la noche». Hace un refugio, y
desde 1928 hasta su muerte acoge a pobres y les atiende personalmente (G.
Capellán, La lucha que hace grande al hombre. El venerable Alberto
Capellán Zuazo, c/ Ob. Fidel 1, 26004 Logroño, 1998). La madre Teresa de
Calcuta refiere en una ocasión: «En el Capítulo General que tuvimos en 1973,
las hermanas [Misioneras de la Caridad] pidieron que la Adoración al
Santísimo, que teníamos una vez por semana, pasáramos a tenerla cada día,
a pesar del enorme trabajo que pesaba sobre ellas. Esta intensidad de oración
ante el Santísimo ha aportado un gran cambio en nuestra Congregación. Hemos
experimentado que nuestro amor por Jesús es más grande, nuestro amor de unas
por otras es más comprensivo, nuestro amor por los pobres es más compasivo y
nosotras tenemos el doble de vocaciones» («Reino de Cristo» I-1987). Ahora bien,
¿significa todo eso que la devoción eucarística, al paso de los siglos, de
hecho, no ha sufrido deficiencias o desviaciones? Por supuesto que las ha
sufrido, y muchas, como todas las instituciones de la Iglesia. Pero ¿el
monacato, la educación católica, las misiones, la misma celebración de la
Misa, el clero diocesano, la familia cristiana, no han sufrido deficiencias y
desviaciones muy graves en el curso de los siglos? «El que de vosotros esté
sin pecado, arroje la piedra el primero» contra la piedad eucarística (Jn
8,7). El monacato, por
ejemplo, ha conocido en su historia desviaciones o deficiencias muy
considerables. En la historia del monacato ha habido ascetismos
asilvestrados, vagancias ignorantes, erudiciones sin virtud,
semipelagianismos furibundos, condenaciones maniqueas de la vida seglar,
romanticismos del claustro y del desierto, etc. Pero no por eso dejamos de
considerar la vida monástica como una forma maravillosa de realizar el
Evangelio. Nada nos cuesta admitir que en esa forma de vida admirable han
florecido santos de entre los más grandes de la Iglesia. Y no se nos ocurre
decir de la vida monástica lo que alguno ha dicho de la piedad eucarística:
que «aunque legítima, está fundada en una visión parcial del misterio»
cristiano, por lo que «está expuesta a tambalearse por sí sola, si se pone en
contraste con formas de vida cristiana más plenas», sobre todo cuando «se
funda más en el sentimiento que en la razón». Por el contrario, nosotros
decimos simplemente y con toda sinceridad que la vida monástica -aunque no
ignoramos sus diversas deficiencias históricas- es una de las maneras más
bellas y santificantes de vivir el Evangelio. Pues bien, es
evidente que en la historia de la devoción eucarística, según tiempos y
lugares, se han dado desviaciones, acentuaciones excesivamente unilaterales,
incluso errores y abusos, unas veces en las exposiciones doctrinales, otras
en las costumbres prácticas. Y por eso ahora, al tratar aquí de la
espiritualidad eucarística, es necesario que señalemos esas deficiencias, al
menos las que estimamos más importantes. En efecto, una
acentuación parcial de la Presencia real eucarística ha llevado en ocasiones
a devaluar otras modalidades de la presencia de Cristo en la Iglesia: en la
Palabra, por ejemplo, o en los pobres o en la misma inhabitación. Otras veces la
devoción centrada en la Presencia real ha dejado en segundo plano aspectos
fundamentales de la Eucaristía, entendida ésta, por ejemplo, como memorial de
la pasión y de la resurrección de Cristo, como actualización del sacrificio
de la redención, como signo y causa de la unidad de la Iglesia, etc. Los fieles,
entonces, más o menos conscientemente, consideran que la Misa se celebra ante
todo y principalmente para conseguir esa presencia real de Jesucristo.
Olvidando en buena medida que la Misa es ante todo el memorial del Sacrificio
de la redención, «la Eucaristía se ha transformado en una epifanía, la venida
del Señor, que aparece entre los hombres y les distribuye sus gracias. Y los
hombres se han reunido en torno al altar para participar de estas gracias»
(Jungmann I,157). En esta perspectiva,
no se relaciona adecuadamente la presencia real de Cristo y la celebración
del sacrificio eucarístico, de donde tal presencia se deriva. No siempre se ha
entendido tampoco, como se entendía en la antigüedad, que la reserva de la
Eucaristía se realiza principalmente para hacer posible fuera de la Misa la
comunión de enfermos y ausentes. Esto ha dado lugar,
en ocasiones, a una multiplicación inconveniente de sagrarios en una misma
casa, orientando así la reserva casi exclusivamente a la devoción. En algunos tiempos y
lugares la veneración a la Presencia real se ha estimado en forma tan
prevalente que las Misas más solemnes se celebran ante el Santísimo expuesto
(+Jungmann I,164). Con relativa
frecuencia, por otra parte, la solemnización sensible de la presencia real de
Cristo en el Sacramento -cantos, órgano, número de cirios encendidos, uso del
incienso- ha sido notablemente superior a la empleada en la celebración misma
del Sacrificio. Y a veces, en lugar
de exponer la sagrada Hostia sobre el altar, según la tradición primera, que
expresa bien la unidad entre Sacrificio y Sacramento, se ha expuesto el
Santísimo en ostensorios monumentales, muy distantes del altar y mucho más
altos que éste.
XVII.
Deficiencias
del lenguaje piadoso Otra cuestión,
especialmente delicada, es la del lenguaje de la devoción a la Eucaristía.
También aquí ha habido deficiencias considerables, sobre todo en la época
barroca. «¡Oh, Jesús
Sacramentado, divino prisionero del Sagrario! Acudimos a Vos, que en el trono
del sagrario te dignas recibir el rendimiento de nuestra pleitesía», etc. No debemos ironizar,
sin embargo, sobre estas efusiones eucarísticas piadosas, tan frecuentes en
los libros de Visitas al Santísimo y de Horas santas. Son
perfectamente legítimas, desde el punto de vista teológico. Merecen nuestro
respeto y nuestro afecto. Han sido empleadas por muchos santos. Han servido
para alimentar en innumerables cristianos un amor verdaderamente profundo a
Jesucristo en la Eucaristía. Y más que expresiones inexactas, son
simplemente obsoletas. Por lo demás, los
cristianos de hoy, en lo referente a la devoción eucarística, no estamos en
condiciones de mirar por encima del hombro a nuestros antepasados. Al
atardecer de nuestra vida, vamos a ser juzgados en el amor, más bien
que por la calidad estética y teológica de nuestras fórmulas verbales o de
nuestros signos expresivos. Pero tampoco debemos
ignorar que, no pocas veces hoy, la sensibilidad de los cristianos, por
grande que sea su amor a la Eucaristía, suele encontrarse muy distante de
esas expresiones de piedad. Hoy, quizá, el sentimiento religioso, al menos en
ciertas cuestiones, está bastante más próximo a la Antigüedad patrística y a
la Edad Media o al Renacimiento, que al Barroco o al Romanticismo. También en
las devociones eucarísticas. Recordemos, por
ejemplo, la ternura tan elegante de la devoción franciscana hacia el Misterio
eucarístico. Recordemos el temple bíblico y litúrgico, así como la
profundidad teológica y la altura mística de las oraciones eucarísticas de
santo Tomás o de santa Catalina de Siena... Por eso, entre los autores del
siglo XX, las expresiones devocionales de mayor calidad teológica y estética
hacia la Eucaristía las hallamos justamente en aquellos autores, como los benedictinos
Dom Marmion o Dom Vonier, que están más vinculados a la inspiración bíblica y
litúrgica, y a la tradición teológica y mística de la Edad Media.
XVIII.
Deficiencias
históricas Pero, volviendo a la
cuestión central, todas éstas son deficiencias históricas -que en
seguida veremos corregidas por la renovación litúrgica moderna-, y en modo
alguno nos llevan a pensar que la piedad eucarística es en sí misma
deficiente. Alguno, sin embargo, arrogándose la representación del
movimiento litúrgico, se expresa como si lo fuera: «El movimiento
litúrgico ha reconocido que [la piedad eucarística] se trata de una piedad legítima,
fundada empero en una visión parcial del misterio de la eucaristía;
por esto mismo dicha piedad está expuesta por sí sola a tambalearse
cuando se la contrasta con cualquier forma de espiritualidad que ofrezca una
visión completa del misterio de Cristo, del mismo modo que están expuestas a
perder actualidad otras devociones que tengan una visión parcial de la
historia de la salvación, sobre todo las que se fundan más en el
sentimiento que en la razón [sic; querrá decir que en la fe]»
(subrayados nuestros). ¿Cómo se puede decir
que la devoción eucarística, la devoción predilecta de Francisco y Clara, de Tomás
e Ignacio, de Margarita María, de Antonio María, de Foucauld o de Teresa de
Calcuta, la mil veces aprobada y recomendada por el Magisterio apostólico, la
piedad tan hondamente vivida por el pueblo cristiano en los últimos ocho
siglos, está fundada en una visión parcial del misterio de la fe, se
apoya más en el sentimiento que en la fe, y en sí misma se tambalea?
Y por otra parte, ¿qué fin cauteloso se pretende al declarar legítima
una devoción que se juzga de tan mala calidad?
XIX.
Renovación
actual de la piedad eucarística El movimiento
litúrgico y el Magisterio apostólico, por obra como siempre del Espíritu
Santo, al profundizar más y más en la realidad misteriosa de la Eucaristía,
han renovado maravillosamente la doctrina y la disciplina del culto eucarístico. Por lo que al
Magisterio se refiere, los documentos más importantes sobre el tema han sido
la encíclica de Pío XII Mediator Dei (1947), la constitución conciliar
Sacrosanctum Concilium (1963), la encíclica de Pablo VI Mysterium
fidei (1965), muy especialmente la instrucción Eucharisticum mysterium
(1967) y el Ritual para la sagrada comunión y el culto a la Eucaristía
fuera de la Misa, publicado en castellano en 1974. Y la exhortación
apostólica de Juan Pablo II, Dominicæ Cenæ (1980). La devoción y el
culto a la Eucaristía, en fin, es recomendada a todos los fieles en el Catecismo
de la Iglesia Católica (1992: 1378-1381).
XX.
Diversas
modalidades de la presencia de Cristo en su Iglesia El concilio Vaticano
II, en su constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium, da
una enseñanza de suma importancia para la espiritualidad cristiana: «Cristo está siempre
presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el
sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose
ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la
cruz" [Trento], sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está
presente con su virtud en los sacramentos, de modo que cuando alguien
bautiza, es Cristo quien bautiza [S. Agustín]. Está presente en su palabra,
pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla.
Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo
que prometió: "donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)» (7). Pablo VI, en su
encíclica Mysterium fidei, hace una enumeración semejante de los modos
de la presencia de Cristo, añadiendo: está presente a su Iglesia«que ejerce
las obras de misericordia», a su Iglesia «que predica», «que rige y gobierna
al pueblo de Dios» (19-20). Y finalmente dice: «Pero es muy
distinto el modo, verdaderamente sublime, con el que Cristo está presente a
su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía... Tal presencia se llama real
no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por
antonomasia, porque es también corporal y sustancial, ya que por ella
ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro» (21-22;
+Ritual 6). Y aún se podría
hablar de otros modos reales de la presencia. La inhabitación de
Cristo en el justo que le ama es real, según Él mismo lo dice: «si alguno me
ama... vendremos a él, y en él haremos morada» (Jn 14,23). En cuanto a la
presencia de Cristo en los pobres, fácilmente se aprecia que es de otro
orden. Tanto les ama, que nos dice: «lo que les hagáis, a mí me lo hacéis»
(+Mt 25,34-46). En un pobre, sin embargo, que no ama a Cristo, no se da, sin
duda, esa presencia real de inhabitación. Pues bien, la
configuración de una espiritualidad cristiana concreta se deriva
principalmente de su modo de captar las diversas maneras de la presencia de
Cristo. Desde luego, toda espiritualidad cristiana ha de creer y ha de
vivir con verdadera devoción todos los modos de la presencia de
Cristo. Pero es evidente que cada espiritualidad concreta tiene su estilo
propio en la captación de esas presencias. Hay espiritualidades más o menos
sensibles a la presencia de Cristo en la Escritura, en la Eucaristía, en la
inhabitación, en los sacramentos, en los pobres, etc. Ahora bien, si la
presencia de Cristo por antonomasia está en la Eucaristía, toda
espiritualidad cristiana, con uno u otro acento, deberá poner en ella el
centro de su devoción.
XXI.
El
fundamento primero de la adoración La Iglesia cree
y confiesa que «en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la
consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y
substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la
apariencia de aquellas cosas sensibles» (Trento 1551: Dz 874/1636). La divina Presencia
real del Señor, éste es el fundamento primero de la devoción y del culto al
Santísimo Sacramento. Ahí está Cristo, el Señor, Dios y hombre
verdadero, mereciendo absolutamente nuestra adoración y suscitándola por la
acción del Espíritu Santo. No está, pues, fundada la piedad eucarística en un
puro sentimiento, sino precisamente en la fe. Otras devociones, quizá, suelen
llevar en su ejercicio una mayor estimulación de los sentidos -por ejemplo,
el servicio de caridad a los pobres-; pero la devoción eucarística,
precisamente ella, se fundamenta muy exclusivamente en la fe, en la pura fe
sobre el Mysterium fidei («præstet fides supplementum sensuum
defectui»: que la fe conforte la debilidad del sentido; Pange lingua).
Por tanto, «este culto
de adoración se apoya en una razón seria y sólida, ya que la Eucaristía es a
la vez sacrificio y sacramento, y se distingue de los demás en que no sólo
comunica la gracia, sino que encierra de un modo estable al mismo Autor de
ella. «Cuando la Iglesia
nos manda adorar a Cristo, escondido bajo los velos eucarísticos, y pedirle
los dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos,
manifiesta la viva fe con que cree que su divino Esposo está
bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su íntima familiaridad» (Mediator
Dei 164). El culto
eucarístico, ordenado a los cuatro fines del santo Sacrificio, es culto
dirigido al glorioso Hijo encarnado, que vive y reina con el Padre, en la
unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Es, pues, un culto
que presta a la santísima Trinidad la adoración que se le debe (+Dominicæ
Cenæ 3). Puede decirse que
«para ordenar y promover rectamente la piedad hacia el santísimo sacramento
de la Eucaristía [lo más importante] es considerar el misterio eucarístico en
toda su amplitud, tanto en la celebración de la Misa, como en el
culto a las sagradas especies» (Ritual 4). Juan Pablo II
insiste en este aspecto: «No es lícito ni en el pensamiento, ni en la vida,
ni en la acción quitar a este Sacramento, verdaderamente santísimo, su
dimensión plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo
Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia» (Redemptor
hominis 20). Ya Pío XII orienta
en esta misma dirección su doctrina sobre la devoción eucarística (cf.
Discurso al Congreso internacional de pastoral litúrgica, de Asís
(A.A.S. 48, 1956, 771-725). Esta doctrina ha
sido central, concretamente, en la disciplina renovada del culto a la
Eucaristía. «Los fieles, cuando
veneran a Cristo presente en el Sacramento, recuerden que esta presencia
proviene del Sacrificio y se ordena al mismo tiempo a la comunión sacramental
y espiritual» (Ritual 80). Lógicamente, pues, «se
prohibe la celebración de la Misa durante el tiempo en que está expuesto el
santísimo Sacramento en la misma nave de la iglesia» (ib. 83). Esa íntima unión
entre Sacrificio y Sacramento se expresa, por ejemplo, en el hecho de que, al
final de la exposición, el ministro «tomando la custodia o el copón, hace en
silencio la señal de la Cruz sobre el pueblo» (ib. 99). El Corpus Christi
de la custodia es el mismo cuerpo ofrecido por nosotros en el sacrificio de
la redención: el mismo cuerpo que ahora está resucitado y glorioso.
XXIII.
Devoción
eucarística y comunión La presencia
eucarística de Cristo siempre «se ordena a la comunión sacramental y
espiritual» (Ritual 80). En efecto, la Eucaristía como
sacramento está intrínsecamente orientada hacia la comunión. Las mismas
palabras de Cristo lo hacen entender así: «tomad, comed, esto es mi cuerpo,
entregado por vosotros». Consiguientemente, la finalidad primera de la
reserva es hacer posible, principalmente a los enfermos, la comunión fuera de
la Misa. En el sagrario. como en la Misa, Cristo sigue siendo «el Pan vivo
bajado del cielo». En efecto, «el
fin primero y primordial de la reserva de las sagradas especies fuera de
la misa es la administración del Viático; los fines secundarios son la
distribución de la comunión y la adoración de Nuestro Señor Jesucristo,
presente en el Sacramento. Pues la reserva de las especies sagradas para los
enfermos ha introducido la laudable costumbre de adorar este manjar del cielo
conservado en las iglesias» (Ritual 5). Según eso, en la Eucaristía,
Cristo está dándose, está entregándose como pan vivo que el
Padre celestial da a los hombres. Y sólo podemos recibirlo en la fe y
en el amor. Así es como, ante el sagrario, nos unimos a Él en comunión
espiritual. En la adoración eucarística Él se entrega a nosotros y nosotros
nos entregamos a Él. Y en la medida en que nos damos a Él, nos damos también
a los hermanos. «En la sagrada
Eucaristía -dice el Vaticano II- se contiene todo el tesoro espiritual de la
Iglesia, es decir, el mismo Cristo, nuestra Pascua y Pan vivo, que, mediante
su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los
hombres, invitándolos así y estimulándolos a ofrecer sus trabajos, la
creación entera y a sí mismos en unión con él» (Presbiterorum ordinis
5). La adoración
eucarística, por tanto, ha de tener siempre forma de comunión espiritual. Y
según eso, «acuérdense [los fieles] de prolongar por medio de la oración ante
Cristo, el Señor, presente en el Sacramento, la unión con él conseguida en la
Comunión, y renovar la alianza que les impulsa a mantener en sus costumbres y
en su vida la que han recibido en la celebración eucarística por la fe y el
Sacramento» (Ritual 81).
XXIV.
Adoración
eucarística y vida espiritual La piedad
eucarística ha de marcar y configurar todas las dimensiones de la vida
espiritual cristiana. Y esto ha de vivirse tanto en la devoción más interior
como en la misma vida exterior. En lo interior. «La piedad que impulsa a los fieles a adorar a la santa
Eucaristía los lleva a participar más plenamente en el Misterio pascual y a
responder con agradecimiento al don de aquel que, por medio de su humanidad,
infunde continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo. Permaneciendo
ante Cristo, el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón por
sí mismos y por todos los suyos, y ruegan por la paz y la salvación del
mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo,
sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su esperanza y su caridad.
Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten celebrar con la
devoción conveniente el Memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan
que nos ha dado el Padre» (Ritual 80). Disfrutan del
trato íntimo del Señor. Efectivamente, éste es uno de los aspectos más
preciosos de la devoción eucarística, uno de los más acentuados por los
santos y los maestros espirituales, que a veces citan al respecto aquello del
Apocalipsis: «mira que estoy a la puerta y llamo -dice el Señor-; si alguno
escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él, cenaré con él y él conmigo»
(Ap 3,20). En lo exterior, igualmente, toda la vida ordinaria de los adoradores debe
estar sellada por el espíritu de la Eucaristía. «Procurarán, pues, que su
vida discurra con alegría en la fortaleza de este alimento del cielo,
participando en la muerte y resurrección del Señor. Así cada uno procure
hacer buenas obras, agradar a Dios, trabajando por impregnar al mundo del
espíritu cristiano, y también proponiéndose llegar a ser testigo de Cristo en
todo momento en medio de la sociedad humana» (Ritual 81; +Dominicæ
Coenæ 7).
XXV.
Adoración
y ofrenda personal Adorando a Cristo en
la Eucaristía, hagamos de nuestra vida «una ofrenda permanente». Los fines
del Sacrificio eucarístico, como es sabido, son principalmente cuatro: adoración
de Dios, acción de gracias, expiación e impetración (Trento: Dz 940.
950/1743. 1753; +Mediator Dei 90-93). Pues bien, esos mismos fines de
la Misa han de ser pretendidos igualmente en el culto eucarístico. Por él,
como antes nos ha dicho el Ritual, los adoradores han de «ofrecer con
Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo» (80). Pío XII lo explica
bien: «Aquello del
Apóstol, "habéis de tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo
Jesús" (Flp 2,5), exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí
mismos, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino
Redentor cuando se ofrecía en sacrificio; es decir, que imiten su humildad y
eleven a la suma Majestad divina la adoración, el honor, la alabanza y la
acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición
de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio,
entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando
cada uno sus propios pecados. Exige, en fin, que nos ofrezcamos a la muerte
mística en la cruz, juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como
san Pablo: "estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo" (Gál
2,19)» (Mediator Dei 101). En el Evangelio
vemos muchas veces que quienes se acercan a Cristo, reconociendo en él al
Salvador de los hombres, se postran primero en adoración, y con la más
humilde actitud, piden gracias para sí mismos o para otros. La mujer cananea,
por ejemplo, «acercándose [a Jesús], se postró ante él, diciendo: ¡Señor,
ayúdame!» (Mt 15,25). Y obtuvo la gracia pedida. Los adoradores
cristianos, con absoluta fe y confianza, piden al Salvador, presente en la
Eucaristía, por sí mismos, por el mundo, por la Iglesia. En la presencia real
del Señor de la gloria, le confían sus peticiones, sabiendo con certeza que
«tenemos un abogado ante el Padre, Jesucristo, el Justo. Él es la víctima
propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también
por los del mundo entero» (1Jn 2,1-2). En efecto, Jesús-Hostia
es Jesús-Mediador. «Hay un solo Dios, y también un solo Mediador entre Dios y
los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a Sí mismo como
rescate por todos» (1Tim 2,5-6). Su Sacerdocio es eterno, y por eso «es
perfecto su poder de salvar a los que por Él se acercan a Dios, y vive
siempre para interceder por ellos» (Heb 7,24-25).
XXVII.
Adoremos
a Cristo, presente en la Eucaristía Al finalizar su
estudio sobre La presencia real de Cristo en la Eucaristía, José
Antonio Sayés escribe: «La adoración, la
alabanza y la acción de gracias están presentes sin duda en la trama misma de
la "acción de gracias" que es la celebración eucarística y que en
ella dirigimos al Padre por la mediación del sacrificio de su Hijo. «Pero la adoración, que
es el sentimiento profundo y desinteresado de reconocimiento y acción de
gracias de toda criatura respecto de su Creador, quiere expresarse como tal y
alabar y honrar a Dios no sólo porque en la celebración eucarística
participamos y hacemos nuestro el sacrificio de Cristo como culmen de toda la
historia de salvación, sino por el simple hecho de que Dios está presente
en el sacramento... «Por otra parte,
hemos de pensar que la Encarnación merece por sí sola ser reconocida con la
contemplación de la gloria del Unigénito que procede del Padre (Jn 1,14)...
La conciencia viva de la presencia real de Cristo en la Eucaristía,
prolongación sacramental de la Encarnación, ha permitido a la Iglesia seguir
siendo fiel al misterio de la Encarnación en todas sus implicaciones y al
misterio de la mediación salvífica del cuerpo de Cristo, por el que se
asegura el realismo de nuestra participación sacramental en su sacrificio, se
consuma la unidad de la Iglesia y se participa ya desde ahora en la gloria
futura» (312-313). Adoremos, pues, al
mismo Cristo en el misterio de su máximo Sacramento. Adorémosle de todo
corazón, en oración solitaria o en reuniones comunitarias, privada o
públicamente, en formas simples o con toda solemnidad. -Adoremos a
Cristo en el Sacrificio y en el Sacramento. La adoración eucarística
fuera de la Misa ha de ser, en efecto, preparación y prolongación de
la adoración de Cristo en la misma celebración de la Eucaristía. Con razón
hace notar Pere Tena: «La adoración
eucarística ha nacido en la celebración, aunque se haya desarrollado fuera de
ella. Si se pierde el sentido de adoración en el interior de la celebración,
difícilmente se encontrará justificación para pomoverla fuera de ella...
Quizá esta consideración pueda ser interesante para revisar las celebraciones
en las que los signos de referencia a una realidad transcendente casi se
esfuman» (212). -Adoremos a
Cristo, presente en la Eucaristía: exaltemos al humillado. Es un deber
glorioso e indiscutible, que los fieles cristianos -cumpliendo la profecía
del mismo Cristo- realizamos bajo la acción del Espíritu Santo: «él [el
Espíritu Santo] me glorificará» (Jn 16,14). En ocasión muy
solemne, en el Credo del Pueblo de Dios, declara Pablo VI: «la única e
indivisible existencia de Cristo, Señor glorioso en los cielos, no se
multiplica, pero por el Sacramento se hace presente en los varios lugares del
orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma
existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en
el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el
corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por
obligación ciertamente gratísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que
nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que,
sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los
cielos» (n. 26). -Adorando a
Cristo en la Eucaristía, bendigamos a la Santísima Trinidad, como lo
hacía el venerable Manuel González: «Padre eterno,
bendita sea la hora en que los labios de vuestro Hijo Unigénito se abrieron
en la tierra para dejar salir estas palabras: "sabed que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Padre, Hijo y Espíritu
Santo, benditos seáis por cada uno de los segundos que está con nosotros el
Corazón de Jesús en cada uno de los Sagrarios de la tierra. Bendito, bendito Emmanuel»
(Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario, 37). -Adoremos a
Cristo en exposiciones breves o prolongadas. Respecto a las exposiciones
más prolongadas, por ejemplo, las de Cuarenta Horas, el Ritual
litúrgico de la Eucaristía dispone: «en las iglesias en
que se reserva habitualmente la Eucaristía, se recomienda cada año una
exposición solemne del santísimo Sacramento, prolongada durante algún tiempo,
aunque no sea estrictamente continuado, a fin de que la comunidad local pueda
meditar y orar más intensamente este misterio. Pero esta exposición, con el
consentimiento del Ordinario del lugar, se hará sólamente si se prevé una
asistencia conveniente de fieles» (86). «Póngase el copón o
la custodia sobre la mesa del altar. Pero si la exposición se alarga durante
un tiempo prolongado, y se hace con la custodia, se puede utilizar el trono o
expositorio, situado en un lugar más elevado; pero evítese que esté demasiado
alto y distante» (93). Ante el Santísimo
expuesto, el ministro y el acólito permanecen arrodillados,
concretamente durante la incensión (97). Y lo mismo, se entiende, el pueblo.
Es el mismo arrodillamiento que, siguiendo muy larga tradición, viene
prescrito por la Ordenación general del Misal Romano «durante la
consagración» de la Eucaristía (21). Y recuérdese en esto que «la postura
uniforme es un signo de comunidad y unidad de la asamblea, ya que expresa y
fomenta al mismo tiempo la unanimidad de todos los participantes» (20). -Adoremos a
Cristo con cantos y lecturas, con preces y silencio. «Durante la
exposición, las preces, cantos y lecturas deben organizarse de manera que los
fieles atentos a la oración se dediquen a Cristo, el Señor». «Para alimentar la
oración íntima, háganse lecturas de la sagrada Escritura con homilía o breves
exhortaciones, que lleven a una mayor estima del misterio eucarístico.
Conviene también que los fieles respondan con cantos a la palabra de Dios. En
momentos oportunos, debe guardarse un silencio sagrado» (Ritual 95;
+89). -Adoremos a
Cristo, rezando la Liturgia de las Horas.
«Ante el santísimo Sacramento, expuesto durante un tiempo prolongado, puede
celebrarse también alguna parte de la Liturgia de las horas, especialmente
las Horas principales [laudes y vísperas]. «Por su medio, las
alabanzas y acciones de gracias que se tributan a Dios en la celebración de
la Eucaristía, se amplían a las diferentes horas del día, y las súplicas de
la Iglesia se dirigen a Cristo y por él al Padre en nombre de todo el mundo»
(Ritual 96). Las Horas litúrgicas, en efecto, están dispuestas
precisamente para «extender a los distintos momentos del día la alabanza y la
acción de gracias, así como el recuerdo de los misterios de la salvación, las
súplicas y el gusto anticipado de la gloria celeste, que se nos ofrecen en el
misterio eucarístico, "centro y cumbre de toda la vida de la comunidad
cristiana" (CD 30)» (Ordenación general de la Liturgia de las
Horas 12). -Adoremos a
Cristo, haciendo «visitas al Santísimo». En efecto, como dice Pío XII,
«las piadosas y aún cotidianas visitas a los divinos sagrarios», con otros
modos de piedad eucarística, «han contribuido de
modo admirable a la fe y a la vida sobrenatural de la Iglesia militante en la
tierra, que de esta manera se hace eco, en cierto modo, de la triunfante, que
perpetuamente entona el himno de alabanza a Dios y al Cordero "que ha
sido sacrificado" (Ap 5,12; +7,10). Por eso la Iglesia no sólo ha
aprobado esos piadosos ejercicios, propagados por toda la tierra en el
transcurso de los siglos, sino que los ha recomendado con su autoridad. Ellos
proceden de la sagrada liturgia, y son tales que, si se practican con el
debido decoro, fe y piedad, en gran manera ayudan, sin duda alguna, a vivir
la vida litúrgica» (Mediator Dei 165-166).
XXVIII.
Sagrarios
dignos en iglesias abiertas Procuremos tener
sagrarios dignos en iglesias abiertas, para que pueda llevarse a la práctica esa
adoración eucarística de los fieles. Así pues, «cuiden los pastores de que
las iglesias y oratorios públicos en que se guarda la santísima Eucaristía
estén abiertas diariamente durante varias horas en el tiempo más oportuno del
día, para que los fieles puedan fácilmente orar ante el santísimo Sacramento»
(Ritual 8; +Código 937). «El lugar en que se guarda la
santísima Eucaristía sea verdaderamente destacado. Conviene que sea
igualmente apto para la adoración y oración privada» (Ritual 9). «Según la costumbre
tradicional, arda continuamente junto al sagrario una lámpara de aceite o de
cera, como signo de honor al Señor» (Ritual 11; puede ser eléctrica,
pero no común: Código 940). En cada iglesia u
oratorio haya «un solo sagrario» (Código 938,1). Y en los conventos o
casas de espiritualidad el sagrario esté «sólo en la iglesia o en el oratorio
principal anejo a la casa; pero el Ordinario, por causa justa, puede permitir
que se reserve también en otro oratorio de la misma casa» (ib. 937).
XXIX.
Devoción
eucarística y esperanza escatológica Adoremos a
Cristo en la Eucaristía, como prenda y anticipo de la vida celeste. La celebración eucarística es «fuente de la vida de la
Iglesia y prenda de la gloria futura» (Vat.II: UR 15a). Por eso
el culto eucarístico tiene como gracia propia mantener al cristiano en una
continua tensión escatológica. Ante el sagrario o
la custodia, en la más preciosa esperanza teologal, el discípulo de Cristo
permanece día a día ante Aquél que es la puerta del cielo: «yo soy la puerta;
el que por mí entrare, se salvará» (Jn 10,9). Ante el sagrario,
ante la custodia, el discípulo persevera un día y otro ante Aquél «que es,
que era, que vendrá» (Ap 1,4.8). El Cristo que vino en la encarnación;
que viene en la Eucaristía, en la inhabitación, en la gracia; que vendrá
glorioso al final de los tiempos. No olvidemos, en
efecto, que en la Eucaristía el que vino -«quédate con nosotros» (Lc 24,29)-
viene a nosotros en la fe, «mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro
Salvador Jesucristo». Así lo confesamos diariamente en la Misa. Como hace
notar Tena, «la presencia del Señor entre nosotros no puede ser más que en la
perspectiva del futuræ gloriæ pignus [prenda de la futura gloria]»
(217). En los últimos
siglos, ha prevalecido entre los cristianos la captación de Cristo en la
Eucaristía como Emmanuel, como el Señor con nosotros; y éste es un
aspecto del Misterio que es verdadero y muy laudable. Pero los Padres de la
Iglesia primitiva, al tratar de la Eucaristía, insistían mucho más que
nosotros en su dimensión escatológica. En ella, más que el Emmanuel, veían el
acceso al Cristo glorioso que ha de venir. Y en sus homilías y catequesis
señalaban con frecuencia la relación existente entre la Eucaristía y la vida
futura, esto es, la resurrección de los muertos: «el que come mi carne y bebe
mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54). Esta perspectiva
escatológica de la Eucaristía no es exclusiva de los Padres primeros, pues se
manifiesta también muy acentuada en la Edad Media, es decir, en las primeras
formulaciones de la adoración eucarística. Bastará, por ejemplo, que
recordemos algunas estrofas de los himnos eucarísticos compuestos por santo
Tomás: «O salutaris hostia,
quæ cæli pandis ostium» (Hostia de salvación, que abres las puertas del
cielo: Verbum supernum, Laudes, Oficio del Corpus). «Tu qui cuncta scis
et vales, qui nos pascis hic mortales, tuos ibi comensales, coheredes et
sodales fac sanctorum civium» (Tú, que conoces y puedes todo, que nos
alimentas aquí, siendo mortales, haznos allí comensales, coherederos y
compañeros de tus santos: Lauda Sion, secuencia Misa del Corpus). «Iesu, quem velatum
nunc aspicio, oro fiat illud quod tam sitio; ut te revelata cernens facie,
visu sim beatus tuæ gloriæ» (Jesús, a quien ahora miro oculto, cumple lo que
tanto ansío: que contemplando tu rostro descubierto, sea yo feliz con la
visión de tu gloria. Adoro te devote, himno atribuido a Santo Tomás,
para después de la elevación). «O amantissime
Pater, concede mihi dilectum Filium tuum, quem nunc velatum in via suscipere
propono, revelata tandem facie perpetuo contemplari» (Padre amadísimo,
concédeme al fin contemplar eternamente el rostro descubierto de tu Hijo
predilecto, al que ahora, de camino, voy a recibir velado: Omnipotens
sempiterne Deus, oración preparatoria a la Eucaristía, atribuida a Santo
Tomás). La secularización de
la vida presente, es decir, la disminución o la pérdida de la esperanza en la
vida eterna, es hoy sin duda la tentación principal del mundo, y también de
los cristianos. Por eso precisamente «la Iglesia y el mundo tienen una gran
necesidad del culto eucarístico» (Dominicæ Cenæ 3), porque ésa es, sin
duda, la devoción que con más fuerza levanta el corazón de los fieles hacia
la vida celestial definitiva. Y «he aquí -escribe
Tena- cómo a través de esta dimensión escatológica de la adoración
eucarística, reencontramos la motivación fundamental de la misma reserva:
para el Viático, para que los enfermos puedan comulgar... Este pan de vida
que está encima del altar, así como procede del banquete celestial, continúa
ofrecido como alimento de tránsito: es un viático, sobre todo. Cada uno de
los adoradores puede pensar, en el instante de adoración silenciosa, en este
momento en que recibirá por última vez la Eucaristía: "¡quien come de
este pan vivirá para siempre!" (Jn 6,58). La prenda del futuro absoluto
está ahí: es la presencia del Señor de la gloria, que aparece en la
Eucaristía» (217).
XXX.
Los
sacerdotes y la adoración eucarística Si todos los fieles
han de venerar a Cristo en el Sacramento, «los pastores en este punto
vayan delante con su ejemplo y exhórtenles con sus palabras» (Ritual
80). En efecto, los sacerdotes deben suscitar en los fieles la
devoción eucarística tanto por el ejemplo como por la predicación. Es un
deber pastoral grave. La piedad
eucarística de los fieles depende en buena medida de que sus sacerdotes la
vivan y, consiguientemente, la prediquen -«de la abundancia del corazón habla
la boca» (Mt 12,34)-. Por eso la Congregación para la Educación Católica, en
su instrucción de 1980 Sobre la vida espiritual en los Seminarios,
muestra tanto interés en que los candidatos al sacerdocio sean formados en el
convencimiento de que «el continuo desarrollo del culto de adoración eucarística
es una de las más maravillosas experiencias de la Iglesia». «Un sacerdote que no
participe de este fervor, que no haya adquirido el gusto de esta adoración,
no sólo será incapaz de transmitirlo y traicionará la Eucaristía misma, sino
que cerrará a los fieles el acceso a un tesoro incomparable». Y por eso la
Congregación para el Clero, en el Directorio para el ministerio y la vida
de los presbíteros, de 1994, toca también con insistencia el mismo punto: «La centralidad de
la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración del
Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del Sacramento. El
presbítero debe mostrarse modelo de la grey [1Pe 5,3] también en el
devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la meditación asidua que hace
-siempre que sea posible- ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los
sacerdotes encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios
largos de tiempo para la adoración en comunidad, y tributen atenciones y
honores, mayores que a cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del
altar, también fuera de la Santa Misa. "La fe y el amor por la
Eucaristía hacen imposible que la presencia de Cristo en el sagrario
permanezca solitaria" (Juan Pablo II, 9-VI-1993). La liturgia de las
horas puede ser un momento privilegiado para la adoración eucarística» (50). De todo esto, ya
hace años, dijo hermosas cosas el gran liturgista dominico A.-M. Roguet (L'adoration
eucharistique dans la piété sacerdotale, «Vie Spirituelle» 91, 1954,
11-12).
XXXI.
La
devoción eucarística después del Vaticano II La piedad
eucarística es en el siglo XX una parte integrante de la espiritualidad
cristiana común. Por eso San Pío X no hace sino afirmar una convicción
general cuando dice: «Todas bellas, todas
santas son las devociones de la Iglesia Católica, pero la devoción al
Santísimo Sacramento es, entre todas, la más sublime, la más tierna, la más
fructuosa» (A la Adoración Nocturna Española 6-VII-1908). ¿Y después del
Vaticano II? La gran renovación litúrgica impulsada por el Concilio también
se ha ocupado de la piedad eucarística. Concretamente, el Ritual
de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa es
una realización de la Iglesia postconciliar. Antes no había un Ritual, y la
devoción eucarística discurría por los simples cauces de la piadosa
costumbre. Ahora se ha ordenado por rito litúrgico esta devoción. Por otra parte, en
el Ritual de la dedicación de iglesias y de altares, de 1977, después de
la comunión, se incluye un rito para la «inauguración de la capilla del
Santísimo Sacramento». Antes tampoco existía ese rito. Es nuevo. Son éstos, sin duda,
gestos importantes de la renovación litúrgica post-conciliar. Y los recientes
documentos magistrales sobre la adoración eucarística que hemos recordado,
más explícitamente todavía, nos muestran el gran aprecio que la Iglesia
actual tiene por esta devoción y este culto. Por eso, si la doctrina y la
disciplina de la Iglesia ha querido en nuestro tiempo podar el árbol
de la piedad eucarística, lo ha hecho ciertamente a fin de que crezca más
fuerte y dé aún mejores y más abundantes frutos. Y por eso aquéllos
que, en vez de podar el árbol de la devoción al Sacramento, lo cortan de
raíz se están alejando de la tradición católica y, sin saberlo normalmente,
se oponen al impulso renovador de la Iglesia actual. Ya en 1983 observaba
Pere Tena: «sabemos y constatamos cómo en muchos lugares se ha silenciado
absolutamente el sentido espiritual de la oración personal ante el santísimo
sacramento, y cómo esto, juntamente con la supresión de las procesiones
eucarísticas y de las exposiciones prolongadas, se considera como un progreso»
(209). En esta línea, podemos añadir, hay parroquias hoy que no tienen
custodia, y en las que el sagrario, si existe, no está asequible a la
devoción de los fieles. La supresión de la
piedad eucarística no es un progreso, evidentemente, sino más bien una
decadencia en la fe, en la fuerza teologal de la esperanza y en el amor a
Jesucristo. Y no parece aventurado estimar que entre la eliminación de la
devoción eucarística y la disminución de las vocaciones sacerdotales y
religiosas existe una relación cierta, aunque no exclusiva. Juan Pablo II, en su
exhortación apostólica Dominicæ Coenæ, no sólamente manifiesta con
fuerza su voluntad de estimular todas las formas tradicionales de la devoción
eucarística, «oraciones personales ante el Santísimo, horas de adoración,
exposiciones breves, prolongadas, anuales -las cuarenta horas-, bendiciones y
procesiones eucarísticas, congresos eucarísticos», sino que afirma incluso
que «la animación y el fortalecimiento del culto eucarístico son una
prueba de esa auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto y
de la que es el punto central». Y es que «la Iglesia
y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera
en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y
abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca
nuestra adoración» (3).
XXXII.
Secularización
o sacralidad Hoy se hace
necesario en el cristianismo elegir entre secularización y sacralidad. -El cristianismo
secularizado, de claras raíces nestorianas y pelagianas, deja en la duda
la divinidad de Jesús y la virginidad de María, busca la salvación en el
hombre mismo, ignorando la necesidad de la fe y de la gracia para la
salvación, olvida la vida eterna, y aleja al pueblo cristiano de la Misa y de
los sacramentos, especialmente del sacramento de la penitencia. Este «cristianismo»,
por supuesto, suprime la adoración eucarística, vacía los templos, y
consigue así tenerlos cerrados. De este modo evita que los cristianos se
pierdan en pietismos alienantes, y fomenta que vayan entre los hombres, que
es donde deben estar. Hoy es bien conocido
este falso cristianismo (+Iraburu, Sacralidad y secularización,
Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996): falsifica la acción misionera, niega
la necesidad de la Iglesia, elimina la finalidad sobrenatural de las obras
misioneras y educativas, caritativas y asistenciales, y secularizando todo en
un horizontalismo inmanentista, acaba, claro está, con las vocaciones
sacerdotales y religiosas. -El cristianismo
sagrado, por el contrario, el bíblico y tradicional, el propugnado por el
Magisterio apostólico, confiesa firmemente a Cristo como verdadero Dios y
verdadero hombre, afirma que su gracia es en absoluto necesaria para el
hombre, y que su presencia en la Eucaristía, real y verdadera, debe ser
adorada. Los cristianos, en
este verdadero cristianismo, permanecen en el mismo Señor Jesucristo,
como sarmientos en la Vid santa, y se unen a él por el amor servicial y la
oración, por la penitencia sacramental, y muy especialmente por la
celebración y la adoración de la Eucaristía. Ésta es la Iglesia que, centrada
en el Mysterium fidei, florece en vocaciones, en familias cristianas y
en innumerables obras misioneras y educativas, sociales, culturales y
asistenciales. Escuchemos, pues, de
nuevo a Juan Pablo II (Dominicæ Coenæ 3): «La animación y el
fortalecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica
renovación que el Concilio se ha propuesto, y de la que es el punto central.
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eucarístico». Bibliografía Ritual de la
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Donoso Brant |