6 DE ENERO
EPIFANÍA DEL SEÑOR
En la entrada de
esta Misa la Iglesia llama nuestra atención: «Mirad que llega el Señor del
Señorío: en la mano tiene el reino y la potestad y el imperio» (Mal 3,1; 1
Cro 19,12).
En la oración colecta
(Gregoriano) pedimos al Señor, que en este día reveló a su Hijo Unigénito
por medio de una estrella a los pueblos gentiles, conceda a los que ya lo
conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita
de su gloria.
En el ofertorio
(Gregoriano) se pide al Señor que mire los dones de su Iglesia que no son
oro, incienso y mirra, sino Jesucristo, su Hijo, que en estos misterios se
manifiesta, se inmola y se da en comida.
La comunión remite
el texto de Mt 2,2: «Hemos visto salir la estrella del Señor y venimos con
regalos a adorarlo». Y en la postcomunión (del Misal anterior,
procedente del Gelasiano) pedimos que la luz del Señor nos disponga y nos
guíe siempre para que aceptemos con fe pura y vivamos con amor sincero el
misterio del que hemos participado.
Navidad nos trajo la
nueva Luz, el Sol de justicia, Jesucristo, que hoy, en la Epifanía, se
manifiesta con nuevo resplandor para iluminar al mundo con su Luz y
derramar sobre él los tesoros de su redención.
–Isaías 60,1-6: La gloria
del Señor amanece sobre ti. La universalidad redentora del Emmanuel y
su Nueva Alianza de salvación exigen una nueva Jerusalén. Es la Iglesia,
con su capacidad salvadora de judíos y gentiles. La Iglesia es para todos
los hombres elegidos del Padre. «¡Jerusalén, Iglesia, levántate! ¡Alégrate
y salta de gozo!» Así hemos de entender la profecía de Isaías. Y la
Iglesia, obediente, canta jubilosa. Se diría que no se cansa de contemplar
la gloria del Señor. Es como si la trasladaran a las delicias del Tabor y,
cual otro Pedro y compañeros, exclamara: «Señor, ¡qué bien se está aquí!»
(Mt 17,4). Su corazón se desborda de santa alegría.
Rara es la ocasión en
que el mundo moderno proporciona un gozo a la Iglesia, mientras que los
disgustos que le causan son frecuentes. Sin embargo, ella desborda de
alegría por la presencia de su Señor, por la celebración de sus misterios,
por la gracia de sus sacramentos.
–Sí, Iglesia Santa, «la
gloria del Señor resplandece sobre ti». Por eso cantamos con el Salmo 71: «Se postrarán ante
ti, Señor, todos los reyes de la tierra… Porque él librará al pobre que
clamaba, al afligido que no tenía protector. Él se apiadará del pobre y del
indigente, y salvará la vida de los pobres».
–Efesios 3,2-3.5-6: Ahora ha sido revelado que también los
gentiles son coherederos. Por un designio del amor universal del Padre
también los paganos están llamados a la revelación evangélica en Cristo
Jesús. En el Antiguo Testamento se había revelado por la promesa hecha a
Abrahán que “en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la
tierra” (Gén 12,3). Pero la forma en que se iba a realizar aquella
bendición no había sido desvelada.
En la plenitud de los
tiempos, San Pablo descubre a la luz de cuanto Jesucristo le revela, que el
camino elegido por Dios no ha sido salvar solamente por la descendencia
biológica de Abraham, sino incorporando los gentiles a la Iglesia, Cuerpo
místico, en igualdad con los judíos. Este es el «misterio», el plan de Dios
tal como se ha dado a conocer en la misión que Cristo confió a sus
apóstoles. Ésta es la gran misericordia de Dios: su redención universal, su
Reino benéfico, que se extiende a toda la humanidad. Demos gracias a Dios
por ello.
–Mateo 2,1-12: Venimos de Oriente
para adorar al Rey. Los Magos fueron las primicias de este llamamiento
a los gentiles para ser incorporados a la fe en Cristo Jesús. Ellos
representan también hoy a los que aún no conocen el Evangelio de
Jesucristo. Oigamos a San León Magno:
«Habiendo celebrado
hace poco el fausto día en que la Virgen santísima, conservando su
virginidad, dio al mundo al Salvador del género humano, la celebración de
la venerada festividad de la Epifanía nos trae una prolongación de nuestro
gozo, para que, uniéndose los misterios de estas solemnidades santísimas,
no se entibie ni el vigor de nuestra alegría ni el fervor de nuestra fe.
«Para la salvación de
todos los hombres convenía que la infancia del Mediador entre Dios y los
hombres se manifestase al mundo entero aun cuando se hallaba encerrada en
una pequeña aldea. Aunque el Señor eligió al pueblo de Israel, y en ese
pueblo a una familia señalada, de la cual tomase nuestra humanidad, con
todo, no quiso que su nacimiento estuviera oculto en la pequeñez de este
lugar en el que había nacido, sino que, como nació para todos, quiso
también comunicar a todos la noticia de su nacimiento.
«Por eso apareció a los
tres Magos de Oriente una estrella de nueva luminosidad, más clara y más
brillante que las demás, y tal, que atraía los ojos y corazones de cuantos
la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de significación una
cosa tan maravillosa. El que había dado tal signo al mundo, iluminó la
inteligencia de los que la contemplaban; hizo que le buscaran los que no lo
conocían y quiso Él mismo ser hallado por los que le buscaban.
«Tres hombres emprenden
el camino guiados por esta luz celestial. Fija la mirada en el astro que
les precede y siguiendo la ruta que les indica, son conducidos por el
esplendor de la gracia al conocimiento de la verdad…
«Pero al anuncio de que
un príncipe de los judíos ha nacido, se alarma Herodes, suponiendo un
sucesor. Maquinando el asesinato del autor de la salvación, promete
hipócritamente su homenaje. ¡Feliz él si hubiese imitado la fe de los Magos
y hubiese puesto al servicio de la religión los planes que proyectaba al
servicio del engaño! ¡Oh ciega impiedad de una estúpida emulación, piensas
entorpecer con tu furor el designio divino! El Señor del mundo no busca un
reino temporal, Él es quien lo da eterno…
«Los Magos realizan sus
deseos, y llegan, conducidos por la estrella, hasta el Niño, el Señor
Jesucristo. En la carne adoran al Verbo; en la infancia, a la Sabiduría; en
la debilidad a la Omnipotencia; en la realidad de un hombre, al Señor de la
majestad. Y, para manifestar exteriormente el misterio que ellos creen y
entienden, atestiguan por los dones lo que ellos creen en el corazón. A
Dios le ofrecen el incienso; al Hombre, la mirra y al Rey, el oro, sabiendo
que honran en la unidad las naturalezas divina y humana. (I Homilía para la solemnidad de
Epifanía).
Entradas y colectas después de
la Epifanía
Lunes
Entrada: «Un día santo amaneció para nosotros. Venid,
pueblos, adorad al Señor, porque una gran Luz ha descendido sobre la
tierra». Colecta (Gelasiano): «Te pedimos, Señor, que tu divina luz
ilumine nuestros corazones; con ella avanzaremos a través de las tinieblas
del mundo, hasta llegar a la patria, donde todo es eterna claridad».
Martes
Entrada: «Bendito el que viene en el nombre del Señor.
El Señor es Dios. Él nos ilumina» (Sal 117,26-27). Colecta (Gelasiano): «Señor, Dios nuestro, cuyo
Hijo asumió la realidad de nuestra carne para manifestársenos; concédenos,
te rogamos, poder transformarnos internamente a imagen de aquel que en su
humanidad era igual a nosotros».
Miércoles
Entrada:«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una
Luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló» (Is 9, 2). Colecta
(Gelasiano): «Señor, luz radiante de todas las naciones, concede a los
pueblos de la tierra una paz estable, e ilumina nuestros corazones con
aquella luz espléndida que condujo a los Magos al conocimiento de tu Hijo».
Jueves
Entrada: «En el principio y antes de los siglos la
Palabra era Dios, y se ha dignado nacer como Salvador del mundo» (Jn 1,1). Colecta
(Gelasiano): «Dios todopoderoso, tú que ha revelado a todas las naciones,
por medio de tu Hijo, que tú eres el Señor; concede a tu pueblo descubrir
el misterio profundo de Cristo Salvador, y llegar, en virtud de este
misterio, a gozar de la luz de tu gloria».
Viernes
Entrada: «En las tinieblas brilla como una Luz el
Señor, justo, clemente y compasivo» (Sal 111,4). Colecta
(Gelasiano): «Dios todopoderoso, tú
que has anunciado a los Magos, por medio de una estrella, el nacimiento de
nuestro Salvador, manifiéstanos siempre este misterio y haz que sus frutos
crezcan en nuestros corazones».
Sábado
Entrada: «Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer,
para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Gal 4,4-5). Colecta
(Gelasiano): «Dios todopoderoso y eterno, que nos has hecho renacer a una
vida nueva por medio de su Hijo, concédenos que la gracia nos modele a
imagen de Cristo, en quien nuestra naturaleza mortal se une a tu naturaleza
divina».
7 de
enero
–1 Juan 3,22–4,6: Examinad
si los espíritus vienen de Dios. De nuevo nos habla San Juan del
«anticristo» y de los falsos profetas: son aquellos que niegan la fe de la
Iglesia. A ellos se oponen los creyentes, los que confiesan que Jesucristo
es el Verbo de Dios encarnado.
La comunidad de vida
que existe entre Dios y nosotros hace que nuestra oración sea siempre oída.
Comenta San Agustín:
«El Espíritu Santo nos
ha mandado que “no demos fe a cualquier espíritu” y nos indica también el
porqué de este mandato (1 Jn 4,1-3). Por tanto, quien desprecia este
mandato y piensa que ha de “creer a todo espíritu”, necesariamente irá a
caer en manos de los falsos profetas y, lo que es peor, blasfemará contra
los auténticos…
«He escuchado el
precepto de Juan, mejor, del Señor por boca de Juan: “no deis fe a
cualquier espíritu”. Lo acepto y así quiero actuar. Continúa diciendo:
“antes bien, examinad los espíritus para ver si proceden de Dios”. ¿Cómo
hacerlo? No te preocupes… “En esto se conoce el espíritu que procede de
Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo vino en la carne, procede
de Dios”…
«Alejad, pues, de
vuestros oídos a cualquier charlatán, predicador, escritor o murmurador que
niegue la venida en carne de Jesucristo. Por tanto, expulsad de vuestras
casas, de vuestros oídos y de vuestros corazones a los maniqueos, quienes
abiertamente niegan que Jesucristo vino en la carne. Su espíritu, por
tanto, no procede de Dios» (Sermón 182,2).
Fácil
es para nosotros caer en el engaño. El Espíritu no es algo que poseemos. Él
nos posee y dirige. El Espíritu nos lleva a aceptar el misterio de
Jesucristo. El Espíritu nos hace fuertes. Nuestra confianza no se apoya,
pues, en nosotros. Ser de Jesús es aceptar su voz, hecha audible en la
Iglesia hoy día. Todo cristiano debe ser una radiante epifanía, es
decir, manifestación del Señor, ha de ser un vivo destello de la fulgente y
divina Luz de Cristo. La Epifanía es un claro anticipo de la futura
aparición del Señor ante los ojos de toda la humanidad.
–El
reino inaugurado con el nacimiento de Cristo se extiende a todo el mundo, a
todos los hombres, lo quieran éstos o no lo quieran. A través de este Reino
serán defendidos los humildes y socorridos los pobres. Que todos los hombres,
por tanto, reconozcan humildemente la soberanía suprema de Cristo y de su
mensaje salvador y redentor.
Hagámoslo
así nosotros cantando con el Salmo
2: «Voy a proclamar el decreto del Señor. Él me ha dicho: “Tú
eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las
naciones, en posesión, los confines de la tierra”. Y ahora, reyes, sed
sensatos, escarmentad los que regís la tierra: servid al Señor con temor».
Recibamos nosotros fielmente el Reino de Cristo, que es un reino de paz, de
justicia, de amor y de gracia.
–Mateo 4,12-17.23-25: Está cerca el Reino de los cielos.
En los días que siguen a la solemnidad de Epifanía la lectura evangélica
nos presenta diversas manifestaciones de Jesucristo. El comienzo de su
predicación en Galilea ha sido visto por el Evangelista como el
cumplimiento de lo que dijo el profeta Isaías: «El pueblo que habitaba en
tinieblas vió una luz grande; a los que habitaban en sombra de muerte una
luz les brilló» (Is 9,1ss). Nosotros hemos de iluminar también, como nos
dice San León Magno:
«Sabemos que esto se ha
realizado por el hecho de que los tres Magos, llamados desde un país
lejano, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del
cielo y de la tierra. La docilidad de esta estrella nos invita a imitar su
obediencia y a hacernos también, en la medida de nuestras posibilidades,
los servidores de esta gracia que llama a todos los hombres a Cristo.
Cualquiera que vive piadosamente y castamente en la Iglesia, que saborea
las cosas de lo alto y no las de la tierra, es, en cierto modo, semejante a
esta luz celeste. Mientras conserva en sí mismo el resplandor de una vida
santa, muestra a muchos, como una estrella, el camino que conduce a Dios.
Animados por este celo, debéis aplicaros, amadísimos, a ser útiles los unos
para con los otros, a fin de brillar como los hijos de la luz en el reino
de Dios, al que se llega por la fe recta y las buenas obras» (Sobre la
Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, Homilía 3ª, 5).
Cristo
tiene que reinar. Él dirá más tarde: «Se me ha dado todo poder en los
cielos y en la tierra» (Mt 28,18). «Todas las cosas están sometidas a Él»
(Heb 2,8; cft. 1 Cor 15,24-25). En el obelisco de la plaza de San
Pedro del Vaticano están grabadas estas palabras: Christus vincit, Christus
regnat, Christus imperat. En virtud de este poder absoluto que Él
posee, establece su reino sobre la tierra, esto es, funda la Iglesia. Todo,
pues, ha de ir sometiéndose a Jesucristo, Rey pacífico y lleno de
misericordia.
8 de
enero
–1 Juan 4,7-1: Dios es Amor.
Es Él quien nos ha amado primero y quien envió a su Hijo, Jesucristo, por
amor, para que fuese el Redentor de los hombres. Oigamos a San Agustín:
«Dice San Juan:
“Pasaron las tinieblas, ahora brille la luz”. Y a continuación añade:
“Quien piensa ser luz y odia a su hermano está en las tinieblas” (1 Jn
2,8.9). Quizá haya quien piense que tales tinieblas son idénticas a las que
sufren los encarcelados. ¡Ojalá fuesen como ésas! Y, con todo, nadie quiere
verse en medio de ellas. En las tinieblas de la cárcel no es posible ver
con los ojos, pero sí se puede contemplar a Dios amando a los hermanos (1
Jn 4,7)…
«Quien odia a su
hermano camina, sale, entra, se mueve sin el peso de las cadenas y sin
verse recluido en ninguna cárcel. No obstante, está aprisionado por la
culpa. No pienses que está libre de la cárcel: su cárcel es su propio
corazón» (Sermón 211,2).
El amor proviene de
Dios como de su fuente, por eso «el que ama ha nacido de Dios» (1 Jn 4,7).
Es hijo de Dios, animado por la gracia. El amor fraterno es un efecto de
nuestro nacimiento sobrenatural. Dios, al hacernos partícipes de su vida,
nos ha hecho también partícipes de su inmensa caridad divina.
–Con el Salmo 77 cantamos el Reinado
de Jesucristo: «Que todos los pueblos te sirvan, Señor. Dios mío, confía tu
juicio al rey para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con
rectitud. Que los montes traigan paz y los collados justicia. Que Él
defienda a los humildes del pueblo, y socorra al hijo del pobre. Que en sus
días florezca la justicia, y la paz hasta que falte la luna. Que domine de
mar a mar, del gran río al confín de la tierra».
¡Cristo es Rey! Su
reino es la creación entera. La nota de su reinado es el Amor. Es el signo
de su pertenencia a él: «en esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a los otros» (Jn 13,35).
«Un mandamiento nuevo os doy: que os améis como Yo os he amado» (13,34).
–Marcos 6,34-44: Jesús se
manifiesta como profeta y taumaturgo en la multiplicación de los panes y de
los peces. El poder salvador de Cristo se manifiesta en el alimento de
vida que da a todos los hombres, que estamos como ovejas sin pastor. Por
eso la multiplicación de panes y peces es signo de la sobreabundante vida
divina que se nos da por Cristo. Oigamos a San Agustín:
«Gran milagro es,
amadísimos, hartar a la muchedumbre con cinco panes y dos peces, gran
milagro, en verdad. Pero el hecho no es tan de admirar si pensamos en el
Hacedor. Quien multiplica los panes entre las manos de los repartidores,
¿no multiplica las semillas que germinan en la tierra y de unos granos
llena los graneros? Lo que sucede es que como este portento se renueva
todos los años a nadie le sorprende; pero no es la insignificancia del
hecho el motivo de no admirarlo, sino la frecuencia con que se repite.
«Al hacer estas cosas,
habla el Señor a los entendimientos, no tanto con palabras, como por medio
de obras… Él es el Pan que bajó del cielo; un pan, sin embargo, que crece
sin mengua. Se le puede sumir, pero no se le puede consumir. Este Pan
estaba ya figurado en el maná. Porque ¿quién, sino Cristo, es el Pan del
cielo?... Para que comiera el hombre el pan de los ángeles, el Señor de los
ángeles se hizo hombre. Pues bien, ya que se nos ha dado una prenda tan
valiosa, corramos a tomar posesión de nuestra herencia» (Sermón
130).
9 de
enero
–1 Juan 4,11-18: Si nos
amamos unos a los otros, Dios permanece en nosotros. San Juan ratifica
el lazo indisoluble que existe entre la verdad y la caridad. El camino para
la posesión de Dios, garantizada por la presencia de su Espíritu, consiste
en creer que Jesús es el Hijo de Dios, en creer también en el amor de Dios,
y en manifestar nuestro amor a nuestros hermanos, todos los hombres. Amar
como Dios nos ha amado. El amor de Dios es la fuente y el modelo del amor a
los hermanos.
Al amar a nuestros
hermanos, amamos a Dios, pues tanto ellos como nosotros hemos nacido de
Dios. La alegría de amar a nuestros hermanos es una experiencia del amor
con que Dios nos ama. El amor hace a Dios presente entre nosotros. Este
amor tiene como fruto la seguridad, la confianza plena en Dios, pues por él
estamos unidos a Dios, que en Cristo se entregó por nosotros. Comenta San
Agustín:
«La fe no puede obrar
bien si no es por el amor. Ésta es la fe de los fieles, distinta de la de
los demonios, pues “también los demonios creen, pero tiemblan” (Sant 2,19).
Ésa es la fe digna de alabanza, ésa la verdadera fe de la gracia, la que
obra por amor. ¿Acaso podemos a nosotros mismos otorgarnos el poseer el
amor y el poder obrar rectamente a partir de él, siendo así que está
escrito: “la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que se nos ha dado” (Rom 5,5)?.
«La caridad, hasta tal
punto es don de Dios, que se la llama Dios, según dice el Apóstol San Juan:
“Dios es caridad y quien permanece en la caridad, permanece en Dios” (1 Jn
4,16)» (Sermón 156,5).
«Os he dicho qué debéis
temer y qué debéis apetecer. Buscad la caridad: penetre en vosotros la
caridad. Dadle entrada, temiendo pecar; dad entrada al amor que hace que no
pequéis; dad entrada al amor por el que vivís bien. Cuando la caridad
entra, el temor comienza a salir. Cuanto más dentro esté ella, tanto menos
será el temor. Cuando ella está totalmente dentro, no habrá temor alguno.
Entre, pues, la caridad y expulse el temor (cfr. 1 Jn 4,18). Pero la
caridad no entra sola, sin compañía; lleva consigo su propio temor; es ella
quien lo introduce; pero se trata de un temor que dura siempre… Es el temor
que teme ofender y desagradar a Dios» (Sermón 161,9).
–Supliquemos
con el Salmo 71 a Dios Padre que dé al Mesías, su Hijo bien amado,
un reino universal, para que reine en el mundo la justicia, y la protección
de los pobres, pues los otros reyes nunca conseguirán ese reino: «Dios mío,
confía tu juicio al Rey, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus
humildes con rectitud. Que los reyes de Tarsis y de las islas le paguen
tributos, que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones, porque
Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector. Él se
apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres. Que
todos los pueblos te sirvan, Señor».
Cristo,
Rey de las almas: Él es quien inspira todos nuestros impulsos y movimientos
hacia el bien. Él ilumina el entendimiento con su Luz y lo somete
poderosamente a su Verdad, con el yugo de la fe. Él domina las conciencias
y dicta leyes, recompensa y castiga. Él sujeta las voluntades a su Ley y
las hace regirse por ella. Pero sobre todo impera en las almas por su
infinito amor.
–Marcos 6,45-52: Vieron a
Jesús andar sobre el lago. El episodio manifiesta el poder de Cristo
sobre las fuerzas de la naturaleza y, manifestando ese poder, Jesucristo se
revela como Dios. Es al mismo tiempo un signo de su poder salvador.
Todo
esto es bello y admirable; pero no podemos olvidar lo que dice también esta
lectura: «Se retiró al monte a orar» ¡Qué inefables son estas palabras! No
sabemos cómo era la oración de Jesús, pero deberían ser unos coloquios
inefables con el Padre. Aunque Cristo nunca reveló su intimidad con el
Padre, nos comunicó su espíritu de oración al enseñarnos el padre
nuestro... ¡Qué gran misterio insondable el de la oración de
Jesucristo!... Orígenes dice:
«Si Jesús practica la
oración ¿quién de nosotros será negligente en ella? Dice, en efecto, San
Marcos: “Y a la mañana, mucho antes del amanecer, se levantó, salió y se
fue a un lugar desierto y allí oraba” (Marcos 1,35). San Lucas: “Y acaeció que,
hallándose Él orando en cierto lugar, así que acabó, le dirigió la palabra
uno de sus discípulos” (Lc 11,1); y en otro lugar: “pasó la noche orando a
Dios” (Lc 6,12). Y San Juan describe la oración de Cristo cuando dice:
“Esto dijo Jesús y, levantando sus ojos al cielo, añadió: Padre, llegó la
hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique”» (Jn 17,1) (Tratado
sobre la oración 15).
10 de
enero
–1 Juan 4,19–5,4: Quien ama a Dios ame también a su
hermano. San Juan vuelve de nuevo a los temas fundamentales del
amor y de la verdad. Nuestro amor a Dios se ha de manifestar en el amor a
los hermanos, es decir, a todos los hombres. Para nacer de Dios es menester
creer que Jesús es el Mesías y cumplir los mandamientos. La verdad de
nuestro ser cristiano, la autenticidad de nuestra vida se mide por nuestra
capacidad de morir, dando la vida. Separar el amor de Dios del amor del
prójimo nos conduce a una vida mentirosa, falsa y farisaica. Quien no es
capaz de amar a su hermano es imposible que ame a Dios. Oigamos a San
Agustín:
«Un
ala es: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero no te quedes con un ala; pues si crees
tener una sola ala, no tienes ninguna: “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo”. Pero “si no amas a tu hermanos, a quien ves, ¿cómo puedes amar a
Dios, a quien no ves?” (1 Jn 4,20). Busca, pues, la otra ala, y así podrás
volar, así podrás despegarte de la codicia de lo terreno y fijarte en el
amor de lo celeste. Y, mientras te apoyas en ambas alas, tendrás levantado
el corazón, para que el corazón elevado arrastre arriba a su carne a su
debido tiempo. Y no pienses que tardarás mucho en tener todas las plumas.
Busca en las santas Escrituras múltiples preceptos de esta dilección, y con
ellos se ejercita el que los lee y el que los escucha: pues de estos dos
preceptos penden la ley y los profetas» (Sermón 68,13, probablemente
en Hipona, hacia el 425).
En la santa Iglesia es donde encontraremos el auténtico
amor de Cristo. La gloria de Cristo brilla en la Iglesia. En torno a ella
no reinan más que la noche, el error, las tinieblas, la intranquilidad. En
la Iglesia, en cambio, luce el esplendente Sol de la Verdad, de la Vida y
del Amor. Asociémonos al gozo y a la tranquila esperanza de la Iglesia, que
expresa y comunica en su liturgia. Cuanto más nos unamos a la Iglesia en el
dolor, más gozaremos con ella en su inquebrantable confianza. Cristo vela
por ella, la defiende y la salva.
–En
Cristo la salvación ha alcanzado la plenitud de sentido. En Él se han
cumplido todas las profecías universalistas. Él ha sido, y es, la
revelación para todos los hombres. Todos los pueblos lo adorarán, porque a
todos ha de llegar su manifestación. Por eso cantamos con el Salmo 71: «Dios mío, confía tu
juicio al Rey, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con
rectitud. Él rescatará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a
sus ojos. Que recen a Él continuamente y lo bendigan todo el día. Su nombre
es eterno y su fama dura como el sol. Que Él sea la bendición de todos los
pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra».
¡Con qué maravilloso
esplendor brilla el poder del reinado de Cristo en las almas de los santos!
Ellos son realmente un triunfo de la omnipotente acción de la gracia de
Cristo.
–Lucas 4,14-22: Hoy se
cumple esta Escritura. Una nueva epifanía, una nueva manifestación del
poder salvador de Cristo. Muestra que se cumple en Él aquella profecía de
Isaías: «el Espíritu del Señor sobre Mí»… Efectivamente, Él es el Ungido
del Señor por excelencia: Él habla a los pobres, da libertad a los cautivos
y oprimidos, da vista a los ciegos…
También hoy sigue
siendo el Señor la respuesta para todos los que sufren, para los
desvalidos, pobres y necesitados. Nosotros nos llamamos cristianos porque
fuimos ungidos en el bautismo y en la confirmación. Por Cristo somos
cristianos. Por ser sus discípulos somos miembros de su Cuerpo místico.
Nuestra misión ante el mundo ha de ser, pues, como la de Cristo: anunciar
la Buena Nueva a todos los hombres, pues todos están necesitados de la
gracia divina.
Pero para esto, esa
Buena Nueva ha de ser clara y diáfana en nuestra propia vida, de modo que toda
ella sea imagen de Cristo, como Él, el Primogénito de todo lo creado, es
Imagen del Dios vivo. Todo ha sido creado por Él y en Él. Él es nuestro
fundamento. Él es nuestra Cabeza. El principio y el fin. De Él viene todo
cuanto necesitamos en lo material y en lo espiritual. Todos somos pobres y
desvalidos ante Él. Y Él viene en nuestra ayuda, pues es todo Amor y
Misericordia.
11 de
enero
–1 Juan 5,5-6.8-13. El
Espíritu, el agua y la sangre dan testimonio. La fe es fuente de vida
eterna. Esta fe se fundamenta en «el agua y la sangre», en el Bautismo y en
la Eucaristía, en la muerte y resurrección de Cristo, que por los
sacramentos de la iniciación cristiana producen en nuestra alma la
inhabitación de la Santísima Trinidad. Los que creen en Cristo vencen al
mundo, pues son hijos de Dios y poseen su fuerza. El centro de la fe es
Cristo Jesús. Él nos lleva al Padre por el Espíritu y nos incorpora a su
Iglesia para que vivamos por sus sacramentos. El agua y la sangre, el
Bautismo y la Eucaristía, son los signos de su entrega vivificante.
San Juan prueba con un triple testimonio que Jesucristo
es verdaderamente Hijo de Dios y que la fe en Él nos consigue la vida
eterna. El Apóstol insiste en la identidad del Jesús histórico con el Hijo
de Dios. Esta verdad es fundamental en la vida cristiana. Sólo el que cree
en esta verdad de fe podrá vencer al mundo. Jesucristo vino al mundo para
cumplir la misión redentora que el Padre le confió. El agua y la sangre son
en Cristo los medios decisivos de la salvación. San Juan los designa como
los testimonios de Cristo. Y San Agustín piensa que el Apóstol alude en ese
texto al agua y a la sangre que salieron del costado de Cristo para
testificar la realidad de la naturaleza humana (Contra Max. 2,22).
Otros autores dan diferentes explicaciones. Pero el
simbolismo joánico las abarca todas. Sometamos nuestra voluntad a Cristo,
el Rey divino, a sus mandamientos, a su ley, a su Evangelio, a la jerarquía
de su Iglesia. Sometámonos a su providencia, a sus decretos, a sus órdenes,
a su beneplácito. Ante todos los trabajos, deberes y responsabilidades;
ante todas las fatigas, penas, sacrificios y renuncias que Él exija de
nosotros, no tengamos, a pesar de toda resistencia de nuestra naturaleza
caída, más que esta respuesta: «hágase tu voluntad». El que ha conocido una
vez a Cristo, el que se ha llenado de su Espíritu, no puede por menos de
convertirse en un hombre nuevo. No puede por menos emprender «un nuevo
camino», como los Magos.
–En el Antiguo Testamento habló Dios a Israel de diversos
modos y en distintos tiempos. En Cristo, la Palabra eterna de Dios, se hace
manifestación y revelación definitiva para todos los hombres. Los que
aceptan esa Palabra encarnada llegan a la vida eterna.
Con el Salmo
147 glorificamos al Señor: «Glorifica al Señor, Jerusalén
[la Iglesia santa, el alma
cristiana], que ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a
tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor
de harina. Él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz.
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel. Con ninguna
nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos».
Somos nosotros los que
hemos recibido la plenitud de las promesas de Dios por medio de su Hijo, el
Verbo encarnado, al cual seguimos y nos sometemos. ¡Éramos paganos, hombres
alejados de Dios, desconocedores de Cristo, privados de la vida y de la
filiación divina! Pero Cristo nos ha llamado a su vida y nos ha salvado.
–Lucas 5,12-16. Al instante
le dejó la lepra. La Iglesia, en este tiempo de Epifanía, contempla
otra nueva manifestación de Cristo, que cura a un leproso y con ello
proclama su divinidad. Las multitudes acuden para oírle y recibir la
curación. Pero, subraya el Evangelista: «el solía retirarse a despoblado
para orar». Qué maravillosos eran los diálogos de Cristo con su Padre
celestial. Él nos enseñó a orar con su palabra y con su ejemplo.
Cristo vino a curarnos,
sobre todo de la lepra del pecado. ¡Tanto amó Dios al mundo, tanto me ama a
mí!. En el Antiguo Testamento se consignan muchas intervenciones de Dios
con su pueblo elegido. En la plenitud de los tiempos, se hace hombre su
Hijo Unigénito y aparece personalmente en medio de nosotros. Ya no es
difícil poder encontrarle. Ya no es difícil tampoco dejarse hallar por Él.
Basta sólo querer. A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a
conseguir la salvación (cfr. Rom 8,28). Por eso nada será tan
ventajoso, tan beneficioso para nosotros como ponernos ciegamente en manos
de la Providencia divina, sometiéndonos totalmente a su divina voluntad.
Toda nuestra vida, cada uno de sus momentos, cooperan a nuestra salvación,
conforme a lo ordenado por la sabiduría y el amor divinos.
12 de
enero
–1 Juan 5,14-21: Dios
escucha nuestras peticiones. San Juan recomienda la oración en favor de
los pecadores, pues Dios atiende nuestras súplicas, según su voluntad. En
nuestro difícil caminar por la vida tenemos nuestra seguridad en
Cristo por la oración. Lo que nos da
seguridad y firmeza es nuestra coincidencia con la voluntad del Padre.
Oremos, pues, por nosotros mismos, pues lo necesitamos; pero oremos también
por los demás. Oigamos a San Agustín:
«“Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16), para que el mundo
tenga vida. Si el Padre no nos hubiera entregado la vida, no tendríamos
vida. El mismo Cristo, el Señor, es la Vida de la que dice el Evangelista
San Juan: “Éste es el Dios verdadero y la vida eterna” (1 Jn 5,20)… Así,
pues, la Vida murió, la Vida permaneció, la Vida resucitó y, dando muerte a
la muerte, nos comunicó la Vida» (Sermón 265 B, 4-5, del año 396).
Los cristianos sabemos
que hemos nacido de Dios. Y, por tanto, pertenecemos a Dios. Formamos el
rebaño de Cristo, que, como Buen Pastor, guarda con todo cariño. Sin
embargo, a la comunidad de los fieles se opone el mundo tenebroso y rebelde
a Cristo, dirigido por Satanás. Frente a frente están Cristo y el diablo,
los seguidores de Cristo y los seguidores del diablo.
No podemos, pues,
cruzarnos de brazos. Hemos de trabajar valientemente para que todos los que
están en el bando del diablo pasen al reinado de Jesucristo. Hemos de
procurarlo en primer lugar con la oración, y también, en la medida de
nuestras posibilidades, con nuestras palabras y siempre con nuestro ejemplo.
Todo cuanto de sobrenatural tenemos lo debemos a Cristo, pero hemos de
hacer partícipes a los demás de esos dones. Cristo es Amor y es Vida
eterna. Él es la Fuente de donde brota nuestra vida. Él constituye nuestra
esperanza para la vida eterna.
–«El Señor ama a su
pueblo y adorna con la victoria a los humildes». El Señor ha nacido para
redimir a todos, pues todos somos pecadores. Por eso, con nuestros labios y
corazones, cantamos el Salmo 149:
«Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de
los fieles, que se alegre Israel [la Iglesia, el alma cristiana] por su
Creador. Los hijos de Sión [de la Iglesia] por su Rey. Alabad su nombre con
danzas, cantadle con tambores y cítaras; porque el Señor ama a su pueblo, y
adorna con la victoria a los humildes. Que los fieles festejen su gloria y
canten jubilosos en filas, con vítores a Dios en la boca».
El cristiano ha de ser
con su vida, con su conducta, con su palabra, con sus obras buenas, una
alabanza continua a Dios, una radiante epifanía, una clara manifestación
del Señor, esto es, un vivo destello de la fulgente y divina Luz, que es
Cristo, el Señor.
–Juan
3,22-30: El amigo del esposo se alegra con la voz del esposo:
«Él tiene que crecer y yo menguar». Juan Bautista rinde un último homenaje
a Jesús. Ha cumplido su misión, ha preparado el camino del Señor. Muchas
veces, unas quince, ha comentado San Agustín este pasaje evangélico:
«Todo lo que obra Dios
en nosotros, lo obra sabiendo lo que hace. Nadie es mejor que Él, nadie más
sabio, nadie más poderoso… Humillémonos, pues, en cuanto hombres y no nos
gloriemos más que en el Señor, para que Él sea exaltado. Disminuyámonos a
nosotros mismos, para que podamos crecer en Él. Fijaos en el hombre supremo
[Juan Bautista], mayor que el cual no ha surgido otro entre los nacidos de
mujer. ¿Qué dijo él de Cristo? “Conviene que Él crezca y que yo, en cambio,
mengüe” (Jn 3,30). Crezca Dios, disminuya el hombre. ¿Y cómo crece el que
ya es perfecto? ¿Qué le falta a Dios para que pueda crecer? Dios crece en
ti, cuando tú lo conoces a Él. Considera, pues, la humildad del hombre y la
excelsitud de Dios» (Sermón 293 D,5).
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