NAVIDAD Y OCTAVA DE NAVIDAD
Introducción
Historia
En un principio Navidad y Epifanía
constituían una sola celebración con una solo objeto: la Encarnación del
Verbo divino en las purísimas entrañas de la Virgen María. El nacimiento se
celebraba en Oriente el 6 de enero y
en Occidente el 25 de diciembre. Consta que hacia la mitad del siglo IV se
celebraba en Roma la solemnidad del Nacimiento de Cristo el 25 de
diciembre, escogido para contrarrestar la fiesta pagana del Sol Invicto.
Luego se determinó celebrar dos fiestas
diferentes: una para el Nacimiento de Cristo y otra para su Epifanía o
Manifestación: Reyes Magos, Bautismo y el primer milagro en las bodas de
Caná.
Sentido teológico
Todo el misterio de la salvación se funda en el
Nacimiento de Cristo según la carne en Belén de Judá. San Agustín y San
León Magno han dado el sentido teológico y espiritual de esta solemnidad en
sus sermones, como nosotros lo expondremos más adelante al tratar el
sentido litúrgico de la misma.
25 DE
DICIEMBRE
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Solo trataremos aquí de la Misa
del día, no de la de medianoche ni de la de la aurora.
La Liturgia nos lleva hoy a
Belén, junto al pesebre, donde reposa el divino Rey, recién nacido. Dejémonos
llevar por ella. Una vez ante el divino Niño, postrémonos en actitud de
adoración y recitemos el símbolo de la fe y el prólogo del Evangelio según
San Juan: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
Engendrado no creado, de la misma sustancia que el Padre… Descendió de los
cielos, por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Fue concebido por
obra y gracia del Espíritu Santo y nació de santa María Virgen…»
Y con el profeta Isaías digamos
en el canto de entrada: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado; lleva a hombros el Imperio, y tendrá por nombre: Ángel del Gran
Consejo» (Is 9,5).
La colecta (Veronense)
ora: «Oh Dios, que de un modo tan admirable has creado al hombre a tu
imagen y semejanza, y de modo más admirable aún elevaste su condición por
Jesucristo, concédenos compartir la vida divina de Aquel que hoy se ha
dignado compartir con el hombre la condición humana».
El ofertorio es el mismo
del Misal anterior al Concilio Vaticano II: «Acepta, Señor, en la fiesta solemne
de Navidad la ofrenda que nos reconcilia contigo de modo perfecto, porque
en ella se encierra la plenitud del culto que el hombre puede tributarte».
El Salmo 97,3, en la comunión,
nos lleva a cantar, con toda la tierra, la victoria de nuestro Dios. Y en
la postcomunión, que también se encontraba en el Misal anterior,
pedimos al Dios de misericordia que hoy, que nos ha nacido de nuevo el
Salvador para comunicarnos la vida divina, nos conceda hacernos igualmente
partícipes del don de su inmortalidad.
–Isaías 52,7-10: Los confines de la tierra verán la
victoria de nuestro Dios. Ha cumplido Dios su palabra de consolación.
Nos ha redimido, dejándose ver y amar en medio de nosotros. Cristo es la
realidad suprema del acercamiento pedagógico de Dios a nosotros. Cristo es
el Mensajero que viene a anunciar la Buena Nueva: el Evangelio, de la paz y
de la salvación.
Cristo colma la expectativa de
la Historia y de todo hombre. Se pone a la cabeza de un pueblo nuevo que
con Él camina más aprisa hacia Dios. El hombre adquiere una nueva
conciencia de sí mismo, adquiere el sentido verdadero de la propia dignidad
y la posibilidad de crecer hacia el más allá, hacia la salvación
definitiva.
En el Misterio de la
Encarnación se nos da Dios mismo con todo lo que Él es y con todo cuanto
posee. Él sabe muy bien que ninguna otra cosa puede saciarnos más que Él
mismo. Es, pues, legítima nuestra alegría y son buenas nuestras fiestas,
pero sin el desorden ni el derroche.
–Con el Salmo 97 cantamos al Señor un
cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la
victoria, su santo brazo… Los confines de la tierra han contemplado la
victoria de nuestro Dios. Estamos salvados. Pero muchos hombres aún no lo
saben o se comportan como si no lo supiesen.
–Hebreos 1,1-6: Dios nos ha hablado por su Hijo.
Cristo es personalmente la Palabra de Dios vivo. En la plenitud de los
tiempos el Padre nos ha hablado por su Hijo. Ha habido dos fases en la
Revelación: la preparación por los profetas, primero, y en la plenitud de
los tiempos la revelación perfecta por medio del Hijo. Son dos momentos
continuos, de manera que, ciertamente, en todo tiempo Dios ha hablado a los
hombres. Pero en el último tiempo su Palabra se ha expresado de un modo
insólito y maravilloso, con un gesto nuevo de infinito amor. Cristo, Verbo
encarnado, imagen de Dios y de su gloria es el signo sacramental de una
nueva presencia de Dios en medio de nosotros. Es la Palabra eterna que
dialoga con nosotros, y así nos regenera. Salva y libra al hombre de la
esclavitud del pecado.
–Juan 1,1-18: La Palabra se hizo carne y acampó entre
nosotros. El Verbo, que es Luz y Vida divina –Luz que salva y Amor que
redime–, se ha hecho uno más entre nosotros. El Hijo de Dios se nos hace presente
en la realidad viviente de un Corazón también humano. San Agustín ha
comentado este pasaje evangélico muchas veces.
«Nadie dé muestras de ingenio,
revolviendo en su cabeza pensamientos pobres, como el siguiente: –“¿Cómo,
si en el principio ya existía el Verbo?… ¿cómo el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros?” Oye la causa. Cierto que a los que creen en su
nombre les dio la potestad de ser hijos de Dios… ¿Es acaso maravilla que
lleguéis vosotros a ser hijos de Dios, cuando por vosotros el Hijo de Dios
llegó a ser hijo del hombre? Y si, haciéndose hombre, quien era más, vino a
ser menos, ¿no puede hacer que nosotros, que éramos menos, pudiéramos venir
a ser algo más? Él pudo bajar a nosotros, ¿y nosotros no podremos subir a
Él? Tomó por nosotros nuestra muerte, ¿y no ha de darnos la vida? Padeció
tus males, ¿y no te dará sus bienes?…
«Ésta es la fe. Mantén lo que
no ves todavía. Es necesario que permanezcas ligado por la fe a lo que no
ves, para no tener que avergonzarte cuando llegues a verlo» (Sermón
119,5, en Hipona).
¡Qué inefable alegría debe producirnos nuestra viva fe
en el misterio de la Navidad! Sigamos contemplando el Misterio con la ayuda
de San Agustín:
«Un año más ha brillado para
nosotros –y hemos de celebrarlo– el Nacimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. En Él la verdad ha brotado de la tierra (Sal 84,12); el Día del
día ha venido ha nuestro día: alegrémonos y regocijémonos en Él (Sal
117,24). La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado la humildad
de tan gran excelsitud. De ello se mantiene alejado el corazón de los
impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las
reveló a los pequeños (Mt 11,25).
«Posean, por tanto, los
humildes la humildad de Dios, para llegar también a la altura de Dios con
tan grande ayuda, cual jumento que soporta su debilidad. Aquellos sabios y
prudentes, en cambio, cuando buscan lo excelso de Dios y no creen lo
humilde, al pasar por alto esto y, en consecuencia, no alcanzar aquello
debido a su vaciedad y ligereza, a su hinchazón y orgullo, quedaron como
colgados entre el cielo y la tierra, en el espacio propio del viento…
«Por tanto, celebremos el
nacimiento del Señor con la asistencia y el aire de fiesta que merece.
Exulten los varones, exulten las mujeres…Exultad, jóvenes santos… Exultad,
vírgenes santas… Exultad, todos los justos… Ha nacido el Justificador.
Exultad, débiles y enfermos, ha nacido el Salvador. Exultad, cautivos, ha
nacido el Redentor. Exultad, siervos, ha nacido el Señor. Exultad, hombres
libres: ha nacido el Libertador. Exultad, todos los cristianos, ha nacido
Cristo» (Sermón 184, día de
Navidad, después del año 412).
Y dice el mismo Doctor en otro
sermón, predicado entre los años 412 y 416:
«Se llama día del Nacimiento
del Señor a la fecha en que la Sabiduría de Dios se manifestó como Niño y
la Palabra de Dios, sin palabras, emitió la voz de la carne. La divinidad
oculta fue anunciada a los pastores por la voz de los ángeles e indicada a
los Magos por el testimonio del firmamento. Con esta festividad anual
celebramos, pues, el día en que se cumplió la profecía: “La verdad ha
brotado de la tierra y la justicia ha mirado desde el cielo” (Sal 84,12).
«La Verdad, que mora en el seno
del Padre, ha brotado de la tierra para estar también en el seno de una Madre.
La Verdad, que contiene el mundo, ha brotado de la tierra para ser llevada
por manos de mujer. La Verdad, que alimenta de forma incorruptible la
bienaventuranza de los ángeles, ha brotado de la tierra, para ser
amamantada por los pechos de carne. La Verdad, a la que no basta el cielo,
ha brotado de la tierra para ser colocada en un pesebre.
«¿En bien de quién vino con
tanta humildad tan grande excelsitud? Ciertamente, no vino para bien suyo,
sino nuestro, a condición que creamos. ¡Despierta, hombre; por ti, Dios se
hizo hombre!… Por ti, repito, Dios se hizo hombre. Estarías muerto para la
eternidad si Él no hubiera venido. Celebremos con alegría la llegada de
nuestra salvación y redención» (Sermón 185).
OCTAVA DE NAVIDAD
26 de diciembre. San Esteban
Es el primero de los mártires,
y de ahí que su testimonio haya conservado siempre un valor excepcional
dentro de la Iglesia. El Espíritu de Dios era el que lo impulsaba a hablar
y transfiguraba ante sus adversarios su rostro, que aparecía como el de un
ángel (Hch 6-7). El mismo Espíritu fue el que lo fortaleció en el martirio
y oró en él por los que lo apedreaban, y también por el joven Saulo, que
guardaba los mantos de los que lo hacían. Gracias a Esteban tenemos a
Pablo. La oración del primer mártir logra de Dios este gran éxito en los
comienzos del cristianismo.
La oración colecta (del
Misal anterior) pide al Señor nos conceda la gracia de imitar al mártir San
Esteban, que oró por los verdugos que le daban tormento, para que así
nosotros aprendamos a amar a nuestros enemigos.
–Hechos 6,8-10; 7,54-59: Lleno del Espíritu Santo, muere
como Cristo. Al anunciarles Jesús a sus discípulos las persecuciones
que vendrían sobre ellos, les había prometido su asistencia. El Espíritu de
Dios sería su fuerza y hablaría por su boca. Y esta promesa de Jesús que
oímos en el Evangelio, la vemos cumplida en el martirio de San Esteban. Se
hallaba éste lleno del Espíritu Santo y el mismo Espíritu inspiraba sus
palabras.
–Salmo 30: «A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Sé
la Roca de mi refugio, un baluarte donde me salve»... Cada día, en
Completas, ensayando nuestra futura muerte, repetimos esas palabras
primeras de Esteban.
–Mateo 10,17-22: No seréis vosotros los que habléis,
sino el Espíritu de vuestro Padre. San Fulgencio de Ruspe comenta:
«Ayer celebramos el nacimiento
temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos el triunfal martirio de su
soldado. Ayer nuestro Rey, revestido con el manto de nuestra carne y,
saliendo del recinto del seno virginal, se dignó visitar el mundo; hoy el
soldado, saliendo del tabernáculo de su cuerpo, triunfador, ha emigrado al
cielo.
«Nuestro Rey, siendo la
excelsitud misma, se humilló por nosotros. Su venida no ha sido en vano, pues
ha aportado grandes dones a sus soldados, a los que no sólo ha engrandecido
abundantemente, sino que también los ha fortalecido para luchar
invenciblemente. Ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se
hacen partícipes de la naturaleza divina…
«Así, pues, la misma caridad
que Cristo trajo del cielo a la tierra ha levantado a Esteban de la tierra
al cielo. La caridad que precedió en el Rey, ha brillado a continuación en
el soldado. Esteban, para merecer la corona, que significa su
nombre, tenía la caridad como arma y por ella triunfaba en todas partes» (Sermón
3,1-3).
En este día, en que la liturgia
celebra a San Esteban, evocamos también el misterio de Navidad, pues las
Vísperas son de la octava de esa solemnidad. Oigamos a San Agustín:
«Considera, oh hombre, lo que
vino a ser Dios por ti. Aprende la doctrina de tan gran humildad de la boca
del Doctor que aún no habla. En otro tiempo, en el paraíso, fuiste tan
fecundo que impusiste nombre a todo ser viviente. Ahora, por ti yace en el
pesebre, sin hablar, tu Creador; sin llamar por su nombre ni siquiera a su
Madre. Tú, descuidando la obediencia, te perdiste en el ancho jardín de
árboles fructíferos. Él, por obediencia, vino en condición mortal a un
establo estrechísimo, para buscar, mediante su muerte, al que estaba
muerto. Tú, siendo hombre, quisiste ser Dios, para tu perdición; Él, siendo
Dios, quiso ser hombre, para tu salvación. Tanto te oprimía la soberbia
humana, que sólo la humildad divina te podría levantar» (Sermón
188,3).
¡El Hijo de Dios tomó nuestra
naturaleza humana para ennoblecerla, para purificarla, para divinizarla,
para sumergirla en su naturaleza divina! Tomó nuestra naturaleza humana
para que nosotros fuéramos hijos de Dios. Lo somos por la gracia
santificante. La vivimos, imitando, reproduciendo en nosotros las virtudes
de Cristo: su amor al Padre, su celo por la salvación de las almas, su
obediencia, su humildad, su pobreza, su santidad.
27 de
diciembre. San Juan Evangelista
El Evangelista San Juan se
encuentra relacionado muy particularmente con los diversos aspectos del
misterio de Cristo. Él fue el que reclinó su cabeza sobre el pecho del
Señor, y él estuvo al pie de la Cruz con la Virgen María, que fue confiada
por Jesús a sus cuidados. Él fue testigo de la Resurrección del Señor. Y es
conocido como el Evangelista teólogo, pues se remonta como un águila real
hacia las alturas del Verbo de Dios.
La oración colecta
(compuesta con textos del Veronense, del Gelasiano y del Gregoriano) pide a
Dios, al Señor nuestro, que nos ha revelado por medio del apóstol San Juan
el misterio de su Palabra hecha carne, nos conceda llegar a comprender y a
amar de corazón lo que el Apóstol nos dio a conocer.
–1 Juan 3,1-4: Nuestras manos palparon el Verbo de la
Vida. San Juan, amigo íntimo del Verbo encarnado, nos da testimonio de
lo que él vivió intensamente junto a Jesucristo, y todo lo escribe para que
nuestra alegría sea completa.
–Salmo 96: «Alegraos, justos, con el Señor. El Señor reina,
la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y nube lo
rodean, Justicia y Derecho sostienen su trono… Amanece la luz para el justo
y la alegría para los rectos de corazón»…
–Juan 20,2-8: El acto de fe es de San Juan. Él
corrió con Pedro al Sepulcro, llegó el primero y vio las vendas en el
suelo, pero no entró. Como testigo de la Resurrección del Señor, «vio y creyó».
San Agustín comenta:
«Así, pues, la Vida misma se ha
manifestado en la carne, para que, en esta manifestación, aquello que sólo
podía ser visto con el corazón fuera también visto con los ojos, y de esta
forma sanase los corazones. Pues la Palabra se ve sólo con el corazón, pero
la carne se ve también con los ojos corporales. Éramos capaces de ver la
carne, pero no logramos ver la Palabra. La Palabra se hizo carne, a la cual
podemos ver, para sanar en nosotros aquello que nos hace capaces de ver la
Palabra…
«Aquéllos vieron, nosotros no;
y, sin embargo, estamos en comunión con ellos, pues poseemos una misma fe…
“Os escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa”. La alegría
completa es la que se encuentra en una misma comunión, una misma caridad,
una misma unidad» (Tratado sobre la primera Carta de San Juan
1,1-3).
La Iglesia festeja hoy a San
Juan Evangelista, pero continúa celebrando también el misterio insondable
de Navidad. San Ambrosio nos ayuda a contemplarlo, meditando en el
evangelio de San Juan:
«Con pocas palabras ha expuesto
San Lucas cómo y en qué tiempo y en qué lugar ha nacido Cristo según la
carne. Pero, si quieres conocer su generación celeste, lee el Evangelio de
San Juan, que ha comenzado por el cielo para descender a la tierra.
Encontrarás allí cuanto Él era, y cómo era y qué era, lo que había hecho y
lo que hacía, dónde estaba y a dónde vino, cómo vino, en que tiempo vino,
por que causa vino…
«Si hemos conocido la doble
generación [del Verbo] y la misión de cada una, si advertimos por qué causa
ha venido: tomar sobre sí los pecados del mundo moribundo, para abolir la
mancha del pecado y la muerte de todos en sí mismo, que no podía ser
vencido, lo lógico es que ahora el Evangelista San Lucas nos enseñe, a su
vez y nos muestre los caminos del Señor, que va creciendo según la carne…
«Él ha sido niño para que tú
puedas ser varón perfecto. Él ha sido ligado con pañales, para que tú
puedas ser desligados de los lazos de la muerte. Él ha sido puesto en un
pesebre, para que tú puedas ser colocado sobre los altares. Él ha sido
puesto en la tierra, para que tú puedas estar entre las estrellas. Él no
tuvo lugar en el mesón, para que tú tengas muchas mansiones en el cielo (Jn
14,2). Él, siendo rico, se ha hecho pobre por nosotros, a fin de que su
pobreza nos enriquezca (1 Cor 8,9).
«Luego mi patrimonio es aquella
pobreza del Señor, y su debilidad, mi fortaleza. Prefirió para sí la
indigencia a fin de ser pródigo para todos. Me purifican los llantos de
aquella infancia que da vagidos, y aquellas lágrimas han lavado mis
delitos. Yo soy, pues, oh Señor Jesús, más deudor a tus injurias de mi
redención, que a tus obras de mi creación. De nada me hubiera servido haber
nacido sin el beneficio de la redención.
«He aquí el Señor, he aquí el
pesebre por el que nos fue revelado este divino misterio: que los gentiles,
viviendo a la manera de bestias sin razón en los establos serían alimentados
por la abundancia del alimento sagrado. Entonces el asno, imagen y modelo
de los gentiles, ha reconocido el pesebre de su Señor. Por eso dice: “El
Señor me ha alimentado y nada me faltará” (cfr. Sal 22). ¿Son acaso
insignificantes los signos por los cuales Dios se hace reconocer, el
ministerio de los ángeles, la adoración de los Magos y el testimonio de los
mártires? Él sale del seno materno, pero resplandece en el cielo; yace en
un albergue terreno, pero está bañado de una luz celeste.
«Observa los orígenes de la
Iglesia naciente: Cristo nace, y los pastores comienzan a velar; por ellos,
el rebaño de las naciones, que vivía hasta entonces la vida de los
animales, comienza a ser congregado en el aprisco del Señor, para no ser
expuesto, en las oscuras tinieblas de la noche, a los ataques de las
bestias espirituales. Y los pastores vigilan bien, habiendo sido formados
por el Buen Pastor. De este modo, el rebaño es el pueblo, la noche es el
mundo, los pastores son los sacerdotes» (Comentario a San Lucas lib.
II, nn. 40-43.50).
El nacimiento del Hijo de Dios
humanado no es un idilio infantil, una agradable escena pastoril, un
ejemplo inocente, un hecho que se repite una vez más, como tantas otras. El
Nacimiento de Cristo es y debe ser, más bien, una fuerza que repercute e
influye hondamente en la vida de la Santa Iglesia, en la vida de todos los
cristianos. Y el Señor nos comunica muy especialmente su gloriosa vida
divina por los sacramentos.
28 de
Diciembre. Santos Inocentes
Al menos desde el siglo VI la
Iglesia ha honrado en los días inmediatos a la Navidad del Señor a los Santos
niños Inocentes. Recoge el hecho el evangelista San Mateo en la segunda
lectura de esta fiesta. Se los considera como las primicias de los
redimidos, en el sentido exacto de esta palabra, pues confiesan a
Cristo, no con sus palabras, pero sí con su sangre.
La oración colecta (del
Misal anterior) dice que los mártires inocentes proclaman la gloria del
Señor en este día no con sus palabras sino con su sangre, y pide a Dios que
nos conceda por su intercesión testimoniar con nuestra vida la fe que
confesamos.
–1 Juan 1,5–2,2. No tiene esta perícopa una relación
especial con la fiesta de hoy, salvo ciertas alusiones a la sangre de
Jesús, que «es la víctima ofrecida por los pecados». De este modo ilumina
el misterio de la muerte de los Niños Inocentes, que siendo inmolados a
causa de Jesús, fueron hechos así miembros de su Cuerpo.
–Salmo 123: «Hemos salvado la vida como un pájaro de la
trampa del cazador. Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando
nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos, tanto ardía su ira
contra nosotros. Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente
hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes.
La trampa se rompió y escapamos»…Estas palabras se aplican a los Niños
Inocentes, que por su muerte salieron a una vida mejor, vertiendo su sangre
a causa de Cristo.
–Mateo 2,13-18: Herodes mandó matar a todos los niños en
Belén. Se cumplió así el oráculo: «Un grito se oye en Ramá: llanto y
lamentos grandes. Es Raquel, que llora a su hijos y rehusa el consuelo,
porque ya no viven». Comenta San Quodvultdeus:
«Nace un niño pequeño, que es
un gran Rey. Los magos son atraídos desde lejos; vienen a adorar al que todavía
yace en el pesebre, pero que reina al mismo tiempo en el cielo y en la
tierra. Cuando los magos le anuncian a Herodes que ha nacido un Rey, él se
turba, y para no perder su reinado, lo quiere matar. Si hubiera creído en
Él, estaría seguro en la tierra y reinaría sin fin en la otra vida.
«“¿Qué temes, Herodes, al oír
que ha nacido un Rey? Él no ha venido a expulsarte a ti, sino para vencer
al Maligno. Pero tú no entiendes estas cosas, y por ello te turbas y te
enfureces, y, para que no escape el que buscas, te muestras cruel, dando
muerte a tantos niños. Ni el dolor de las madres que gimen, ni el lamento
de los padres por la muerte de sus hijos, ni los quejidos y los gemidos de
los niños te hacen desistir de tu propósito. Matas el cuerpo de los niños,
porque el temor te ha matado a ti el corazón”…
«Los niños sin saberlo, mueren
por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires. Cristo ha hecho dignos
testigos suyos a los que todavía no podían hablar. He aquí de qué manera reina el que ha venido para reinar.
He aquí que el libertador concede libertad y el salvador da la salvación…
¡Oh gran don de la gracia! ¿De quién son los merecimientos para que
triunfen así los niños? Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía
no pueden entablar batalla, valiéndose de sus propios miembros, y ya
consiguen la palma de la victoria» (Sermón 2, sobre el Símbolo).
La Iglesia recuerda hoy y
venera a los Santos Inocentes, pero, durante la octava de Navidad las
Vísperas celebran esa solemnidad. Por eso exponemos su contenido teológico
y espiritual con las Homilías de Navidad de San León Magno.
En la primera dice: «Hoy,
amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar lugar
a la tristeza cuando nace la vida para acabar con el temor de la muerte y
para llenarnos de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido
de participar de este gozo, pues una misma es la causa de la común alegría,
ya que nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a
nadie halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el
santo, porque se acerca el premio; alégrese el pecador, porque se le invita
al perdón; anímese el gentil, porque se le llama a la vida.
«Al llegar la plenitud de los
tiempos (Gál 4,4), señalada por los inescrutables designios del divino
consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con
su autor y vencer al diablo, inventor de la muerte, por la misma naturaleza
que Él había dominado (Sab 2,24)… Se eligió una Virgen de la estirpe real
de David que, debiendo concebir un fruto sagrado, lo concibió antes en su
espíritu que en su cuerpo.
«Por lo cual, amadísimos, demos gracias a Dios
Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa
misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros y, estando muertos
por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (Ef 2,5) para que fuésemos
en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos.
«Por lo tanto, dejemos al
hombre viejo, con sus acciones (Col 3,9) y renunciemos a las obras de la carne,
nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo.
Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, pues participas de la naturaleza
divina (2 Pe 1,4), y no vuelvas a la antigua vileza con una vida depravada.
Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que,
arrancado al poder de las tinieblas (Col 1,13), has sido trasladado al
reino y claridad de Dios. Por el sacramento del Bautismo te convertiste en
templo del Espíritu Santo. No ahuyentes a tan escogido huésped con acciones
pecaminosas, no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has
costado la sangre de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te
juzgará conforme a la verdad».
En la homilía segunda dice: «Exultemos
en el Señor, amadísimos, y alegrémonos con un gozo espiritual, pues se ha
levantado para nosotros el día de una nueva redención, día preparado desde
largo tiempo, día de una felicidad eterna. He aquí, en efecto que el
círculo del año nos actualiza de nuevo el misterio de nuestra salvación;
misterio prometido desde el comienzo del mundo, otorgado al fin, y hecho
para durar siempre.
«Es digno en este día que,
elevando nuestros corazones hacia lo alto (1 Cor 10,11), adoremos el
misterio divino, para que la Iglesia celebre con gran alegría lo que ha
procedido de un gran don de Dios… Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos
señalados para la redención del hombre, nuestro Señor Jesucristo, de lo
alto de su sede celestial, baja hasta nosotros. Sin dejar la gloria del
Padre, viene al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo
nuevo, ya que invisible por naturaleza, se hace visible por nuestra
naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse comprensible; el que fue
antes que el tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo. Siendo Señor del
universo, ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de su
majestad. Dios impasible, no se ha desdeñado de ser hombre pasible; y
siendo inmortal se somete a la muerte…
«El Señor Cristo Jesús ha
venido, en efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima;
no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Ha venido a sanar
nuestra enfermedad, consecuencia de nuestra corrupción y todas las llagas
que manchan nuestra alma».
29 de
Diciembre
«Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él,
sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16). Con este canto de entrada
comienza la Misa de hoy.
Y en la oración colecta
(Gelasiano) pedimos a Dios todopoderoso, a quien nadie ha visto nunca y que
ha disipado las tinieblas del mundo con la venida de Cristo, Luz verdadera,
nos mire complacido, para que podamos cantar dignamente la gloria del
nacimiento de su Hijo.
–1 Juan 2,3-11: Quien ama a su hermano permanece en la
luz. El cristianismo no es sólo algo negativo: no pecar, sino también
vivir según la voluntad de Dios. Conocer a Cristo es vivir según su
Voluntad. Son, pues, necesarias la fe y las obras (Sant 2, 14-26). Guardar
la palabra de Dios es una respuesta amorosa al amor que Él nos tiene. El
amor es superior al conocimiento y a la fe. Vivir el amor es imitar a
Jesucristo, que es en realidad nuestra Ley, y amar como Él ha amado.
Comenta San Agustín:
«“Quien dice que permanece en
Cristo debe andar como Él anduvo” (1 Jn 2,6). ¿Y cuál es el camino por el
que Cristo caminó? ¿Cuál es sino la caridad de la que dice el Apóstol: “os
muestro un camino todavía más excelente” (1 Cor 12,31)?. Si, pues, queremos
imitar a Cristo, debemos correr por el mismo camino por el que Él se dignó
andar, incluso cuando pendía de la cruz. Estaba clavado en la cruz y,
corriendo por el camino de la caridad, rogaba por sus perseguidores.
Finalmente, pronunció estas palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo
que hacen” (Lc 23,34) Pidamos, pues, también nosotros esto mismo, sin
cesar, en favor de todos nuestros enemigos, para que el Señor les conceda
la corrección de sus costumbres y el perdón de sus pecados» (Sermón 167, A).
Y San Juan Crisóstomo:
«¿Que razón tienes para no
amar? ¿Que el otro correspondió a tus favores con injurias? ¿Que quiso
derramar tu sangre en agradecimiento de tus beneficios? Pero, si amas por
Cristo, ésas son razones que te han de mover a amar más aún. Porque lo que
destruye las amistades del mundo, eso es lo que afianza la caridad de
Cristo. ¿Cómo? Primero, porque ese ingrato es para ti causa de un premio
mayor. Segundo, porque ése precisamente necesita más ayuda y un cuidado más
intenso» (Hom. sobre San Mateo 60,3).
–El Padre ha dado a Cristo en
su Nacimiento « el trono de David», para que reine sobre la casa de Jacob y
su reino no tenga fin. La plenitud de los tiempos, el Reino eterno ya
comenzado ya, y por eso cantamos con el Salmo 75: «Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al
Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. Proclamad día
tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a
todas las naciones. El Señor ha hecho el cielo; honor y majestad lo
preceden, fuerza y esplendor están en su templo. Alégrese el cielo, goce la
tierra».
En el establo, en el pesebre,
debajo del velo de su pobreza, de su vida oscura, de su desamparo, de su
debilidad infantil, el Señor es Rey. Dejémonos conquistar por Él y
abracémonos con su pobreza, con su humildad, con su obediencia, con su
debilidad. De este modo Él también reinará en nosotros.
–Lucas 2,22-35: Jesús, María y José se someten a la ley
judaica. La ley que ordenaba la presentación del primogénito al Señor y
la purificación de la madre no afectaban ni a Jesucristo ni a la Virgen
María, pero obedecieron. Jesús es ofrecido en el templo de manos de la
Virgen María y de San José.
Inspirada por el Espíritu
Santo, María conoce perfectamente el gran misterio que nos relata el
Evangelio de hoy. Comprende el significado y el valor del sacrificio que
Ella realiza. Identificada en absoluto con los sentimientos sacrificiales
de su divino Hijo, María lo ofrece al Padre con la misma abnegación, con el
mismo desprendimiento con que se ofrece el propio Jesús. Sacrifica
generosamente con un total e incondicional fiat en sus labios y en
su corazón lo que Ella más quiere y ama, su Todo. Lo hace en nombre y en
representación nuestra y para nuestra salvación.
Estamos ante uno de los
momentos más solemnes de la vida de la Virgen María, de la vida de la
humanidad, de la vida de todos y de cada uno de nosotros. Es la primicia
del Calvario. También comienza para Ella su sacrificio. Su alma será
traspasada por la espada del dolor (Lc 2,25). Se ofrece también Ella por
nosotros, juntamente con su Hijo. Ya se vislumbra el día en que, a los pies
de la cruz, completará con Jesús la oblación comenzada hoy en el templo. El fiat de la Anunciación tuvo
muchos momentos de prolongación crucificada en su vida.
30 de
Diciembre
Entrada: «Cuando
todo guardaba un profundo silencio, al llegar la noche al centro de su
carrera, tu omnipotente Palabra, Señor, bajó de los cielos desde su solio
real» (Sab 18, 14-15).
En la colecta
(Gelasiano) pedimos al Señor que, por este nuevo nacimiento de su Hijo en
la carne, nos libre del yugo con que nos domina la antigua servidumbre del
pecado.
–1 Juan 2,12-17: El que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre. Por Jesús ha llegado la libertad del pecado,
hemos conocido al Padre, hemos vencido al mal. La Palabra de Dios ha morado
entre nosotros, nos ha iluminado con su Luz resplandeciente para conocer la
Voluntad del Padre y nos ha dado fortaleza para cumplirla. Nuestra ley es
convivir con la Palabra. Sólo así podemos vencer la mentira y el mal del mundo.
Comenta San Agustín:
«Este mundo fue hecho por Dios,
pero el mundo no le conoció. ¿Que mundo no le conoció? El que ama el mundo;
el que ama la obra y desprecia al Artífice. Tu amor ha de emigrar. Rompe
los cables que te unen a la criatura y únete al Creador. Cambia de amor y
de temor. Las costumbres no las hacen buenas o malas más que los buenos o
malos amores… “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo”(1 Jn 2,15)...
«Lo que hay en los amantes del
mundo es “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición
mundana” (ib. 16). La concupiscencia de la carne se identifica con el
placer, la concupiscencia de los ojos con la curiosidad y la ambición
mundana con la soberbia. Quien vence estas tres cosas no le queda
absolutamente ningún deseo que vencer. Hay muchas ramas, pero raíces no hay
más que tres» (Sermón 313,
A, 2, Cartago, 14 de septiembre 401, fiesta de San
Cipriano).
Si viviéramos verdaderamente de
nuestra fe, ella inflamaría nuestro corazón y le haría amar con delirio a
Aquel que, impulsado por nuestro amor, se despojó de sí mismo, se anonadó
y, tomando la forma de siervo, se hizo obediente hasta la muerte y muerte
de cruz (Flp 2,5-8). Pero ¡cuánta frialdad, cuánto olvido por nuestra
parte! ¡Y qué inefable alegría debiera producirnos nuestra viva fe en el
misterio de la Navidad del Señor, que tan bella y eficazmente celebra la
Iglesia en estos días!
–El Israel restaurado tras el
destierro de Babilonia, después de llenarse de gozo y cantar al Dios que le
dio la victoria, se vuelve hacia los pueblos paganos vecinos y los invita a
cantar también, reconociendo el poder del Señor. Nosotros hacemos lo mismo
cantando con el Salmo 95
y aclamamos a todos los pueblos, anunciándoles que para todos ha llegado la
salvación, la redención, la liberación con el Nacimiento de Cristo:
«Familias de los pueblos,
aclamad al Señor, aclamad la gloria y
el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor. Entrad
en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos ante el Señor en el atrio
sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: “El
Señor es Rey. Él afianzó el orbe y no se moverá. Él gobierna a los pueblos
rectamente”».
–Lucas 2,36-40: El Niño que nos ha nacido de María es el
Salvador tan largamente esperado. Así lo proclama Ana en el templo. La
Palabra de Dios, que permanece para siempre, se ha hecho carne, y sacia las
esperanzas de un pueblo. Este pueblo está presente en los ojos y en las
manos de Ana, la profetisa, mujer viuda que ha gastado su vida en ayunos y
oraciones junto al templo. La oración de súplica se transforma así en
alabanza ante todos los que esperaban la redención.
Comenta San Agustín:
«Grandes fueron los méritos de
Ana, aquella viuda santa. Había vivido siete años con su marido; muerto él,
había llegado a la ancianidad, y en su santa vejez esperaba la infancia del
Salvador, para verlo pequeño, ya entrada ella en años; para reconocerlo, ya
viejecita, y para ver entrar en el mundo al Salvador, ella que estaba a
punto de salir de él…
«El anciano Simeón, cuya edad
iba pareja con la de Ana, había vivido también muchos años, y había
recibido la promesa de que no conocería la muerte sin haber visto antes a
Cristo, al Señor. Comprended, hermanos cuán grande era el deseo de ver a
Cristo que tenían los santos antiguos. Sabían que tenía que venir» (Sermón
370,1-2).
Tengamos también nosotros, como aquellos justos
antiguos, deseos de recibir a Jesús, el Salvador, y de poseerlo.
La Familia sagrada
vuelve después a Nazaret, y allá vive Jesús en la humildad y en el silencio
durante treinta años. ¡Qué fecundidad la de los años de Nazaret! ¡Qué
misterio tan impenetrable la vida de los tres allí! ¡Cómo quisiéramos
conocer algo de sus coloquios, de sus oraciones, de su intimidad!
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