ADVIENTO Y NAVIDAD
DOMINGO I DE ADVIENTO
El monte
santo
Is 2,1-5
En el pórtico del
Adviento nos encontramos con el texto de Isaías. Es la primera lectura que
la Iglesia nos proclama en este Adviento. Más aún, es el primer texto que
escuchamos en el nuevo año litúrgico que hoy empezamos. Y ello nos indica
el calibre de la esperanza con que hemos de vivir esta nueva etapa. La
visión no puede ser más grandiosa: pueblos innumerables que confluyen hacia
la casa de Dios.
La Iglesia es
el monte santo, la casa del Señor, la ciudad puesta en lo alto de un monte,
la lámpara colocada en el candelero para que ilumine a todos los que están
en este mundo (Mt 5,14-16). De esta nueva Jerusalén sale la Palabra del
Señor. Ella da a los hombres lo más grande que tiene y lo mejor que los
hombres pueden recibir: da la Palabra de Dios, la voluntad de su Señor. Más
aún, da a Cristo mismo, que es la Palabra personal del Padre. Y con Cristo
da la paz y la hermandad entre todos los que le aceptan como Señor de sus
vidas.
Frente a todo
planteamiento individualista, esta visión debe dilatar nuestra mirada.
Frente a toda desesperanza porque no vemos aún que de hecho esto sea así,
Dios quiere infundir en nosotros la certeza de que será realidad porque Él
lo promete. Más aún, a ello se compromete. Por eso la segunda lectura y el
evangelio nos sacuden para que reaccionemos: «Daos cuenta del momento en
que vivís». En esta etapa de la historia de la salvación estamos llamados a
experimentar las maravillas de Dios, la conversión de multitudes al Dios
vivo. Más aún, se nos llama a ser colaboradores activos y protagonistas de
esta historia. Pero ello requiere antes nuestra propia conversión: «Es hora
de espabilarse... dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos
con las armas de la luz, caminemos a la luz del Señor».
DOMINGO
II DE ADVIENTO
El deseado de los pueblos
Is 11,1-10
Isaías es el
profeta del Adviento. Él nos conduce de la mano hacia el Mesías que
esperamos. Hoy nos lo presenta como Ungido por el Espíritu. «Sobre Él
reposará el Espíritu del Señor». El mismo nombre de Mesías o Cristo
significa precisamente ungido,
aquel que está totalmente impregnado del Espíritu de Dios y lo derrama en
los demás. El Cristo que esperamos en este Adviento viene a inundarnos con
su Espíritu, a bautizar «con Espíritu Santo y fuego» (evangelio). Ser
cristiano es estar empapado del Espíritu de Cristo. No se puede ser
verdaderamente cristiano sin estar lleno del Espíritu Santo.
Este Cristo a
quien esperamos se nos presenta también como «estandarte de los pueblos»,
como aquel «a quien busca el mundo entero». Cristo es «el Deseado de todos
los pueblos». Aún sin saberlo, todos le buscan, todos le necesitan, pues
todos hemos sido creados para Él y solo en Él se encuentra la salvación (He
4,12). Esta es la esperanza del Adviento: que todo hombre encuentre a
Cristo. Clamamos «Ven, Señor Jesús» para que Él se manifieste a todo
hombre. Nuestra misión es levantar bien alto este estandarte, esta en-seña:
presentar a Cristo a los hombres con nuestras palabras y con nuestras
obras.
El profeta nos
dibuja también como objeto de nuestra esperanza un auténtico paraíso, donde
reine la paz y la armonía entre todos los vivientes. Los frutos de la
venida de Cristo –si realmente le recibimos– superan enormemente nuestras
expectativas en todos los órdenes. Pero el profeta nos recuerda que esta
paz tan deseada será sólo una consecuencia de otro hecho: que la tierra
esté llena del conocimiento y del amor del Señor «como las aguas colman el
mar».
DOMINGO
III DE ADVIENTO
El desierto florecerá
IS 35,
1-6A. 10
«El desierto florecerá».
He aquí la intensidad de la esperanza que la Iglesia quiere infundir en
nosotros mediante las palabras del profeta. Nosotros solemos esperar
aquello que nos parece al alcance de nuestra mano. Sin embargo, la
verdadera esperanza es la que espera aquello que humanamente es imposible.
Debemos esperar milagros: que el desierto de los hombres sin Dios florezca
en una vida nueva, que el desierto de nuestra sociedad secularizada y
materialista reverdezca con la presencia del Salvador.
Estos son los
signos que Dios quiere darnos y que debemos esperar: que se abran a la fe
los ojos de los que por no tenerla son ciegos, que se abran a escuchar la
palabra de Dios los oídos endurecidos, que corra por la senda de la
salvación el que estaba paralizado por sus pecados, que prorrumpa en cantos
de alabanza a Dios la lengua que blasfemaba... Si esperamos estos signos,
ciertamente se producirán, y todo el mundo los verá, y a través de ellos se
manifestará la gloria del Señor, y los hombres creerán en Cristo, y no tendrán
que preguntar más: «¿Eres tú el que ha de venir o
tenemos que esperar a otro?» (evangelio).
El que tiene
esta esperanza se siente fuerte y sus rodillas dejan de temblar. Pero el
secreto para tenerla es mirar al Señor. La palabra de Dios quiere clavar
nuestra mirada en el Señor que viene y dejarla fija en su potencia
salvadora: «¡Animo! No temáis. Mirad a vuestro
Dios que viene... Él vendrá y os salvará». Dejar la mirada fija en las
dificultades arruina la esperanza; fijarla en el Señor y desde Él ver las
dificultades acrecienta la esperanza.
DOMINGO
IV DE ADVIENTO
La señal de Dios. Con ella cambió la historia
IS
7,10-14
«El Señor por
su cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de la Navidad, la Iglesia
quiere centrar más y más nuestra mirada y nuestro deseo en Cristo que
viene. Con las palabras del profeta nos recuerda que Cristo es el signo que
Dios nos ha dado. Esperamos signos de que el mundo cambia, de que las cosas
mejoran. Pero Dios nos da un único signo: Cristo Salvador. Él es la respuesta
a todos los interrogantes, la solución a todos los problemas. Cristo nos
basta. Sólo hace falta que le acojamos sin condiciones. Si creemos
firmemente en Él y le dejamos entrar en nuestra vida, Él hará lo demás, «Él
salvará a su pueblo de los pecados» (evangelio).
«La Virgen está
encinta y da a luz a un hijo». María está en el centro de la liturgia de
este domingo. Cristo nos es dado a través de ella. Gracias a ella tenemos
al Emmanuel, al «Dios-con-nosotros».
Para darlo al
mundo, primero lo ha recibido. La vida de la Virgen no es llamativa en
actividades exteriores. Al contrario, su vida fue totalmente sencilla. Y,
sin embargo, ella está en el centro de la historia. Con ella la historia ha
cambiado de rumbo. Al recibir a Cristo y darlo al mundo, todo ha cambiado.
Nuestra vida
está llamada a ser tan sencilla y a la vez tan grande como la de María. No
hemos de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo
a Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a
Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación.
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Hemos visto su gloria
Mt
1,1-25; Lc 2,1-14.15-20; Jn 1,1-18
Grande es la
riqueza de la liturgia de Navidad, con cuatro misas diferentes. He aquí una
pincelada de cada uno de los cuatro evangelios.
«Jacob engendró
a José, el esposo de María». La misa vespertina de la vigilia recoge la
larga genealogía de Jesús. El Hijo de Dios ha asumido la historia de Israel
y, en ella, la historia entera de la humanidad. En ella hay de todo, desde hombres
piadosos hasta grandes pecadores. Así, Cristo ha redimido esta historia
desde dentro, haciéndola suya.
«La gran
alegría». La misa de medianoche está marcada por ese estallido de júbilo:
ha nacido el Salvador. Un año más la Iglesia acoge con gozo esa «buena
noticia» de labios de los ángeles, se deja sorprender y entusiasmar por
ella y, de ese modo, se capacita para ser ella misma mensajera de esa gran
alegría para todos los hombres.
«Fueron
corriendo». La misa de la aurora está marcada por las prisas de los
pastores para ver lo que el ángel anunció. Es la reacción ante la
maravillosa noticia: nadie puede quedar indiferente. Menos aún después de
ver a Jesús: «Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios».
«Hemos
contemplado su gloria». Tras la reacción inicial, la actitud contemplativa
del evangelista Juan. Se trata de acoger la luz que irradia de la carne del
Verbo. Y de acoger toda la abundancia de vida que de Él brota: «de su
plenitud todos hemos recibido», «da poder para ser hijos de Dios»...
LA
SAGRADA FAMILIA
(domingo después de Navidad)
Iglesia doméstica
Col
3,12-21
El Concilio
Vaticano II presenta a la familia cristiana como «Iglesia doméstica» (LG
11; GS 48; AA 11). La comunidad familiar formada por los padres y los hijos
es una comunidad eclesial. Es una comunidad de bautizados que viven con
gozo su condición de hijos de Dios y su condición de miembros de la
Iglesia, unidos en la misma fe y en el mismo Espíritu (Ef 4,4-6). La
segunda lectura de hoy nos presenta algunos rasgos que definen esta iglesia
doméstica:
«Cantad a Dios,
dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados». La
familia es el lugar natural donde se ora, donde se alaba a Dios. Con la
misma naturalidad con que se enseña al niño a leer o se le da de comer, se
le debe enseñar a orar orando con él. La familia es una comunidad orante.
Es necesario recuperar la alegría de la oración en familia, dejando de lado
timideces y falsos pudores.
«Enseñaos unos
a otros con toda sabiduría, exhortaos mutuamente». Cada uno debe ayudar al
otro con el testimonio, pero también con la palabra. Cada uno ha recibido
el don de la palabra para ponerlo al servicio de los demás; una palabra que
ilumina, que alienta, que estimula, que consuela, que corrige, que abre los
ojos, que da vida...
«El Señor os ha
perdonado, haced vosotros lo mismo». La convivencia de cada día requiere
mucha paciencia, mucha capacidad de perdón, mucha capacidad de ceder...
Cristo nos ofrece no sólo el modelo, sino la fuerza para perdonar una y
otra vez. Apoyados en el perdón que de Él hemos recibido, también nosotros
somos capaces de perdonar siempre.
DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD
El mayor regalo
Jn
1,1-18
«Se hizo
carne». Estos días son para dejarnos saturar por el realismo de este
acontecimiento. El Hijo de Dios, eterno, infinito, se hizo hombre de
verdad. «Se hizo carne» significa «se hizo hombre», pero resaltando la
dimensión corporal y, sobre todo, las limitaciones propias de todo ser
humano. De hecho, los evangelios se encargarán de indicarnos que Jesús se
cansa, siente hambre, es vencido por el sueño... ¡Hombre verdadero! En todo
igual a nosotros menos en el pecado y sus consecuencias (Hb 2,15). Y sin
dejar de ser Dios, omnipotente, infinito... No podríamos pensar un Dios más
cercano. ¿Cómo sentirnos solos, incomprendidos o abandonados?
«A cuantos le
recibieron les da poder par ser hijos de Dios». Cristo viene para realizar
este «maravilloso intercambio». Así es el amor de Cristo: se abaja Él para
levantarnos a nosotros. Este es el gran regalo de Cristo en su nacimiento,
que no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos (1 Jn
3,1). ¿Cabía regalo mayor? No sólo se hace hombre para ser nuestro
compañero de camino, sino que nos eleva a su misma dignidad, nos infunde su
misma vida. ¡Somos partícipes de la naturaleza divina! (2 Pe 1,4).
«De su plenitud
todos hemos recibido». Si contemplamos la grandeza de Cristo, entenderemos
que en Él lo tenemos todo. Él mismo nos dice: «El que tenga sed, que venga
a mí y beba» (Jn 7,37). Es inútil, absurdo y nocivo pretender saciar
nuestra sed en otras personas, cosas o medios que antes o después se
revelan cisternas agrietadas que no pueden saciar (Jer 2,13). «Señor, ¿a
quién vamos a acudir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
EPIFANÍA
DEL SEÑOR
Rendirse ante Dios
Mt
2,1-12
El primer
detalle que el evangelio de hoy sugiere es el enorme atractivo de
Jesucristo. Apenas ha nacido y unos magos de países lejanos vienen a
adorarlo. Ya desde el principio, sin haber hecho nada, Jesús comienza a
brillar y a atraer. Es lo que después ocurrirá en su vida pública
continuamente: «¿Quién es este?» (Mc 4,41). «Nunca
hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). ¿Me siento yo atraído por Cristo? ¿Me
fascina su grandeza y su poder? ¿Me deslumbra la hermosura de aquel que es
«el más bello de los hombres» (Sal 45,3)?
Además, toda la
escena gira en torno a la adoración. Los Magos se rinden ante Cristo y le
adoran, reconociéndole como Rey –el oro– y como Dios –el incienso– y
preanunciando el misterio de su muerte y resurrección –la mirra–. La
adoración brota espontánea precisamente al reconocer la grandeza de Cristo
y su soberanía, sobre todo, al descubrir su misterio insondable. En medio
de un mundo que no sólo no adora a Cristo, sino que es indiferente ante Él
y le rechaza, los cristianos estamos llamados más que nunca a vivir este
sentido de adoración, de reverencia y admiración, esta actitud
profundamente religiosa de quien se rinde ante el misterio de Dios.
Y, finalmente,
aparece el símbolo de la luz. La estrella que conduce a los Magos hasta
Cristo expresa de una manera gráfica lo que ha de ser la vida de todo
cristiano: una luz que brillando en medio de las tinieblas de nuestro mundo
ilumine «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,79), les
conduzca a Cristo para que experimenten su atractivo y le adoren, y les
muestre «una razón para vivir» (Fil 2,15-16).
BAUTISMO
DEL SEÑOR
(domingo después de
Epifanía)
Ceder a Cristo
Mt
3,13-17
«Juan trataba
de impedírselo». Con toda su buena voluntad, Juan intenta evitar que el
Hijo de Dios pase a los ojos de los hombres como un pecador. Él tenía su
lógica, pero según unos criterios que no coincidían con los de Dios. Si
hubiera logrado impedírselo, nos habríamos quedado sin esta grandiosa
revelación que el evangelio de hoy nos ofrece, no se habrían abierto los
cielos y en definitiva habría impedido a Jesús manifestarse como Hijo del
Padre y Ungido por el Espíritu Santo.
Del mismo modo,
también nosotros ¡cuántas veces entorpecemos los planes de Dios porque no
se ajustan a nuestras ideas! Olvidamos que los pensamientos de Dios no
coinciden con los nuestros y que sus planes superan infinitamente los
nuestros (Is 55, 8-9). Deberíamos al menos tener la humildad de Juan para
ceder a los deseos de Cristo aunque no los entendamos, pues ellos le llevan
a manifestar su gloria, mientras los nuestros la oscurecen. Deberíamos
hacer caso a la palabra de Dios: «Confía en el Señor con toda el alma y no
te fíes de tu propia inteligencia» (Prov 3,5).
«Conviene que
cumplamos todo lo que Dios quiere». Son las primeras palabras de Jesús que
el evangelio de san Mateo nos refiere. Ellas constituyen una consigna, un
programa de vida para el Hijo de Dios. Toda su vida va a estar marcada por
esta decisión de «cumplir», de llevar hasta el final lo que es justo a los
ojos de Dios, lo que es voluntad del Padre. Así comienza su vida pública
junto al Jordán y así terminará en Getsemaní.
También para
nosotros, nuestra realidad de hijos de Dios debe manifestarse en esta
adhesión incondicional a la voluntad de Dios. No como una carga que uno
arrastra pesadamente, con resignación, sino como la expresión infinitamente
amorosa de lo que Dios quiera para nuestro bien, que se abraza con gozo y
se vive con entrega y fidelidad.
CUARESMA
DOMINGO I DE CUARESMA
Conversión posible y
necesaria
Rom
5,12-19
«Todos
pecaron». Al inicio mismo de la Cuaresma la Iglesia pone ante nuestros ojos
este hecho triste y desgraciado. La historia de Adán y Eva es nuestra propia
historia: la historia de un fracaso y de una frustración como consecuencia
del pecado. Por el pecado entró en el mundo la muerte. En el fondo, todos
los males provienen del pecado, del querer ser como dioses, del deseo de
construir un mundo sin Dios, al margen de Dios.
Por eso la
conversión es necesaria. Estamos tocados por el pecado, manchados,
contaminados... No podemos seguir viviendo como hasta ahora. Se hace
necesario un cambio radical de mente, de corazón y de obras. La conversión
es necesaria. O convertirse o morir. Y eso no sólo cada uno como individuo;
también nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestras instituciones,
la diócesis, la Iglesia entera... que han de ser continuamente reformadas
para adaptarse al plan de Dios, para ser fieles al evangelio. «Si no os
convertís, todos pereceréis de la misma manera». (Lc 13,5).
La conversión
es necesaria. Esta es la buena noticia que nos da la Iglesia, que quiere
sacarnos de nuestros pecados, de la mentira, de la muerte. Pero además nos
anuncia que donde Adán fracasó Cristo ha vencido (evangelio). También Él ha
sido tentado, pero el pecado no ha podido con Él: Satanás y el pecado han
sido derrotados. Más aún, la victoria de Cristo es también la nuestra
(segunda lectura). La conversión es posible. El pecado ya no es
irremediable. No podemos seguir excusándonos diciendo que somos débiles y
pecadores. La gracia de Cristo es más fuerte que el pecado. El pecado ya no
debe dominar en nosotros. Entramos en la Cuaresma para luchar y para
vencer; y no sólo nuestro pecado, sino también el de los demás; pero no con
nuestras solas fuerzas, sino con la fuerza y las armas de Cristo.
DOMINGO
II DE CUARESMA
Sal de tu tierra
Gén 12,1-4a; 2Tim 1,8b-10; Mt 17,1-9
La llamada a la
conversión que la Iglesia nos ha dirigido en el primer domingo, ahora se
precisa más. La conversión sólo es posible mirando a Cristo, dejándonos
cautivar por su infinito atractivo: «Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!».
Contemplando a Cristo también nosotros vamos siendo transfigurados;
recibiendo su luz vamos siendo transformados en una imagen cada vez más
perfecta del Señor (2 Cor 3,18).
«Nos salvó y
nos llamó a una vida santa» (segunda lectura). La conversión no es poner
algún parche o remiendo a los defectos más gruesos. Cristo quiere hacernos
santos. Y la conversión está en función de esta vida santa a la que nos
llama. Él no se conforma con menos. La conversión es continua, hasta que
quede perfectamente restaurada en nosotros la imagen de Dios, hasta que
Cristo sea plenamente formado en nosotros (Gal 4,19). Dejar de lado la
conversión es olvidar que hemos sido llamados a una vida santa y es
despreciar a Cristo que nos llama a ella.
«Sal de la
tierra» (primera lectura). También a nosotros se nos dirige esta llamada,
como a Abraham. Conversión significa salir de nosotros mismos, romper con
nuestra instalación y nuestras seguridades, dejar nuestros egoísmos y
comodidades... Llamada a la santidad significa ponernos en camino hacia la
tierra que el Señor nos mostrará, con entera disponibilidad a su voluntad,
a los planes que nos irá manifestando, para que nos lleve a donde Él
quiera, cuando y como Él quiera.
«Sal de tu
tierra» significa también «toma parte en los duros trabajos del evangelio
según las fuerzas que Dios te dé» (segunda lectura), es decir, colabora con
todas tus energías para que muchos otros reciban la buena noticia de que
pueden convertirse y ser santos. He ahí el profundo sentido apostólico,
evangelizador y misionero de la Cuaresma. El Señor nos ofrece, como a
Abraham: «De ti haré un gran pueblo». El Señor desea que demos fruto
abundante (Jn 15,16). Pero una vida mediocre es una vida estéril. De
nuestra conversión y santidad depende que nuestra vida sea fecunda.
DOMINGO
III DE CUARESMA
Diálogo de salvación
Jn
4,5-42
«Dame de
beber». Con sorpresa de los discípulos y de ella misma, Cristo inicia el
diálogo con la samaritana. Él toma la iniciativa. No tiene inconveniente en
mendigar de ella un poco de agua para entrar en diálogo. Cristo desea
ardientemente establecer este diálogo con cada uno de nosotros. El pecado
rompe este diálogo. El pecado no consiste ante todo en hacer el mal, sino
en romper este diálogo, dejar que se enfríe esta amistad. Por eso, el
primer fruto de la Cuaresma debe ser un diálogo renovado con Cristo, una
oración más viva, más consciente y personal, más abundante; un diálogo que
impregne toda nuestra vida.
«Si conocieras
el don de Dios...» Es admirable como Jesús va conduciendo el diálogo con
esta mujer pecadora, suscitando en ella el atractivo por lo bello, por lo
grande, por lo eterno. El que ha empezado pidiendo se revela en seguida
como el que ofrece y es capaz de dar lo infinito, lo divino. Poco a poco se
va dando a conocer a ella, para que al final termine aceptándole como «el
Salvador del mundo». El diálogo con Cristo –también para nosotros– es
siempre un diálogo de salvación, un diálogo que nos dignifica y nos hace
descubrir el sentido de nuestra vida, los horizontes sin fin de una
vocación eterna.
«En aquel pueblo,
muchos creyeron en Él por el testimonio que había dado la mujer». El que
nota que Cristo ha entrado en su vida y experimenta el gozo de su
salvación, él mismo hace que continúe para otros este diálogo de salvación.
Es lo que hace la samaritana: «Venid a ver... me ha dicho todo lo que he
hecho...» Su testimonio suscita en otros el atractivo por Cristo y hace que
entren en la órbita de Cristo. De esa manera acaban también ellos
experimentando la salvación: «Ya no creemos por lo que tú dices, pues
nosotros mismos hemos oído y sabemos...» ¿Será tan difícil que cada uno de
nosotros dé testimonio de lo que Cristo ha hecho en su vida?
DOMINGO
IV DE CUARESMA
Era ciego y ahora veo
Jn
9,1-41
En nuestro
camino cuaresmal la palabra de Dios nos hace entender hoy que ese ciego del
evangelio somos cada uno de nosotros. Ciegos de nacimiento. E incapaces de
curarnos nuestra propia ceguera. Hemos entrado en la Cuaresma para ser
iluminados por Cristo, para que Él sane nuestra ceguera. ¡Qué poquito
conocemos a Dios! ¡Qué poco entendemos sus planes! De Dios es más lo que no
sabemos que lo que sabemos. Somos incapaces de reconocer a Cristo, que se
acerca a nosotros bajo tantos disfraces. Nuestra fe es demasiado corta.
Pero Cristo quiere iluminarnos. El mejor fruto de Cuaresma es que salgamos
de ella con una fe acrecentada, más lúcida, más potente, más en sintonía
con el misterio de Dios y con sus planes, más capaz de discernir la
voluntad de Dios. Dios quiere «arrancarnos del dominio de las tinieblas»
(Col 1,13) para que vivamos en la luz de Cristo, iluminados por su
presencia.
Para ello, la
primera condición es reconocer que somos ciegos y dejar entrar plenamente
en nuestra vida a Cristo, que es «la luz del mundo». El hombre ciego
reconoce su ceguera y además de la vista física recibe la fe. Los fariseos,
en cambio, se creen lúcidos «nosotros sabemos» y rechazan a Jesús, se
cierran a la luz de la fe y quedan ciegos. La soberbia es el mayor
obstáculo para acoger a Cristo y ser iluminados. Por eso insiste la
Escritura: «Hijo mío, no te fíes de tu propia inteligencia... no te tengas
por sabio» (Prov 3, 5-7).
Esta sanación
es un testimonio potente del paso de Cristo por la vida de este ciego. Él
no sabe dar explicaciones de quién es Jesús cuando le preguntan los fariseos.
Simplemente confiesa: «sólo sé que era ciego y ahora veo». Pero con ello
está proclamando que Cristo es la luz del mundo. No se trata de ideas, sino
de un acontecimiento: estaba muerto y he vuelto a la vida, era esclavo del
pecado y he sido liberado. Esto ha de ser nuestra Cuaresma y nuestra
Pascua: el acontecimiento de Cristo que pasa por nuestra vida sanando,
iluminando, resucitando, comunicando vida nueva.
DOMINGO
V DE CUARESMA
Ver la gloria de Dios
Jn
11,1-45
«Señor, si hubieras estado aquí, no habría
muerto mi hermano». Idénticas palabras repiten las dos hermanas, cada una
por su cuenta. Palabras que son expresión de fe en Jesús, pero una fe muy
limitada, muy condicionada, muy a la medida humana. Creen que Jesús puede
curar un enfermo, pero no creen que puede
resucitar un muerto. ¿No es así también nuestra fe? Creemos «hasta cierto
punto». Y esta poca fe se manifiesta en expresiones de este tipo: «si las
circunstancias fueran favorables», «si el ambiente fuera mejor», «si
hubiese aprovechado aquella oportunidad». Ponemos condiciones al poder del
Señor. Y sin embargo su poder es incondicionado. «Para Dios nada hay
imposible» (Lc 1,37).
«Si crees verás la gloria de Dios». Frente
a esta fe tan recortada, el evangelio de hoy nos impulsa a una fe «a la
medida de Dios». Él quiere manifestar su grandeza divina, su poder
infinito, su gloria. Deliberadamente, Jesús tarda en acudir a la llamada de
Marta y Maria. Permite que Lázaro muera para resucitarle y manifestar de
manera más potente su gloria: «Esta enfermedad... servirá para la gloria de
Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». No hay situación
que no tenga remedio. Más aún, cuanto más difícil, más facilita que Cristo
«se luzca».
«Yo soy la resurrección y la vida». No
sólo «da» la resurrección, sino que Él mismo es la resurrección. Incluso si
permite el mal es para que más se manifieste lo que Él es y lo que es capaz
de realizar: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros... para que
creáis». Esta cuaresma tiene que significar para nosotros y para mucha
gente una auténtica resurrección a una vida nueva. Cristo es la
resurrección, y lo típico de su acción es hacer surgir la vida donde sólo
había muerte. Cristo puede y quiere resucitar al que está muerto por el
pecado o por la carencia de fe. Lo suyo es hacer cosas grandes, maravillas
divinas. Y nosotros no podemos conformarnos con menos. No tenemos derecho a
dar a nadie por perdido.
SEMANA SANTA
DOMINGO
DE RAMOS
La Pasión «por dentro»
Mt
27,11-54
Al entrar en la Semana Santa la Iglesia
nos proclama la Pasión de Jesucristo. Pero al escucharla o al leerla por
nuestra cuenta hemos de evitar un peligro. Tenemos el riesgo de asistir a
ella como espectadores que contemplan unos hechos sólo desde fuera. Porque
lo que el Espíritu Santo pretende es hacernos conocer cómo Cristo ha vivido
la Pasión «por dentro». Se trata de dejarnos iluminar esa interioridad de
Cristo. Lo que nos salva no son los simples sufrimientos de Cristo, sino el
amor con que los ha vivido, un amor que le ha llevado a dar la vida
libremente por nosotros.
De hecho, en la oración colecta del
domingo pasado pedíamos a Dios Padre que «vivamos siempre de aquel mismo
amor que llevó al Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del
mundo». La liturgia no es una representación teatral. Nos introduce en el
misterio. Y al introducirnos en él no sólo nos hace capaces de contemplarlo
en toda su riqueza, sino que el contacto con el misterio de Cristo nos
transforma, pues Cristo mismo nos contagia su vida, sus actitudes y
sentimientos. No podemos entrar en la Semana Santa ni vivirla con provecho
si no estamos dispuestos a subir con Cristo a la cruz.
El relato de la
Pasión según san Mateo subraya además cómo en ella se cumplen las Escrituras.
Todo estaba predicho. Nada ocurre por casualidad. El plan del Padre se
cumple. Y Cristo vive la Pasión en perfecta obediencia a la voluntad del
Padre, «para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a su
voluntad» (oración colecta). Cristo puede decir con las palabras del
profeta: «El señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me
he echado atrás» (primera lectura). Adán desobedeció la voluntad de Dios y
nos trajo la ruina; Cristo obedece «hasta la muerte y muerte de cruz» y nos
salva (segunda lectura). En su obediencia al Padre y en su amor a los
hombres está nuestra salvación. Y esta salvación seguirá haciéndose
presente hoy si nosotros prolongamos la entrega de Cristo, su obediencia al
Padre y su amor a los hombres.
JUEVES
SANTO
Hasta el extremo
Ex
12,1-14; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15
«Los amó hasta
el extremo». Estas palabras son la clave para entender el triduo pascual,
la pasión y muerte de Jesús, la eucaristía... Todo ello es expresión y
realización de ese amor hasta el extremo que lo ha dado todo sin reservarse
nada, que se ha hecho esclavo por nosotros. Es ese amor el que está
presente en cada misa y en cada sagrario: ¿cómo es posible la rutina o el
aburrimiento?, ¿cómo permanecer indiferente ante ese amor que sobrepasa
toda medida?
«Es la Pascua,
el Paso del Señor». En cada misa es Cristo mismo quien pasa junto a
nosotros, quien desea entrar –si le dejamos– para quedarse con nosotros.
Pasa Cristo para hacernos pasar con Él de este mundo al Padre. Si la vivo
bien, cada misa me introduce más en Dios, en su seno y en su corazón. La
misa me introduce en el cielo, aunque siga viviendo aún sobre la tierra.
«Haced esto en
memoria». Estas palabras son el encargo de perpetuar la eucaristía en el
tiempo y el espacio. Pero no sólo. Incluyen el mandato de vivir la misa, de
hacer presente en nuestra vida todo lo que ella es y significa: «Os he dado
ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo
hagáis». La misa nos hace esclavos de nuestros hermanos y nos impulsa a
amarlos hasta el extremo. «Él dio la vida por nosotros: también nosotros
debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16).
VIERNES SANTO
Mirar al Crucificado
Jn
18-19
«Jesús el
Nazareno, el Rey de los judíos». Todo el relato de la pasión según san Juan
–especialmente el prendimiento y el diálogo con Pilatos– manifiesta la
soberanía y majestad de este Jesús que había dicho: «Nadie me quita la
vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). Verdaderamente Jesús reina
desde la cruz. Ahora se cumple lo que Él mismo había anunciado: «Yo cuando
sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La
multitud inmensa de los redimidos es fruto de esta eficaz atracción del
Crucificado.
«Está
cumplido». Jesús ha llevado a cabo perfectamente la obra que el Padre le
encomendó (Jn 17,4). Ha realizado el plan del padre, ha cumplido las
Escrituras, nada ha quedado a medias. La redención es un hecho consumado y
sólo falta que cada hombre acepte dejarse bañar por su sangre y acuda a
beber el agua que brota de su costado abierto. En Cristo estamos salvados.
«Mirarán al que
atravesaron». Si los que miraban la serpiente de bronce en el desierto
quedaban curados (Nm 21,4-9), ¡cuánto más los que miran con fe al Hijo de
Dios crucificado! (Jn 3,14-15). San Juan nos invita a esa mirada
contemplativa llena de fe. Esta mirada de fe permite que se desencadene
sobre nosotros el infinito amor salvador que se encuentra encerrado en el
corazón del Redentor traspasado por nuestros pecados.
VIGILIA PASCUAL
Ha resucitado
Rm
6,3-11; Sal 117; Mt 28,1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12
«HA
RESUCITADO». Así, con mayúsculas, aparece en el Leccionario. Esta palabra
es común a los tres sinópticos y aparece por tanto en los tres ciclos. Es la noticia. La Iglesia vive de
ella. Millones de cristianos a lo largo de veinte siglos han vivido de
ella. Es la noticia que ha cambiado la historia: el Crucificado vive, ha
vencido la muerte y el mal. Es el grito que inunda esta noche santa como
una luz potente que rasga las tinieblas. ¿En qué medida vivo yo de este
anuncio? ¿En qué medida soy portavoz de esta noticia para los que aún no la
conocen?
«Consideraos
muertos al pecado y vivos para Dios». La resurrección de Cristo es también
la nuestra. Él no sólo ha destruido la muerte, sino también el pecado, que
es la verdadera muerte y causa de ella. La resurrección de Cristo es capaz
de levantarnos para hacernos llevar una vida de resucitados. Ya no somos
esclavos del pecado. Podemos vivir desde ahora en la pertenencia a Dios,
como Cristo. Podemos caminar en novedad de vida.
«La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Las lecturas del
A.T. son una síntesis de la historia de la salvación, que culmina en
Cristo. El Resucitado es la clave de todo. Todo se ilumina desde Él. Sin
Él, todo permanece confuso y sin sentido. ¿Le permito yo que ilumine mi
vida? ¿Soy capaz de acoger la presencia del Resucitado para entender toda
mi vida como historia de salvación?
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
¡Ha resucitado!
Jn
20,1-9
«¡Ha resucitado!»: Es la noticia que hoy nos es
gritada, proclamada. Esta es la noticia. Es la certeza que se nos da a
conocer. La gran certeza, la que sostiene toda nuestra vida, la que le da
sentido y valor. ¡Ha resucitado! No podemos seguir viviendo como si Cristo
no hubiese resucitado, como si no estuviese vivo. No podemos seguir
viviendo como si no le hubiera sido sometido todo. No podemos seguir
viviendo como si Cristo no fuera el Señor, mi Señor. No podemos seguir
viviendo «como si». Sólo cabe buscar con ansia al Resucitado, como María
Magdalena o los apóstoles; o mejor, dejarse buscar y encontrar por Él.
«¡Ha resucitado!». También nosotros podemos ver,
oír, tocar al Resucitado (1 Jn 1,1). No, no es un fantasma (cfr. Lc 24,
37-43). Es real, muy real. Cristo vive, quiere entrar en tu vida. Quiere
transformarla. No, nuestra fe no se basa en simples palabras o doctrinas,
por hermosas que sean. Se basa en un hecho, un acontecimiento. Sí,
verdaderamente ha resucitado el Señor. Para ti, para mí, para cada uno de
todos los hombres. Hoy puede ser decisivo para ti. Él quiere irrumpir en tu
vida con su presencia iluminadora y omnipotente. Es a Él, el mismo que
salió del sepulcro, a quien encuentras en la Eucaristía.
«¡Ha resucitado!». La noticia que hemos recibido
hemos de gritarla a otros. Si de verdad hemos tocado a Cristo, tampoco
nosotros podemos callar «lo que hemos visto y oído» (He 4,20). No somos
sólo receptores. Cristo resucitado nos constituye en heraldos, pregoneros
de esta noticia. Una noticia que es para todos. Una noticia que afecta a
todos. Una noticia que puede cambiar cualquier vida: «Cristo ha resucitado,
está vivo, para ti, te busca, tú eres importante para Él, ha muerto por ti,
ha destruido la muerte, te infunde su vida divina, te abre las puertas del
paraíso, tus problemas tienen solución, tu vida tiene sentido».
TIEMPO
PASCUAL
DOMINGO
II DE PASCUA
Continúa actuando
Hch
2,42-47; Sal 117; 1Pe 1,3-9
«Vivían todos
unidos». En medio de la alegría pascual la liturgia proyecta nuestra mirada
a la primera comunidad cristiana. «Todo el mundo estaba impresionado...»
«Tenían todo en común». «Día tras día el Señor iba agregando al grupo los
que se iban salvando». La Iglesia es fruto de la Pascua. La comunidad
cristiana es posible porque Cristo ha resucitado. Toda esa belleza tan
atrayente brota de la victoria de Cristo sobre el pecado. La Iglesia no es
nada sin la presencia y la fuerza del Resucitado. Pero este tampoco se hace
visible sin hombres y mujeres que se dejen transformar por su poder.
«Este es el día
en que actuó el Señor». No sólo actuó en el pasado. Este es el día en que el Señor continúa actuando. Estamos en
el día de la resurrección, en el tiempo en que Cristo, a quien «ha sido
dado todo poder», desea seguir mostrando sus maravillas. El tiempo de
Pascua es el tiempo por excelencia de las obras grandes del Resucitado. Si
lo creemos y lo deseamos, si nos ponemos a acogerlo, seguiremos
experimentando que «es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro
patente».
«Nos ha hecho
nacer de nuevo». Por la resurrección de Cristo somos ya criaturas nuevas. La vida del
Resucitado nos inunda ya ahora. Hemos nacido de nuevo. Y, sin embargo, lo
mejor está por llegar. Hay «una herencia incorruptible, pura, imperecedera,
que os está reservada en el cielo». ¿Hay acaso motivo para la tristeza, la
desilusión o el desencanto?
DOMINGO III DE
PASCUA
Camina con nosotros
Lc
24,13-45
«Jesús en persona se acercó y se puso a
caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo...».
Después del grito exultante del día de Pascua, la Iglesia nos regala
cincuenta días para «reconocer» serena y pausadamente al Resucitado, que
camina con nosotros. Esa es nuestra tarea de toda la vida. El Cristo en
quien creemos, el único que existe actualmente, es el Resucitado, el
Viviente, el Señor glorioso. Él está siempre con nosotros, camina con
nosotros. Y nuestra tragedia consiste en no ser capaces de reconocerle.
Pidamos ansiosamente que en este tiempo de Pascua aumente nuestra fe para saber
descubrir espontáneamente a Cristo siempre y en todo.
«Les explicó lo
que había sobre Él en todas las Escrituras». Es lo primero que hace Cristo
Resucitado: iluminar a sus discípulos el sentido de las Escrituras, oculto a
sus mentes. También a nosotros nos quiere explicar las Escrituras. Leer y
entender la Biblia no es sólo ni principalmente tarea y esfuerzo nuestro.
Se trata de pedir a Cristo Resucitado, vivo y presente, que nos ilumine
para poder entender. ¡Cuánto más provecho sacaríamos de la lectura de la
Palabra de Dios si nos pusiéramos a escuchar a Cristo y le dejásemos que
nos explicase las Escrituras!
«Le
reconocieron en la fracción del pan». Además de las Escrituras, Cristo
Resucitado se nos da a conocer en la Eucaristía. El tiempo de Pascua es
especialmente propicio para una experiencia gozosa y abundante, sosegada,
de Cristo Resucitado, que sale a nuestro encuentro principalmente en su
presencia eucarística. Se ha quedado para nosotros, para cada uno. Ahí nos espera
para una intimidad inimaginable. Para contagiarnos su amor, para que
también nuestro corazón se caldee y arda, como el de los de Emaús. Para que
tengamos experiencia viva de Él «en persona», de Cristo vivo. Para que
también nosotros podamos gritar con certeza : «¡Es
verdad! ¡Ha resucitado el Señor!».
DOMINGO IV DE PASCUA
Mi buen Pastor
Hch
2,14.36-41; 1Pe 2,20-25; Jn 10,1-10
«El Señor es mi
pastor». Cristo es el Buen Pastor. Pero lo es de cada uno. La relación con
Cristo es personalísima. Y el tiempo pascual ha de afianzar esta relación.
Ha de afianzar la certeza y la experiencia de que «el Señor es mi pastor».
Esta es la única seguridad, incluso en medio de las oscuridades: «Nada
temo, porque tú vas conmigo». ¿Cómo vivo mi relación con Cristo? ¿Mi fe se
traduce en confianza? ¿Experimento el gozo de saberme cuidado?
«Andabais
descarriados... pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras
vidas». La Pascua es la celebración gozosa de haber sido encontrados por
Cristo. Perdidos como estábamos, Cristo ha salido a buscarnos por los
caminos del mundo y en esa búsqueda se ha dejado la piel: «Sus heridas os
han curado». En su búsqueda de nosotros nos ha amado «hasta el extremo» (Jn
13,1). De ahí que también nosotros debamos imitar su ejemplo y seguir sus
huellas, estando dispuestos a dejar nuestra piel por buscar a los hombres
que permanecen descarriados y perdidos.
«Yo soy la
puerta: quien entre por mí se salvará». Cristo es la puerta. Él es el único
mediador. «No se nos ha dado otro nombre en quien podamos salvarnos» (He 4,
12). Es a través de esta humanidad de Cristo como llegamos al Padre y
recibimos el Espíritu. La humanidad que fue traspasada en la cruz y que
ahora permanece eternamente glorificada como la única puerta de salvación.
Sólo a través de ella recibimos vida, y vida abundante. De ahí la llamada a
convertirnos y a acoger plenamente a Cristo en nuestra vida.
DOMINGO V DE PASCUA
Experiencia del Resucitado
Hch
6,1-7; 1Pe 2,4-9; Jn 14,1-12
La segunda
lectura nos recuerda que los cristianos somos un pueblo que Dios ha elegido
«para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a
entrar en su luz maravillosa». La Iglesia no vive de recuerdos. A Cristo no
le conocemos sólo por lo que hizo, sino sobre todo por lo que hace. Cada generación
cristiana y cada cristiano están llamados a experimentar en primera persona
la presencia, la vida y la fuerza del Resucitado.
No se trata de
recuerdos pasados, sino de realidad presente. Lo mismo que los israelitas
experimentaron «en propia carne» la liberación de la esclavitud de Egipto,
lo mismo que los apóstoles «comieron y bebieron» con el Resucitado, así
nosotros conocemos a Cristo por esas hazañas que realiza al sacarnos de las
tinieblas de la muerte y del pecado. Cristiano es el que conoce a Cristo
por experiencia, porque experimenta «la fuerza de su resurrección y la
comunión en sus padecimientos» (Fil 3,10), porque es tocado por la eficacia
de la fuerza poderosa que Dios despliega en Cristo Resucitado (Ef 1,19-20).
El que
realmente experimenta en su vida esta acción del Resucitado necesita
proclamar las hazañas que el Señor ha realizado en él. El verdadero
cristiano es necesariamente testigo, y por eso «no puede callar lo que ha
visto y oído» (He 4, 20).
Desde ahí se
entiende el Evangelio: «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún
mayores». Lo mismo que Cristo hace cosas grandes porque está unido al
Padre, porque el Padre y Él son una sola cosa, porque el Padre
permaneciendo en Él hace las obras, así también ocurre entre el cristiano y
Cristo. Cristo Resucitado se une a nosotros, vive en nosotros. El que está
unido a Cristo, el que deja que Cristo viva en él, realiza las obras de
Cristo. La condición es estar unido a Él por la fe: «el que crea en mí». Si
no suceden «obras mayores» es porque nos falta fe. «Si tuvierais fe como un
granito de mostaza...».
DOMINGO VI DE PASCUA
Nos da el Espíritu
Jn
14,15-21
«Pediré al
Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros». El tiempo pascual
está flechado hacia Pentecostés. Cristo glorificado ha sido constituido
«Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45), donador permanente del Espíritu que
da la vida. Por eso hemos de desear crecientemente el gran Don de Cristo
Resucitado, acercándonos a Él sedientos (Jn 7,37).
«Vosotros lo
conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros». Esperamos una
acción más abundante del Espíritu Santo en nosotros, pero ya está en
nosotros; más aún, está «siempre». Por ello podemos tener experiencia de su
acción en nosotros. ¿Quién dijo que es difícil la relación con el Espíritu
Santo? Podemos relacionarnos con Él y experimentar su acción. Es Defensor.
Nos defiende del pecado y del Maligno. Por eso no tiene sentido «estar a la
defensiva». Se trata más bien de abandonarse a su acción, de entregarse
dócilmente al impulso omnipotente del Espíritu: «Si vivimos por el
Espíritu, marchemos tras el Espíritu» (Gal 5,25), pues «si vivís según el
Espíritu no daréis satisfacción a las apetencias de la carne» (Gal 5,16).
Es también
Espíritu de la verdad, porque nos revela a Cristo, que es la Verdad, nos
ilumina para conocerle, nos mueve a amarle, a seguirle, a cumplir sus
mandatos, a dar la vida por Él. Nos libra del error de nuestra ceguera
natural y de nuestro pecado y nos conduce a la verdad plena, no
fragmentaria y parcial, sino total.
«Al que me
ama... yo también lo amaré y me revelaré a él». Es cierto que Cristo es el
primero en amarnos y que nos ama de manera incondicional. Pero también es
cierto que Cristo se da más plenamente al que va respondiendo a su amor, es
decir, al que le busca intensamente, al que desea agradarle en todo, al que
cumple su voluntad, al que se entrega sin reservas. A éste, Cristo se le da
a conocer, le abre su intimidad, le comunica sus secretos, acrecienta la
comunión con él de manera insospechada.
ASCENSIÓN DEL SEÑOR
(suele celebrarse en VII dom. Pascua)
El Señorío de Cristo
Hch
1,1-11; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20
«Se me ha dado
pleno poder en el cielo y en la tierra». El misterio de la Ascensión celebra
el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado,
sino que es el Señor. En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A
san Pablo le faltan palabras para describir «la eficacia de la fuerza
poderosa de Dios» por la que el crucificado, el despreciado de todos los
pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido
constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo
sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la fiesta de Cristo
glorificado, exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por
tanto, fiesta de adoración de esta majestad infinita de Cristo.
Pero la
Ascensión es también la fiesta de la Iglesia. Aparentemente su Esposo le ha
sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente
por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los
condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la
llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia
vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es
Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una
sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y
la belleza de la Iglesia: «Yo estaré con vosotros todos los días».
«Id y haced
discípulos de todos los pueblos». La Ascensión es también fiesta y
compromiso de evangelización. Pero entendiendo este mandato de Jesús desde
las otras dos frases que Él mismo dice –«se me ha dado pleno poder» – «yo
estaré con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir
algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de un Cristo presente y
todopoderoso que quiere servirse de nosotros para extender su señorío en el
mundo. El que actúa es Él y la eficacia es suya (Mc 16,20); de lo
contrario, no hay eficacia alguna.
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Llenos del Espíritu
Hch
2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23
«Se llenaron
todos de Espíritu Santo». He aquí la característica principal de la Iglesia
primitiva tal como los Hechos de los Apóstoles nos la presentan. Es el
Espíritu Santo quien pone en marcha a la Iglesia. Es su alma y su motor.
Sin Él, la Iglesia es un grupo de hombres más, sin fuerza, sin entusiasmo,
sin vida. He aquí el secreto de la Iglesia: no con «algo» de Espíritu
Santo, sino «llenos» de Él; y llenos no alguno, sino «todos».
Aquí radican
también todos los males de la Iglesia: En la falta de Espíritu. Por eso, la
solución a los problemas y dificultades de la Iglesia no consisten en una
mejor organización o en un cambio de métodos, sino en volver a sus
orígenes, a su identidad más profunda: Que cada uno de sus miembros acepte
dejarse llenar de Espíritu Santo. Sin esta vida en el Espíritu todo lo
demás será completamente estéril.
Este es el pecado
de la Iglesia de nuestros días, nuestro pecado: intentar combatir con las
armas de este mundo, con armas humanas, que son impotentes e inútiles,
dejando de lado la fuerza infinita y omnipotente del Espíritu Santo. Una
Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son una Iglesia o un
cristiano que reniegan de su identidad, de lo que les constituye como
tales. Una Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son como un
cuerpo sin alma: está muerto, no tiene vida, no da fruto ni puede darlo.
«Recibid el
Espíritu Santo». Cristo da a su Esposa la Iglesia el don del Espíritu, el
único que la hace fecunda. Pentecostés funda y edifica la Iglesia. Para
esto ha muerto Cristo, para darnos el Espíritu que brota de su costado
abierto. Cristo quiere a su Esposa, en este final del segundo milenio,
llena de hermosura, santa, fecunda. Para eso le da su Espíritu, el Espíritu
que viene no sólo a santificar a cada uno, sino a santificar y a acrecentar
la Iglesia, y, a través de ella, a renovar la faz de la tierra.
DOMINGO DE LA
SANTÍSIMA TRINIDAD
(Domingo
después de Pentecostés)
Intimidad con Dios
Ex
34, 4-6.89; 2Cor 13,11-13; Jn 3,16-18
La fiesta de
hoy nos sitúa ante el misterio fontal de nuestra fe. Pero misterio no
significa algo oscuro e inaccesible. Dios nos ha revelado su misterio para
sumergirnos en él y vivir en él y desde él. Una cosa es que no podamos
comprender a Dios y otra muy distinta que no podamos vivir en íntima
comunión con Él. Si se nos ha dado a conocer es para que disfrutemos de Él
a pleno pulmón. En Él vivimos, nos movemos y existimos. No debemos
retraernos de Él, que interiormente nos ilumina para conocerle y nos atrae
para unirnos consigo.
Hemos de pedir
mucha luz al Espíritu Santo para que podamos conocer –no con muchas ideas,
sino de modo íntimo y experimental– el misterio de Dios Trinidad. Así lo
han conocido los santos y muchos cristianos a través de los siglos mediante
ese contacto directo y ese trato que da la oración iluminada por la fe y el
amor.
Un Padre que es
Fuente absoluta, Principio sin principio, Origen eterno, que engendra
eternamente un Hijo igual a Él: Dios como Él, infinito, eterno,
omnipotente. Un Hijo cuyo ser consiste en recibir; se recibe a sí mismo
eternamente, proviniendo del Padre, en dependencia total y absoluta de Él y
volviendo a Él eternamente en un retorno de donación amorosa y completa. Y
un Espíritu Santo que procede de ambos como vínculo perfecto, infinito y
eterno de amor.
Esta es la fe
cristiana que profesamos en el credo, y no podemos vivir al margen de ella,
relacionándonos con Dios de manera genérica e impersonal. Hemos sido
bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». El
bautismo nos ha puesto en una relación personal con cada una de las
Personas Divinas, nos ha configurado con Cristo como hijos del Padre y
templos del Espíritu, y vivir de otra manera nos desnaturaliza y nos
despersonaliza. Sólo podemos vivir auténticamente si mantenemos y
acrecentamos nuestra unión con Cristo por la fe, si vivimos «instalados» en
Él como hijos en el Hijo, recibiéndolo todo del Padre en obediencia
absoluta a su voluntad, dóciles al impulso del Espíritu Santo.
CORPUS CHRISTI
(Jueves después de Domingo
de la Sma. Trinidad)
El pan de vida
Deut
8,2-3.14-16; Cor 10,16-17; Jn 6,51-59
«El pan que yo daré
es mi carne para la vida del mundo». La Eucaristía es Cristo vivo
entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntariamente,
libremente, por amor... ¡si descubriéramos cuánto amor hay en cada misa y
en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!
«Si no coméis
la carne del Hijo del Hombre, no tenéis vida en vosotros». Cristo en la
Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la
gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para
nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es
porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.
«El que come mi
carne habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión.
Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo
mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él y al permanecer en Él
tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez
del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos
de Dios, viviremos más en la Trinidad.
«Formamos un
sólo cuerpo porque comemos todos del mismo pan». Otra maravilla de la
Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener
todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión
incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos naturales. La
Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con
la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la
Eucaristía.
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Hemos conocido el amor
Deut
7,6-11; Sal. 102; 1Jn 4,7-16; Mt 11,25-30
Después de
recorrer todos los misterios del año litúrgico, de Navidad a Pentecostés,
la solemnidad del Corazón de Jesús nos hace contemplarlos en conjunto desde
su clave profunda: el amor de Dios.
«Por puro amor
vuestro». La primera lectura destaca que Dios no eligió a Israel por sus
méritos y cualidades –era el pueblo más pequeño e insignificante–, sino por
puro amor. Dios no nos ama por lo que somos o tenemos, sino que al amarnos
nos regala y nos bendice. Es un amor gratuito y misericordioso, que toma la
iniciativa constantemente.
«Venid a mí los
que estáis cansados». Frente a los fariseos, que cargaban fardos pesados e
insoportables sobre la gente, obligándoles a cumplir meticulosamente la
Ley, Jesús afirma que su yugo es llevadero y ligero. Acoger a Cristo es
recibir su amor, que lo hace todo fácil. Por eso seguir a Jesús no es una
carga pesada, sino encontrar en Él nuestro descanso. Él toma nuestro
cansancio y alivia nuestros agobios porque en la cruz ha tomado el peso del
pecado que nos destruía.
«Hemos conocido
el amor». Esto es lo que define al cristiano: alguien que se experimenta
amado por Dios de manera absoluta e incondicional y decide construir toda
su vida sobre ese amor. El que ha palpado ese amor en su propia carne,
libre y gozosamente acepta ser propiedad de Dios (1ª lectura) y le ofrenda
su propia vida entregándose a amar a los demás con el mismo amor que él
recibe gratuitamente de Dios (2ª lectura).
TIEMPO
ORDINARIO
DOMINGO
II DEL TIEMPO ORDINARIO
Iglesia de Dios
1Cor 1,1-3
A partir de
hoy, durante los próximos domingos, leeremos la primera carta a los
corintios. Intentaremos recoger algunas de las indicaciones que San Pablo
hace a esta joven comunidad, llena de vitalidad, pero también con problemas
y dificultades de crecimiento. Esas indicaciones, el Espíritu Santo nos las
hace también a nosotros hoy.
«Llamado a ser
apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios». Llama la atención la profunda
conciencia que San Pablo tiene de haber sido llamado personalmente al
apostolado. Si ha recibido esta misión no es por iniciativa suya, sino por
voluntad de Dios. Por eso la realiza en nombre de Cristo, con la autoridad
del mismo Cristo, como embajador suyo (2 Cor 5, 20). También nosotros hemos
de considerarnos así. Cada uno ha recibido una llamada de Cristo y una
misión dentro de la Iglesia para contribuir al crecimiento de la Iglesia.
Debe sentirse apóstol de Cristo Jesús, colaborador suyo, instrumento suyo
(1 Cor 3,9).
«A la Iglesia
de Dios». Cualquier comunidad, por pequeña que sea, es Iglesia de Dios. Así
debe considerarse a sí misma. Esta es nuestra identidad y a la vez la
fuente única de nuestra seguridad: somos Iglesia de Dios, a Él pertenecemos,
somos obra suya, construcción suya (1 Cor 3,9). No somos una simple
asociación humana.
«A los
santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos». Es casi una
definición de lo que significa ser Iglesia de Dios: Los santificados
llamados a ser santos. Por el bautismo hemos sido santificados,
consagrados; pertenecemos a Dios, hemos entrado en el ámbito de lo divino,
formamos parte de la casa de Dios. Pero este don conlleva el impulso, la
llamada y la exigencia a «completar nuestra consagración», a «ser santos en
toda nuestra conducta». Esta es la voluntad de Dios (1 Tes 4,3). La Iglesia
es santa. La santidad es una nota esencial e irrenunciable de la Iglesia.
Si nosotros no somos santos, estamos destruyéndonos a nosotros mismos... y
estamos destruyendo la Iglesia.
DOMINGO III DEL TIEMPO
ORDINARIO
Desgarrar a Cristo
1Cor
1,10-13.17
«Os conjuro por el nombre de nuestro Señor
Jesucristo... que no haya entre vosotros divisiones». San Pablo arremete con
todas sus energías contra las divisiones en la Iglesia. El evitar las
divisiones no es algo simplemente «deseable». Si la Iglesia es una y la
unidad es una nota tan esencial como la santidad, cualquier división –por
pequeña que parezca– desfigura el rostro de la Iglesia, destruye la
Iglesia.
«Yo soy de
Pablo, yo de Apolo...» Todas las divisiones nacen de una consideración
puramente humana. Mientras nos quedemos en los hombres estaremos echando
todo a perder. Los hombres somos sólo instrumentos, siervos inútiles: «yo
planté, Apolo regó, pero es Dios quien dio el crecimiento» (1 Cor 3,6).
Quedarse en los hombres es una idolatría, y todo protagonismo es una forma
de robar la gloria que sólo a Dios corresponde. Por eso San Pablo responde
con absoluta contundencia: «¿Acaso fue Pablo
crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?»
Es como decir: No hay más salvador que Cristo Jesús. El instrumento debe
permanecer en su lugar. Lo demás es mentir y desfigurar la realidad.
«¿Está dividido Cristo?» Puesto
que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12), toda división en la
Iglesia es en realidad desgarrar al mismo Cristo. La falta de unidad en
nuestros criterios, en nuestras actuaciones, en nuestras relaciones...
tiene el efecto horrible de presentar un Cristo en pedazos. En
consecuencia, se hace imposible que la gente crea.
Por eso San
Pablo se muestra tan intransigente en este punto y apela a la necesidad
absoluta de estar todos «unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir».
Lo cual viene a significar no pensar ni actuar desde un punto de vista
humano, sino siempre y en todo desde la fe, que es la que da realmente
consistencia y unidad: «poniendo empeño en conservar la unidad del
Espíritu... Un sólo cuerpo y un sólo Espíritu... Un sólo Señor, una sola
fe, un sólo bautismo, un sólo Dios y Padre de todos» (Ef 4,3-6).
DOMINGO IV DEL TIEMPO
ORDINARIO
Gloriarse en el Señor
1Cor
1,26-31
«Dios ha
elegido lo necio del mundo, ... lo débil del mundo...
lo plebeyo y despreciable del mundo, lo que no es». Cuando San Pablo
escribe estas palabras a los corintios no sólo está poniendo de relieve una
situación de hecho –la inmensa mayoría de los cristianos eran gente pobre,
sencilla, inculta, que no contaba a los ojos del mundo, despreciable para
los que se creían algo–, sino que está enunciando un principio, un
criterio de la acción de Dios, que elige con preferencia lo humanamente
inútil para manifestar que Él y sólo Él es el Salvador.
«Para que nadie
pueda gloriarse en presencia de Dios». Tenemos que estar muy atentos para
ver si nuestros criterios y modos de actuar son los del evangelio. El mayor
pecado es el gloriarnos en presencia de Dios, el enorgullecernos pensando
que somos algo o podemos algo por nosotros mismos. El Señor nos dice
tajantemente: «Sin mí no podéis hacer nada». No dice que sin Él no podemos
mucho o sólo una parte, sino «nada». Cuando nos apoyamos –en la vida
personal o apostólica– en la sabiduría humana, estamos perdidos. Cuando confiamos
en el prestigio humano o en el poder, el resultado es el fracaso total, la
esterilidad más absoluta.
«El que se
gloríe, que se gloríe en el Señor». En Él y sólo en Él vale la pena
apoyarse. «En cuanto a mí –dirá San Pablo– me glorío en mis debilidades» (2
Cor 12,9). Gozarnos en ser nada, en sabernos inútiles e incapaces, para
apoyarnos sólo en Él, que nos dice: «Te basta mi gracia». Apoyarnos en los
hombres no sólo conduce al fracaso, sino que es reproducir el primer
pecado, el querer «ser como dioses», el prescindir de Dios.
Esto es tan
serio, que San Pablo exclamará con vehemencia: «Dios me libre de gloriarme
si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,14). Sólo Cristo
crucificado y humillado salva, pues Él es «fuerza de Dios y sabiduría de
Dios» (1 Cor 1,23-24). Él es para nosotros «sabiduría, justicia,
santificación y redención». Fuera de Él no hay santidad, no hay salvación,
no hay sabiduría.
DOMINGO V DEL TIEMPO
ORDINARIO
Sólo Cristo
1Cor
2,1-5
«No fui con el
prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de
Dios». Los medios no deben entorpecer la acción de Dios. Dar demasiada
importancia a los medios es sustituir a Cristo. Apoyarse en los medios es
una idolatría, además de una insensatez. Toda sabiduría que no viene de
Cristo y no conduce a Él es un estorbo. «¡Mire
cada cuál cómo construye!» (1 Cor 3,10).
«No quise saber
sino a Jesucristo, y éste crucificado». ¿Cuándo nos convenceremos de que
Cristo basta? No se trata de tener a Cristo y «además» otras cosas, otros
medios, etc. En Cristo tenemos todo. Él es para nosotros «sabiduría,
justicia, santificación y redención» (1 Cor 1,30). La santidad viene sólo
del costado abierto de Cristo crucificado. Sólo Él redime, sólo Él
convierte. Quedarnos en los medios es quedarnos sin la gracia que sólo de
Él procede.
Más aún, es
Cristo lo único que tenemos que dar al mundo. Como Iglesia, hemos de
sentirnos dichosos de no tener otra cosa que ofrecer. ¡Ojalá nuestra
Iglesia pudiera decir con toda verdad como los apóstoles: «No tengo oro ni
plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno echa a andar!» (He
3,6). No tengo nada más que a Cristo –¡y nada
menos!– Cuando la Iglesia es verdaderamente pobre, entonces es cuando
brilla con fuerza su auténtica riqueza: Cristo, con todo su poder salvador.
«Mi palabra...
fue una demostración de Espíritu y de poder». Desde la debilidad del
apóstol y desde la pobreza de los medios se manifiesta la potencia infinita
de Dios. Desde la carencia se pone de relieve que el milagro de la conversión,
el cambio de los corazones, es absolutamente desproporcionado a los medios
humanos y por tanto es obra de la acción omnipotente del Espíritu Santo. De
esta manera se construye con solidez para la vida eterna, pues la fe se
apoya no en razones o convicciones humanas, sino en el poder de Dios.
DOMINGO VI DEL TIEMPO
ORDINARIO
Sabiduría divina
1Cor
2,6-10
«Hablamos...una
sabiduría divina, misteriosa...» Uno de los grandes dones que Cristo nos ha
traído es esta sabiduría, este conocimiento de Dios y de sus planes. Es el
misterio de Cristo, mantenido en secreto durante siglos, que ahora, en esta
etapa final de la historia, nos ha sido dado a conocer por beneplácito de
Dios para nuestra salvación (Ef 3,4-6; Rom 16,25-26). ¡Cuánta gratitud
debería desbordar nuestro corazón! ¡Cómo deberíamos vivir a tono con este
misterio y con esta sabiduría revelada! Por fin conocemos el sentido de la
vida y de la muerte, del sufrimiento y del trabajo... Por fin sabemos el
por qué y el para qué... «¡Cuántos desearon ver lo
que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron!»
(Mt 13,17).
«Dios nos lo ha
revelado por su Espíritu». Necesitamos invocar continuamente el Espíritu
para que nos dé a conocer a Cristo y al Padre. Sin Él somos ciegos,
incapaces de ver y de entender (Mc 8,17-21). Sin Él no entendemos los
planes de Dios, sin Él no comprendemos las Escrituras. Necesitamos pedir la
acción de este Maestro interior para que nos invada con su luz y Cristo no
nos parezca un fantasma, un extraño. Sólo Él, que sondea lo profundo de
Dios, que conoce lo íntimo de Dios, puede dárnoslo a conocer, y de manera
atractiva, de modo que ese conocimiento nos haga amarle hasta dar la vida
por Él.
«Lo que ni el
ojo vio, ni el oído oyó ...» Nos equivocamos
continuamente al valorar las cosas de Dios con nuestras capacidades
naturales. Lo que Él tiene preparado para nosotros es infinitamente más
grande, más bello, más rico de lo que imaginamos y pensamos. Y no sólo en el
cielo; ya en este mundo Dios quiere colmarnos de manera insospechada,
quiere hacer cosas grandes en nosotros. Por eso necesitamos dejar que el
Espíritu Santo nos dilate la capacidad y el deseo de recibir estos dones.
DOMINGO VII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Sois el templo de Dios
1Cor
3,16-23
«Vosotros sois
el templo de Dios». He aquí una realidad fundamental de nuestro ser de
cristianos que por si sola es capaz de transformar una vida. Somos lugar
santo donde Dios habita. Somos templo de la gloria de Dios. Somos buscados,
deseados, amados por las Personas Divinas, que hacen de nosotros su morada
(Jn 14,23). Todo hombre en gracia es templo de Dios. Saber esto y vivirlo
es una inagotable fuente de alegría, pues tenemos el cielo en la tierra.
Somos algo sagrado: ¡Cuánta gratitud, cuánto sentido de recogimiento y
adoración, cuánto respeto de nosotros mismos y de los demás debe brotar de
esta realidad!
«Ese templo
sois vosotros». Antes que cada individuo, el templo es la Iglesia, la
comunidad cristiana en su conjunto. La Iglesia, la comunidad eclesial, es
sagrada, es santuario que contiene la realidad más preciosa: Dios mismo.
Desde aquí se entiende lo que sigue: « Si alguno destruye el templo de
Dios, Dios le destruirá a él». No estamos para destruir, sino para construir.
También nosotros hemos de escuchar como San Francisco la llamada de Cristo:
«Reedifica mi Iglesia». Eso es lo que significa la llamada insistente del
Papa a colaborar todos en la nueva evangelización. Debemos preguntarnos:
¿Construyo o destruyo? ¿Embellezco la Iglesia con mi vida o la afeo?
¿Contribuyo a su crecimiento en número y en santidad o la profano? No cabe
término medio, pues « el templo de Dios es santo», y las manos profanas,
carentes de santidad, en vez de construir destruyen.
«Todo es vuestro
y vosotros de Cristo». Dios ha puesto todo en nuestras manos, la creación
entera nos pertenece, somos dueños y señores de ella. Pero para dominarla
de verdad es preciso que nosotros vivamos perteneciendo a Cristo. Cuando
nos olvidamos de que Cristo es el Señor, de que todo le pertenece y de que
nosotros mismos somos de Cristo, entonces en realidad esclavizamos y
frustramos la creación (Rom 8,20) a la vez que nosotros nos hacemos
esclavos de las cosas.
DOMINGO VIII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Dios o el dinero
Mt
6,24-34
«No podéis
servir a Dios y al dinero». Ha llegado a convertirse en un lugar común el
hablar del dinero como ídolo. Sin embargo, es una trágica realidad. Se
sirve al dinero, se vive para él, se piensa constantemente en él, en él se
busca la seguridad... No es casual que la Sagrada Escritura hable tantas
veces del peligro de las riquezas. El apego al dinero, el deseo de tener,
enfría y debilita la fe y acaba por destruirla. «La raíz de todos los males
es el afán de dinero» (1Tim 6,10).
«Ya sabe vuestro
Padre...» La actitud opuesta a la codicia es la confianza. Jesús exhorta
una y otra vez a no preocuparnos. Lo mismo que el niño no se preocupa
porque cuenta con sus padres, el verdadero creyente no se deja dominar por
las preocupaciones: es real que Dios es Padre, que sabe lo que necesitamos,
que se ocupa de nosotros, que nos ama... Si de verdad creemos, contaremos
con Dios para todo. Ni un solo cabello de nuestra cabeza cae sin su
permiso. Si cuida de las flores y de los pajarillos, ¡cuánto más de sus hijos
queridos! En la medida en que uno no confía, inevitablemente se afana y se
preocupa.
«Sobre todo
buscad el Reino de Dios». Lo principal es lo que dejamos en segundo plano
para preocuparnos de lo secundario. Pero Jesús insiste: si buscamos a Dios
por encima de todo, también lo secundario nos será dado. Lo único absoluto
y necesario es dejar a Dios reinar en nuestra vida. Lo demás –que tanto nos
preocupa– nos será regalado cuando y como Dios quiera, del modo mejor para
nosotros. La experiencia de los santos y de multitud de cristianos durante
XX siglos lo atestigua sobradamente...
DOMINGO IX DEL TIEMPO
ORDINARIO
Construir sobre roca
Mt
7,21-27
«No todo el que
me dice ‘Señor, Señor’». Es uno de los textos más duros del evangelio. Nos
advierte que puede haber una oración falsa e inauténtica («Señor, Señor»).
Pero sorprende más que puede haber personas que han profetizado y hecho
milagros en nombre de Jesús y sin embargo son definitivamente rechazados
(«nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados»). No nos salvan las
acciones y prácticas externas, aun buenas y santas, sino la adhesión a la
voluntad de Dios.
«El que
escucha... y pone en práctica...» Lo único firme y estable, lo único que
perdura es lo que se construye sobre roca. Lo que da firmeza a nuestra vida
es escuchar la palabra de Cristo, hacerla propia, ponerla en práctica y
adherirse a lo que Dios quiere.
«Se hundió
totalmente». Las dos casas son igualmente embestidas por los vientos y
tempestades. En la vida de toda persona aparecen tormentas, antes o
después. Y lo que se hunde demuestra que no estaba afianzado sobre roca. «¡Mire cada cual cómo construye!» (1Cor 3,10). Los
zarandeos de la vida, las crisis diversas ayudan a comprobar lo que en
nosotros no tenía firmeza ni consistencia. La mayor necedad sería seguir
construyendo en falso y no aprender cuando experimentamos un derrumbe.
Cristo nos deja claro cómo construir con firmeza: tomar en serio su
palabra, actuar según ella, plasmar nuestra vida según la voluntad de Dios.
Pero si persistimos en la ceguera nos amenaza la ruina total y definitiva.
Y esto vale tanto para los individuos como para las comunidades,
parroquias, diócesis...
DOMINGO X DEL TIEMPO
ORDINARIO
Misericordia quiero
Mt
9,9-13
«Sígueme». Una
vez más la voz de Jesús resuena nítida y poderosa. Una vez más Él se
adelanta, toma la iniciativa. Y una vez más levanta al hombre de su
postración. Mateo estaba «sentado al mostrador de sus impuestos»; pero
estaba sobre todo hundido en su codicia, en su afán de poseer. «Él se
levantó y lo siguió». Remite a otras escenas evangélicas; por ejemplo, la
resurrección de Lázaro: «Lázaro, sal fuera». Levantar a Mateo de la
postración y de la corrupción de su pecado no es menor milagro que hacer
salir a Lázaro de la tumba cuando ya olía mal.
«Muchos
pecadores... se sentaron con Jesús». El Hijo de Dios se ha hecho hombre
para eso, para compartir la mesa de los pecadores. No rechaza a nadie, no
se escandaliza de nada. Sabe que todo hombre está enfermo, y ha venido
precisamente como médico, para buscar a los pecadores, para sanar la
enfermedad peor y más terrible: el pecado que gangrena y destruye en su
raíz la vida y la felicidad de los hombres.
«Misericordia
quiero». Una vez más, Jesús tiene que enfrentarse con la dureza de corazón
de los fariseos. En cambio Mateo, pecador público, ha experimentado la
misericordia de Jesús, su amor gratuito; y por eso se convierte en
instrumento de ese amor y de esa misericordia para muchos otros. Lo que él
ha recibido gratis lo ofrece –también gratuitamente– a los demás. La
conversión de Mateo es ocasión de conversión para muchos otros...
DOMINGO XI DEL TIEMPO
ORDINARIO
Con el poder de Jesús
Mt
9,35-10,8
Pedro, Andrés,
Santiago... Esa lista abre la inmensa hilera de los seguidores de Cristo,
pero no acaba ahí. En esa lista estás tú también, llamado por Cristo; con
tu nombre y apellidos. ¡Tú junto a los apóstoles de Cristo, junto a los
mártires y a los santos de todas las épocas! ¿ De
veras al escuchar este evangelio sientes la alegría de ser cristiano? Tú
has sido elegido personalmente por Cristo, y no por tus méritos o
cualidades, sino pura y simplemente porque Él lo ha querido.
Y también tú
como ellos has recibido los mismos poderes de Cristo para curar toda
enfermedad y dolencia, para arrojar demonios, para resucitar muertos...
Ante un mundo que agoniza porque no conoce a Cristo o le ha rechazado,
nosotros tenemos el remedio, porque tenemos las armas de Cristo. Y no
podemos seguir lamentándonos como si las cosas no tuvieran solución.
La pregunta,
más bien, es la siguiente: ¿Sientes compasión de la gente que está
extenuada y abandonada como ovejas sin pastor? Es decir, ¿te importa la
gente que sufre porque le falta Cristo, aunque aparente ser feliz? ¿Te
duele la situación de tanta gente hundida en su falta de fe, enfangada en
su pecado, destrozada por sus propios egoísmos? La compasión de Cristo no
es un sentimiento estéril. Tampoco tú puedes quedar indiferente.
DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO
No temáis...
Mt
10,26-33
Ante evangelios
como este uno se asusta viendo lo poco cristianos que somos los cristianos.
Jesús nos dice que no tengamos miedo a los que matan el cuerpo, y sin
embargo todo son temores ante la muerte, ante el sufrimiento, ante lo que
los hombres puedan hacernos, ante lo que puedan decir de nosotros...
El verdadero
cristiano –es decir, el hombre que tiene una fe viva– encuentra su
seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones ¿cómo no va a cuidar
de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle. Lo que ocurre es que a
veces llamamos malo a lo que en realidad no es malo. ¿Qué de malo puede
tener que nos quiten la vida o nos arranquen la piel a tiras si eso nos da
la vida eterna? Ahí está el testimonio de tantos mártires a lo largo de la
historia de la Iglesia, que han ido gozosos y contentos al martirio en
medio de terribles tormentos.
Este evangelio
de hoy nos invita a mirar al juicio –«nada hay escondido que no llegue a
saberse»–. En ese momento se aclarará todo. Y en esa perspectiva, ante lo
único que tenemos que temblar es ante la posibilidad de avergonzarnos de
Cristo, pues en tal caso también Él se avergonzará de nosotros ese día ante
el Padre. El único mal real que el hombre debe temer es el pecado, que le
llevaría a una condenación eterna –«temed al que puede destruir con el
fuego alma y cuerpo»–. Ante este evangelio, ¡cuántas maneras de pensar y de
actuar tienen que cambiar en nuestra vida!.
La gracia ha desbordado
Rom
5,12-15
A partir de
hoy, durante los próximos domingos leeremos como segunda lectura la carta a
los Romanos, tan rica en alimento para nuestra vida cristiana.
«Todos
pecaron». Debemos prestar una atención mucho mayor al realismo de la
palabra de Dios, que no anda con eufemismos ni disimulos. Todos somos
pecadores, sometidos a la ley inexorable del pecado que nos encadena (Rom
3,10ss. 23). ¿Por qué seguir pensando y actuando como si la gente no fuera
pecadora? Todo hombre es irremediablemente pecador; no puede salvarse por
sí mismo ni puede ser bueno por sus solas fuerzas; necesita de Cristo, el
único que se nos ha dado capaz de salvarnos (He 4,12; Rom 3,24ss).
«Por el pecado
entró la muerte». Desde el pecado de Adán, la tragedia del hombre consiste
no sólo en pecar de hecho, sino en dejarse engañar por Satanás tomando lo
malo por bueno y lo bueno por malo. Por eso, Dios que nos ama insiste en
recordarnos que «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6,23). El pecado
es siempre muerte y sólo muerte; es causa de muerte y destrucción; es
fuente de todos los males en este mundo y para la eternidad. El pecado es
el único mal real.
«Gracias a un
solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron». La
situación de pecado, humanamente irremediable, ha sido transformada por
Dios. La ley inexorable del pecado ha sido destruida por un amor más grande
que el pecado. He aquí la grandeza de Jesucristo, que hace que «no haya
proporción entre la culpa y el don». Si Dios ha permitido el pecado ha sido
en vista de Cristo. Y también nosotros hemos de aprender a ver el mundo y
cada persona desde Cristo: no disimular o disculpar su pecado, pero sí
tener la certeza de que su pecado tiene remedio, porque la gracia de Cristo
«ha desbordado».
DOMINGO XIII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Injertados en Cristo
Rom
6,3-4,8-11
«Así como Cristo ... también nosotros». He aquí la base de la
novedad cristiana. Lo que Cristo es y vive estamos llamados a serlo y
vivirlo también nosotros. Pero no como una imitación «desde fuera». Por el
bautismo hemos sigo injertados a Cristo y Él vive en nosotros (Gal 2,20).
Todo lo suyo es nuestro: sus virtudes, sus sentimientos, sus actitudes...
Por eso, para un cristiano lo más natural es vivir como Cristo. No se nos
pide nada extraño o imposible: se trata sencillamente de dejar que se
desarrolle plenamente esa vida que ya está en nosotros.
«Consideraos
muertos al pecado...» La fe nos hace vernos a nosotros mismos como Dios nos
ve. Por el bautismo hemos muerto al pecado, a quedado destruida «nuestra
personalidad pecadora» y hemos cesado de ser esclavos del pecado (Rom 6,6).
Se trata de tomar conciencia de este don recibido. ¿Por qué seguir pensando
y actuando como si el pecado fuera insuperable? El pecado no tiene por qué
esclavizarnos, pues Cristo nos ha liberado y la fuerza del pecado ha
quedado radicalmente neutralizada. Hemos muerto al pecado: vivamos como
tales muertos. «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo seguir viviendo en
él? (Rom 6,2).
«...Y vivos
para Dios en Cristo Jesús». La muerte al pecado es sólo la cara negativa.
Lo más importante es la vida nueva que ha sido depositada en nuestra alma.
Y esta vida nueva es esencialmente positiva: consiste en vivir –lo mismo
que Cristo– para Dios, en la pertenencia total y exclusiva a Dios,
dedicados a Él en alma y cuerpo. Esta es la riqueza y la eficacia de
nuestro bautismo. Se trata sencillamente de cobrar conciencia de ello y
dejar que aflore en nuestra vida lo que ya somos. ¡Reconoce, cristiano tu
dignidad! ¡Sé lo que eres!
Un gran negocio
Mt
10,37-42
Ante evangelios
como este, hemos adquirido el hábito de no darnos por aludidos, como si
fueran dirigidos sólo a las monjas de clausura. Y, sin embargo, estas
palabras de Jesús van dirigidas a todos (cfr. Lc 14,25-26), para indicar
que ningún lazo familiar, incluso bueno y legítimo, debe ser estorbo para
seguirle a Él; y en el caso de que se plantease conflicto entre un lazo
familiar y el seguir a Jesús, habría que elegir seguir a Jesús. Lo
contrario significa no ser dignos de Él.
Se necesita la
lógica de la fe y la luz del Espíritu para entender que lo que parece
perder la vida es ganarla y lo que parece muerte es en realidad vida.
Porque se trata de preferir a Cristo no solo por encima de los cariños
familiares, sino incluso antes que la propia vida, antes que la propia
comodidad, antes que la propia fama... estando dispuestos a ser
despreciados y perseguidos por Cristo, a perderlo todo por Él, a
sacrificarlo todo por Él. Perderlo todo por Cristo: en realidad este
evangelio nos está proponiendo un gran negocio, pues se trata de ganar a
Cristo, cuyo amor vale infinitamente más que todo lo demás. Deberíamos
mirar más a Cristo para dejarnos embelesar por Él. Es infinitamente más lo
que recibimos que lo que damos.
Además, el
evangelio de hoy nos propone otro «negocio» continuo. Un simple vaso de
agua dado a un pobrecillo cualquiera, sólo porque es discípulo de Jesús, no
perderá su paga. ¿Cuántas pagas perdemos cada día?
DOMINGO XIV DEL TIEMPO
ORDINARIO
Dóciles al Espíritu
Rom
8,9.11-13
«Vosotros no
estáis en la carne, sino en el Espíritu». San Pablo quiere inculcarnos la
certeza de esta nueva vida que ha sido depositada en nuestra alma por el
bautismo. No estamos en la carne, es decir, no estamos abandonados a
nuestras fuerzas naturales y a nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no
tiene sentido seguir lamentándonos y apelando a nuestra debilidad cuando
estamos en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del Espíritu
que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos en deuda, pero no con la
carne para vivir carnalmente».
«El Espíritu de
Dios habita en vosotros». Somos templo del Espíritu Santo. Estamos
consagrados. Somos lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado.
Pero el Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece en nosotros
como Ley nueva, como impulso de vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre
nosotros para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo ni es
imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente la acción del
Espíritu, secundando su impulso poderoso, dando muerte con la fuerza del
Espíritu a las obras de la carne para que se manifieste en nosotros el
fruto del Espíritu (Gal 5,22-23).
«Vivificará
también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu». Hay una «primera
resurrección»: cuando el hombre es arrancado del dominio del pecado y
comienza a caminar en novedad de vida por la acción del Espíritu. Pero
habrá una «segunda resurrección»: también nuestro cuerpo mortal se
beneficiará de esta vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu
Santo tiene por característica propia el ser Creador y desea vivificar
nuestra persona entera, alma y cuerpo.
Cristo, nuestro descanso
Mt
11,25-30
Ante la
humildad de Cristo, el cristiano aprende también a ser humilde. El Hijo de
Dios no ha venido con triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto,
montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el estilo de Dios. Y
el cristiano no tiene otro camino. Dios no se da a conocer a los que se
creen sabios y entendidos, a los arrogantes y autosuficientes, a los que
creen saberlo todo, sino al que humildemente se pone ante Dios reconociendo
su pequeñez y su ceguera.
Al que es
humilde de veras, Dios le concede entrar en su intimidad y conocer los
misterios de su vida trinitaria, la relación entre el Padre y el Hijo en el
Espíritu Santo. Esto no es sólo para algunos pocos privilegiados, sino para
todo bautizado, para todo el que es «sencillo» y se deja conducir por Dios.
Pues precisamente «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único
Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y conocer
no es sólo saber con la cabeza, sino tratar con Dios con familiaridad. ¿Mi
vida como cristiano va dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios
que vive en mí o me quedo en unas simples formas de comportamiento?
Cristo se nos
presenta como nuestro descanso. Frente a los cansancios y agobios que nos
procuramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e insoportables
que ponemos en nuestros hombros, Cristo es el verdadero descanso y su ley
un alivio. El pecado cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo
descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?
DOMINGO XV DEL TIEMPO
ORDINARIO
¿Por qué no hay fruto?
Mt
13, 1-23
Cristo es el
sembrador que siembra su palabra en nosotros. Y la semilla tiene fuerza
para dar fruto abundante –¡el ciento por uno! Por
malo que venga el año, la semilla da fruto..., a no ser que algo lo impida.
Si nosotros
estamos recibiendo continuamente la semilla de la palabra de Cristo, ¿a qué
se debe que no demos fruto o que no demos todo lo que teníamos que dar? La
culpa no es del sembrador –Cristo no puede fallar al sembrar–, ni de la
semilla –que tiene poder de germinar–, sino de la tierra en que cae esa
semilla. ¿Qué hay en nosotros que nos impide dar fruto? Jesús mismo lo
explica claramente. Es, en primer lugar, el no entender la Palabra, el no
pararnos a asimilarla, a meditarla, a orarla; la superficialidad hace que
el Maligno se lleve lo que ese tal ha recibido. Y este no tener raíces
hondas hace también que cualquier dificultad acabe con todo.
Otra causa de
no dar fruto es el tener miedo a los desprecios y burlas; el que busca
quedar bien ante todos y ser aceptado por todos y no está dispuesto a ser
despreciado por causa de Cristo y de su Evangelio, ese tal no puede agradar
a Cristo ni acoger su Palabra.
Y la otra causa
son las preocupaciones y afanes de la vida y el apego a las cosas de este
mundo; sin un mínimo de sosiego para escuchar a Cristo y sin un mínimo de
desprendimiento, de austeridad y de pobreza, la palabra sembrada se ahoga y
queda estéril. El que no da fruto es el único culpable de su propia
esterilidad. Al que no quiere escuchar porque endurece su corazón, Jesús no
se molesta en explicarle. Es inútil intentar aclarar al que no es dócil,
pues oye sin entender: «El que tenga oídos que oiga».
Una tierra nueva
Rom
8,1-23
«Los
sufrimientos del tiempo presente no pesan lo que la gloria que un día se
nos descubrirá». El creyente lo ve todo a la luz de la eternidad. De manera
particular las tribulaciones y sufrimientos de esta vida, sobre todo los
padecidos a causa de Cristo y del Evangelio. Si a nivel humano vale la pena
el esfuerzo para conseguir algo que nos importa, ¡cuánto más el sufrimiento
pasajero que nos reporta un caudal inmenso de gloria eterna! (2 Cor 4,17).
El secreto está en una fe firme y robusta que traspasa las apariencias para
quedar fija en lo definitivo. «Nosotros no nos fijamos en lo que se ve,
sino en lo que no se ve; pues lo que se ve es pasajero, pero lo que no se
ve es eterno» (2 Cor 4,18).
«La creación,
expectante, está aguar-dando la plena manifestación de los hijos de Dios».
En su plan creador, Dios somete al hombre toda la creación –Gén 1,28–, le
constituye dueño y señor de ella –Sal 8– para que a través del hombre –como
criatura inteligente y libre– la creación pueda cumplir su finalidad de
glorificar a Dios. Pero el hombre, al pecar, frustra la creación, la
esclaviza, le impide realizar aquello para lo que fue creada; por culpa del
hombre el suelo queda maldito (Gén 3,17).
Por eso la
creación está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de
Dios. Sólo el hombre nuevo, redimido del pecado por Cristo, puede lograr
que la creación alcance su meta. Sólo el que es hijo de Dios y vive como
hijo sabe recibir toda la creación como don amoroso del Padre, la emplea
según el plan de Dios y la hace volver a Él en un himno de gratitud y
alabanza. En las manos del hombre nuevo comienzan los cielos nuevos y la
tierra nueva. Entre las manos del hombre nuevo la creación glorifica por
fin a su Creador.
DOMINGO XVI DEL TIEMPO
ORDINARIO
El maestro interior
Rom
8,26-27
«Nosotros no
sabemos pedir lo que nos conviene». No podemos presentarnos delante de Dios
a darle lecciones, a enseñarle lo que nos tiene que conceder. Es al revés:
no sabemos lo que realmente nos conviene y, en cambio, Dios sí lo sabe. Por
tanto, no cabe otra postura que la de una profunda humildad de quien no se
fía de sí mismo ni de su propia inteligencia (Prov 3,5). Es absurdo «pedir
cuentas a Dios» (Job 42,1-6). El verdadero creyente se abandona
confiadamente a Dios, a su bondad, a su poder, a su sabiduría, aunque no
entienda... convencido de que no sabe lo que le conviene pero Dios sí lo
sabe.
«El Espíritu
viene en ayuda de nuestra debilidad». El Espíritu vive en nosotros y está
pronto para actuar en nuestro favor. Pero hace falta que le invoquemos. Sin
una invocación consciente e intensa del Espíritu Santo no hay verdadera
oración cristiana, pues sólo Él nos da el verdadero conocimiento de Cristo
y del Padre. Sólo Él puede levantarnos de nuestra debilidad natural, de la
oscuridad de nuestro juicio, del egoísmo de nuestros deseos, de lo rastrero
de nuestros planes...
«Su intercesión
por los santos es según Dios». Puesto que «nadie conoce lo íntimo de Dios
sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11), sólo su influjo en nosotros nos
hace capaces de pedir «según Dios», según sus planes, según su sabiduría. Y
lo hace «con gemidos inefables», pues la voluntad de Dios es misteriosa y a
nosotros se nos escapa. Por eso, nuestra oración muchísimas veces
consistirá en adherirnos a la voluntad de Dios, sea cual sea, y en
desearla, aún sin conocerla en sus detalles particulares.
¿Soy cizaña?
Mt
13,24-43
¡En la Iglesia
hay cizaña! En el campo de Cristo también brota el mal. Sin embargo, eso no
es para rasgarnos las vestiduras. El amo del sembrado lo sabe, pero quiere
dejarlo. No hemos de escandalizarnos por los males que vemos en la Iglesia.
Eso no es obra de Cristo, sino del Maligno y de los que pertenecen al
Maligno aunque parezcan pertenecer a Cristo. Si Cristo lo permite es para
que ante el mal reaccionemos con el bien con mucho mayor entusiasmo. Lo que
tendremos que preguntarnos y examinar es si no estaremos siendo nosotros
cizaña dentro de la Iglesia en lugar de semilla buena que da fruto.
Porque la
semilla buena tiene fuerza para crecer y desarrollarse ilimitadamente como
el grano de mostaza o la masa que fermenta. ¿Creemos de verdad en la fuerza
de la Palabra de Dios y en la eficacia de la gracia de Cristo? Entonces,
¿por qué nuestras comunidades no tienen esta vitalidad que indica la
parábola?, ¿por qué no crecen continuamente?, ¿acaso Cristo no es el mismo
ayer, hoy y siempre? Entonces, ¿qué es lo que esteriliza la palabra de
Cristo?
La parábola de
la cizaña nos sitúa también ante el juicio. Es absurdo engañarnos a
nosotros mismos y pretender engañar a los demás, porque a Dios no se le
engaña. Al final todo se pondrá en claro y la cizaña será arrancada y
echada al fuego. ¡Cuántas cosas serían muy distintas en nuestra vida si
viviésemos y actuásemos como si hubiéramos de ser juzgados esta misma
noche!
DOMINGO XVII DEL TIEMPO
ORDINARIO
El verdadero tesoro
Mt
13,44-52
Con el
evangelio en la mano, no entiendo cómo se puede hablar de que ser cristiano
es difícil y costoso. Es verdad que hay que dejar cosas –muchas más de las
que dejamos–, es verdad que hay que morir al pecado que todavía reside en
nosotros, pero todo esto se hace con facilidad, porque hemos encontrado un
Tesoro que vale mucho más sin comparación. Más aún, las renuncias se realizan
«con alegría», como el hombre de la parábola, con la alegría de haber
encontrado el tesoro, es
decir, sin costar, sin esfuerzo, de buen humor y con entusiasmo.
Si todavía
vemos el cristianismo como una carga, ¿no será que no hemos encontrado aún
el Tesoro? ¿No será que no nos hemos dejado deslumbrar lo suficiente por la
Persona de Cristo? ¿No será que le conocemos poco, que le tratamos poco?
¿No será que no oramos bastante? El que ama la salud hace cualquier
sacrificio por cuidarla y el que ama a Cristo está dispuesto a cualquier
sacrificio por Él. Cristo de suyo es infinitamente atractivo, como para
llenar nuestro corazón y hacernos fácil toda renuncia.
El mejor
comentario a este evangelio son las palabras de san Pablo: «Todo eso que
para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún,
todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de
Cristo Jesús mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con
tal de ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). El que de verdad ha encontrado a Cristo
está dispuesto a perderlo todo por Él, pues todo lo estima basura comparado
con la alegría de haber encontrado el verdadero Tesoro.
DOMINGO XVIII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Creer en el Amor
Rom
8,35.37-39
«¿Quién podrá apartarnos del amor
de Cristo?». San Pablo lanza este grito desafiante desde la atalaya de
quien se sabe amado incondicionalmente por Cristo. Nuestra fe es un confianza total y absoluta en el amor de Dios.
«Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16).
San Pablo habla por experiencia. Sabe que este amor nunca falla, nunca
defrauda. El amor de Cristo es la única seguridad estable y definitiva
aunque todo se hunda. Al que ha construido su vida sobre la roca del amor
de Cristo ninguna tempestad puede tambalearle (Cfr. Mt 7,25).
«En todo esto
vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado». A veces quisiéramos que el
Señor eliminase las dificultades. Sin embargo, no suele actuar así. Más
bien nos da la fuerza para vencerlas y superarlas apoyados en su amor.
Cristo lo había dicho bien claro: «En el mundo tendréis luchas, pero tened
valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Y san Pablo lo sabía por
experiencia. De ahí su confianza desbordante y su gozo en medio de las
pruebas y tribulaciones (2 Cor 7,4). «Esta es la victoria que vence al
mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4).
«Estoy
convencido...» No se trata de una opinión, sino de una certeza absoluta. La
certeza de estar afianzados en un amor más fuerte que el mal, más fuerte
que la muerte. Un amor que nos precede y nos acompaña, que nunca nos
abandona, que nos conduce con su sabiduría y su poder infinitos. No queda
lugar para la duda o para el temor, no tienen razón de ser la cobardía ni
el desaliento. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas
conmigo» (Sal 23,4). «Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no
tiembla, si me declaran la guerra me siento tranquilo» (Sal 27,3). «Sólo en
Dios descansa mi alma..., sólo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar, no
vacilaré (Sal 62,2-3).
Dadles vosotros de comer
Mt
14,13-21
También a
nosotros nos dice hoy Jesús: «Dadles vosotros de comer». Con cinco panes y
dos peces dio de comer a la multitud. Pero ¿qué hubiera ocurrido si los
discípulos se hubieran guardado los cinco panes y los dos peces?
Probablemente, Jesús no hubiera hecho el milagro y la multitud se hubiera
quedado sin comer.
Lo mismo que a
los discípulos, ni a ti ni a mí nos pide Jesús que solucionemos todos los
problemas ni que hagamos milagros. Los milagros los hace Él. Pero sí nos
pide una cosa: que pongamos a su disposición todo lo que tenemos; poco o
mucho, da igual, pero que sea todo lo que tienes. Ante el hambre de pan
material y el hambre de la verdad de Cristo que tanta gente padece, ¿vas a
negarle a Cristo tus cinco panes y tus dos peces?
Si los
discípulos no hubieran entregado a Jesús lo poco que tenían alegando que lo
necesitaban para ellos, varios miles se hubieran quedado sin comer y, sobre
todo, se hubieran quedado sin conocer el poder de Cristo realizando tal
milagro. Si tú le niegas tus panes y tus peces, eres responsable de que
Cristo hoy no siga alimentando a la gente y de que muchos no le conozcan al
no darle la posibilidad de hacer milagros multiplicando tus pocos panes y
peces.
DOMINGO XIX DEL TIEMPO
ORDINARIO
Echar raíces en Dios
Mt
14,22-33
Son numerosas
las ocasiones en que los evangelistas nos repiten que Jesús se retiraba a
solas a orar. Un gesto vale más que mil palabras. Con ello nos enseña
también a nosotros la necesidad que tenemos de esa oración silenciosa, de
ese estar con el Padre a solas, sabiendo que nos ama y nos cuida. Sin una
vida profunda de oración, nuestra existencia será como esa barca zarandeada
por las olas, alborotada por cualquier dificultad, sin raíces, sin
estabilidad.
El que ora de
verdad va alimentando su vida de fe, va echando raíces en Dios. La oración
le da ojos para conocer a Jesús y descubrirle en todo, incluso en medio de
las dificultades, del sufrimiento y de las pruebas: «Verdaderamente eres
Hijo de Dios». La falta de oración, en cambio, hace que se sienta a Jesús
como un «fantasma», como algo irreal; el que no ora es un hombre de poca
fe, duda y hasta acaba perdiendo la fe.
El que trata de
manera íntima y familiar con Dios experimenta la seguridad de saberse
acompañado, de saberse protegido por un amor que es más fuerte que el dolor
y que la muerte. El que no ora se siente solo. El que ora convive con
Cristo y experimenta la fuerza de sus palabras: «¡Ánimo!
Soy yo, no temáis». Es necesario volver a descubrir entre los cristianos la
dicha de la oración. Cristo no quiere siervos, sino amigos que vivan en
íntima familiaridad con Él.
DOMINGO XX DEL TIEMPO
ORDINARIO
Todo es gracia
Mt
15,21-28
Impresiona ante
todo de esta mujer cananea su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce
que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la
benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra
manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos ...– más que en la disposición del pobre que
mendiga esta gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como
están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están
nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».
Impresiona
también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las
dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue
esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y
energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades,
¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?
Y, finalmente,
impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija
tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que
consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Contrasta con la postura de los
discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima
y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan?
¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar
de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en
paz?
DOMINGO XXI DEL TIEMPO
ORDINARIO
El regalo más grande
Mt
16,13-20
El evangelio de
hoy tiene que hacernos experimentar la maravilla de la fe. Con frecuencia,
estamos demasiado «acostumbrados» a creer; hemos nacido en una familia
cristiana y nos parece lo más natural del mundo. Sin embargo, hemos de
admirarnos del regalo de la fe, de que también nosotros podamos decir a
Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», pues eso no nos viene de la carne ni de
la sangre, sino que nos ha sido revelado por el Padre que está en los
cielos. La fe es el regalo más grande que hemos recibido; más grande
incluso que la vida, pues la vida sin fe sería absurda y vacía.
Por ello hemos
de agradecer al Señor el don de la fe y hemos de sentirnos felices de
creer. ¿Siento la dicha de ser creyente, cristiano, católico? ¿O vivo mi fe
como un peso, una rutina, una costumbre? ¿Me preocupo de cultivar mi fe y
hacerla crecer, de formarme bien como cristiano? Lo mismo que la gente se
equivocaba al decir quién era Jesús, también en nuestra mente hay errores,
opiniones o ideas equivocadas. ¿Procuro irlas desechando? Y la alegría de
creer ¿me lleva a dar testimonio ante los demás, a manifestarme como
creyente? ¿ O en cambio me avergüenzo de Cristo?
Pedro sigue
estando presente hoy en el Papa, que ha recibido la autoridad de Cristo
para atar o desatar. Debe escucharle como padre y pastor, seguir sus
enseñanzas. ¿Me apoyo en la firmeza de la roca de Pedro? ¿Estoy contento de
ser hijo de la Iglesia?
DOMINGO XXII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Piensas como los hombres
Mt
16,21-27
Cuando Jesús
presenta el plan del Padre sobre su propia vida –muchos padecimientos y
muerte en cruz–, Pedro se rebela y se pone a increpar a Jesús; se escandaliza
de la manera como Dios actúa, y se pone a decir que eso no puede ser.
¿Acaso no es también esta nuestra postura muchas veces cuando la cruz se
presenta en nuestra vida?
Pero fijémonos
en la respuesta de Jesús a Pedro: «¡Apártate de mi
vista, Satanás!». La expresión es tremendamente dura, pues Jesús le llama a
Pedro «Satanás». Y ¿por qué? Porque piensa como los hombres y no como Dios.
Pues bien, también nosotros tenemos que aprender a ver la cruz –nuestras
cruces de cada día: dolores, enfermedades, problemas, dificultades...– como
Dios, es decir, con los ojos de la fe. De esa manera no nos rebelaremos
contra Dios ni contra sus planes.
Vista la cruz
con ojos de fe no es terrible. Primero, porque cruz tiene todo hombre, lo
quiera o no, sea cristiano o no. Pero el cristiano la ve de manera
distinta, la lleva con paz y serenidad. El cristiano no se «resigna» ante
la cruz; al contrario, la toma con decisión, la abraza y la lleva con
alegría. El que se ha dejado seducir por el Señor y en su corazón lleva
sembrado el amor de Dios no ve la cruz como una maldición. La cruz nos hace
ganar la vida, no sólo la futura, sino también la presente, en la medida en
que la llevamos con fe y amor.
Ofrenda permanente
Rom
12,1-2
«Os exhorto... a
presentar vuestros cuerpos como hostia viva». La vida del cristiano es una
ofrenda permanente de la propia existencia a Dios. «Este es vuestro culto
razonable». Sin esta ofrenda de la propia vida el culto sería vacío,
caeríamos en un mero ritualismo como el que tantas veces atacan los
profetas. Cristo se ha ofrecido de verdad. Su ofrenda al Padre ha sido tan
real que ha quedado sellada por el sacrificio del Calvario. Vivir la misa,
participar en ella, es ofrecerse con Cristo al Padre; realmente, con toda nuestra
vida, con todo lo que somos y tenemos. Y hacer que esta ofrenda se mantenga
durante todo el día, durante toda la vida.
«No os ajustéis
a este mundo». Toda nuestra vida y nuestra conducta ha
de estar inspirada por la fe. Pero en el ambiente de la sociedad que nos
rodea muchos criterios y muchas conductas no están inspiradas en el
evangelio o son positivamente contrarias a él. Por eso no podemos pensar,
vivir y actuar «como todo el mundo». El criterio que nos guía no puede ser
ni lo que dice la televisión, ni lo que la gente opina, sino siempre y sólo
el evangelio.
«Transformáos
por la renovación de la mente para que sepáis discernir la voluntad de
Dios». Hemos de vivir en conversión continua. Pero no sólo de nuestras
obras, sino sobre todo de nuestros criterios. No basta actuar «con buena
voluntad». Si nuestra mentalidad y nuestros criterios no son según el
evangelio, ciertamente no haremos lo que Dios quiere. Por eso hemos de leer
mucho la Palabra de Dios, para impregnarnos de ella. Hemos de leer a los
santos, que son los que mejor han entendido y vivido el evangelio. Hemos de
ayudarnos unos a otros a «respirar» según los criterios evangélicos. Y
hemos de procurar ser coherentes al ponerlos en practica, sin engañarnos a
nosotros mismos (St 1,22).
DOMINGO XXIII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Deuda de amor
Rom
13,8-10
«A nadie le debáis nada, mas que amor».
Tenemos para con los demás la «deuda» del amor. Cuando hemos realizado un
acto de caridad para con el prójimo, cuando hemos hecho el bien a alguien,
quisiéramos que nos lo agradeciera, que todo el mundo nos lo reconociera y
que Dios mismo nos lo pagase. Sin embargo, somos deudores de los demás. Les
debemos amor. No sólo les debemos lo que cae en el campo de la estricta
justicia. Si Cristo nos hubiera tratado en estricta justicia, estaríamos
condenados. Sin embargo, nos amó, y no en cualquier grado, sino «hasta el
extremo» (Jn 13,1). Igualmente nosotros: cuando nos hayamos entregado hasta
el extremo, habremos de exclamar: «somos unos pobres siervos, hemos hecho lo
que teníamos que hacer» (Lc. 17,10).
«El que ama
tiene cumplido el resto de la Ley». San Pablo, siguiendo al propio Cristo
(Mt 22,34-40), nos recuerda que toda la Ley se resume en el mandamiento del
amor. Lo cual no significa que todo lo demás no importe, sino que tenemos
que prestar atención a esta fuente de la que todo brota. Por eso san
Agustín pudo proclamar: «Ama y haz lo que quieras». El que de verdad ama no
hace mal a su prójimo. El que de verdad ama hace el bien siempre y a todos.
El que de verdad ama, supera la estricta justicia, cumple los mandamientos
y los rebasa. Se trata de cultivar las actitudes profundas del corazón,
pues «el árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7,17). Si uno está lleno por
dentro de caridad, no hay que preocuparse de más: se trata sencillamente de
dejar que la caridad rebose hacia fuera. Por el contrario, el que no ama,
inútilmente se esforzará en cumplir los mandamientos, pues «el árbol malo
da frutos malos» (Mt 7,17).
«Amar es
cumplir la Ley entera». Por si quedaba alguna duda, esta frase final
subraya que el amor no es un puro sentimiento. El amor a Dios consiste en
cumplir su mandamientos (1 Jn 5,3). El amor es
delicado, cuidadoso, exigente, hasta en los más mínimos detalles. En
cambio, el que no cumple la Ley entera tendrá que reconocer que su amor
todavía deja mucho que desear.
Te pediré cuentas
Mt
18,15-20
El evangelio de
hoy nos presenta un aspecto que en la mayoría de las comunidades cristianas
está sin estrenar. Jesús dice: «Si tu hermano peca, repréndelo». La lógica
es muy sencilla: si a cualquier madre le importa su hijo y le duele lo que
es malo para su hijo y le reprende porque le quiere y desea que no tenga
defectos, con mayor razón al cristiano le debe importar todo hombre,
sencillamente por que es su hermano. ¿Me duele cuando alguien peca?
La lectura de
Ezequiel es incluso más fuerte en esto : «Si tú no
hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, a ti te
pediré cuenta de su sangre». Somos responsables de los hermanos. Si
viéramos a alguien que va a caer en un precipicio, le gritaríamos una y mil
veces. Pues bien, da escalofrío la indiferencia con que vemos alejarse
personas de Cristo y de la Iglesia y vivir en el pecado y no les decimos ni
palabra. «Si tu hermano peca, repréndelo». «Si no le pones en guardia, te
pediré cuenta de su sangre». ¿Me siento responsable? Recordemos que fue
Caín el que dijo: «¿Acaso soy yo guardián de mi
hermano?»
Por lo demás,
está claro que se trata de reprender por amor y con amor. No con fastidio y
rabia o porque a uno le moleste. Es una necesidad del amor. El amor a los
hermanos lleva a luchar para que no se destruyan a sí mismos. Tenemos con
ellos una deuda de amor que nos impide callar, precisamente para su bien.
Todo menos la indiferencia.
DOMINGO XXIV DEL TIEMPO
ORDINARIO
Somos del Señor
Rom
14,7-9
«Ninguno de
nosotros vive para sí mismo». Uno de los males más tristes de nuestro mundo
es esa situación de egocentrismo absoluto en que cada uno sólo vive para sí
mismo, sólo piensa en sí mismo, está centrado exclusivamente en sus propios
intereses. Frente a esto, san Pablo puede gritar con fuerza que entre
nosotros los cristianos «ninguno vive para sí mismo». Puesto a liberarnos,
Cristo nos arranca ante todo de la cárcel de nuestro egocentrismo, nos
despoja de la esclavitud del culto al propio yo. Debemos preguntarnos: de
hecho ¿es así en mi caso?
«Si vivimos,
vivimos para el Señor». El egocentrismo sólo se rompe en la medida en que
vivimos para Cristo. Si la vida vale la pena vivirse es perteneciendo al
Señor. Si no vivimos para nosotros mismos es porque «no nos pertenecemos»
(1 Cor 6,19). Pertenecemos a Cristo y esta es nuestra identidad. Pertenecer
a Cristo es en realidad la única manera de ser verdaderamente libres.
«Si morimos,
morimos para el Señor». Cristo ha venido a «liberar a los que por miedo a
la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,15). Para un cristiano la
muerte no es motivo de temor. Cristo es también señor de la muerte, que
será el último enemigo aniquilado (1 Cor 15,26). Para un cristiano la
muerte es un acto de entrega al Señor, el acto de la entrega definitiva y
total a Cristo. El cristiano muere para Cristo.
«Somos del
Señor». Esta es nuestra certeza, nuestra seguridad, nuestro gozo. Este es
nuestro punto de referencia. Pertenecemos a Cristo. Esta es nuestra
identidad. El que vive como posesión de Cristo tampoco tiene miedo a los
hombres, ni al mundo. La pertenencia a Cristo nos libera del servilismo. Es
a Él a quien hemos de dar cuentas de nuestra vida.
Contradicción brutal
Mt
18,21-36
Nuestro Dios es
el Dios del perdón y la misericordia. Perdona siempre a aquel que se
arrepiente de verdad. Y nosotros, como hijos suyos, nos parecemos a Él.
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». No puede ser de
otra manera. Por eso Jesús dice que hemos de perdonar «hasta setenta veces
siete», es decir, siempre.
La parábola
expresa la contradicción brutal en ese hombre a quien le ha sido perdonada
una deuda inmensa, pero que no perdona a su compañero una cantidad
insignificante, llegando incluso a meterle en la cárcel. Ahí estamos
dibujados todos nosotros cada vez que nos negamos a perdonar. En el fondo,
las dificultades para perdonar a los demás vienen de no ser conscientes de
lo que se nos ha dado y de lo que se nos ha perdonado. El que sabe que le
ha sido perdonada la vida es más propenso a perdonar a los demás.
El perdón de
Dios es gratuito: basta que uno se arrepienta de verdad. También el nuestro
ha de ser gratuito. Pero prestemos atención a la parábola: ¿con qué derecho
puede acercarse a solicitar el perdón de Dios quien no está dispuesto a
perdonar a su hermano? El que no quiere perdonar al hermano ha dejado de
vivir como hijo; el que no está dispuesto a perdonar al otro está cerrado y
es incapaz de recibir el perdón de Dios.
DOMINGO XXV DEL TIEMPO
ORDINARIO
La vida es Cristo
Fil
1,20.24-27
Seguimos de la
mano de san Pablo. Dejada la carta a los Romanos, la liturgia nos
presentará durante varios domingos textos de la carta a los Filipenses.
«Para mí la
vida es Cristo». Hermosa confidencia de san Pablo, que saca a la luz el
secreto de su existencia. Su vida es Cristo, de tal manera que sin Él la
vida ya no es vida, y más parece muerte que vida. ¿Puedo decir yo lo mismo?
¿Puedo decir de verdad que mi vida es Cristo, de la misma manera que se
dice de una persona que su vida son sus negocios o que su vida es el
deporte? ¿Realmente mi vida es Cristo?; ¿encuentro en Él mi fuerza, mi
alegría, mi descanso...? ¿Soy incapaz de vivir sin Él? ¿O, por el
contrario, Él ocupa sólo una partecita de mi vida? ¿Me acuerdo de Él con
frecuencia? ¿Todos mis pensamientos, palabras y obras brotan de Él? ¿Los
que me conocen barruntan que mi vida es Cristo?
«Deseo partir para
estar con Cristo, que es con mucho lo mejor». Así han encarado todos los
santos la muerte, deseándola. No porque deseasen morir, sino porque
deseaban estar con Cristo, para lo cual es necesario pasar por la muerte.
Para el verdadero creyente la muerte no es algo temido, sino algo deseado,
porque «es una ganancia el morir». Aunque no sepamos con detalle cómo será
la vida eterna, sí tenemos una certeza: «Estaremos siempre con el Señor» (1
Tes 4,17), con aquel que ya ahora es nuestra vida y lo será plenamente por
toda la eternidad.
«Cristo será
glorificado en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte». Otro precioso
rasgo del alma del apóstol. Aquí se ve que su deseo de morir no es una
evasión egoísta ni una huída de este mundo. Está dispuesto a quedarse todo
el tiempo que haga falta si el Señor quiere servirse de él para bien de los
fieles. Completamente olvidado de sí mismo, Pablo sólo desea una cosa: que
Cristo sea glorificado. Ardiendo de amor a Cristo y a los cristianos, le da
igual luchar y sufrir que ir a descansar y a gozar de Cristo; sólo desea
servir al Señor y a los hermanos.
Otra lógica
Mt
20,1-16
Lo primero que
subraya el evangelio de hoy es que Dios rompe nuestros esquemas. Con cuánta
frecuencia queremos meter a Dios en nuestra lógica, pero la «lógica» de
Dios es distinta. Como dice Isaías: «Mis planes no son vuestros planes,
vuestros caminos no son mis caminos». Hace falta mucha humildad para
intentar sintonizar con Dios en lugar de pretender que Dios sintonice con
nuestra mente tan estrecha. El Reino de Dios trastoca muchos valores de los
hombres: los que los hombres consideran primeros serán últimos y los que
los hombres consideran últimos serán primeros. Sin duda, en el cielo nos
llevaremos muchas sorpresas.
Además, Jesús
nos enseña la gratuidad: Dios nos lo ha dado todo gratuitamente. ¿Qué
tenemos que no hayamos recibido? Pretendemos –como los jornaleros de la
parábola– negociar con Dios, con una mentalidad de justicia que no es la
del Reino, sino la de este mundo. El que ha sido llamado antes ha de
sentirse dichoso por ello y el que ha trabajado más debe dar más gracias,
porque el trabajar por Dios y su Reino es ya una gracia inmensa: es Dios
mismo el que nos concede poder trabajar.
Nos avisa el
evangelio que no hemos de mirar lo que trabajan los demás o lo que reciben,
sino trabajar con todo entusiasmo lo que se nos confía en la viña. No
trabajamos para nosotros, sino para el Señor y para su Reino. La paga será
la gloria, una felicidad inmensa y eterna, totalmente desproporcionada y
sobreabundante.
DOMINGO XXVI DEL TIEMPO
ORDINARIO
Se humilló
Fil
2,1-11
«Tened entre
vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús». San Pablo
va siempre a la raíz de las cosas. No se trata de imitar a Cristo «por
fuera». Por el bautismo hemos sido «injertados» en Cristo, hemos sido
hechos «una misma cosa» con Él (Rom 6,5) y tenemos en nosotros la misma
vida de Cristo. Por tanto, ya no se trata de imitar o copiar a Cristo por
fuera, sino de dejar que esa vida que llevamos dentro aflore a toda nuestra
conducta, de modo que nuestros pensamientos y deseos, sentimientos,
palabras y acciones, sean los de Cristo. Se trata de que en nosotros llegue
a cumplirse con toda verdad lo que san Pablo dice de sí mismo: «Vivo, pero
ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
«Se despojó de
su rango y tomó la condición de esclavo». Está claro que para vivir las
actitudes de Cristo hace falta sobre todo mirarle a Él. Para un cristiano
el punto de referencia continuo es Cristo; no el ambiente, ni las modas, ni
los líderes humanos, sino Cristo; siempre Cristo y, en la medida en que
corresponde, los que siguen e imitan de cerca a Cristo. Por eso, hay que
mirar mucho a Cristo en la oración, en la lectura de la Biblia, en los
santos... para aprender de Él.
Para aprender
sobre todo estas actitudes fundamentales de obediencia, humildad y
abajamiento. Por la desobediencia, soberbia y orgullo de Adán nos vinieron
todos los males; por la obediencia y humillación de Cristo, todos los
bienes (Rom 5,19). ¿De qué lado nos ponemos? Podemos seguir propagando
males en la Iglesia y en el mundo. O podemos prolongar la acción redentora
y salvífica de Cristo: la condición es que nos revistamos de los
sentimientos de Cristo, despojándonos, tomando actitud de esclavo,
humillándonos, obedeciendo hasta la muerte...
El peligro de creerse bueno
Mt
21,28-32
Como tantas
veces, también hoy Jesús arremete contra los fariseos, contra ese fariseo
que hay dentro de cada uno de nosotros, para quienes se proclama el
evangelio: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el
camino del Reino de Dios».
Los fariseos no
se convirtieron ante la predicación de Jesús porque se creían buenos,
porque «cumplían» con la Ley; por eso no necesitaban de Jesucristo. También
es ese nuestro peligro: creernos buenos, sentirnos satisfechos de nosotros
mismos, cuando la realidad es que estamos muy lejos de ser lo que Dios
quiere que seamos. Hemos de huir como de la peste de pensar que ya hemos
hecho bastante. El amor de Dios y de los hermanos no conoce límites y el
que ha entrado por los caminos del Reino reconoce que tiene un horizonte
inmenso por recorrer, tan amplio como la inmensidad de Dios.
Lo que Jesús
alaba en los publicanos y prostitutas no es su pecado, sino que han sabido reconocer
su pecado y cambiar para entregarse del todo a Dios. En cambio, el fariseo
al creerse bueno, se queda encerrado en su mezquindad sin recibir a Cristo.
Todos tenemos el peligro de quedarnos en las buenas palabras –como el
segundo hijo de la parábola–, sin entregarnos en realidad al amor del Padre
y a su voluntad y rechazando en el fondo a Cristo.
DOMINGO XXVII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Imitadores
de Cristo
Fil
4,6-9
«En toda
ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones
sean presentadas a Dios». El pecado rompe la relación y el diálogo familiar
con Dios. Adán y Eva, creados para este trato y para esta intimidad con
Dios, huyen de Él cuando han pecado (Gén 3,8); más aún, se produce –como
consecuencia del pecado– un distanciamiento y una imposibilidad de diálogo
con Dios (Gén 3,23-24). Por el contrario, en la medida en que somos
arrancados del dominio del pecado, surge de nuevo la posibilidad y el deseo
del diálogo con Dios en la oración. Una oración de súplica y petición, porque
somos criaturas indigentes y necesitadas. Una oración de acción de gracias,
porque «todo don perfecto viene de arriba» (St 1,17). Una oración «en toda
ocasión», pues no debe reducirse a algunos tiempos y lugares, sino que el
diálogo con Dios tiende a impregnarlo todo.
«Todo lo que es
verdadero, noble, justo, puro, amable... tenedlo en cuenta». El cristiano
no es alguien retraído frente a los valores que descubre en el mundo. Por
el contrario, si alguien sabe apreciarlos de verdad es él, pues reconoce que
todo lo bueno, todo lo verdadero, todo lo bello, todo lo realmente valioso,
procede del Creador. Es cierto que no debe ser ingenuo, sino practicar un
sano discernimiento: «Examinadlo todo y quedáos con lo bueno» (1 Tes 5,21).
Pero tampoco debe cerrarse por principio, despreciando la creación buena de
Dios. Debe «tener en cuenta» todo lo bueno para juzgar con sabiduría
sobrenatural y elegir lo que es voluntad de Dios.
«Lo que
aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra». A
primera vista parecería arrogante esta indicación de san Pablo. Sin
embargo, él es perfecto maestro y perfecto modelo, porque es perfecto
discípulo y perfecto aprendiz: «Sed imitadores míos como yo lo soy de
Cristo» (1 Cor 11,1). Su autoridad le viene de su sumisión a Cristo.
¿Qué más pude hacer por ti?
Mt
21,33-42
El acento de la
parábola –sobre todo a la luz de la canción de la viña que leemos en la
primera lectura– está puesto en el amor de Dios por su viña: la cavó, le
quitó las piedras, la planta de cepa exquisita, la rodeo de una cerca...
Todas ellas son expresiones que indican el cuidado delicado y amoroso que
Dios ha tenido para con su pueblo y para con cada uno de nosotros. Para
darnos cuenta de ello hace falta pararnos a contemplar la historia de la
salvación entera y la historia de la vida de cada uno: cómo Dios se ha
volcado incluso con mimo de manera sobreabundante. De ahí el grito dolido
del corazón de Dios: «¿Qué más pude hacer por mi
viña que no haya hecho?»
Ante tanto
cuidado y tanto amor se entiende mejor la gravedad de esa falta de
respuesta. Dios ha «arrendado» la viña, la ha puesto en nuestras manos
haciendo alianza con nosotros. Y he aquí lo absurdo del pecado: esa viña
tan cuidada por parte de Dios no da el fruto que le correspondía.
Pero lo peor,
lo que es realmente monstruoso, es que los viñadores se toman la viña por
suya, despreciando al dueño. Esto es lo que ocurre en todo pecado: en vez
de vivir como hijo, recibiendo todo de Dios, en dependencia de Él, el que
peca se siente dueño, disponiendo de los dones de Dios a su antojo, hasta
el punto de ponerse a sí mismo en lugar de Dios. He aquí la atrocidad de
todo pecado. Por eso también a nosotros se dirige la amenaza de Jesús de
quitarnos la viña y entregarla a otros que den fruto.
DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Dar con generosidad
Fil
4,12-14.19-20
«Todo lo puedo
en Aquel que me conforta». Admirable grito de confianza de Pablo. Y tanto
más admirable en cuanto que no tiene nada de ingenuidad infantil. El
contexto nos lo dice: es una confianza en medio de la pobreza, del hambre y
de la privación. Porque es ahí sobre todo donde se manifiesta la confianza.
Mientras todo va bien y hay abundancia de medios y de ayudas, es fácil
confiar en Dios. La confianza se prueba sobre todo en medio de las dificultades,
de las carencias y de todo tipo de problemas. Es entonces, cuando no hay
ningún otro apoyo o agarradero, cuando se puede decir con plena verdad:
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta», «sé de quién me he fiado» (2 Tim
1,12).
«En todo caso,
hicísteis bien en compartir mi tribulación». San Pablo agradece los
donativos recibidos. Pero no tanto por el favor que le hacen a él –que ha
aprendido a vivir en pobreza y está preparado para todo–, sino por el favor
que se hacen a sí mismos. En efecto dice en el versículo 17: «No es que yo
busque el don; lo que busco es que los intereses se acumulen en vuestra
cuenta». San Pablo no instrumentaliza a nadie. En su caridad y desinterés,
se alegra, más que por la ayuda recibida, porque descubre el amor y la generosidad
que hay en el corazón de los filipenses. Efectivamente, el dar a los demás
es una inmensa gracia que Dios concede (2 Cor 8,1-5).
«Mi Dios
proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia». Desde luego que Dios
no es tacaño. El que hace el bien y da a los demás es porque confía en
Dios. Y Dios no permitirá que falte lo necesario al que da con generosidad
y confianza, pues proveerá a sus necesidades materiales y aumentará en él
los frutos espirituales de una vida santa (2 Cor 9,8-10); por el contrario,
«el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará» (2 Cor 9,6).
La gravedad de la repulsa
Mt
22, 1-14
La parábola de
hoy –lo mismo que las de los dos domingos anteriores– subraya la gravedad
de la repulsa de Jesús. Más aún que en la parábola de los viñadores
homicidas, se subraya la ternura de Dios. Él es el Rey que invita a los
hombres a las bodas de su Hijo. Jesús aparece como el Esposo que va a
desposarse con la humanidad y todo hombre –se llama a todos los que se
encuentren en los cruces de los caminos– es invitado a este festín nupcial,
a esta intimidad gozosa.
Las fuertes
expresiones de la parábola –el rey que monta en cólera, manda sus tropas y
destruye la ciudad– indican las tremendas consecuencias del rechazo de
Cristo. Nosotros, que somos tan sensibles a las relaciones sociales
humanas, ¿nos damos cuenta de verdad de lo que significa rechazar las
invitaciones de Dios? El hecho de que a Dios no le veamos con los ojos o de
que Él no «proteste» cuando le decimos «no», no quiere decir que el rechazo
de sus invitaciones no sea un desprecio bochornoso. Las excusas –el campo,
los negocios...– no son más que excusas y en realidad significan no querer
responder.
También puede
parecernos dura la última parte de la parábola –el invitado que es arrojado
fuera porque no lleva vestido de bodas–. Dios invita a todos, no hace
distinciones, la entrada en la Iglesia es gratuita, pero no hemos de
olvidar que se trata de la Iglesia del Rey. El vestido de bodas, es decir,
una vida según el evangelio, es necesario. La gracia es exigente. Con Dios
no se juega y no podemos juntar a Cristo y a Satanás.
DOMINGO XXIX DEL TIEMPO
ORDINARIO
El milagro de la Gracia
1Tes
1,1-5
Después de la
carta a los filipenses, la Iglesia nos presenta durante los próximos
domingos la primera carta a los tesalonicenses, que es el primer escrito de
san Pablo y de todo el Nuevo Testamento. Asistimos en ella a los primeros
pasos de la comunidad cristiana de Tesalónica.
«Siempre damos
gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras
oraciones». Como en las demás cartas, la oración empapa las palabras de san
Pablo. Ha asistido al milagro de la gracia que supone la conversión de un
buen número de paganos. La Iglesia ha echado raíces en Tesalónica. Más aún,
se mantienen fieles en medio de dificultades y persecuciones. Y el alma de
Pablo desborda de gratitud a Dios. Sabe que es un milagro de la gracia.
Pero un milagro que ha de mantenerse cada día. Y por eso sigue pidiendo, en
la certeza de que Dios quiere continuar el milagro de la gracia. ¿Cómo no
vivir nosotros la misma admiración y la misma gratitud por la acción de
Dios? ¿Cómo no implorar cada día humilde y confiadamente, el milagro de la
gracia, la única que puede mover y cambiar los corazones?
«Recordamos sin
cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante
de vuestra esperanza». Motivo especial de gratitud es que el don de Dios no
ha quedado vacío. La fe recibida por los tesalonicenses se ha traducido en
obras, su amor se ha prolongado en entrega esforzada por el Señor y por los
hermanos, su esperanza se ha manifestado en la tenacidad y el aguante. ¿Y
en nosotros?
«Cuando se
proclamó el evangelio entre vosotros no hubo sólo palabras, sino además
fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». Aquí está el secreto: no
son las simples palabras las que convierten, por bien dichas que estén,
sino la acción potente del Espíritu Santo en el interior de cada hombre. Y
esta acción ha de ser suplicada en la oración y testimoniada con fuerza
mediante la convicción y el entusiasmo.
A Dios lo que es de Dios
Mt
22, 15-21
Este episodio
del evangelio nos pone de relieve en primer lugar la admirable sabiduría de
Jesús. Como en otras ocasiones, intentan meterle en un callejón sin salida:
o dice que hay que pagar y entonces se gana la antipatía de los judíos que
no podían soportar la opresión de los romanos; o dice que no hay que pagar
y entonces se gana las iras de los romanos que le verán como un
revolucionario. Pero Jesús sale de este dilema remontándose a un nivel
superior.
No sólo escapa
de la trampa, sino que además les hace ver a sus interlocutores su mala
voluntad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»; la
moneda lleva la imagen del emperador y por eso le pertenece a él; pues
bien, el hombre es imagen de Dios y por eso le pertenece a Dios, que es su
Creador, su Dueño y Señor. Es como decir: vosotros pertenecéis a Dios;
obedecedle, someteos a Él y a su voluntad.
Este evangelio no
lleva a posturas revolucionarias. Jesús afirma claramente: «Dad al César lo
que es del César», pues toda autoridad humana viene de Dios. Pero a la vez
relativiza los poderes humanos: «Dad a Dios lo que es de Dios». Si la
autoridad humana obedece a Dios es instrumento de Dios, pero si desobedece
a Dios y pretende ponerse en el lugar de Dios, entonces hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres.
DOMINGO XXX DEL TIEMPO
ORDINARIO
Entusiasmados por Cristo
1Tes
1,5-10
El texto de la segunda
lectura de hoy es continuación del proclamado el domingo pasado.
«Acogisteis la
Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo». He aquí el
milagro de la gracia que subrayábamos el día anterior. La fuerza del
Espíritu Santo se manifestó en que acogieron la Palabra llenos de alegría a
pesar de las contradicciones y persecuciones. Algo humanamente inexplicable
y que testimonia la acción de Dios: sin ventajas humanas, dispuestos a
perderlo todo, aceptan a Cristo sin condiciones. Y es que nuestra fe no es
firme mientras no ha sido probada, mientras no hemos sufrido por Cristo y
por el evangelio (cfr. Mt 13,20-21).
«Así llegasteis
a ser un modelo para todos los creyentes...» Una comunidad no es ejemplo
por lo que dice, ni siquiera por lo que hace, sino por lo que es y por lo
que vive. La conversión de los tesalonicenses –todavía unos pocos
centenares cuando escribe san Pablo– ha sido tan significativa que ha hecho
que el evangelio se extienda por los alrededores: «Vuestra fe en Dios había
corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de
explicar nada». Es el milagro de la gracia, no el esfuerzo o los medios
humanos. Un puñado de hombres transformados por Cristo, entusiasmados y
locos por Él, gozosos de sufrir por Él: ese es el signo necesario para que
el evangelio prenda en muchos corazones y se propague por todas partes. El
evangelio es una vida y sólo se difunde viviéndolo.
«Abandonando
los ídolos, os volvisteis a Dios...» Los últimos versículos resumen el
milagro realizado en esta comunidad: Dar la espalda a los ídolos y volverse
a Dios para dedicarse a servirle. La vida de unos cristianos que viven
entregados al Señor, con gozo y sin complejos, es atrayente y contagiosa
frente a un mundo que apenas ofrece valores que valgan la pena. Servir a
Dios... y «vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús»: también la
«dichosa esperanza» del encuentro pleno con Cristo es en el fondo atractiva
para un mundo que no espera nada.
Amar con totalidad
Mt
22, 34-40
Hermosa ocasión
para ver si realmente estamos en el buen camino. Porque este doble
mandamiento es el principal: no sólo el más importante, sino el que está en
la base de todo lo demás. El que lo cumple, también cumple –o acaba
cumpliendo– el resto, pues todo brota del amor a Dios y del amor al prójimo
como de su fuente (Rom 13,8-10). Pero el que no vive esto, no ha hecho
nada, aunque sea perfectamente cumplidor de los detalles –es el drama de
los fariseos, «sepulcros blanqueados»–.
El amor a Dios
está marcado por la totalidad. Siendo Dios el Único y el Absoluto, no se le
puede amar más que con toda la persona. El hombre entero, con todas sus
capacidades, con todo su tiempo, con todos sus bienes... ha de emplearse en
este amor a Dios. No se trata de darle a Dios algo de lo nuestro de vez en
cuando. Como todo es suyo, hay que darle todo y siempre. Pero ¡atención! El
amor a Dios no es un simple sentimiento: «En esto consiste el amor a Dios,
en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5,3). Amar a Dios es hacer su
voluntad en cada instante.
Y el segundo es
«semejante» a este. El punto de referencia es «como a mí mismo» ¿Cómo me
amo a mí mismo? Por des-gracia, el contraste entre las atenciones para con
el prójimo y para con uno mismo suele ser brutal. Porque amar al prójimo no
es sólo no hacerle mal, sino hacerle todo el bien posible, como el buen
samaritano (Lc 10,29-37). Y amar al prójimo como a uno mismo es todavía un
mandamiento del Antiguo Testamento (Lev 19,18); Cristo va más allá: «Amaos
unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34), es decir, «hasta el extremo»
(Jn 13,1).
DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO
Recibir y dar la Palabra
1Tes
2,7-9.13
«Al recibir la
Palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de
hombre...» El que acoge la Palabra de Dios con fe es transformado por ella.
Pues esta Palabra «permanece operante», es enérgica y activa, es «viva y
eficaz» (Hb 4,12). Pero sólo si se recibe con fe. La razón del poco fruto
que esta palabra –tantas veces escuchada– produce de hecho es la falta de
fe, que se refleja en falta de interés, en rutina, en falta de docilidad,
en quedarse en los hombres, en no recibirla con actitud de conversión, con
auténtico deseo de dejarse cambiar por ella... Si la predicación del
evangelio produjo tales maravillas entre los tesalonicenses, ¿por qué no
puede producirlas en nosotros? Basta que la recibamos con las mismas
disposiciones que ellos.
«Os teníamos
tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino hasta
nuestras propias personas». Además de acoger la Palabra de Dios estamos
llamados también –todos– a transmitirla a otros. Este es el mayor acto de
caridad que podemos realizar pues lo más grande que podemos dar es el
evangelio de Jesucristo, la Buena Noticia de que todo hombre es
infinitamente amado por Dios y de que este amor lo ha manifestado
entregando a su Hijo por él y por la salvación del mundo entero (Jn 3,16).
Pero es preciso
subrayar que esta increíble noticia del amor personal de Dios a cada uno,
sólo puede ser hecha creíble si el que transmite el evangelio está lleno de
amor hacia aquel a quien se lo transmite. El evangelio no se comunica a
base de argumentos. Para que cada hombre pueda entender que «Cristo me amó
y se entregó por mí» (Gal 2,20), es necesario que el que le hable de Cristo
le ame de tal modo que esté dispuesto a dar la vida por él. Y con un amor
concreto y personal, lleno de ternura y delicadeza, «como una madre cuida
de sus hijos»; un amor que a san Pablo le llevó a «esfuerzos y fatigas»,
incluso a trabajar «día y noche para no ser gravoso a nadie»...
Vivir en la mentira
Mt
23, 1-12
Las palabras de
Jesús nos dan pie para examinar qué hay de fariseo dentro de nosotros
mismos. En primer lugar, el Señor condena a los fariseos porque «no hacen
lo que dicen». También nosotros podemos caer en el engaño de hablar muy
bien, de tener muy buenas palabras, pero no buscar y desear vivir aquello
que decimos. Sin embargo, sólo agrada a Dios «el que hace la voluntad del
Padre celestial», pues sólo ese tal «entrará en el Reino de los cielos» (Mt
7,21).
En segundo
lugar, Jesús les reprocha que «todo lo que hacen es para que los vea la
gente». ¡Qué demoledor es este deseo de quedar bien a los ojos de los
hombres! Incluso las mejores obras pueden quedar totalmente contaminadas
por este deseo egoísta que lo estropea todo. Por eso san Pablo exclamará:
«Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo»
(Gal 1,10). El cristiano solo busca «agradar a Dios» (1 Tes 4,1) en toda su
conducta; le basta saber que «el Padre que ve lo secreto le recompensará»
(Mt 6,4).
Y, finalmente,
Jesús les echa en cara que buscan los honores humanos, las reverencias de
los hombres, la gloria mundana. También a nosotros fácilmente se nos cuela
esa búsqueda de gloria que en realidad es sólo vanagloria, es decir, gloria
vana, vacía. Los honores que los hombres consideran valiosos el cristiano
los estima como basura (Fil 3,8), pues espera la verdadera gloria, la que
viene de Dios, «que nos ha llamada a su Reino y gloria» (1 Tes 2,12). En
cambio, buscar la gloria que viene de los hombres es un grave estorbo para
la fe (Jn 6,44).
DOMINGO XXXII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Morir en el Señor
1Tes
4,12-17
«No os aflijáis
como los hombres sin esperanza». Hay un dolor por la muerte de los seres
queridos que es natural y totalmente normal. Pero hay una tristeza que no
tiene nada de cristiana y que sólo refleja una falta de fe y de esperanza.
El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el
fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los
muertos resucitarán (1 Cor 15,20-21). Más aún, puede sentir una profunda
alegría, porque sabe que el «muerto» no está en realidad muerto, sino
«dormido» (Lc 8,52), esperando ser despertado por Cristo, y que mientras
tanto ya «está con el Señor», gozando de su presencia, de su vida y de su
felicidad.
«A los que han
muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». En esto se juega todo: en «morir
en Jesús». La verdadera tristeza no consiste en el hecho de morir, sino en
morir fuera de Jesús, porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte
segunda» (Ap 20,6), la muerte definitiva en los horrores del infierno por
toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues
Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a
«verdes praderas» para hacerlos descansar (Sal 23,2). El que muere en Jesús
no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo,
«se pierde a sí mismo» (Lc 9,25).
«Y así estaremos
siempre con el Señor». Eso es el cielo: no un lugar, sino una persona. Es
estar por toda la eternidad en compañía de Aquel «que nos ama y nos ha
lavado con su sangre de nuestros pecados» (Ap 1,5), «que nos ha amado y nos
ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa» (2
Tes 2,16). Empezaremos a entender –y a desear– el cielo en la medida en que
ya en este mundo vayamos conociendo y tratando a Cristo, en la medida en
que vayamos calando «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad»
del «amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3,18-19).
Esperando al Esposo
Mt
25,1-13
En estas
últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en
la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como
Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos
presenta como venida del Esposo.
El título de
Esposo, que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento (por ejemplo Os
2,18), Jesús lo toma para sí (por ejemplo Mt 9,15; Jn 3,29). Sin entrar en
mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de
profunda intimidad que Cristo establece con la Iglesia, su Esposa, y en
ella con cada hombre.
El cristiano –según
esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo
que brota del amor. Por tanto, es una espera amorosa. Y no es una espera de
estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara,
sale al encuentro... Precisamente, la parábola pone el acento en esta
atención vigilante a Cristo que viene, para estar preparado, con vestido de
bodas (Mt 22,11-14). Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea,
como la esposa desea la vuelta del marido que marchó de viaje. El cristiano
no se entristece por la muerte «como los hombres sin esperanza» (1 Tes
4,13). La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que
será despertado y experimentará la dicha de «estar siempre con el Señor» (1
Tes 4,17). Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero
creyente vive «aguardando la vuelta de Jesús desde el cielo» (1Tes 1,10).
DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO
ORDINARIO
Vivir en la Luz
1Tes
5,1-6
«Sabéis
perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche». Si
el Señor nos avisa que en cualquier momento puede venir a buscarnos, cuando
de hecho venga no podemos decir que nos coge por sorpresa. En realidad no
existe muerte repentina o inesperada. Si realmente «vivimos aguardando la
vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo» (1 Tes 1,10), ese Día no nos
sorprende «como un ladrón». Al contrario, le recibiremos como recibimos a
alguien largamente esperado y amorosamente deseado.
«Así pues, no
durmamos..., sino estemos vigilantes y vivamos sobriamente». Es la postura
de una sana vigilancia, tantas veces recomendada por el Nuevo Testamento y
tan practicada por los cristianos de todas las épocas. Los santos, por
ejemplo, han meditado con mucha frecuencia en la muerte. No se trata de una
postura macabra, sino profundamente realista. En efecto, el que sabe que su
vida es como hierba «que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde
la siegan y se seca» (Sal 89,6), y que ha de rendir cuentas a Dios por lo
que realice en este mundo (2 Cor 5,10), ese es verdaderamente sensato, se
da cuenta, es consciente del momento que vive (1 Cor 7,29). En cambio, el
que se olvida de la muerte y vive de espaldas a ella es absolutamente
insensato: «cuando están diciendo: Paz y seguridad, entonces, de improviso,
les sobrevendrá la ruina... y no podrán escapar».
«Pero vosotros,
hermanos... sois hijos de la luz e hijos del día». Ahí está el secreto y la
forma de esta vigilancia. No se trata de estar esperando con miedo, como
quien se teme algo horrible. Se trata de vivir en luz, es decir, unido al
Señor, en su presencia, sometido a su influjo, en la obediencia a su
voluntad. El que así vive en la luz pasará con gozo y sin sobresalto a la
luz en plenitud. Sólo el que vive en tinieblas es sorprendido, denunciado y
desbaratado completamente por la luz.
Ajustar cuentas con Dios
Mt
25,14-30
Si ya la
parábola de las diez vírgenes subrayaba la necesidad de estar preparados
para el encuentro con el Señor, con las lámpara a punto, la parábola de los
talentos acentúa el hecho de que a su vuelta el Señor «ajustará cuentas»
con cada uno de sus siervos.
Lo que menos
importa en la parábola es que uno haya recibido más o menos talentos: Dios
da a cada uno según quiere y al fin y al cabo todo lo que tenemos es
recibido de Él (1 Cor 4,7). De lo que se trata es de que
hagamos fructificar los talentos recibidos, pues de eso hemos de dar
cuentas a Dios. Lo que en todo caso es rechazable es el limitarse a guardar
el talento. El que esconde su talento en tierra es condenado porque no ha
producido el fruto que tenía que producir. El que se limita a no hacer mal,
en realidad está haciendo mal, pues no realiza el bien que tenía que
realizar.
Es posible que
en otras épocas se haya insistido desproporcionadamente o desenfocadamente
en el juicio de Dios; en la nuestra me parece que lo tenemos demasiado
olvidado. El Dios Juez no se contrapone al Dios Amor: son dos aspectos del
misterio de Dios que debemos aceptar como es, sin reducirlo a nuestros
esquemas seleccionando los textos evangélicos a nuestro capricho. Dios no
es un Dios bonachón que pasa de todo; Dios toma en serio al hombre y por
eso le pide cuentas de su vida. Somos responsables ante Dios de todo lo que
hagamos y digamos y de todo lo que dejemos de hacer y de decir. No se trata
de tener miedo a Dios, pero sí de «trabajar con temor y temblor por nuestra
salvación» (Fil 2,12). El pensar en el juicio de Dios da seriedad a nuestra
vida.
JESUCRISTO REY DEL
UNIVERSO
Rey, pastor y juez
Ez
34,11-12.15-17; 1Cor 14,20-26a.28; Mt 25, 31-46
«Cristo tiene
que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies». Esta
fiesta de hoy nos sitúa ante un aspecto central de nuestra fe: Cristo es
Rey del universo, es Señor de todo. Este es el plan de Dios: someter todo
bajo sus pies, bajo su dominio. Así lo confesaron y proclamaron los
apóstoles desde el día mismo de Pentecostés: «Sepa, pues, con certeza toda
la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a
quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36). Toda la realidad ha de ser
sometida a este poder salvífico de Cristo el Señor. Su influjo poderoso va
destruyendo el mal, el pecado, la muerte... hasta que sean sometidos todos
sus enemigos... que son también del hombre.
«Yo mismo apacentaré
mis ovejas». Todas las imágenes humanas aplicadas a Cristo se quedan
cortas. Por eso, la imagen del Rey es matizada en la primera lectura con la
del pastor. Cristo reina pastoreando a todos y cada uno, cuidando con
delicadeza y amor de cada hombre, más aún, buscando al perdido, sanando al
pecador, haciendo volver al descarriado... Su dominio, su realeza, su
señorío van dirigidos exclusivamente a la salvación y al bien del hombre. Y
además este dominio y señorío no son al modo de los reyes humanos: es un
influjo en el corazón del hombre, que ha de ser aceptado libremente. Él es
Señor, pero cada uno debe reconocerle como Señor, como su Señor (Rom 10,9;
1 Cor 12,3; Fil 2,10-11), dejándose gobernar por Él. Él apacienta, pero
cada uno debe dejarse guiar y apacentar: «El Señor es mi pastor» (Salmo
responsorial).
Finalmente, el
evangelio subraya otro aspecto de esta realeza de Cristo: Si ahora ejercita
su señorío salvando, al final lo ejercitará juzgando. Y juzgando acerca de
la caridad. Por tanto, si no queremos al final ser rechazados «al castigo
eterno», es preciso acoger ahora sin límites ni condiciones este señorío y
esta realeza de Cristo. Si nos sometemos ahora a Él y le dejamos infundir
en nosotros su amor a todos los necesitados, tendremos garantía de estar
también al final bajo su dominio e ir con Él «a la vida eterna».
Juzgados en el amor
Mt
25,31-46
En continuidad
con el evangelio del domingo pasado, Jesucristo es presentado hoy como Rey
que viene a juzgar a «todas las naciones». En esta venida de Cristo al
final de la historia habrá un «discernimiento» –separará a los unos de los
otros– Ese será un juicio perfectamente justo y definitivo. Ese juicio de
Dios quita importancia a los juicios que los hombres hagan de nosotros. El
verdadero creyente sabe que no es mejor ni peor porque los hombres le
tengan por tal; lo que de verdad somos es lo que somos a los ojos de Dios.
En un mundo en que tantas veces triunfa la injusticia y la incomprensión,
consuela saber que todo se pondrá en claro y para siempre y cada uno
recibirá su merecido.
Pero Cristo no
es sólo el Juez; es también el centro y el punto de referencia por el que
se juzga: «a mí me lo hicisteis»; «conmigo dejasteis de hacerlo». Él ha de
ser siempre el fin de todas nuestras acciones. Por lo demás, ¡qué fácil
amar a cada persona cuando en ella se ve a Cristo!
Este evangelio
insiste en otro aspecto que ya aparecía en la parábola de los talentos. El
siervo era condenado por guardar su talento sin hacerlo fructificar. A los
que son condenados no se les imputan asesinatos, robos..., sino omisiones:
no me distéis de comer, no me vestisteis... Se les condena porque han
«dejado de hacer». No se trata sólo de no matar al hermano, sino de
ayudarle a vivir dando la vida por él (1 Jn 3,16). El que no da a su
hermano lo que necesita, en realidad le mata (1 Jn 3,15-17). El texto nos
hace entender la enorme gravedad de todo pecado de omisión, que realmente
mata, pues deja de producir la vida que debía producir y que el hermano
necesitaba para vivir.
|