ADVIENTO Y NAVIDAD
Domingo I de Adviento Mc
13,33-37
Domingo II de Adviento Mc
1,1-8
Domingo III de Adviento La
Buena Noticia
Domingo IV de Adviento Todo
sucede en María
Natividad del Señor
Domingo de la Sagrada
Familia Pertenencia exclusiva de Dios
Domingo II después de Navidad La luz
verdadera
Epifanía del Señor
Bautismo del Señor Mc
1,6b-11
CUARESMA
Domingo I de Cuaresma Gen
9,8-15; 1Pe 3,18-22; Mc 1,12-15
Domingo II de Cuaresma Mc
9,1-9
Domingo III de Cuaresma Ex
20,1-17; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25
Domingo IV de Cuaresma 2Cron
36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21
Domingo V de Cuaresma Jer
31,31-34; Heb 5,7-9; Jn 12,20-33
Domingo de Ramos Se
despojó
Jueves Santo
Viernes Santo
Vigilia Pascual
Domingo de Resurrección Las
hazañas del Señor
TIEMPO PASCUAL
Domingo II de Pascua Jn
20,19-31
Domingo III de Pascua Presencia
de Dios que lo llena todo
Domingo IV de Pascua Hch
4,8-12; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18
Domingo V de Pascua Permaneced
en Mí
Domingo VI de Pascua Permaneced
en mi amor
Ascensión del Señor Actuaba
con ellos
Domingo de Pentecostés Sed
del Espíritu
Domingo de la Santísima
Trinidad Familiaridad con Dios
Corpus Christi Mc
14,12-16.22-26
Sagrado Corazón de Jesús Lo que
trasciende toda filosofía
TIEMPO ORDINARIO
II Domingo del Tiempo
Ordinario
Domingo III del Tiempo
Ordinario
Domingo IV del Tiempo
Ordinario
Domingo V del Tiempo
Ordinario
Domingo VI del Tiempo
Ordinario
Domingo VII del Tiempo
Ordinario Sin igual
Domingo VIII del Tiempo
Ordinario Te desposaré
Domingo IX del Tiempo
Ordinario El Señor del sábado
Domingo X del Tiempo
Ordinario
XI Domingo del Tiempo
Ordinario
XII Domingo del Tiempo
Ordinario
XIII Domingo del Tiempo
Ordinario
XIV Domingo del Tiempo
Ordinario
XV Domingo del Tiempo
Ordinario
XVI Domingo del Tiempo
Ordinario
XVII Domingo del Tiempo
Ordinario
XVIII Domingo del Tiempo
Ordinario Un pan que sacia
Domingo XIX del Tiempo
Ordinario El don de la fe
XX Domingo del Tiempo
Ordinario Hambre de Dios
Domingo XXI del Tiempo
Ordinario Optar por Cristo
XXII Domingo
del Tiempo Ordinario Mc 7,1-8. 14-15. 21-23
XXIII Domingo del Tiempo
Ordinario Otra sordera y otra mudez
Domingo XXIV Tiempo
Ordinario Mc 8,27-35
Domingo XXV del Tiempo
Ordinario Mc 9,30-37
XXVI Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 9,38-43.45.47-48
XXVII Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 10,2-16
XXVIII Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 10,17-30
XXIX Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 10,35-45
XXX Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 10,46-52
XXXI Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 12,28-34
XXXII Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 12,38-44
XXXIII Domingo del Tiempo
Ordinario Mc 13,24-32
Jesucristo,
Rey del universo
ADVIENTO Y NAVIDAD
Sólo los dos
primeros domingos de Adviento están tomados de Marcos. El tercero es de
Juan (1,6-8.19-28: el Bautista como testigo de la luz) y el cuarto de Lucas
(1,26-38: anunciación a María).
DOMINGO I DE ADVIENTO
Mc 13,33-37
El primer
domingo está tomado del final del discurso escatológico. En consonancia con
la orientación que tiene este domingo en los demás ciclos, el texto centra
nuestra atención en la segunda venida de Cristo. La perícopa de Marcos
subraya la incertidumbre del cuándo –«no sabéis cuándo es el momento»–,
explicitada por la parábola del hombre que se ausenta. La consecuencia es
la insistencia en la vigilancia –dos veces el imperativo «vigilad» «velad»,
al principio y al final del texto–, pues el Señor puede venir
inesperadamente y encontrarnos dormidos. Finalmente, se subraya el carácter
universal de esta llamada a la vigilancia: «lo digo a todos».
De mil maneras
Llama la
atención en estos breves versículos el número de veces que se repite la
palabra «velar», «vigilar». Esta vigilancia es base en que el Dueño de la
casa va a venir y no sabemos cuándo.
Cristo viene a
nosotros continuamente, de mil maneras, «en cada hombre y en cada
acontecimiento» (Prefacio III de Adviento). El evangelio del domingo pasado
nos subrayaba esta venida de Cristo en cada hombre necesitado; Cristo mismo
suplica que le demos de beber, le visitemos... Estar vigilante significa
tener la fe despierta para saber reconocer a este Cristo que mendiga
nuestra ayuda y tener la caridad solícita y disponible para salir a su
encuentro y atenderle en la persona de los pobres.
Además, Cristo
viene en cada acontecimiento. Todo lo que nos sucede, agradable o
desagradable, es una venida de Cristo, pues «en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28). Un rato agradable y un
regalo recibido, pero también una enfermedad y un desprecio, son venida de
Cristo. En todo lo que nos sucede Cristo nos visita. ¿Sabemos reconocerle
con fe y recibirle con amor?
Pero la
insistencia de Cristo en la vigilancia se refiere sobre todo a su última
venida al final de los tiempos. Según el texto evangélico, lo contrario de
vigilar es «estar dormido». El que espera a Cristo y está pendiente de su
venida, ese está despierto, está en la realidad. En cambio, el que está de
espaldas a esa última venida o vive olvidado de ella, ese está dormido,
fuera de la realidad. Nadie más realista que el verdadero creyente. ¿Vivo
esperando a Jesucristo?
¡Ojalá bajases!
Is 63, 16-17;
64,1.3-8
Isaías es el
profeta del Adviento. En todo este tiempo santo somos conducidos de su
mano. Él es el profeta de la esperanza.
«¡Ojalá rasgases
el cielo y bajases!» No se trata de un deseo utópico nuestro. El Señor
quiere bajar. Ha bajado ya y quiere seguir bajando. Quiere entrar en
nuestra vida. Él mismo pone en nuestros labios esta súplica. La única
condición es que este deseo nuestro sea real e intenso, un deseo tan
ardoroso que apague los demás deseos. Que el anhelo de la venida del Señor
vuelva crepusculares todos los demás pensamientos.
«Señor, tú eres
nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero». Al inicio del
Adviento, que es también el inicio de un nuevo año litúrgico, no se nos
podía dar una palabra más vigorosa ni esperanzadora. El Señor puede y
quiere rehacernos por completo. A cada uno y a la Iglesia entera. Como un
alfarero rehace un cacharro estropeado y lo convierte en uno totalmente
nuevo, así el Señor con nosotros (Jer 12,1-6). Pero hacen falta dos
condiciones por nuestra parte: que creamos sin límite en el poder de Dios y
que nos dejemos hacer con absoluta docilidad como barro en manos del
alfarero.
«Jamás oído oyó
ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en
él». El mayor pecado es no confiar y no esperar bastante del amor de Dios.
Y el mayor reproche que Dios nos puede hacer es el mismo que a Moisés por
dudar del poder y del amor de Dios: «¿Tan mezquina
es la mano de Yahvé?» (Núm 11,23). Ante el nuevo año litúrgico el mayor
pecado es no esperar nada o muy poco de un Dios infinitamente poderoso y
amoroso que nos promete realizar maravillas. «Si tuvierais fe como un
granito de mostaza...»
DOMINGO II DE ADVIENTO
Mc 1,1-8
El segundo
domingo –también en consonancia con los otros ciclos– se centra en la
figura de Juan el Bautista (Mc 1,1-8). Marcos subraya fuertemente su
carácter de mensajero y precursor: es como una estrella fugaz que
desaparece rápidamente, pues está en función de otro –como subraya el
inicio de la perícopa: «Evangelio de Jesucristo»–. Su estilo recuerda al
gran profeta Elías, que según la tradición judía debía preceder
inmediatamente al Mesías (cfr. Mc 9,11-13). En el contexto del adviento,
este texto orienta enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene
como el «más fuerte» y como el que «bautiza con Espíritu Santo». La
respuesta multitudinaria con que es acogida la llamada de Juan a la
conversión es signo de cómo también nosotros hemos de ponernos
decididamente en camino para acoger a Cristo con humildad y sin
condiciones.
Conversión y austeridad
Juan Bautista
nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Hoy sigue haciendo lo
que hizo para preparar la primera venida de Cristo. Ante todo, nos pide
conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su
venida cambie muchas cosas en nuestra vida. Es la única manera de recibir a
Cristo. Si esta Navidad pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una
transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo. Pero para
ponerme en disposición de cambiar he de darme cuenta de que necesito a
Cristo. En este nuevo Adviento, ¿siento necesidad de Cristo?
Juan Bautista
se nos presenta como modelo de nuestro Adviento por su austeridad –vestido
con piel de camello, alimentado de saltamontes...– Pues bien, para recibir
a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad (Rom 13, 13-14).
Mientras uno esté ahogado por el consumismo no puede experimentar la dicha de
acoger a Cristo y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero.
La abundancia y el lujo asfixian y matan toda vida cristiana.
Cristo viene
para bautizar con Espíritu Santo. Esto quiere decir que el esperar a Cristo
nos lleva a esperar al Espíritu Santo que él viene a comunicarnos, pues «da
el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). Con el Adviento hemos inaugurado un
camino que sólo culmina en Pentecostés. ¿Tengo ya desde ahora hambre y sed
del Espíritu Santo?
Aquí está vuestro Dios
Is 40, 1-5.
9-11
«Consolad,
consolad a mi pueblo...» La Iglesia nos anuncia la venida de Cristo. Y Él
viene para traer el consuelo, la paz, el gozo. Ese consuelo íntimo y
profundo que sólo Él puede dar y que nada ni nadie puede quitar. El
consuelo en medio del dolor y del sufrimiento. Porque Jesús, el Hijo de
Dios, no ha venido a quitarnos la cruz, sino a llevarla con nosotros, a
sostenernos en el camino del Calvario, a infundirnos la alegría en medio
del sufrimiento. ¡Y todo el mundo tiene tanta necesidad de este consuelo!
Este mundo que Dios tanto ama y que sufre sin sentido.
«En el desierto
preparadle un camino al Señor». Es preciso en este Adviento reconocer
nuestro desierto, nuestra sequía, nuestra pobreza radical. Y ahí preparar
camino al Señor. No disimular nuestra miseria. No consolarnos haciéndonos
creer a nosotros mismos que no vamos mal del todo. Es preciso entrar en
este nuevo año litúrgico sintiendo necesidad de Dios, con hambre y sed de
justicia. Sólo el que así desea al Salvador verá la gloria de Dios, la salvación
del Señor. Por eso dijo Jesús: «Los publicanos y las prostitutas os llevan
la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21,31).
«...Alza con
fuerza la voz, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: aquí está
vuestro Dios». La mejor señal de que recibimos al Salvador, es el deseo de
gritar a todos que «¡hemos encontrado al Mesías!»
(Jn 1,41). Si de veras acogemos a Cristo y experimentamos la salvación que
Él trae, no podemos permanecer callados. Nos convertimos en heraldos, en
mensajeros, en profetas, en apóstoles. Y no por una obligación exterior,
sino por necesidad interior: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto
y oído» (He 4,20).
DOMINGO III DE ADVIENTO
La Buena Noticia
Is 61,1-2.10-11
«Como el suelo
echa sus brotes... así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante
todos los pueblos». La palabra de Dios escuchada como es y como se nos da,
saca del individualismo y de las expectativas reducidas. La acción de Dios
se asemeja a una tierra fértil que hace germinar con vigor plantas de todo
tipo. Así Dios suscita la santidad –«justicia»– y, en consecuencia, provoca
la alabanza gozosa y exultante –«los himnos»–. Y eso no para unos pocos,
sino para «todos los pueblos». Éstos son los horizontes en que nos
introduce la esperanza del Adviento. Pues la acción de Dios es fecunda e
inagotable, genera vida.
«Me ha enviado
para dar la buena noticia a los que sufren». Si prestamos atención a los
textos, ellos nos dirán quiénes somos o cómo estamos y a la vez qué estamos
llamados a ser. Nos encontramos desgarrados, cautivos, prisioneros... Nos
encontramos llenos de sufrimientos porque todavía no conocemos ni vivimos
lo suficiente la buena noticia, el Evangelio... Pero es a los que así se
encuentran a los que se les proclama la amnistía y la liberación de la
esclavitud; se les anuncia la buena nueva y se les invita a dejarse vendar
los corazones desgarrados... ¿Lo creo de veras? ¿Lo espero?
«El Espíritu
del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Para todo esto
viene Cristo, el Mesías, el Ungido. Nosotros también hemos sido ungidos.
Somos cristianos. Hemos recibido el mismo Espíritu de Cristo. Y también
somos enviados a dar la buena noticia a los que sufren, a vendar los
corazones desgarrados... además de acoger la acción de Cristo en nosotros,
a favor nuestro –o mejor, en la medida en que la acojamos–, prolongamos a
Cristo y su acción en el mundo y a favor del mundo, dejándole que tome
nuestra mente, nuestro corazón, nuestros labios, nuestras manos..., y los
use a su gusto.
Testigo de la Luz
Jn 1,6-8.19-2
Juan Bautista
es testigo de la luz. Nos ayuda a prepararnos a recibir a Cristo que viene
como «luz del mundo» (Jn 9,5). Para acoger a Cristo hace falta mucha
humildad, porque su luz va a hacernos descubrir que en nuestra vida hay
muchas tinieblas; más aún, Él viene como luz para expulsar nuestras
tinieblas. Si nos sentimos indigentes y necesitados, Cristo nos sana. Pero
el que se cree ya bastante bueno y se encierra en su autosuficiencia y en
su pretendida bondad, no puede acoger a Cristo: «Para un juicio he venido a
este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos»
(Jn 9,39).
Juan Bautista
es testigo de la luz. Y bien sabemos lo que le costó a él ser testigo de la
luz y de la verdad. Pues bien, no podemos recibir a Cristo si no estamos
dispuestos a jugarnos todo por Él. Poner condiciones y cláusulas es en
realidad rechazar a Cristo, pues las condiciones las pone sólo Él. Si
queremos recibir a Cristo que viene como luz, hemos de estar dispuestos a convertirnos
en testigos de la luz, hasta llegar al derramamiento de nuestra propia
sangre, si es preciso, lo mismo que Juan. «Por todo aquel que se declare
por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que
está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo
también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt10, 32-33).
Juan Bautista es testigo de la
luz. Pero confiesa abiertamente que él no es la luz, que no es el Mesías.
Él es pura referencia a Cristo; no se queda en sí mismo ni permite que los
demás se queden en él. ¡Qué falta nos hace esta humildad de Juan, este
desaparecer delante de Cristo, para que sólo Cristo se manifieste! Ojalá
podamos decir con toda verdad, como Juan: «Es preciso que Él crezca y que
yo disminuya» (Jn 3,30).
DOMINGO IV DE ADVIENTO
Todo sucede en María
2Sam
7,1-5.8-11.16; Lc1,26-38
«¿Eres tú quien
me va a construir una casa...?» Por medio del profeta Natán, Dios rechaza
el deseo de David de construirle una casa... Dios mismo se va a construir su
propia casa: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te
cubrirá con su sombra». Jesús será la verdadera Casa de Dios, el Templo de
Dios (Jn 2,21), la Tienda del Encuentro de Dios con los hombres. En la
carne del Verbo los hombres podrán contemplar definitivamente la gloria de
Dios (Jn 1,14) que los salva y diviniza.
«Te daré una
dinastía». A este David que quería construir una casa a Dios, Dios le
anuncia que será Él más bien quien dé a David una casa, una dinastía. A
este David que aspiraba a que un hijo suyo le sucediera en el trono, Dios
le promete que de su descendencia nacerá el Mesías: a Jesús «Dios le dará
el trono de David su padre, reinará... para siempre, y su reino no tendrá
fin».
La iniciativa
de Dios triunfa siempre. Dios desbarata los planes de los hombres. Y colma
unas veces, desbarata otras y desborda siempre las
expectativas de los hombres. ¿Qué maravillas no podremos esperar ante la
inaudita noticia de la encarnación del Hijo de Dios?
«Hágase en mí
según tu palabra». Todo sucede en María. En ella se realiza la encarnación.
Por ella nos viene Cristo. Y esto es y será siempre así: por la acción del
Espíritu Santo a través de la receptividad y absoluta docilidad de María
Virgen.
¿Se trata de
que Cristo nazca, viva y crezca en mí? Por obra del Espíritu en el seno de
María. ¿Se trata de que Cristo nazca en quien no le posee o no le conoce?
¿Se trata de que Cristo sea de nuevo engendrado y dado a luz en este mundo
tan necesitado por Él? Por gracia del Espíritu Santo a través de María
Virgen. Es el camino que Él mismo ha querido y no hay otro.
Enteramente disponibles
Lc 1,26-38
A las puertas
mismas de la Navidad y después de habérsenos presentado Juan Bautista, se
nos propone a María como modelo para recibir a Cristo. Sobre todo, por su
disponibilidad. Ante el anuncio del ángel, María manifiesta la
disponibilidad de la esclava, de quien se ofrece a Dios totalmente, sin
poner condiciones, sometiéndose perfectamente a sus planes. Si nosotros
queremos recibir de veras a Cristo, no podemos tener otra actitud distinta
de la suya. Cristo viene como «el Señor» y hemos de recibirle en completa
sumisión, aceptando incondicionalmente su señorío sobre nosotros mismos,
sino que «somos del Señor» (Rom 14,8).
Además, María
acoge a Cristo por la fe. Frente a lo sorprendente de lo que se le anuncia,
ella no duda; se fía de la palabra que se le dirige de parte de Dios: «para
Dios nada hay imposible». Cree sin vacilar y en esto consiste su felicidad:
«Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho de parte del Señor
se cumplirá» (Lc 1,45). Para recibir a Cristo hace falta una fe viva que
nos haga creer que es capaz de sacarnos de nuestras debilidades y que puede
y quiere transformar un mundo corrompido, ya que «ha venido a buscar y a
salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). No hay motivo para la duda, pues
lo que está en juego es «el poder del Altísimo».
Finalmente, lo
primero que experimenta María es la alegría: «¡Alégrate!».
Es la alegría de recibir al Salvador. También nosotros, si recibimos a
Cristo, estamos llamados a experimentar esta alegría: una alegría que no
tiene nada que ver con la que ofrece el consumismo de estos días, pues es
incomparablemente más profunda, más duradera y más intensa.
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Hemos visto su gloria
Mt 1,1-25; Lc 2,1-14.15-20; Jn 1,1-18
Grande es la riqueza de la liturgia de Navidad, con
cuatro misas diferentes. He aquí una pincelada de cada uno de los cuatro
evangelios.
«Jacob engendró a José, el esposo de María». La misa
vespertina de la vigilia recoge la larga genealogía de Jesús. El Hijo de
Dios ha asumido la historia de Israel y, en ella, la historia entera de la
humanidad. En ella hay de todo, desde hombres piadosos hasta grandes
pecadores. Así, Cristo ha redimido esta historia desde dentro, haciéndola
suya.
«La gran alegría». La misa de medianoche está marcada
por ese estallido de júbilo: ha nacido el Salvador. Un año más la Iglesia
acoge con gozo esa «buena noticia» de labios de los ángeles, se deja
sorprender y entusiasmar por ella y, de ese modo, se capacita para ser ella
misma mensajera de esa gran alegría para todos los hombres.
«Fueron corriendo». La misa de la aurora está marcada
por las prisas de los pastores para ver lo que el ángel anunció. Es la
reacción ante la maravillosa noticia: nadie puede quedar indiferente. Menos
aún después de ver a Jesús: «Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios».
«Hemos contemplado su gloria». Tras la reacción inicial,
la actitud contemplativa del evangelista Juan. Se trata de acoger la luz
que irradia de la carne del Verbo. Y de acoger toda la abundancia de vida
que de Él brota: «de su plenitud todos hemos recibido», «da poder para ser
hijos de Dios»...
DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA
Pertenencia exclusiva de Dios
Lc 2,22-40
«Llevaron a
Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor». Jesús es ofrecido, consagrado
a Dios. María y José saben que Jesús es santo (Lc 1,35), que ha sido
consagrado por el Espíritu Santo. No necesita ser consagrado, pues ya está
consagrado desde el momento mismo de su concepción. Sin embargo, realizan
este pacto para ratificar públicamente que Jesús pertenece a Dios, que es
pertenencia exclusiva del Padre y por consiguiente sólo a sus cosas se va a
dedicar (Lc 2,49).
También
nosotros estamos consagrados a Él por el bautismo. No es cuestión de que
nos consagremos a Dios, sino de tomar conciencia de que ya lo estamos y que
cuando no vivimos así, estamos profanando y degradando nuestra condición y
nuestra dignidad de hijos de Dios.
«Éste está
puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten». Ya desde el inicio
Jesús es signo de contradicción. Lo fue durante toda su vida terrena y lo
seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. También durante este año
litúrgico. El Señor se nos irá revelando y conviene tener presente que
existe el peligro de que le rechacemos cuando sus planes y sus caminos no
coincidan con los nuestros, cuando sus exigencias nos parezcan excesivas,
cuando la cruz se presente en nuestra vida... Para que no rechacemos a
Cristo necesitamos la actitud de Simón y de Ana, los pobres de Yahvé que lo
esperan todo de Dios y que no le ponen condiciones. «¡Dichoso
aquel que no se sienta escandalizado por mí!» (Mt 11,6).
Por otra parte,
si Cristo se presenta ya desde el principio como signo de contradicción
–que llegará a su culmen en la cruz–, esto nos debe hacer examinar cómo le
manifestamos. No debe extrañarnos que el mundo nos odie por ser cristianos
(Jn 15,19-20). Más bien debería sorprendernos que nuestra vida no choque ni
provoque reacciones en un mundo totalmente pagano. ¿No será que hemos
dejado de ser luz del mundo y sal de la tierra?
Modelo de toda familia
En estos
versículos del evangelio de la infancia se nos presenta la familia de
Nazaret como modelo de toda familia cristiana. En primer lugar, todo el
episodio está marcado por el hecho de cumplir la ley del Señor –cinco veces
aparece la expresión en estos pocos versículos–. San Lucas subraya cómo
María y José cumplen con todo detalle lo que manda la ley santa; lejos de
sentirse dispensados, se someten dócilmente a ella. De igual modo, no puede
haber familia auténticamente cristiana si no está modelada toda ella, en
todos sus planeamientos y detalles, según la ley de Dios, según sus
mandamientos y su voluntad.
Por otra parte,
para los israelitas, presentar el hijo primogénito en el santuario era
reconocer que pertenecía a Dios (Ex 13,2). Más que nadie, Jesús pertenece a
Dios, pues es el Hijo del Altísimo (Lc 1,32). Este gesto es muy iluminador
para toda familia, que ha de recibir cada nuevo hijo como un don precioso
de Dios, que es el verdadero Padre (Mt 23,9), y ha de saber ofrecerle de
nuevo a Dios, sabiendo para toda la vida que en realidad ese hijo no les
pertenece a ellos, sino a Dios; por lo cual han de educarle según la
voluntad del Señor, no la suya propia, de manera que crezca en gracia y
sabiduría.
En la vida de
la familia de Nazaret también está presente la cruz. Jesús es signo de
contradicción y a María una espada le traspasa el alma. ¡Qué consolador
para una familia cristiana saber que José, María y Jesús han sufrido antes
que ellos y más que ellos! También en esas situaciones de dificultad, de
enfermedad, de persecución por sus convicciones y conducta cristiana, lo
decisivo es saber que «la gracia de Dios les acompaña».
DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD
La luz verdadera
Jn 1,1-18
«La Palabra era
la luz verdadera que alumbra a todo hombre». Cristo, el Hijo de Dios hecho
hombre, es la Luz. «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece
en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). Sólo en Cristo cobra sentido
la vida de todo hombre. Pues bien, cuando vemos a nuestro alrededor tantos
hombres y mujeres destruidos, ¿cómo permanecer tranquilos habiendo venido
el Redentor? ¿Qué estamos haciendo con la luz de Cristo, la que el mundo
necesita, la única que redime?
Juan «venía
como testigo para dar testimonio de la luz». ¡Qué hermosa expresión del ser
cristiano! «No era él la luz, sino testigo de la luz». La Luz es Cristo y
sólo Él. Pero el mundo necesita testigos de la Luz para creer en la Luz. Y
a nosotros se nos ha dicho: «vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). El
mundo necesita la luz de Cristo y nos necesita a nosotros como testigos de
la luz. Necesita nuestra vida transfigurada por la luz de Cristo, luminosa
con la luz que proviene de Él, reflejándole a Él en cada palabra, en cada
gesto.
«Vino a su casa
y los suyos no le recibieron». Ésta es la tragedia, la única tragedia: no
recibir a Cristo, sofocar la luz. Una Navidad más los hombres pueden
rechazar a Cristo. También nosotros podemos rechazarle. Si permanecemos en
nuestra comodidad, si no nos arranca de nuestros esquemas, habremos
rechazado a Cristo. «Los suyos no le recibieron». No le recibieron los que
oficialmente pertenecían al pueblo de Dios, al Pueblo santo, al Pueblo de
las promesas. Y podemos no recibirle nosotros que pertenecemos al nuevo
pueblo de Dios, oficialmente cristianos. Es preciso renovar ahora, más que
nunca, la actitud de conversión para que esta Navidad no pase ni pena ni
gloria, para que Cristo venga a su Casa y pueda disponerlo todo a su gusto
EPIFANÍA DEL SEÑOR
Rendirse ante Dios
Mt 2,1-12
El primer detalle que el evangelio de hoy sugiere es el
enorme atractivo de Jesucristo. Apenas ha nacido y unos magos de países
lejanos vienen a adorarlo. Ya desde el principio, sin haber hecho nada,
Jesús comienza a brillar y a atraer. Es lo que después ocurrirá en su vida
pública continuamente: «¿Quién es este?» (Mc
4,41). «Nunca hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). ¿Me siento yo atraído por
Cristo? ¿Me fascina su grandeza y su poder? ¿Me deslumbra la hermosura de
aquel que es «el más bello de los hombres» (Sal 45,3)?
Además, toda la escena gira en torno a la adoración. Los
Magos se rinden ante Cristo y le adoran, reconociéndole como Rey –el oro– y
como Dios –el incienso– y preanunciando el misterio de su muerte y
resurrección –la mirra–. La adoración brota espontánea precisamente al
reconocer la grandeza de Cristo y su soberanía, sobre todo, al descubrir su
misterio insondable. En medio de un mundo que no sólo no adora a Cristo,
sino que es indiferente ante Él y le rechaza, los cristianos estamos
llamados más que nunca a vivir este sentido de adoración, de reverencia y
admiración, esta actitud profundamente religiosa de quien se rinde ante el
misterio de Dios.
Y, finalmente, aparece el símbolo de la luz. La estrella
que conduce a los Magos hasta Cristo expresa de una manera gráfica lo que
ha de ser la vida de todo cristiano: una luz que brillando en medio de las
tinieblas de nuestro mundo ilumine «a los que viven en tinieblas y en
sombra de muerte» (Lc 1,79), les conduzca a Cristo para que experimenten su
atractivo y le adoren, y les muestre «una razón para vivir» (Fil 2,15-16).
BAUTISMO DEL SEÑOR
Mc 1,6b-11
En el tiempo de
Navidad y Epifanía Marcos está casi totalmente ausente. Sabido es cómo –a
diferencia de los otros evangelios – no contiene nada referente a los
evangelios de la infancia. Sólo al final del Ciclo de Navidad –fiesta del
Bautismo del Señor– volvemos a encontrar el evangelio de Marcos.
El bautismo de
Jesús (Mc 1,6b-11) pone de relieve que Él es efectivamente el Mesías, el
Ungido de Dios (cfr. Is 11,2; 42,1; 63,11-19), como ya se indicaba en el
título del Evangelio (Mc 1,1). Los cielos –tanto tiempo
cerrados– ahora se rasgan: en Jesús se ha restablecido la
comunicación de Dios con los hombres y de los hombres con Dios; con Jesús,
siervo de Yahvé e Hijo muy amado de Dios comienza una etapa nueva. Por lo
demás, la perícopa incluye, además del relato del bautismo en sí –muy breve
en Marcos–, el anuncio del Bautista de que Él bautizará con Espíritu Santo;
con ello se pone de relieve que precisamente por ser el Mesías y estar
lleno del Espíritu, Jesús puede bautizar –es decir, sumergir– en Espíritu a
todos los le que aceptan.
En la benevolencia del Padre
En el relato
del bautismo, Jesús aparece como el «Hijo amado» del Padre. Esta es su
identidad y su misterio a la vez: este hombre es el Hijo único del Padre,
Dios igual que Él. Toda la vida humana de Jesús es una vida filial; vive
como Hijo y se siente amado por el Padre: «El Padre ama al Hijo y lo ha
puesto todo en sus manos» (Jn 3,35). También nosotros somos hijos de Dios
por el bautismo. Pero nuestra vida cristiana no tendrá base sólida ni
cobrará altura si no vivimos en la benevolencia del Padre y no
experimentamos la alegría de ser hijos amados de Dios.
Jesús se
manifiesta igualmente al inicio de su vida pública como ungido por el
Espíritu Santo. Toda su existencia va a ser conducida por este Espíritu (Lc
4,1.4). Jesús es totalmente dócil a la acción del Espíritu Santo en Él y
nos da su mismo Espíritu a nosotros. ¿Tengo conciencia de ser «templo del
Espíritu Santo»? (1Cor 6,19) ¿Conozco al Espíritu Santo o soy como aquellos
discípulos de Juan que ni siquiera sabían que existía el Espíritu Santo?
(He 19,2). «Los que se dejan llevar por el Espíritu, esos son los hijos de
Dios» (Rom 8,14): ¿me dejo guiar dócilmente por este Espíritu que mora en
mí? ¿Experimento como Jesús «la alegría del Espíritu Santo»? (Lc 10,21).
¿Dejo que Él produzca en mí sus frutos? (Gal 5,22-23).
Siendo inocente
y santo, al bautizarse Jesús pasa por un pecador; por eso Juan quiere
impedírselo (Mt 3,14). Jesús inicia su vida pública con la humillación, lo
mismo que había sido su infancia y seguirá siendo toda su vida hasta acabar
en la suprema humillación de la cruz. Jesús vive en la humillación
permanente; no sólo acepta la humillación, sino que Él mismo la elige. ¿Y
yo?
CUARESMA
DOMINGO I DE CUARESMA
Gen 9,8-15; 1Pe
3,18-22; Mc 1,12-15
En el tiempo de
Cuaresma se toman de Marcos los textos clásicos de los dos primeros
domingos tentaciones y transfiguración. Los tres restantes son del
Evangelio de san Juan: Jesús como nuevo templo (2,13-25), el amor de Dios
al darnos a su Hijo (3,14-21) y Jesús como grano de trigo que muriendo es
glorificado y da mucho fruto (12,20-33).
El primer
domingo de Cuaresma (Mc 1,12-15) nos lleva a contemplar a Jesús tentado. En
el lugar típico de la prueba –el desierto–, donde Israel había acabado
renegando de Dios, Jesús acepta el combate contra Satanás, empujado por el
Espíritu. El relato de Marcos –singularmente breve– presenta a Jesús como
nuevo Adán que vence a aquel que venció al primero –es lo que evocan las
imágenes de los animales salvajes y los ángeles a su servicio: cfr. Gen 2 y
3; Is 11,6-9). Por fin entra en la historia humana la victoria sobre el mal
y el pecado, sobre Satanás en persona: el «fuerte» va a ser vencido por el
«más fuerte» (Mc 3,22-30). Al añadir al relato de la tentación propiamente
dicho el inicio de la predicación de Jesús, el evangelio de este domingo
nos invita a entrar en la Cuaresma con decisión y firmeza: puesto que se ha
cumplido el tiempo y ha llegado el Reino de Dios, es urgente y necesario
convertirse y creer, es decir, acoger plenamente la soberanía de Dios en
nuestra vida. Este será nuestro particular combate cuaresmal.
Fuerza para vencer
Hace todavía
poco tiempo hemos celebrado la Navidad: el Hijo de Dios que se hace hombre,
verdadero hombre. El evangelio de hoy le presenta «dejándose tentar por
Satanás». Ciertamente «no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que
nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). Hombre de verdad, hasta el
fondo, sin pecado. Al inicio de la Cuaresma (y siempre) necesitamos mirar a
Cristo con este realismo. Uno como nosotros, uno de los nuestros, ha sido
acosado por Satanás, pero ha salido victorioso. Cristo tentado y vencedor
es luz, es ánimo, es fortaleza para nosotros.
Si Cristo no ha
sido vencido, nosotros sí. Somos pecadores. Pero esta situación no es
irremediable. La segunda lectura afirma: «Cristo murió por los pecados...,
el inocente por los culpables». Ello significa que su combate ha sido en
favor nuestro. Cristo sí que ha llegado hasta la sangre en su pelea contra
el pecado (cfr. Heb 12,4). Y con su fuerza podemos vencer también nosotros.
Apoyados en Él, unidos a Él, la Cuaresma nos invita a luchar decididamente
contra el pecado que hay en nosotros y en el mundo.
En este
contexto conviene hacer memoria de nuestro bautismo. La primera lectura nos
habla del pacto sellado por Dios con toda la creación después del diluvio.
Lo mismo que Noé y los suyos, también nosotros hemos sido salvados de la
muerte a través de las aguas. Por medio del agua bautismal, en el arca que
es la Iglesia, hemos pasado de la muerte a la vida. Y en el bautismo Dios
ha sellado con cada uno ese pacto imborrable, esa alianza de amor por la
cual se compromete a librarnos del Maligno. La salvación no está lejos de
nosotros: por el bautismo tenemos ya en nosotros su germen. La Cuaresma es
un tiempo para luchar contra el pecado, pero sabiendo que por el bautismo
tenemos dentro de nosotros la fuerza para vencer. «El que está en vosotros
es mayor que el que está en el mundo» (1Jn 4,4).
Venció y cambió la historia
Mc 1,12-15
Este texto de
las tentaciones de Jesús nos habla en primer lugar del realismo de la
encarnación. El Hijo de Dios no se ha hecho hombre «a medias», sino que ha
asumido la existencia humana en toda su profundidad y con todas sus
consecuencias, «en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb
4,15). El cristiano que se siente acosado por la prueba y la tentación se
sabe comprendido por Jesucristo, que –antes que él y de manera más intensa–
ha pasado por esas situaciones.
Sin embargo, la
novedad más gozosa de este hecho de las tentaciones de Jesús es que Él ha
vencido. En todo semejante a nosotros, «excepto en el pecado». Todo
seguiría igual si Cristo hubiera
sido tentado como nosotros, pero hubiera sido derrotado. Lo grandioso
consiste en que Cristo, hombre como nosotros, ha vencido la tentación, el
pecado y a Satanás. Y a partir de Él la historia ha cambiado de signo. En
Cristo y con Cristo también nosotros vencemos la tentación y el pecado,
pues Él «nos asocia siempre a su triunfo» (2Cor 2,14). Si por un hombre
entró el pecado en el mundo, por otro hombre –Jesucristo– ha entrado la
gracia y, con ella, la victoria sobre el pecado (cfr. Rom 5,12-21).
Por otra parte,
las tentaciones hacen pensar en un Cristo que combate. San Marcos da mucha
importancia al relato poniéndolo al inicio de la vida pública de Jesús,
después del bautismo y antes de empezar a predicar y a hacer milagros, como
para indicar que toda su vida va a ser un combate contra el mal y contra
Satanás. Va «empujado por el Espíritu» a buscar a Satanás en su propio
terreno para vencerle. Asimismo, la vida del cristiano no tiene nada de
lánguida, anodina y superficial; tiene toda la seriedad de una lucha contra
las fuerzas del mal, para la cual ha recibido armas más que suficientes (Ef
6,10-20).
DOMINGO II DE CUARESMA
Mc 9,1-9
El segundo
domingo nos lleva a contemplar a Jesús transfigurado (Mc 9,2-9). Tras el
doloroso y desconcertante primer anuncio de la pasión y la llamada de Jesús
a seguirle por el camino de la cruz (8,31-38), se hace necesario alentar a
los discípulos abatidos. Además de que la ley y los profetas
–personificados en Moisés y Elías– manifiestan a Jesús como aquel en quien
hallan su cumplimiento, es Dios mismo –simbolizado en la nube– quien le
proclama su Hijo amado.
Por un instante
se desvela el misterio de la cruz para volver a ocultarse de nuevo; más
aún, para esconderse todavía más en el camino de la progresiva humillación
hasta la muerte de cruz. Sólo entonces –«cuando resucite de entre los
muertos»– será posible entender todo lo que encerraba el misterio de la
transfiguración. En pleno camino cuaresmal de esfuerzo y sacrificio,
también a nosotros –igual de torpes que los discípulos– se dirige la voz
del Padre con un mandato único y preciso: «Escuchadle», es decir, fiaos de
Él –de este Cristo que se ha transfigurado a vuestros ojos–, aunque os
introduzca por caminos de cruz.
Gloria en la humillación
El relato de la
transfiguración quiere mostrarnos la gloria oculta de Cristo. No es sólo
que Cristo haya sufrido humillaciones ocasionales, sino que ha vivido
humillado, pues «tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos» y
«actuando como un hombre cualquiera» cuando en realidad era igual a Dios
(Fil 2,6-8). El resplandor que aparece en la transfiguración debía ser
normal en Jesús, pero se despoja voluntariamente de él. ¿No es este un
aspecto de Cristo que debemos contemplar mucho nosotros, tan propensos a
exaltarnos a nosotros mismos y buscar la gloria humana?
Más aún si
consideramos que Jesús salva precisamente por la humillación. Este relato
de la transfiguración está situado en el camino hacia la cruz, entre los
dos primeros anuncios de la pasión (Mc 8,31 y 9,31). Jesús podía haber pedido
al Padre doce legiones de ángeles (Mt 26,53), pero es en el colmo de la
humillación –ser reprobado por las mismas autoridades religiosas de Israel,
sufrir mucho, recibir desprecios y torturas, ser matado– donde va a llevar
a cabo la redención. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da
fruto; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Tampoco para nosotros hay
otro camino si queremos ser fecundos y dar fruto.
En el camino
hacia la pasión, Jesús nos es presentado como el Hijo amado del Padre, objeto
de su amor y sus complacencias. La cruz y el sufrimiento no están en
contradicción con ese amor del Padre. Al contrario, es en la cruz donde más
se manifiesta ese amor; precisamente porque muere confiando en el Padre y
en su amor, Jesús se revela en la cruz como el Hijo de Dios (Mc 15,39). De
igual modo nosotros, al sufrir la cruz, no debemos sentirnos rechazados por
Dios, sino –al contrario– especialmente amados.
El Hijo amado
En el relato de
la transfiguración escuchamos la voz del Padre que nos dice: «Éste es mi
Hijo amado». No es sólo un gesto de presentación, de manifestación de
Cristo. Es el gesto del Padre que nos entrega a su Hijo, nos lo da para
nuestra salvación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único...»
(Jn 3,16). Este gesto de Dios Padre aparece simbolizado y prefigurado en el
de Abraham, que toma a «su hijo único, al que quiere» y lo ofrece en
sacrificio sobre un monte... La muerte de Cristo en el Calvario, que la
Cuaresma nos prepara a celebrar, es la mayor manifestación del amor de
Dios.
El conocimiento
y la experiencia de este amor de Dios es el fundamento de nuestro camino
cuaresmal. San Pablo prorrumpe lleno de admiración, de gozo y de confianza:
«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte
por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» Al darnos a su Hijo, Dios ha
demostrado que está «por nosotros», a favor nuestro. Pues «si Dios está por
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» No podemos encontrar fundamento
más sólido para nuestra confianza en la lucha contra el pecado y en el
camino hacia nuestra propia transfiguración pascual.
Pero el gesto
de Abraham no sólo simboliza el de Dios. Resume también nuestra actitud
ante Dios. Abraham lo da todo, lo más querido, su hijo único, en quien
tiene todas sus esperanzas. Lo da a Dios. Y al darlo parece que lo pierde.
Sin embargo, realizado el sacrificio de su corazón, Dios le devuelve a su
hijo, y precisamente en virtud de ese sacrificio –«por haber hecho eso, por
no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único»– Dios le bendice
abundantemente dándole una descendencia «como las estrellas del cielo y
como la arena de la playa». Los sacrificios que nos pide la cuaresma –y en
general nuestra fidelidad al evangelio– no son muerte, son vida. Todo
sacrificio realizado con verdadero espíritu cristiano nos eleva, nos
santifica. Cada sacrificio es una puerta abierta por donde la gracia
penetra de manera torrencial.
DOMINGO III DE CUARESMA
Ex 20,1-17;
1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25
El signo del templo
El evangelio
nos presenta a Jesús como el nuevo templo, destruido en la cruz y
reconstruido a los tres días. De este templo manará para nosotros el agua
vivificante del Espíritu (cfr. Jn 19,34). En este templo estamos llamados a
morar, a permanecer (Jn 15,4), lo mismo que Él mora en el seno del Padre
(Jn 1,18). De este templo formamos parte como piedras vivas (1Pe 2,5) por
el bautismo. Este templo destruido y reconstruido es el signo que Dios nos
da en esta cuaresma para que creamos en Él.
Jesús aparece
también empleando la violencia. Este texto nos presenta un Jesús
intransigente contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y
amor hacia los pecadores (cfr. Jn 8,1-11) hasta dar la vida por ellos (Jn
15,13) es el que aquí contemplamos actuando enérgicamente contra el mal. El
mismo y único Cristo. Nos corrobora así la postura que ya manifestaba en el
primer domingo luchando contra Satanás. Jesús no pacta con el mal. Lo vemos
devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe
encendernos a nosotros en la lucha contra el mal. El mismo celo que debe
devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia. El mismo
celo que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del
templo que somos nosotros mismos.
Pero la lucha
contra el mal es sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al
Bien que es Dios mismo. La cuaresma es una oportunidad de gracia para
renovar nuestra vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el
cumplimiento fiel de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos
ha sacado de la esclavitud y nos ha hecho libres. Cumpliendo los
mandamientos decimos «sí» a Dios. Cumpliendo los mandamientos reafirmamos
la alianza, el pacto de amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo.
Cumpliendo los mandamientos nos lanzamos por el camino que nos hace
verdaderamente libres.
El celo de tu casa me devora
Jn 2,13-25
Nos encontramos
en este texto de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar
poco: la dureza de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras
muchas veces en sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de
tu casa me devora». A veces casi se llega a identificar el amor con la
melosidad inofensiva. Y, sin embargo, la postura aparentemente violenta de
Jesús es fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor
llevado al extremo (cfr. Dt 4,24 y 2Cor 11,2). ¿No deberemos también
nosotros ganar mucho en fortaleza en la lucha contra el mal en todas sus
manifestaciones? Porque «el amor es fuerte como la muerte» (Ct. 8,6).
Jesús es fuerte
para defender los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre
con todas sus fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo,
el lugar santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a
Dios, también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu
casa me devora».
La fortaleza de
Cristo, por lo demás, no se ejerce contra los hombres, sino en favor de
ellos, dejando que destruyan el templo de su cuerpo y reconstruyéndolo en
tres días. «Tengo poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de
nuevo» (Jn 10,18). De igual modo, el cristiano unido a Cristo es
invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No
temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma... Hasta los
cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt 10,28-30).
DOMINGO IV DE CUARESMA
2Cron
36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21
Mirar al Crucificado
Toda Cuaresma
converge hacia el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio
del desierto de este mundo. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con
fe, con una mirada contemplativa y con un corazón contrito y humillado. Es
el Crucificado quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos
descubre el infinito amor de Dios, ese amor increíble, desconcertante.
Este amor es el
que hace enloquecer a san Pablo. Estando muertos por los pecados, Dios nos
ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia. Es este amor gratuito,
inmerecido, el que explica todo. Es este amor el que nos ha salvado,
sacándonos literalmente de la muerte. Nos ha resucitado. Ha hecho de
nosotros criaturas nuevas. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en
esta Cuaresma. Esta es la gracia que se nos regala.
A la luz de
tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de
nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte y al pueblo de Israel le
llevaron al destierro. Entendemos que las expresiones de la primera lectura
no son exageradas y se aplican a nosotros en toda su cruda y dolorosa
realidad: hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las
costumbres abominables de los gentiles, hemos manchado la casa del Señor,
nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus
palabras...
Que Dios es
rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan
importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer
lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la
que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de
nuestro pecado y al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del
Padre.
Amor sin medida
Jn 3,14-21
Lo mismo que
los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las
consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de
mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son
ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe
contemplativa: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Sólo salva la cruz
de Cristo (Gál 6,14) y sólo mirándola con fe podremos quedar limpios de
nuestros pecados.
«Tanto amó...»
Si algo debe calarnos profundamente es ese «tanto»,
esa medida sin media, del amor del Padre dándonos a su Hijo y del amor de
Cristo entregándose por nosotros hasta el extremo (Jn 13,1), por cada uno
(Gal 2,20). La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el
amor que está escondido tras ella e infunde la seguridad de saberse amados:
«Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31-35).
«Tanto amó al
mundo». Junto con la contemplación de este amor personal hemos de
contemplar que Dios ama al mundo, el único que existe, tal como es, con
todos sus males y pecados. Gracias a este amor más fuerte que el pecado y
que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza,
en cualquier situación en que se encuentre. Por el contrario –según las
expresiones de san Juan–, el que no quiere creer en el crucificado ni en el
amor del Padre que nos le entrega, ese ya está condenado, en la medida en
que da la espalda al único que salva (cfr. He 4,12).
DOMINGO V DE CUARESMA
Jer 31,31-34;
Heb 5,7-9; Jn 12,20-33
Cristo fue escuchado
La segunda
lectura, aludiendo a la oración del huerto, afirma que Cristo «fue
escuchado» por su Padre. Expresión paradójica, porque el Padre no le ahorró
pasar por la muerte. Y, sin embargo, fue escuchado. La resurrección
revelará hasta qué punto el Hijo ha sido escuchado. A este Cristo que había
pedido: «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17,1), lo vemos ahora coronado de
honor y gloria precisamente en virtud de su pasión y su cruz (Heb 2,9). Más
aún, una vez resucitado, llevado a la perfección, «se ha convertido para
todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». A la luz de la
Resurrección entendemos en toda su verdad que es el grano de trigo que cae
en tierra y muere para dar mucho fruto. Sí, efectivamente, en lo más hondo
de su agonía el Hijo ha sido escuchado por el Padre.
Esto es
iluminador también para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le
escucha porque no le libera de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo
tampoco le liberó de ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó.
Dios escucha siempre. Lo que ocurre es que nosotros «no sabemos pedir lo
que conviene» (Rom 8,26). Dios puede escucharnos permitiendo que
permanezcamos en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos
fuerza para resistir en la prueba. Nos escucha dándonos gracia para ser
aquilatados y purificados. Nos escucha glorificándonos a través del
sufrimiento. Nos escucha haciéndonos grano de trigo que muere para dar
fruto abundante...
Todos los
cristianos y santos de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo.
Gracias a ella el príncipe de este mundo ha sido echado fuera. Gracias a
ella hemos sido arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo.
Gracias a ella Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva. Gracias a
ella nuestros pecados han sido perdonados. Gracias a ella Dios ha creado en
nosotros un corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación.
Gracias a ella ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del
Espíritu Santo...
La gloria de la Cruz
Jn 12,20-33
«Ahora es
glorificado el Hijo del hombre». Jesús es «elevado sobre la tierra»: con
esta expresión san Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo.
Con ello expresa una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el
patíbulo de la cruz, cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un
derrotado y por un maldito (Gal 3,13), es en realidad cuando Jesús está
venciendo. «Ahora el Príncipe de este mundo –Satanás– es arrojado fuera».
En la cruz Jesús es Rey (Jn 19,19). Cuando Dios nos da la cruz es para
glorificarnos.
«Si muere da
mucho fruto». El cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión
somos fruto nosotros. Millones y millones de hombres han recibido y
recibirán vida eterna por esta entrega de Cristo. El sufrimiento con amor y
por amor es fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender
en nosotros el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo. «Os he
destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure» (Jn 15,16).
«Atraeré a
todos hacia mí». Cristo crucificado atrae irresistiblemente las miradas y
los corazones. Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad.
Mediante la cruz ha sido constituida fuente de vida para toda la humanidad.
La cruz es expresión del amor del Padre a su Hijo: «Por esto me ama el
Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). Por eso,
Jesús no rehuye la cruz: «Para esto he venido».
DOMINGO DE RAMOS
Se despojó
Fil 2,6-11
El himno de la
carta a los filipenses (segunda lectura de la misa del domingo de hoy)
resume todo el misterio de Cristo que vamos a celebrar estos días de la
Semana Santa.
«Se despojó de
su rango y tomó la condición de esclavo». Estas son las disposiciones más
profundas del Hijo de Dios hecho hombre. Justamente lo contrario de Adán,
que siendo una simple creatura quiso hacerse igual a Dios (Gén 3,5).
Justamente lo contrario de nuestras tendencias egoístas, que nos llevan a
enalte-cernos a nosotros mismos y a dominar a los demás (Mc 10,42). Pero
Jesús se despojó. Prefirió recibir como don la gloria a la que tenía
derecho por ser el Hijo. Prefirió hacerse esclavo de todos siendo el Señor
de todos (Jn 13,12-14).
«Se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Es preciso
contemplar detenidamente esta tendencia de Cristo a la humillación. Lo de
menos es el sufrimiento físico –aun siendo atroz–. Lo más impresionante es
el sufrimiento moral, la humillación: Jesús es ajusticiado como culpable,
pasa a los ojos de la gente como un malhechor. Más aún, pasa a los ojos de
la gente piadosa como un maldito, uno que ha sido rechazado por Dios, pues
dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3,13).
«Por eso Dios
lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre».
Precisamente «por eso», por humillarse. Jesús no busca su gloria (Jn 8,50).
No trataba de defenderse ni de justificarse. Lo deja todo en manos del
Padre. El Padre se encargará de demostrar su inocencia. El Padre mismo le
glorificará. He aquí el resultado de su humillación: el universo entero se
le somete, toda la humanidad le reconoce como Señor. La soberbia de Adán –y
la nuestra–, el querer ser como Dios, acaba en el absoluto fracaso. La
humillación de Cristo acaba en su exaltación gloriosa. En Él, antes que en
ningún otro, se cumplen sus propias palabras: «El que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12).
Mc 11,1-10
En el pórtico
de la Semana Santa el Domingo de Ramos presenta la entrada mesiánica de
Jesús en Jerusalén (Mc 11,1-11). El texto muestra a un Jesús que prevé y
domina los acontecimientos totalmente, precisamente cuando encara
directamente el camino de la pasión. Marcos, que había custodiado
cuidadosamente en silencio la identidad de Jesús para evitar confusiones,
manifiesta ahora a Jesús aclamado abiertamente como Mesías –«bendito el reino
que llega, el de nuestro padre David»–. Sin embargo, no es un Mesías
guerrero que aplasta a sus enemigos por la fuerza de las armas, sino el
Mesías humilde que trae el gozo de la salvación el la debilidad –montado en
un borrico: ver Zac 9,9–.
La Pasión
Mc 14-15
También en el
domingo de Ramos de este ciclo B se proclama el relato de la Pasión según
san Marcos (Mc 14-15). El evangelista no disimula los contrastes de un
acontecimiento que resulta desconcertante: la cruz es escándalo (14,27) al
tiempo que revela perfectamente al Hijo de Dios (15,39). Jesús ha aceptado
plenamente el plan del Padre (14,21-41) en una obediencia absolutamente
dócil y filial («Abba»: 14,36). En la escena central del relato –al ser
interrogado por el Sumo Sacerdote– Jesús confiesa su verdadera identidad
(14,61-62): es el Mesías, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre –es decir,
el Juez escatológico–. A diferencia de Pedro, que reniega de Jesús para
salvar su piel (14,66-72), Jesús confiesa en absoluta fidelidad, sabiendo que
esta confesión le va a llevar a la cruz (14,63-64). Paradójicamente, en el
momento de mayor humillación –cuando agoniza y expira– es cuando manifiesta
plenamente quién es (15,39). Pero para conocerle y aceptarle como Hijo de
Dios en el colmo de su humillación es necesaria la fe que se somete al
misterio: frente a la reacción de los discípulos, que huyen abandonando a
Jesús (14,50), la única actitud válida ante lo chocante y desconcertante de
la Pasión es el acto de fe del centurión (15,39).
Misterio desconcertante
Frente al
relato de la pasión, hemos de evitar ante todo la impresión de algo
«sabido». Es preciso considerar, uno por uno, los indecibles sufrimientos
de Cristo. En primer lugar, los sufrimientos físicos: latigazos, corona de
espinas, crucifixión, desangramiento, sed, descoyuntamiento... Pero más
todavía los interiores: humillación, burlas y desprecios, abandono de los
discípulos y amigos, contradicciones, injusticia clamorosa... Basta pensar
en nuestro propio sufrimiento ante cualquiera de estas situaciones. Pero lo
más duro de todo, la sensación de abandono por parte del Padre; aunque
Jesús sabía que el Padre estaba con Él, quiso experimentar en su alma ese
abandono de Dios que siente el hombre pecador.
San Marcos nos
sitúa ante la pasión como un misterio desconcertante. El que así sufre y es
humillado es el mismo Hijo de Dios. Esto es algo que sobrepasa nuestra
mente y choca contra nuestra lógica humana. Al considerar los sufrimientos
de Cristo, hemos de evitar quedarnos en la mera conmoción sensible,
contemplando en este hombre al Hijo eterno de Dios. Para ello es necesaria
la fe del centurión (Mc 15,39), que nos hace entrar en el misterio, oscuro
y luminoso a la vez.
La meditación
de la pasión desde la fe arroja luz sobre nuestra vida de cada día. El
sufrimiento no es una muralla, sino una puerta. Cristo no ha venido a
eliminar nuestros sufrimientos, lo mismo que Él no ha bajado de la cruz
cuando se lo pedían; ha venido a darles sentido, transfigurándolos en
fuente de fecundidad y de gloria (Rom 8,17; 2Cor 4,10s; Fil 3,10s; 1Pe
4,13). Por eso, el cristiano no rehuye el sufrimiento ni se evade de él,
sino que lo asume con fe; la prueba no destruye su confianza y su ánimo,
sino las proporciona un fundamento más firme (Rom 5,3; St 1,2-4; Heb 12,7; He
5,41). Para quien ve la pasión con fe, la cruz deja de ser locura y
escándalo y se convierte en sabiduría y fuerza (1Cor 1,22-25).
La Pasión según San Marcos
El relato de la
Pasión ocupa en cada evangelio un lugar importante y extenso. Desde el
principio, la Iglesia ha considerado la Pasión como una luz y un tesoro y
ha proclamado estos hechos (Jn 21,24) como fuente y fundamento de su fe.
Por un lado, la Pasión da a conocer quién es Cristo y atestigua su
autenticidad divina; por otro, la Pasión ilumina la existencia de los
hombres, llena de sufrimientos y dolores.
Desconcierto y fe
Al relatarnos
la Pasión de Jesús, cada evangelista lo hace desde una perspectiva propia e
insistiendo en determinados aspectos. San Marcos proclama la realización
desconcertante del designio de Dios. Expone los hechos en su cruda
realidad, con la vivacidad de un testigo. No disimula nada, más bien relata
los contrastes: la cruz es escandalosa, al tiempo que revela al Hijo de
Dios.
De hecho, ante
una situación que es «escándalo» y «locura» (1Cor 1,23), la reacción de los
discípulos es de desconcierto: «abandonándole huyeron todos» (14,50), según
había predicho el mismo Jesús: «todos os vais a escandalizar» (14,27). Ante
lo chocante de la Pasión, la única actitud válida es la del centurión
(15,39): un acto de fe que se somete al misterio.
El prendimiento de Jesús
San Marcos
narra los hechos con un estilo directo y brusco: «se presenta Judas, uno de
los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos» (14,43). Jesús es
apresado. Una palabra suya subraya la anomalía de la situación: «como
contra un salteador habéis venido a prenderme con espadas y palos» (14,48).
Todos le abandonan y huyen. El evangelista subraya lo que la escena tiene
de sorprendente. Sólo de paso se indica la clave que explica esta situación
desconcertante: «es para que se cumplan las Escrituras» (14, 49).
Proceso judío
Después del
prendimiento, Jesús es remitido a las autoridades de su pueblo. El
evangelista indica cómo la orientación del interrogatorio está fijada desde
el principio: buscan «dar muerte a Jesús» (14,55). Pero esta intención es
contraria con los hechos: no encuentran ningún cargo verdadero contra
Jesús. Finalmente, cuando el sumo sacerdote la pregunta si es el Mesías, el
Hijo del Bendito, Jesús declara solemnemente que sí: el interrogatorio, en
vez de establecer la culpabilidad de Jesús, revela su suprema dignidad.
Sin embargo,
esta revelación de su verdadera personalidad no encuentra eco positivo; en
vez de rendirle homenaje, le llaman blasfemo y reo de muerte (14,64), se
burlan de Él (14,65), el más ardiente de sus discípulos le niega (14,
66-72), le atan como un malhechor para entregarlo a Pilato (15,1). Vistos
desde el exterior, los hechos parecen contradecir la declaración solemne de
Jesús.
Proceso romano
Al llamar a
Jesús «rey de los judíos» (15,2.9.12), sus enemigos traspasan al plano
político la dignidad del Mesías, lo cual deforma burdamente la declaración
de Jesús (es Rey en otro sentido: Jn 18,33-38).
Ante Pilato,
san Marcos sigue resaltando lo chocante: son los judíos quienes se
encarnizan contra el Rey de los judíos (15,3-5), mientras que Él calla y no
responde; por otro lado, es puesto en comparación con un sedicioso homicida
(15,7) y condenado no habiendo cometido ningún crimen (15,14).
El Calvario: de las tinieblas brota la luz
El «Rey de los
judíos» recibe un manto de púrpura, una corona y homenajes; pero la corona
es de espinas y los homenajes son burlas y golpes (15,17-20). En la cruz es
reconocido como «Rey de los judíos», pero los hechos contradicen esta
dignidad: desnudez completa (15,24), humillación suprema –dos bandidos como
asesores–, impotencia del ajusticiado que debe morir.
Todo son
burlas, pues los hechos no cuadran con las pretensiones atribuidas a Jesús.
Desde el punto de vista humano debería bajar de la cruz (15,30.32),
escapando de la muerte y destruyendo a sus adversarios; de esa manera se
podría creer en Él (15,32). El evangelista sabe que esta manera de ver las
cosas es falsa, pero la deja expresar con toda su crudeza chocante
sumergiéndonos así en la oscuridad del misterio.
SEMANA SANTA
JUEVES SANTO
Hasta el extremo
Ex 12,1-14; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15
«Los amó hasta el extremo». Estas palabras son la clave
para entender el triduo pascual, la pasión y muerte de Jesús, la
eucaristía... Todo ello es expresión y realización de ese amor hasta el
extremo que lo ha dado todo sin reservarse nada, que se ha hecho esclavo
por nosotros. Es ese amor el que está presente en cada misa y en cada
sagrario: ¿cómo es posible la rutina o el aburrimiento?, ¿cómo permanecer
indiferente ante ese amor que sobrepasa toda medida?
«Es la Pascua, el Paso del Señor». En cada misa es
Cristo mismo quien pasa junto a nosotros, quien desea entrar –si le
dejamos– para quedarse con nosotros. Pasa Cristo para hacernos pasar con Él
de este mundo al Padre. Si la vivo bien, cada misa me introduce más en
Dios, en su seno y en su corazón. La misa me introduce en el cielo, aunque
siga viviendo aún sobre la tierra.
«Haced esto en memoria». Estas palabras son el encargo
de perpetuar la eucaristía en el tiempo y el espacio. Pero no sólo.
Incluyen el mandato de vivir la misa, de hacer presente en nuestra vida
todo lo que ella es y significa: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he
hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». La misa nos hace esclavos
de nuestros hermanos y nos impulsa a amarlos hasta el extremo. «Él dio la
vida por nosotros: también nosotros debemos dar la vida por los hermanos»
(1Jn 3,16).
VIERNES SANTO
Mirar al Crucificado
Jn 18-19
«Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». Todo el
relato de la pasión según san Juan –especialmente el prendimiento y el
diálogo con Pilatos– manifiesta la soberanía y majestad de este Jesús que
había dicho: «Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn
10,18). Verdaderamente Jesús reina desde la cruz. Ahora se cumple lo que Él
mismo había anunciado: «Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a
todos hacia mí» (Jn 12,32). La multitud inmensa de los redimidos es fruto
de esta eficaz atracción del Crucificado.
«Está cumplido». Jesús ha llevado a cabo perfectamente
la obra que el Padre le encomendó (Jn 17,4). Ha realizado el plan del
padre, ha cumplido las Escrituras, nada ha quedado a medias. La redención
es un hecho consumado y sólo falta que cada hombre acepte dejarse bañar por
su sangre y acuda a beber el agua que brota de su costado abierto. En
Cristo estamos salvados.
«Mirarán al que atravesaron». Si los que miraban la
serpiente de bronce en el desierto quedaban curados (Nm 21,4-9), ¡cuánto
más los que miran con fe al Hijo de Dios crucificado! (Jn 3,14-15). San
Juan nos invita a esa mirada contemplativa llena de fe. Esta mirada de fe
permite que se desencadene sobre nosotros el infinito amor salvador que se
encuentra encerrado en el corazón del Redentor traspasado por nuestros
pecados.
VIGILIA PASCUAL
Ha resucitado
Rm 6,3-11; Sal 117; Mt 28,1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12
«HA RESUCITADO». Así, con mayúsculas, aparece en el
Leccionario. Esta palabra es común a los tres sinópticos y aparece por
tanto en los tres ciclos. Es la
noticia. La Iglesia vive de ella. Millones de cristianos a lo largo de
veinte siglos han vivido de ella. Es la noticia que ha cambiado la
historia: el Crucificado vive, ha vencido la muerte y el mal. Es el grito
que inunda esta noche santa como una luz potente que rasga las tinieblas.
¿En qué medida vivo yo de este anuncio? ¿En qué medida soy portavoz de esta
noticia para los que aún no la conocen?
«Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios». La
resurrección de Cristo es también la nuestra. Él no sólo ha destruido la
muerte, sino también el pecado, que es la verdadera muerte y causa de ella.
La resurrección de Cristo es capaz de levantarnos para hacernos llevar una
vida de resucitados. Ya no somos esclavos del pecado. Podemos vivir desde
ahora en la pertenencia a Dios, como Cristo. Podemos caminar en novedad de
vida.
«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la
piedra angular». Las lecturas del A.T. son una síntesis de la historia de
la salvación, que culmina en Cristo. El Resucitado es la clave de todo.
Todo se ilumina desde Él. Sin Él, todo permanece confuso y sin sentido. ¿Le
permito yo que ilumine mi vida? ¿Soy capaz de acoger la presencia del
Resucitado para entender toda mi vida como historia de salvación?
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Las hazañas del Señor
Sal 117
«No he de
morir, viviré para contar las hazañas del Señor». Podemos escuchar en
labios de Jesús resucitado estas palabras del salmo responsorial. El Padre
ha querido que pasase por la muerte. Pero ahora ya vive. Vive para siempre.
Cristo resucitado es «el que vive» (Ap 1,18), el viviente por excelencia,
el que posee la vida y la comunica a su alrededor.
Vive en su
Iglesia. Y vive «para contar las hazañas del Señor». Desde el día de su
resurrección proclama a los hombres, a sus discípulos, las maravillas que
el Padre ha realizado con Él resucitándole. Cristo resucitado testimonia en
su Iglesia la gloria que el Padre le ha dado, el gozo infinito que le
inunda, el poder que ha recibido de su Padre constituyéndole Señor de todo
y de todos. Para toda la eternidad Cristo es el Testigo más perfecto de las
hazañas del Señor, del poder y del amor que el Padre ha derrochado en Él
resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha (Ef 1,19-21).
«La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». El despreciado, el
humillado, el crucificado es ahora fundamento de todo. Cristo resucitado es
y será para siempre el que da sentido a cada hombre, a cada sufrimiento, a
cada esfuerzo, a la Historia entera. Sólo en Él la vida cobra consistencia
y valor, pues «no se nos ha dado otro Nombre en el que podamos salvarnos»
(He 4,12). Todo lo construido al margen de esta piedra angular se
desmorona, se hunde. Ser cristiano es vivir cimentado en Cristo (Col 2,7),
apoyado totalmente y exclusivamente en Él.
«Este es el día
en que actuó el Señor». La resurrección de Cristo es la gran obra de Dios,
la maravilla por excelencia. Mayor que la creación y que todos los
prodigios realizados en la antigüedad. Hemos de aprender a admirarnos de
ella. Hemos de aprender a gozarnos en ella: «sea nuestra alegría y nuestro
gozo». La resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra alegría. «Es
el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente», pues es un
acontecimiento humanamente inexplicable. Pero un acontecimiento que sigue
presente y activo en la Iglesia, pues la resurrección de Cristo no ha
cesado de dar fruto. Hoy sigue siendo el día en que el Señor actúa...
La gran noticia
Jn 20,1-9
Lo mismo que a
las mujeres la mañana de Pascua, la Iglesia nos sorprende hoy con la gran
noticia: el sepulcro está vacío. Cristo ha resucitado. El Señor está vivo.
El mismo que colgó de la cruz el viernes santo. El mismo que fue encerrado
en el sepulcro. ¿Soy capaz de dejarme entusiasmar con esta noticia?
«Vio y creyó».
La resurrección de Cristo es el centro de nuestra fe. Nosotros no creemos
en ideas, por bonitas que sean. Nuestra fe se basa en un acontecimiento:
Cristo ha resucitado. Nuestra fe es adhesión a una persona viva, real,
concreta: Cristo el Señor. Y la Pascua nos ofrece la posibilidad de un
encuentro real con el Resucitado y de la experiencia de su presencia en
nuestra vida.
Los discípulos
corrían. Este apresuramiento significa mucho. Es, ante todo, el deseo de
ver al Señor, a quien tanto aman. Es el deseo de comprobar con sus propios
ojos que, efectivamente, el sepulcro está vacío, que la muerte ha sido
vencida y no tiene la última palabra. Es el entusiasmo de quien sabe que la
historia ha cambiado, que la vida tiene sentido. Es la alegría de quien
tiene algo que decir, de quien quiere transmitir una gran noticia a los
demás. La resurrección de Cristo no nos deja adormecidos. Es la noticia que
nos sacude y nos pone en movimiento. Nos hace testigos y mensajeros del
acontecimiento central de toda la historia de la humanidad.
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO II DE PASCUA
Jn 20,19-31
Durante el
tiempo pascual desaparece el evangelio de Marcos y sólo volvemos a
encontrarlo en la solemnidad de la Ascensión del Señor (Mc 16,15-20). En
realidad la ascensión-entronización queda narrada en un breve versículo (el
19). Sin embargo, es significativo que este hecho quede enmarcado entre el
mandato misionero universal (vv. 15-18) y la constatación de su
cumplimiento (v. 20): Cristo, el Señor glorificado, ejerce su señorío
invisible en la acción visible de su Iglesia que evangeliza –«actuaba con
ellos y confirmaba la palabra con los signos»–.
¡Señor mío y Dios mío!
«Recibid el
Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había
prometido. «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18), ahora cumple su promesa.
Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37),
se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu.
A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que
mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo.
«Señor mío y
Dios mío». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra
relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no
le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto»; fe a pesar
de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran
capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos (Lc 24,13ss). Y adoración,
porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la
gloria y de la felicidad de Dios.
«Se llenaron de
alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría.
El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina
todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa
de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su
promesa: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría
nadie os la podrá quitar» (Jn 16,22). ¿Vivo mi relación con Cristo como la
única fuente del gozo autentico y duradero?
DOMINGO III DE PASCUA
Presencia de Dios que lo llena todo
Lc 24,35-48
«Se presentó
Jesús en medio de sus discípulos». Jesús resucitado está presente en medio
de los suyos, en medio de su Iglesia. Está presente en los sacramentos: es
Él quien bautiza, es Él quien perdona los pecados... Está presente de
manera especial en la Eucaristía, entregándose por amor a cada uno con su
poder infinito. Está presente en los hermanos, sobre todo en los más pobres
y necesitados. Está presente en la autoridad de la Iglesia... La vida
cristiana no consiste en vivir unas ideas, por bonitas que fueran. El
cristiano vive de una presencia que lo llena todo: la presencia viva de
Cristo resucitado. Y el tiempo de Pascua nos ofrece la gracia para captar
más intensamente esta presencia, para acogerla sin condiciones, para vivir
de ella.
«Creían ver un
fantasma...» Aun creyendo en la Resurrección del Señor, pueden asaltarnos
las mismas dudas que a los discípulos. Como a Jesús resucitado no le vemos,
podemos tener la impresión de algo poco real, algo ilusorio, como si fuera
un fantasma, una sombra. Pero también a nosotros nos repite: «Mirad mis
manos y mis pies: soy yo en persona». Nos remite a las huellas de su
pasión. Verdaderamente padeció, verdaderamente murió, verdaderamente ha
resucitado. Es Él en persona. El mismo que recorrió los caminos de
Palestina, que predicó, que curó a los enfermos... El Resucitado es real.
Vive de veras. Y mantiene su realidad humana. El tiempo de Pascua conlleva
la gracia para conocer con más hondura la belleza de la realidad humana del
Señor a la vez que su grandeza divina.
«Les abrió el
entendimiento para comprender las Escrituras». Sin Cristo la Biblia es un
libro sellado, imposible de entender. Como a los primeros discípulos,
también a nosotros Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender.
Él es el Maestro que sigue explicándonos las Escrituras. Pero lo hace como
Maestro interior, porque nos enseña e ilumina por dentro. Sólo podemos
entender la Escritura si la leemos en presencia del Resucitado y a su luz.
Sólo escuchándole a Él en la oración, sólo invocando su Espíritu, la Biblia
deja de ser letra muerta y se nos ilumina como palabra de vida y salvación.
Soy yo en persona
Lc 24,35-48
«Soy yo en
persona». También a nosotros, como a los discípulos del evangelio, pueden
surgirnos dudas y pensar que Cristo es una idea, un fantasma, algo irreal.
Pero Él nos asegura: «Soy yo mismo». No hay motivo para la duda o la
turbación. Como entonces, también hoy Cristo se pone en medio de nosotros
para infundirnos la certeza de su presencia. Más aún, quiere hacernos tener
experiencia de ella al comer con nosotros. La eucaristía es contacto real
con el Resucitado.
Las Escrituras
iluminan el sentido de la pasión y muerte de Cristo. También a nosotros
Cristo Resucitado nos remite y nos lleva a las Escrituras; ellas dan
testimonio de Él, pues ellas contienen el plan eterno de Dios. Y lo mismo
que ilumina los sufrimientos de Cristo, la Palabra de Dios nos da el
sentido de todos los acontecimientos dolorosos y a primera vista negativos
de nuestra existencia. Es necesario acudir a ella en busca de luz. Pero
también pedir a Cristo que –como a los apóstoles– abra nuestra mente para
comprender las Escrituras.
«Vosotros sois
testigos». El encuentro con el Resucitado nos hace testigos, capaces de dar
a conocer lo que hemos experimentado. Si de verdad nos hemos encontrado con
el Resucitado, tendremos que repetir lo que los apóstoles: «Nosotros no
podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (He 4,20). En cambio, si
no tenemos experiencia de Cristo, nuestra palabra será trompeta que hace
ruido pero es inútil; sonará a hueco.
DOMINGO IV DE PASCUA
Hch 4,8-12; 1Jn
3,1-2; Jn 10,11-18
Amor que da la vida
«El Buen Pastor
da la vida por las ovejas». Da la vida. No sólo la dio. La da
continuamente. Jesús Resucitado permanece eternamente en la actitud que le
llevó a la muerte. Ahora ya no muere. No puede morir. Pero el amor que le
llevó a dar la vida es el mismo. Y eso continuamente. Instante tras
instante Cristo es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, que da su vida
por mí. Su amor «hasta el extremo», el que le llevó hasta la cruz, ha
quedado eternizado mediante la resurrección. Su vida de resucitado es un
acto continuo, perfecto y eficaz de amor a su Padre y de amor a los
hombres, a cada uno de todos los hombres. Él mismo es el Amor que da la
vida.
«Por su nombre
se presenta éste sano ante vosotros». Su entrega es eficaz. Su amor es
capaz de transformar. Al morir por nosotros nos sana. Al entregar su vida
engendra vida. Es el nombre de Jesucristo nazareno el único capaz de salvar
totalmente, definitivamente. La acción del Buen Pastor una vez resucitado
se caracteriza por la fuerza, por la energía salvadora. La Resurrección
pone de relieve que el amor del Buen Pastor no era inútil o estéril, sino
muy eficaz. Las conversiones y sanaciones realizadas por medio de los
Apóstoles lo atestiguan.
«¡Somos hijos de
Dios!» También en esto se manifiesta la fuerza de la Resurrección. En su
victoria, Cristo nos arrastra a vivir su misma vida de Hijo, su misma
relación con el Padre. Somos hijos en el Hijo. En Cristo somos hijos de
Dios. En la Vigilia Pascual hemos renovado las promesas de nuestro bautismo
y el mejor fruto de la Pascua es un acrecentamiento de la vivencia de
nuestro ser hijos de Dios.
Confianza plena
Jn 10,11-18
A la luz de la
Pascua, el evangelio de hoy nos invita a contemplar al Resucitado como Buen
Pastor. Cristo Resucitado continúa presente en su Iglesia, camina con
nosotros. Conduce a su Pueblo: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo» (Mt 28,20). Y como Buen Pastor es el Señor de la
historia, que domina y dirige todos los acontecimientos: «Se me ha dado
todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Nuestra reacción no
puede ser otra que la confianza plena: «El Señor es mi pastor, nada me
falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas
conmigo» (Sal 23).
Y es el Buen
Pastor que da la vida por las ovejas. La resurrección nos grita el valor y
la eficacia de la sangre de Cristo que nos ha redimido. Nosotros somos
fruto de la entrega de Cristo. A diferencia del asalariado, a Cristo le
importan las ovejas, porque son suyas; por eso da la vida por ellas. Y
ahora, ya resucitado y glorioso, sin derramamiento de sangre, Cristo vive
en la misma actitud de entrega. Ahora le importamos todavía más, porque nos
ha comprado con su sangre (Ap 5,9).
Más aún, Cristo
Buen Pastor no sólo da la vida por nosotros, sino que nos enseña y nos
impulsa también a nosotros a dar la vida. La resurrección nos habla con
fuerza de que la vida se nos ha concedido para darla, de que vale la pena
gastar la vida para que los demás tengan vida eterna, de que el que pierde
su vida ese es el que de verdad la gana. Dando la
vida colaboramos a que las ovejas que son de Cristo pero no están en su
redil escuchen su voz de Buen Pastor, entren en su redil, se sientan amados
por Él y experimenten que Él repara sus fuerzas y sacia su sed.
DOMINGO V DE PASCUA
Permaneced en Mí
Jn 15,1-8
«Permaneced en
mí». Este mandamiento de algún modo resume toda la vida y actividad del
cristiano. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo (Rom 6,5). Como
la vida del sarmiento depende de su unión a la vid, la vida del cristiano
depende de su unión a Cristo. Nuestra relación con Cristo no es a
distancia. Vivimos en Él. Y Él vive en nosotros. Por eso Él mismo insiste:
«Permaneced en mí». Esta unión continua con Cristo es la clave del
crecimiento del cristiano y del fruto que pueda dar. Toda la vida viene de
la vid y nada más que de la vid.
«Sin mí no
podéis hacer nada». El que comprende de verdad estas palabras cambia por
completo su modo de plantear las cosas. Cada acción realizada al margen de
Cristo, cada momento vivido fuera de Él, cada palabra no inspirada por
Él... están condenados a la esterilidad más
absoluta. No sólo se pierde el cuándo se hacen cosas que no viniendo de
Cristo no dan ningún fruto. Deberíamos tener horror a no dar fruto, a
malgastar nuestra vida, a perder el tiempo.
«... Lo poda
para que dé más fruto». Dios desea que demos fruto, y fruto abundante –Jn
15,16–. Para ello es necesario «permanecer en Cristo» mediante la fe viva,
la caridad ardiente, la esperanza invencible, mediante los sacramentos y la
oración continua, mediante la atención a Cristo y la docilidad a sus
impulsos... Pero hay más. Como Dios nos ama y desea que demos mucho fruto,
nos poda. Gracias a esta poda cae mucho ramaje inútil que estorba para dar
fruto. El sufrimiento, las humillaciones, el fracaso, las dificultades, los
desengaños... son muchas veces los instrumentos de que Dios se sirve para
podarnos. Gracias a esta poda caen muchas apariencias, nos enraizamos más
en Cristo y podemos dar más fruto.
Su misma vida
Jn 15,1-9
El misterio de
Cristo y de su Resurrección es de una fecundidad inagotable. Los autores
sagrados no encuentran palabras ni imágenes para expresarlo. No hemos de
imaginar a Cristo fuera de nosotros. Gracias a su glorificación Él vive en
nosotros y nosotros vivimos su misma vida. Por el Bautismo hemos sido
injertados en Cristo y vivimos su misma vida, lo mismo que los sarmientos
tienen la misma vida que reciben de la vid.
Por eso, el
mandato de Cristo es muy sencillo: «Permaneced en mí». La vida cristiana,
aunque parezca compleja, es en realidad muy simple: se trata de permanecer
unidos a Cristo continuamente. En san Juan, permanecer en Cristo supone
vivir en gracia, pero no sólo; implica además una relación personal y una
intimidad amorosa con Él cada vez más consciente y más continua.
Esto es de una
importancia enorme. Y san Juan lo subraya con una lógica y una coherencia
implacables: «Lo mismo que el sarmiento separado de la vid se seca y no
tiene vida ni da fruto, vosotros separados de mí no podéis hacer nada». Es
preciso aprender esta lección de una vez por todas. Nuestro fruto no
depende de las cualidades humanas, sino de la unión con Cristo. Dios desea
que demos fruto abundante –y en ello es glorificado, y para eso nos poda,
para que llevemos más fruto–, pero nuestra fecundidad, nuestro dar fruto en
la vida personal, en la Iglesia y en el mundo, está en proporción a nuestra
santidad, a nuestra unión con el Señor Resucitado. Sin ella no haremos
nada, ni daremos fruto abundante ni duradero; y si los hay, serán frutos
aparentes, que se evaporan como la niebla mañanera.
DOMINGO VI DE PASCUA
Permaneced en mi amor
Jn 15,9-17
«Permaneced en
mi amor». En esta Pascua Cristo nos ha manifestado más clara e intensamente
su amor. Y ahora nos invita a permanecer bajo el influjo de este amor. En
realidad podemos decir que toda la vida del cristiano se resume en dejarse
amar por Dios. Dios nos amó primero. Nos entregó a su Hijo como víctima por
nuestros pecados. Y el secreto del cristiano es descubrir este amor y
permanecer en él, vivir de él. Sólo la certeza de ser amados por Dios puede
sostener una vida. No sólo hemos sido amados, sino que somos amados
continuamente, en toda circunstancia y situación. Y se trata de permanecer
en su amor, de no salirnos de la órbita de ese amor que permanece amándonos
siempre, que nos rodea, que nos acosa, que está siempre volcado sobre
nosotros.
«Amaos unos a
otros como yo». Sólo el que permanece en su amor puede amar a los demás
como Él. El amor de Cristo transforma al que lo recibe. El que de veras
acoge el amor de Cristo se hace capaz de amar a los demás. Pues el amor de
Cristo es eficaz. Lo mismo que Él nos ama con el amor que recibe de su
Padre, nosotros amamos a los demás con el amor que recibimos de Él. La
caridad para con el prójimo es el signo más claro de la presencia de Cristo
en nosotros y la demostración más palpable del poder del Resucitado.
«El que ama ha
nacido de Dios». Dios infunde en nosotros su misma caridad. Por eso nuestro
amor, si es auténtico, debe ser semejante al de Dios. Pero Dios ama dando
la vida: el Padre nos da a su Hijo; Cristo se entrega a sí mismo, ambos nos
comunican el Espíritu. La caridad no consiste tanto en dar cuanto en darse,
en dar la propia vida por aquellos a quienes se ama; y eso hasta el final,
hasta el extremo, como ha hecho Cristo y como quiere hacer también en
nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos». El amor de Cristo es de este calibre. Y el amor a los demás que
quiere producir en nosotros, también.
Como yo os he amado
Jn 15,9-17
«Yo os he
elegido». Nuestra fe, nuestro ser cristiano, no depende primera ni
principalmente de una opción que nosotros hayamos hecho. Ante todo, hemos
sido elegidos, personalmente, con nombre y apellidos. Cristo se ha
adelantado a lo que yo pudiera pensar o hacer, ha tomado la iniciativa, me
ha elegido. Ahí está la clave de todo, ahí esta la raíz de nuestra
identidad. Y es preciso dejarnos sorprender continuamente por esta elección
de Dios, «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).
«Os llamo
amigos». Cristo resucitado, vivo y presente, nos llama y nos atrae a su
amistad. Ante todo, busca una intimidad mayor con cada uno de nosotros. Nos
ha contado todos sus secretos, nos ha introducido en la intimidad del
Padre. Y es una amistad que va en serio: la ha demostrado dando la vida por
los que eran enemigos (Col 1,21-22) y convirtiéndolos en amigos. A la luz
de la Pascua hemos de examinar si nuestra vida discurre por los cauces de
la verdadera amistad e intimidad con Cristo o –por el contrario– todavía le
vemos distante, lejano. Y si correspondemos a esta amistad con la fidelidad
a sus mandamientos.
«Como yo os he
amado». Quizá muchas veces meditamos en el amor al prójimo. Pero tal vez no
meditamos tanto en la medida de ese amor, en ese «como yo». La medida del
amor al hermano es dar la vida por él como Cristo la ha dado, gastar la
vida por los demás día tras día. Mientras no lleguemos a eso hemos de
considerarnos en déficit. El cristiano nunca se siente satisfecho como si
ya hubiera hecho bastante. «El amor de Cristo nos apremia» (2Cor 5,14). Y
lo maravilloso es que realmente podemos amar como Él porque este amor «ha
sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha
dado» (Rom 5,5). Cristo resucitado, viviendo en nosotros nos capacita y nos
impulsa a amar «como Él».
ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Actuaba con ellos
Mc 16,15-20
El breve texto
de san Marcos nos presenta de Jesús como un ser llevado «al cielo», es
decir, al lugar propio de Dios, y un «sentarse» a la derecha de Dios.
Efectivamente, el misterio de la ascensión significa que el que por
nosotros tomó la condición de siervo, pasó por uno de tantos y se humilló
hasta la muerte de cruz (Fil 2,6-10), ahora ha sido exaltado, enaltecido,
constituido «Señor». Cristo en cuanto hombre se ha sentado en el trono de
su Padre (Ap 3,21), ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (Mt
28,18) y ha sido constituido Señor del Universo ante el que toda rodilla se
dobla.
Sin embargo,
ascensión no significa ausencia de Cristo. A renglón seguido de narrar la
ascensión de Jesús, san Marcos subraya que «El Señor actuaba con ellos».
Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue
presente. Y lo manifiesta «cooperando» con la acción de los discípulos. En
estas breves palabras queda resumido todo misterio de la Iglesia. Toda
acción de la Iglesia –y de cada cristiano en ella– no es algo simplemente
humano, sino acción de Cristo a través de ella. Cuando alguien bautiza, es
Cristo quien bautiza... Por tanto, todo nuestro empeño ha de ser buscar la
sintonía con Cristo para que realice esa cooperación y nuestros actos sean
también suyos y tengan un valor inmenso: «El que cree en mí hará las obras
que yo hago y aún mayores» (Jn 14,22).
De ahí la
importancia de los signos, que indica el evangelio. Los signos manifiestan
que la Iglesia es más que palabras, es hechos. Mediante
ellos se ve la acción del Señor. Ya no se tratará de coger serpientes en
las manos, pero hay que preguntarnos cómo hoy nosotros podemos ser
«milagro» –es decir, signo que se ve– para aquellos con los que vivimos.
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Sed del Espíritu
Jn 20,19-23
«Recibid el
Espíritu Santo». El gran don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para
esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para
darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus
promesas: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un Espíritu
nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos del Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el
que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo
no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de
cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Os infundiré mi Espíritu y haré que
caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez
36,27).
«Sopló sobre
ellos». Para recibir el Espíritu hemos de acercarnos a Cristo, pues es Él
–y sólo Él– quien lo comunica. Él mismo había dicho: «El que tenga sed que
venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es preciso acercarnos a Cristo en la oración,
en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para beber el Espíritu que
mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo
intenso e insaciable. De esta manera, Cristo no nos deja huérfanos (Jn
14,18), pues nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13),
que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22).
«Como el Padre
me envió, así os envío yo». Jesús afirma al inicio de su ministerio que ha
sido «ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Noticia a los
pobres» (Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «Recibiréis la fuerza del
Espíritu y seréis mis testigos» (He 1,8). Jesús nos hace partícipes de la
misma misión de anunciar el evangelio que él ha recibido del Padre y lo
hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo. El Espíritu nada tiene
que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad; es impulso que
nos hace testigos enviados, apóstoles.
DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Familiaridad con Dios
Mt 18,16-20
A muchos
cristianos el misterio de la Trinidad les echa para atrás. Les parece
demasiado complicado y prefieren dejarlo de lado. Y sin embargo las páginas
del Nuevo Testamento nos hablan a cada paso de Cristo, del Padre y del
Espíritu Santo. Ellos son el fundamento de toda nuestra vida cristiana.
Explicar el
misterio de la Trinidad no es difícil, es imposible, precisamente porque es
misterio. Pero lo mismo que un niño puede tener gran familiaridad con su
padre aunque no sepa decir muchas cosas de él, nosotros podemos vivir
también en una profunda familiaridad con el Padre, con Cristo, con el
Espíritu y tener experiencia de estas Personas divinas. No sólo podemos:
estamos llamados a ello en virtud de nuestro bautismo. No es un privilegio
de algunos místicos.
Podemos conocer
al Padre como Fuente y Origen de todo, Principio sin principio, fuente
última y absoluta de la vida, no dependiendo de nadie. El Hijo es
engendrado por el Padre, recibe de Él todo su ser: por eso es Hijo; pero el
Padre se da totalmente: por eso el hijo es Dios, igual al Padre. Nada tiene
el Hijo que no reciba del Padre; nada tiene el Padre que no comunique al Hijo.
El ser del Hijo consiste en recibir todo del Padre y el Hijo vuelve al
Padre en un movimiento eterno de amor, gratitud y donación. Y ese abrazo de
amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo.
«El Espíritu
todo lo sondea, incluso lo profundo de Dios» (1Cor 2,10). El Espíritu nos
da a conocer a Cristo y al Padre y nos pone en relación con ellos. Las
Personas divinas viven como en un templo en el hombre que está en gracia.
Estamos habitados por Dios. Somos templo suyo. Vivimos en el seno de la Trinidad.
¿Se puede imaginar mayor familiaridad? Todo nuestro cuidado consiste en
permanecer en esta unión.
CORPUS CHRISTI
Mc
14,12-16.22-26
El texto seleccionado incluye los
preparativos para la cena, en que Jesús aparece –como en la entrada en
Jerusalén– gobernando y dirigiendo los acontecimientos, y el relato de la
institución de la Eucaristía, en el que Jesús realiza anticipadamente el
gesto de donación de su propia vida que llevará a cabo al día siguiente en
la cruz. La mención en el último versículo del camino hacia el monte de los
Olivos apunta hacia lo trágicamente real de ese gesto.
Comer nuestra redención
«Esto es mi
cuerpo...» Ante todo, la fiesta de hoy nos debe hacer cobrar una conciencia
más intensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El cuerpo
significa la persona entera. Cristo está presente con su cuerpo glorioso,
con su alma humana, con su personalidad divina. ¿Somos de veras conscientes
de que en cada sagrario hay un hombre viviente, infinitamente más real que
todos nosotros? ¿Qué me es más real, la presencia de las demás personas
humanas o la presencia de Cristo en la Eucaristía? ¿Soy consciente de tener
en el Sagrario a Dios con nosotros, a mi
disposición, esperándome eternamente?
«...que se
entrega por vosotros». Sin embargo, la presencia de Cristo en la Eucaristía
no es inerte ni pasiva. Cristo vive apasionadamente en la Eucaristía su
amor infinito por nosotros, su entrega sin límites por cada uno. El amor
manifestado en la cruz perdura eternamente; no ha menguado; por el contrario,
es ahora más intenso. Y se hace especialmente presente y eficaz en cada
celebración de la Eucaristía. Y eso «por vosotros y por todos los hombres»,
por cada uno de todos los hombres, por los que fueron, son y serán.
«...para perdón
de los pecados». Cristo sabe muy bien por quién y a quién se entrega; por
hombres que son pecadores. Pero para esto ha venido precisamente, para
quitar el pecado del mundo. Cristo en la Eucaristía anhela borrar nuestro
pecado y hacernos santos. Para eso se ha entregado. Y para eso se queda en
la eucaristía, para ser alimento de pecadores. Y nosotros necesitamos
acudir con ansia y comer y beber nuestra redención.
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Lo que trasciende toda filosofía
Os
11,16.3-4.8c-9; Is 12,2-6; Ef 3,8-12.14-19; Jn 19,31-37
«Mirarán al que
atravesaron». Desde los apóstoles, todas las generaciones cristianas han
descubierto el amor de Dios contemplando a Cristo crucificado. La cruz es
la expresión mayor de este amor. Por eso también nosotros somos invitados
antes que nada a mirar a Jesús. El apóstol Juan nos enseña este secreto y
desea contagiarnos esta mirada contemplativa: para que entendamos hasta qué
punto somos amados y aprendamos a amar de una manera semejante.
«Sacaréis aguas
con gozo». La tradición cristiana ha entendido que la antigua profecía de
Isaías se ha cumplido en Jesús. Al ser traspasado su costado, «salió sangre
y agua». Jesús muerto y resucitado se convierte en manantial de vida y
salvación. Derrama su Espíritu, su amor, su misma vida. Por eso, el creyente
es invitado constantemente a acudir a Él para beber esa agua que sacia su
sed y le purifica y para recibir la aspersión de su sangre que le regenera
y le embriaga.
«Lo que
trasciende toda filosofía». El cristianismo no es una ideología, un simple
sistema de verdades y normas. Es una experiencia; consiste en haber
encontrado el amor de Cristo y seguir ahondando constantemente en ese mar
sin fondo ni riberas. La verdadera sabiduría del cristiano es ese
conocimiento experiencial y creciente del amor de Jesús. A él acude sin
cesar para beber y saciarse y poder volcarlo en abundancia sobre los demás
hombres.
TIEMPO ORDINARIO
II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Después de leer
el domingo segundo Jn 1,35-42, que prolonga la manifestación de Jesús en la
Epifanía y en la Fiesta del Bautismo, los domingos 3º al 9º presentan a un
Jesús que comienza a revelarse mediante diversos signos pero encuentra
inmediatamente la obstinación y el rechazo de las autoridades judías.
Manifestación de Dios
Todo el tiempo
de Navidad, la liturgia subrayaba el aspecto de manifestación de
Jesucristo. Pero en el tiempo de Epifanía se ha intensificado. El Hijo de
Dios se ha manifestado al mundo y al mismo tiempo nos manifiesta al Padre.
Y es esto lo que subraya la liturgia: una verdadera teofanía de la
Trinidad. El cielo rasgado pone al descubierto el misterio de Dios. Jesús
se revela como Hijo del Padre y Ungido del Espíritu. El Padre manifiesta su
complacencia en el Hijo muy amado.
Más
significativo todavía es que toda esta grandeza de Cristo se manifiesta en
su humillación. A Jesús el bautismo no le hace Hijo de Dios, porque lo es
desde toda la eternidad como Verbo, y como hombre desde el instante de su
concepción. Al bautizarse se pone en situación de profunda humillación:
pasa por un pecador más que busca purificación. Pero es precisamente en esa
situación objetiva de humillación donde se revela lo más alto de su
divinidad: un aspecto que no deberíamos olvidar del misterio de Navidad,
que tiene consecuencias incalculables para nuestra vida. No brillamos más
por el brillo humano o por el aplauso de los hombres, sino por participar
del camino de humillación de Cristo.
En la
celebración eucarística se hace presente para nosotros el misterio que
celebramos. Tocamos el misterio y el misterio nos transforma. Si vivimos la
liturgia, si la celebramos con fe profunda, va creciendo en nosotros el
conocimiento de Dios, Él va irradiando en nosotros la luz de su gloria (2Co
4,6) y vamos siendo transformados en su imagen, vamos reflejando su gloria
(2Co 3,18). Si de veras vivimos la liturgia, vamos siendo transfigurados,
vamos siendo convertidos en teofanía también nosotros...
Una experiencia contagiosa
Jn 1,35-42
«Este es el
Cordero de Dios». Todo empieza con un testimonio. La fe de los discípulos y
el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así
de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad
de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar
como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es
decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean
en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y
sobre todo con la vida.
«Venid y lo
veréis». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por
Jesús; sienten un fuerte atractivo por Él. Por eso le siguen. Jesús no les
da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la
experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día
entero y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«hacia
las cuatro de la tarde»–. También nosotros somos invitados a hacer esta
experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. Venid y lo veréis.
«Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).
«Lo llevó a
Jesús». La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la
bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado
con Cristo se convierte también él en testigo. Pero no pretende que los
demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La
actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol:
«Hemos encontrado al Mesías». Y lo llevó a Jesús.
DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO
El domingo
tercero (1,14-20) presenta la predicación inicial de Jesús y la llamada de
los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús
–«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del
seguimiento por parte de los discípulos manifiesta la grandiosidad y el
atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el
carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que
Jonás (1ª lectura: Jon 3,1-5.10) son enviados a convertir a los hombres a
Cristo: «convertíos y creed».
Hambre de eternidad
1Cor 7,29-31
«El momento es
apremiante». Después de haber celebrado la venida del Hijo de Dios a este
mundo, esta frase se entiende mejor. Después del nacimiento de Cristo nada
puede ser igual. Él lo ha transformado todo, la razón de ser de todo, el
único punto de referencia válido para todo.
La frase de san
Pablo «el momento es apremiante» está en dependencia de la del mismo Jesús
en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo, se ha acercado el Reino de
Dios». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su
presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra
existencia un todo de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando
nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente
mayor de lo que imaginamos...
«La apariencia
de este mundo se termina». Sería lamentable que siguiéramos viviendo de
apariencias, de mentiras... La Navidad debe haber dejado en nosotros una
sed incontenible de realidad, de vivir en la verdad. No sigamos
engañándonos a nosotros mismos. Llamemos las cosas por su nombre. No
sigamos viviendo como si lo real fuera lo de aquí abajo. Al contrario, lo
de aquí es pasajero, muy pasajero.
Lo real es
eterno, lo definitivo. Cristo ha venido para que nuestra vida tenga un
valor y un peso de eternidad. Hemos de tener hambre de eternidad. Hemos de
saber vivir de lo eterno. «Somos ciudadanos del cielo» (Fil 3,20),
«aspiremos a los bienes del Cielo (Col 3,1-2). Este es también el sentido
de la llamada del Señor en el evangelio: «Convertíos, creed la Buena Nueva,
está cerca el Reino de Dios.
Venid conmigo
Mc 1,14-20
«Se ha cumplido
el tiempo». Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las
naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc
1,37). Con la venida de Cristo estamos en la plenitud de los tiempos. El
Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla.
Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «Cuántos desearon ver lo que
vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron».
Pero la presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por
eso, Jesús añade a continuación: «Convertíos». La presencia de Cristo exige
una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo necesario
para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se establezca en
nosotros.
«Creed la Buena
nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». La
presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una buena noticia. La
llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y
frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como
Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia? Cada
vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación?
¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda,
me advierte o me aconseja?
«Venid
conmigo». Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él,
seguirle. San Marcos nos presenta al principio del todo, la llamada de
Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros;
sin embargo, ellos le siguen «inmediatamente», dejando todo, incluso el trabajo
y el propio padre. La conversión que pide Jesús al principio del evangelio
de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta
el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo!
DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO
El cuarto
domingo nos sitúa ante la fascinación irresistible de la palabra de Jesús
(1,21-28). Es una palabra como la de Yahvé: eficaz, que «dice y hace»;
tiene, sobre todo, poder y autoridad, que se manifiesta expulsando a los
demonios con la sola palabra. Por eso no es sólo un profeta, sino el
profeta que habla en nombre de Dios hasta el punto de que Dios pide cuentas
al que no le escucha (1ª lectura: Dt 18,15-20). Demuestra así con los
hechos que es real su proclamación de que ha llegado el Reino de Dios
(1,15).
Un corazón poseído por Cristo
1Cor 7,32-35
El texto de la
primera carta a los corintios en la segunda lectura de hoy es uno de esos
que choca a primera vista, porque da la impresión de que san Pablo no
valorase el matrimonio. Sin embargo no hay tal, porque en el mismo capítulo
indica que «cada cual tiene de Dios su gracia particular» (7,7), unos el
celibato y otros el matrimonio, e insiste en que cada uno debe santificarse
en el estado al que Dios le ha llamado (7,17), casado o célibe.
Supuesto eso,
hace una llamada especial al celibato como un estado de especial
consagración. Y da las razones: el célibe se preocupa exclusivamente de los
asuntos del Señor, busca únicamente contentar el Señor, vive consagrado a
Él en cuerpo y alma, se dedica al trato con Él con corazón indiviso.
Con ello traza
las líneas maestras de esta preciosa vocación dentro de la Iglesia.
Resaltar el celibato no quiere decir despreciar el matrimonio. Pero la
Iglesia siempre ha apreciado como un don singular de Cristo la virginidad
consagrada a Él. La virginidad testimonia belleza de un corazón poseído
sólo por Cristo Esposo. Manifiesta al mundo el infinito atractivo de
Cristo, el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45,3), y la inmensa
dicha de pertenecer sólo a Él. Grita el que quiera entender que Cristo
basta, que Cristo sacia plenamente los más profundos anhelos del corazón
humano.
Por lo demás,
la vocación a la virginidad o al celibato no es una cuestión privada.
Existe en la Iglesia y para la Iglesia. Es un don de Cristo a su Esposa la
Iglesia. El testimonio de los célibes debe recordar a los que tienen mujer
que vivan como si no la tuvieran (7,29), que la apariencia de este mundo
pasa (7,31) y que en el mundo futuro ni ellos ni ellas se casarán (Lc
20,34-35). El celibato debe testimoniar palpablemente que Cristo se quiere
dar del todo a todos. Por ello el Papa puede afirmar que los esposos
«tienen derecho» a esperar de las personas vírgenes el testimonio de la
fidelidad plena a su vocación (FC 16).
Asombro y admiración
Mc 1,21-28
«Cállate y sal
de él». Los evangelistas tienen mucho interés en presentar a Jesús curando
endemoniados y expulsando demonios. Quieren resaltar el dominio de Jesús
sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte; pero sobre todo ponen de
relieve que Jesús ha vencido a Satanás, que –directa o indirectamente– es
la causa de todo mal. Ningún mal tiene poder sobre el cristiano adherido a
Cristo, pues todo está sometido a Cristo: «¡Veía a
Satanás caer como un rayo!» (Lc 10,18). Frente al mal en todas sus
manifestaciones, Dios es el Dios de la vida. «Si echo los demonios con el
dedo de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20). Y
también al discípulo de Cristo se someten incluso los demonios (Mc 16,17).
«Quedaban
asombrados». Con breves pinceladas, san Marcos nos pinta el poder de Jesús.
Desde el principio de su evangelio pretende presentarnos la grandeza de
Cristo, que produce asombro a su paso en todo lo que hace y dice. Y la
Iglesia nos presenta a Cristo para que también nosotros quedemos admirados.
Pero para admirar a Cristo, hace falta antes que nada mirarle y tratarle. Y
es sobre todo en la oración y en la meditación del evangelio donde vamos
conociendo a Jesús. Por lo demás, también la vida del cristiano de-be
producir asombro y admiración. Mi vi-da, ¿produce asombro con la novedad
del evangelio o pasa sin pena ni gloria?
«Enseñaba con
autoridad». Jesús no da opiniones. Enseña la verdad eterna de Dios. Por eso
habla con seguridad. Y, sobre todo, su palabra tiene poder para realizar lo
que dice. Si escuchamos la palabra de Cristo con fe, esa palabra nos
transforma, nos purifica, crea vida en nosotros, porque «es viva y eficaz,
más tajante que espada de doble filo» (Heb 4,12).
DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO
El domingo
quinto nos lleva a contemplar a un
Jesús que salva a todo el hombre –curación de enfermos en su cuerpo y
sanación de endemoniados en su espíritu– y a todos los hombres –las
multitudes que acuden a Él–. De ese modo levanta de su postración y
abatimiento –a la suegra de Pedro «la cogió de la mano y la levantó»– a los
hombres que bajo el peso del mal ven pasar sus días como un soplo y
consumirse sin dicha y sin esperanza –personificados en Job 7,1-4.6-7–.
¡Ay de mí si no evangelizo!
1Cor
9,16-19.22-23
«¡Ay de mí si no
anuncio el evangelio!». Estas palabras de san Pablo son para todos.
Anunciar el evangelio es un deber, una obligación que incumbe a todo
cristiano. Todo bautizado es hecho profeta para proclamar ante el mundo las
hazañas maravillosas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar
en su luz admirable. Todo cristiano es un apóstol, un enviado de Cristo en
el mundo. Para anunciar el evangelio no hace falta subir a un púlpito.
Podemos hablar de Cristo en casa y por la calle, a los vecinos y a los
compañeros de trabajo, con nuestra palabra y con nuestra vida. ¡Pero es
necesario que lo hagamos! No podemos seguir pensando que es tarea sólo de
los sacerdotes. ¿Cómo puede creer la gente sin que alguien les hable de
Cristo? (Rom 10,14). Esta es la maravillosa y sublime misión que nos
encarga el Señor.
«Me he hecho
todo a todos para ganar, como sea, a algunos». ¡Admirable testimonio de san
Pablo! Hacerse todo a todos significa renunciar a sus costumbres, a sus
gustos, a sus formas... Y todo para que se salven, para llevarles al
evangelio. Exactamente lo que hizo el mismo Cristo, que se despojó de su
rango y se hizo uno de nosotros para hablarnos al modo humano, con palabras
y gestos que pudiéramos entender. A la luz de esto, nunca podemos decir que
hemos hecho bastante para llevar a los demás a Cristo. Un rasgo esencial
del evangelizador es este amor ardiente a los hombres que le lleva a
despojarse de sí mismo para darles a Cristo.
«...Sin usar el
derecho que me da la predicación de esta Buena Noticia». San Pablo reconoce
que el que predica tiene derecho a vivir el evangelio (v. 14). Sin embargo,
gustosamente ha renunciado a este derecho, no recibiendo nada de los
corintios y trabajando con sus propias manos, «para no crear obstáculo
alguno al evangelio» (v. 12). El que anuncia el evangelio debe dar
testimonio de absoluto desinterés, renunciando incluso a lo justo y a lo
necesario. Sólo así podrá ser testigo creíble de una palabra que anuncia el
amor gratuito de Dios. Sin ello el anuncio del evangelio no puede dar
fruto. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8-10).
Todos te buscan
Mc 1,29-39
«Todos te
buscan». Estas palabras de los discípulos centran la atención en la persona
de Jesús. «¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Jesús es la
«luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). «En Él
quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). Todo hombre ha sido
creado para Cristo y todo hombre –aun sin saberlo– busca a Cristo; incluso
el que le rechaza, en el fondo necesita a Cristo. Su búsqueda de alegría,
de bien, de justicia, es búsqueda de Cristo, el único que puede colmar
todos los anhelos del corazón humano. Y el cristiano debe estar cierto de
ello para presentar sin temor Cristo a los hombres con obras y palabras.
Es enormemente
bello en los evangelios el misterio de la oración de Jesús. El Hijo de Dios
hecho hombre vive una continua y profunda intimidad con el Padre. A través
de su conciencia humana Jesús se sabe intensamente amado por el Padre. Y su
oración es una de las expresiones más hermosas de su conciencia filial. Se
sabe recibiéndolo todo del Padre y a Él lo devuelve todo en una entrega
perfecta de amor agradecido.
San Marcos nos
presenta a Jesús realizando curaciones. De esta manera se expresa mejor que
con palabras su poder de salvar del pecado (Mc 2,9-11). Con este evangelio
la Iglesia quiere afianzar nuestra fe en este Jesús que es capaz de sanar a
un mundo –el nuestro– y a unos hombres –nuestros hermanos y nosotros
mismos– profundamente enfermos. Cristo puede hacerlo; la única condición
para hacer el milagro es nuestra fe: «¿Crees que
puedo hacerlo?» (Mt 9,28).
DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO
El domingo
sexto nos encara con otro acto sumamente revelador de Jesús (1,40-45). Al
leproso, que estaba totalmente marginado de la sociedad humana y de la
comunidad religiosa (1ª lectura: Lev 13,1-2.44-46), Jesús no sólo no le
rechaza, sino que se acerca a él y le toca: de ese modo el que era impuro
queda purificado, sanado y reintegrado a la normalidad al ser tocado por el
Santo de Dios. Aunque Jesús le impone silencio, el gozo de la salvación es
demasiado grande como para seguir callado.
Todo para gloria de Dios
1Cor 10,31-11,1
«Cuando comáis
o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». El
cristiano, consagrado por el bautismo, puede y debe ver todo santamente. El
valor de lo que hacemos no está en lo externo, sino en cómo lo hacemos.
Cristo en los treinta años de su vida oculta no hizo cosas grandes o
vistosas; vivió con un corazón lleno de amor a su Padre y a los hombres las
cosas pequeñas e insignificantes. Y esos actos tenían un valor infinito y
estaban redimiendo al mundo. Lo mismo nosotros: la vida cotidiana, sencilla
y corriente, puede tener un inmenso valor. No esperemos a hacer cosas
grandes. Hagamos grande lo pequeño. Todo puede ser orientado a la gloria de
Dios. Todo: la comida, la bebida, cualquier cosa que hagamos... Cristo ha
asumido todo lo humano y nada debe quedar fuera de la órbita del Señor.
«No deis motivo de escándalo...» Esta
advertencia de san Pablo es también para nosotros. Incluso sin quererlo
positivamente, sin darnos cuenta, podemos estar poniendo estorbos para que
otros se acerquen a Cristo. Escándalo es todo lo que sirve de tropiezo al
hermano o le frena en su entrega al Señor. Nuestra palabra poco evangélica,
nuestra conducta mediocre o incoherente, son escándalo para el hermano por
el que Cristo murió. Y las palabras de Cristo sobre el escándalo son
terribles: «¡Ay del que escandaliza! Más le
valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen
al mar» (Mt 18,6).
«Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de
Cristo». Sólo la imitación de Cristo no escandaliza. Al contrario, estimula
en el camino del evangelio. Cuando vemos a alguien seguir el ejemplo de
Cristo, comprobamos que su palabra se puede cumplir y ese ejemplo aviva
nuestra esperanza. En cambio, decir una cosa y hacer otra es escandaloso,
porque es dar a entender con nuestras obras que el evangelio no se puede
cumplir o que estas cosas están bien para decirlas pero no para vivirlas...
DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO
Sin igual
Mc 2,1-12
«Llegaron
cuatro llevando un paralítico». El gesto de estos cuatro personajes
anónimos resulta precioso e iluminador para nosotros. El paralítico –por
definición– no se puede mover por sí mismo. Pero estos hombres le colocan
ante Jesús. Y «viendo Jesús la fe que tenían» realiza el milagro. Hay en
nuestro mundo y a nuestro alrededor muchos paralíticos por la incredulidad
o por el pecado. A nosotros nos toca ponerlos a los pies de Jesús con una
fe inmensa. Lo demás es cosa de Jesús. El evangelio no dice si ese hombre
tenía fe en Jesús o sólo se dejó llevar. Lo que sí afirma es la fe de
aquellos cuatro que arranca el milagro a Jesús. ¿Presentamos a las personas
al Señor? ¿Con qué fe lo hacemos?
«Para que
veáis...» Jesús realiza la curación, pero deja claro que lo que le interesa
es sobre todo la sanación interior. Dios quiere el bien entero del hombre,
cuerpo y alma. Nosotros, en cambio, con demasiada frecuencia sólo buscamos
el bien corporal. Sin embargo, hay enfermedades físicas que son ocasión de
un bien espiritual enorme y de la santificación de muchas personas;
mientras la enfermedad espiritual puede llevar –aun con perfecta salud
física– a la condenación eterna...
«Nunca hemos
visto una cosa igual». Las acciones de Jesús producen asombro y admiración.
Los que contemplaron este prodigio «daban gloria a Dios». ¿Sé descubrir las
acciones de Cristo? ¿Me alegro de ellas? ¿Me admiro? Más aún, ¿tengo fe para
esperar cosas grandes, como aquellos cuatro del evangelio de hoy?
DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Te desposaré
Mc 2,18-22
«Te desposaré».
A la pregunta de los discípulos de Juan de por qué los discípulos de Jesús
no ayunan, este responde que ello no es posible mientras el novio está con
ellos. Palabras aparentemente misteriosas, pero que muestran con claridad
que Jesús se revela como el Esposo. Él ha venido a desposar consigo a cada
hombre y a cada mujer, a unirse a ellos de una manera insospechada, con una
intimidad inimaginable. Las palabras del profeta Oseas –1ª lectura– no eran
pura metáfora. Tú existes para ser desposado por Cristo. Y ahí reside la
plenitud de tu vida.
«A vino nuevo,
odres nuevos». La pregunta de los fariseos muestra que están anclados en el
orden antiguo de las cosas. Les preocupaba si ayuno sí o ayuno no. Pero
Jesús ha inaugurado una época nueva. Ahora todo está en función de Él. El
ayuno tiene sentido no por sí mismo, sino en función de Cristo; y lo mismo
todas las demás tareas, relaciones, cosas, etc. La novedad es Cristo, el
único absoluto es Cristo. Y hay que cambiar la mentalidad y los esquemas, y
las mismas estructuras, para acoger este vino nuevo. Nada tiene sentido o
valor fuera o al margen de Cristo. «Todo ha sido creado por Él y para Él y
todo se mantiene en Él» (Col 1,16-17).
«Cuando sea
arrebatado el Esposo, entonces ayunarán». El verdadero ayuno cristiano es
participación en la pasión y en los sufrimientos de Cristo. Es hacerse uno
con Jesús crucificado, compartir su suerte. Desposados con Cristo, hechos
consortes suyos, corremos la misma suerte: padecemos con Él para ser
también glorificados con Él (Rom 8,17).
DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO
El Señor del sábado
Mc 2,23-3,6
«El sábado se
hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». En el relato de la
creación vemos que Dios crea todo y lo pone al servicio del hombre (Gén
1,26-30). En efecto, «el hombre es la única criatura que Dios ha amado por
sí misma» (Gaudium et Spes, 24). Por eso no puede ser instrumentalizado
para ningún fin. Las normas, los planes, las tareas... todo, absolutamente
todo, debe estar al servicio del hombre, y no al revés. Utilizar a las
personas es degradarlas, es rebajarlas de la dignidad en que Dios los ha
constituido.
«El Hijo del
hombre es Señor también del sábado». Cristo es el centro de todo. Todo
tiene sentido y valor en función de Él. «Todo fue creado por Él y para Él y
todo se mantiene en Él» (Col 1,16-17). Cada cosa, cada práctica, cada
tarea... vale en tanto en cuanto nos lleva a Cristo; y si nos aparta de Él,
ha de ser eliminada. Esto vale para todo, incluidas las prácticas
religiosas, que sólo tienen valor en función de Cristo. Él es el único
Absoluto.
«Dolido de su
obstinación». A Jesús le importa el bien del hombre. Por eso le duele la
cerrazón de los fariseos. Por eso proclama la verdad y actúa en
consecuencia, aunque ello conduzca a que decidan matarlo. Jesús explica sus
razones, pero no se empeña en convencer. Al que está cerrado a la verdad de
nada le sirven los argumentos más claros y contundentes...
DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO
El domingo
décimo da un nuevo paso en la autorrevelación de Jesús (3,20-35). A pesar
de que es rechazado por sus parientes, que consideran que no está en sus
cabales, y por los escribas, que le consideran poseído por Belcebú, Jesús
se proclama como el «más fuerte» que vence y expulsa al «fuerte»; con él
cambia de signo la historia de los hombres, que había estado marcada por la
victoria primitiva del Maligno (1ª lectura: Gen 3,9-15); al cumplirse en él
el primer anuncio de salvación, establece en su persona el Reino de Dios.
Pero es necesario aceptarle por la fe: frente a los que se obstinan en
rechazarle, que acaban pecando contra el Espíritu Santo, la actitud
correcta es la de los que cumpliendo la voluntad de Dios forman en torno a
Él la nueva familia de los hijos de Dios.
El Señor sana lo incurable
Sal 129
El Salmo 129 es
un salmo penitencial. Como respuesta a la lectura de Gen 3,9-15 expresa
ante todo el desastre que el pecado ha producido en el corazón del hombre y
en todas las realidades humanas. El pecado ha dejado al hombre hundido
–«desde lo hondo a ti grito»–. El pecado abruma al hombre como una mancha
imborrable, como una herida incurable, como una deuda impagable. Es que
todo pecado es una victoria de la serpiente, de Satanás, padre de la
mentira y homicida (Jn 8,44). De ahí el grito angustiado del salmista: «si
llevas cuenta de las culpas, ¿quién podrá resistir?»
Sin embargo,
desde la experiencia de culpa, el salmo se abre a la esperanza, a la
confianza ilimitada. Pero una confianza que no se apoya en absoluto sobre
los propios méritos, sino exclusivamente en Dios, en el Dios que perdona y
rescata del pecado. Él es capaz de limpiar lo que parecía imborrable, de
sanar lo que parecía incurable y de saldar lo que parecía impagable.
Este salmo nos
enseña a orar en la verdad. No disimula ni justifica la propia culpa. Pero
desde lo trágico e irremediable del pecado nos traslada a la plena
confianza en el Dios misericordioso que infunde paz y sosiego porque
incluso el pecado tiene remedio. Y por otra parte nos saca de nuestro
individualismo para reconocer que todos los hombres son pecadores y
necesitan también del perdón de Dios; dejándonos arrastrar en nuestra
oración por su movimiento, el salmo nos ensancha, haciéndonos pedir perdón
para todos –«Él redimirá a Israel [es decir, al pueblo entero] de todos sus
delitos»–, con una esperanza, con un deseo confiado tal que se convierte en
impaciencia –«mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora»–.
XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Dadas las
dificultades con que tropieza su palabra y su actuación, Jesús se ve
obligado a explicar que la fuerza del Reino de Dios es imparable. El
domingo undécimo nos presenta las parábolas de la semilla que crece por sí
sola y del grano de mostaza (4,26-34). La primera insiste en el dinamismo
del Reino de Dios: la semilla depositada en tierra tiene vigor para crecer;
a pesar de las dificultades, Dios mismo está actuando y su acción es
invencible. La segunda pone más de relieve el resultado impresionante a que
ha dado lugar una semilla insignificante. Una vez más queda de relieve que
en la persona de Jesús se cumplen las profecías (1ª lectura: Ez 17,22-24).
Echar raíces en Dios
Sal 91
El Salmo 91 es
un canto de acción de gracias al Altísimo por su providencia, por sus obras
magnificas y sus profundos designios, por su misericordia y fidelidad. Por
tanto, quiere ante todo estimular en nosotros la gratitud –«es bueno dar
gracias a Señor»–. Muchos salmos insisten en dar gracias a Dios, pero para
agradecer es preciso descubrir que recibamos, reconocer que todo nos viene
de Dios, que todo es gracia.
En el contexto
de la liturgia de este domingo, el salmo –del que sólo se incluyen unos
pocos versículos– agradece sobre todo la vitalidad y la pujanza que Dios
comunica al justo. ¿La razón? Está «plantado en la casa del Señor». Muchas
veces la Biblia utiliza esta imagen para indicar lo que supone vivir en
Dios. El hombre que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al
agua, que está siempre frondoso y no deja de dar fruto; en cambio, el que
confía en sí mismo es como un cardo en el desierto, totalmente seco y
estéril (Jer 17,5-8).
Las imágenes
hablan por sí solas. Dios es la fuente de la vida y sólo el que vive en
Dios tiene vida. Toda la vitalidad personal –el estar «lozano y frondoso»–
y toda la fecundidad –el dar fruto– dependen de estar o no «plantados en la
Casa del Señor». Y ello, a pesar de las dificultades, a pesar de la sequía
del entorno, a pesar de la vejez... A la luz del evangelio de hoy, este
salmo ha de acrecentar en nosotros el deseo de echar raíces en Dios para
germinar, ir creciendo, dar fruto abundante... Por los demás, así
testimoniaremos que «el Señor es justo», que en Él no hay maldad y hace florecer
incluso los árboles secos (1ª Lectura).
XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
En el evangelio
de Marcos todo habla de Jesús. El domingo duodécimo nos lleva a presenciar
un nuevo signo, la tempestad calmada (4,35-40), en el que Jesús manifiesta
su soberanía absoluta ante los elementos naturales, poniéndose así al nivel
del Creador (1ª lectura: Job 38,1.8-11). Ante esta grandeza soberana, no
basta la admiración; es necesaria la fe viva en Él que ahuyenta el temor
ante las dificultades.
El Señor de lo imposible
Sal 106
El Salmo 106 es
un himno de acción de gracias del pueblo entero a su Dios, que con su amor
y su poder les ha redimido de todas sus angustias cuando han clamado a Él.
Al experimentar su salvación y su ayuda, el pueblo desborda en alabanza.
El trozo que se
lee en la liturgia de hoy expresa un peligro particularmente grave: en
medio de unas aguas tormentosas, los navegantes han sentido al vivo su
impotencia para escapar; en esta situación humanamente angustiosa y
desesperada –«de nada les valía su pericia»–, han gritado a Dios, que ha
transformado el viento tormentoso en suave brisa y así, de forma
inesperada, les ha conducido al ansiado puerto, manifestando su
misericordia y su acción maravillosa. Imágenes éstas
que reflejan toda situación límite del que se encuentra en una dificultad
que le supera totalmente.
En el contexto
de las lecturas de hoy, el salmo está cantando la grandeza y el poder de
Cristo, Señor de la Creación, que calma la tempestad. Muchos Santos Padres
han visto en la barca una imagen de la Iglesia, que avanza en medio de las
dificultades y tempestades del mundo; a veces puede dar la impresión de que
va a naufragar, y se hundirá totalmente si contase con su sola pericia
humana. Sólo la certeza de que Cristo está en ella y la conduce –aunque a
veces parezca dormir– le da la seguridad de salir triunfante de las olas
amenazantes y de toda tempestad, y de poder llegar al puerto definitivo.
Ante las dificultades que parecen insalvables, se trata de mantener la
confianza en el Cristo invisible, que domina la situación porque es el
Señor de lo imposible.
XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
El domingo
decimotercero nos encara a un doble signo de Jesús que le revela como el
Dios de la vida (1ª lectura: Sab 1,13-15; 2,23-25); al vencer el poder del
diablo, Jesús vence el poder de la muerte, que se debe a su influjo. La
curación de la hemorroisa, considerada legalmente impura (Lev 15,19-30) y
debilitada en la raíz de su ser –pues «la sangre es la vida»: Dt 12,23–,
revela a Jesús como el que devuelve la salud plena y la vida digna. Más
aún, resucitando a la hija de Jairo testimonia que ni siquiera la frontera
de la muerte es inaccesible a su poder. La hemorroisa y Jairo resaltan una
vez más la importancia de la fe, capaz de obrar milagros –«tu fe te ha
curado»; «basta que tengas fe»–.
El Dios de la vida
Sal 29
El Salmo 29 es
la acción de gracias de un hombre que ha sido librado de una enfermedad muy
grave. Es todo él un canto exultante al Dios de la vida, con tanta mayor
alegría cuanto que el salmista ha tocado la muerte y ha sido literalmente
sacado de la fosa y del abismo.
Sin embargo,
somos nosotros, cristianos, los que podemos rezar este salmo con pleno
sentido. Un israelita sabía que si era librado de la muerte ello sucedía
sólo de forma momentánea, porque al final sucumbía inexorablemente en sus
garras. A la luz del evangelio de hoy, este salmo es un canto a Jesucristo,
el Dios de la vida, el Dios que nos resucitará. Si es verdad que Dios no
nos ahorra la muerte –como no se la ahorró al propio Cristo–, nuestro
destino es la vida eterna, incluida la resurrección de nuestro cuerpo, en
una dicha que nos saciará por toda la eternidad.
Hemos de
dejarnos invadir por los sentimientos de este salmo. ¿Hasta qué punto
exulto de júbilo por haber sido librado de la muerte por Cristo? ¿En qué
medida desbordo de gratitud porque mi destino no es la fosa? ¿Experimento
el reconocimiento agradecido porque mi Señor no ha permitido que mi enemigo
–Satanás– se ría de mí? La fe en la resurrección es algo esencial en la
vida del cristiano. Pero es sobre todo en un mundo asediado por el tedio y
la tristeza de la muerte cuando se hace más necesario nuestro testimonio
gozoso y esperanzado de una fe inconmovible en Cristo resucitado y en
nuestra propia resurrección. Si todo acabase con la muerte, la vida sería
una aventura inútil.
XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
El Evangelio
del domingo decimocuarto (6,1-6) está en contraste brutal con los domingos
anteriores. Después de los impresionantes signos realizados por Jesús vemos
que Él es claramente rechazado. La rebeldía y la dureza de corazón (1ª
lectura: Ez 2,2-5), la falta de fe de quien se queda a ras de tierra
(Evangelio), impiden reconocer y aceptar los signos más evidentes. La
reacción de los parientes y paisanos de Jesús es una advertencia del
peligro que también nosotros corremos si no damos continuamente el salto de
la fe.
Confianza total en Dios
Sal 122
El Salmo 122 es
la súplica confiada de los pobres de Yahvé que experimentan el desprecio a
su alrededor. Y manifiesta de manera muy elocuente la postura del que ora a
Dios: una confianza total en su amor y en su poder y, a la vez, un absoluto
respeto y reverencia ante la majestad de Dios.
En el contexto
de la liturgia de hoy, el salmo se pone en labios de Cristo, que ante el
desprecio de su propio pueblo, ante el rechazo de una gente rebelde y
obstinada, se dirige a su Padre abandonándose a Él y dejando en sus manos
todos sus cuidados. Muchas veces a lo largo de su vida terrena Jesús
experimentó las burlas y sarcasmos, la oposición de los pecadores, y con
mucha frecuencia debió levantar sus ojos y su corazón al Padre que está en
los cielos.
También
nosotros podemos hacer nuestro este salmo. Ante todo, nos enseña a orar con
humildad, no exigiendo a Dios, sino acudiendo a Él cómo el esclavo que sabe
que no tiene ningún derecho y que lo espera todo de la bondad de su Señor y
le deja las manos libres para que actúe como quiera y cuando quiera. Por
otra parte, frente a las dificultades, nos enseña a levantar los ojos a nuestro
Padre esperando su socorro y su misericordia, de manera que podamos
experimentar como san Pablo la certeza de su protección: «Te basta mi
gracia», pues la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre.
XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
En los domingos
siguientes (15º-24º) la revelación que Jesús hace de sí mismo tropieza
también con la ceguera y la incomprensión de sus mismos discípulos. Sólo al
final, Pedro en nombre de ellos acaba reconociendo a Jesús como Mesías. A
pesar de lo cual, aún quedará un largo recorrido en la maduración de la fe
de ellos.
En el Evangelio
del domingo decimoquinto (6,7-13) se nos presenta la misión de los Doce.
Jesús los envía con su misma autoridad, de modo que, al igual que Él,
predican la conversión, curan enfermos y echan demonios. El texto insiste
en la necesidad de ir desprovistos de medios y seguridades; su única
seguridad reside –lo mismo que la del profeta: (1ª lectura de Amós 7,12-15)– en el hecho de ir en nombre de Jesús. Esta es también
una ley esencial para la eficacia de la misión de la Iglesia en todas las
épocas y lugares.
Echad Demonios
Mc 6,7-13
Lo mismo que
los Doce, todo cristiano es enviado a echar demonios. Cristo mismo nos
capacita para ello, dándonos parte en su mismo poder. Y así toda la vida
del cristiano, lo mismo que la de Cristo, es una lucha contra el mal en
todas sus manifestaciones, no sólo en sí mismo, sino también en los demás y
en el ambiente que le rodea. Precisamente para esto se ha manifestado
Cristo, para deshacer las obras del Diablo (1Jn 3,8).
Y todo ello se
realiza en pobreza. La eficacia del cristiano en el mundo no depende de los
medios que posee. Todo lo contrario. Cuantos menos medios, más se
manifiesta la fuerza de Dios, que es quien salva del mal. Cuanto más
medios, tanto mayor es el peligro de apoyarse en ellos y no dar frutos de
vida eterna. La historia de la Iglesia lo demuestra. Cuando la Iglesia ha
carecido de todo ha sido fecunda. Cuando se ha apoyado en los medios
materiales, en el prestigio humano, en las cualidades humanas, etc., ha
dejado de serlo.
Finalmente, el
texto de la carta a los Efesios nos sitúa en la razón de ser de nuestra
vida en este mundo. Hemos sido creados para ser santos. Esa es la única
tarea necesaria y urgente. Para eso
hemos nacido. Sólo si somos santos nuestra vida valdrá la pena. Y sólo si
somos santos echaremos los demonios y el mal de nosotros mismos y del
mundo.
XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
El domingo
decimosexto nos presenta el encuentro de los apóstoles con Jesús al regreso
de su misión (6,30-34). El descanso de las tareas apostólicas consiste en
estar con Él disfrutando de su intimidad. Sin embargo, la caridad del Buen
Pastor es la norma decisiva del actuar de Jesús; ante la presencia de una
multitud «como ovejas sin pastor» Jesús se compadece e interrumpe el
descanso antes incluso de comenzarlo. Frente a los malos pastores que
dispersan a las ovejas porque buscan sin interés (1ª lectura: Jer 23,1-6),
los discípulos de Jesús deben compartir la misma compasión y la misma
solicitud del Maestro por la multitudes que están como ovejas sin pastor.
Tú vas conmigo
Sal 22
El Salmo 22
expresa con una fuerza poco común la sensación de paz y de dicha de quien
se sabe cuidado por el Señor. El salmista hace alusión a los peligros, pero
no como amenazas que acechan, sino como quien se siente libre de ellos en
la presencia protectora de Dios.
También
nosotros podemos dejarnos empapar por los sentimientos que este salmo
manifiesta. Ante todo, la seguridad –«nada temo»– al saberse guiado por el
Señor incluso en los momentos y situaciones en que no se ve la salida –las
«cañadas oscuras»–. Junto a ella, el abandono de quien se sabe defendido
con mano firme y con acierto, de quien se sabe cuidado con ternura en toda
ocasión y circunstancia. Finalmente, la plenitud –«nada me falta»–, que se
traduce en paz y dicha sosegadas. Pero todo ello brota de la certeza de que
el Señor está presente –«Tú vas conmigo»– y nos cuida directamente. El que
pierde esta conciencia de la presencia protectora del Señor es presa de
todo tipo de temores y angustias.
El Buen Pastor
es Jesucristo. En Él se realiza plenamente el salmo y la primera lectura.
Él reúne a sus ovejas, las alimenta, las protege de todo mal; más aún,
conoce y ama a cada una y da su vida por ellas. El evangelio de hoy nos le
presenta sintiendo lástima por las multitudes que están como ovejas sin
pastor; también a nosotros debe dolernos que, teniendo un pastor así, haya
tanta gente que se siente perdida y abandonada porque no le conocen.
XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Los cinco
domingos siguientes (17º-21º) abandonamos de nuevo a Marcos para leer el
capítulo 6 de san Juan. No obstante, el enlace se produce de manera fácil,
pues el texto de Juan narra el mismo hecho que venía inmediatamente a
continuación en Marcos –la multiplicación de los panes–, aunque
desarrollándolo en una amplia catequesis eucarística.
Todos te están aguardando
Sal 144
El Salmo 144 es
un himno que canta a Dios como Señor del universo alabando su señorío y su
poder, su bondad y providencia, su misericordia y amor con todos. Aunque se
recuerdan sus obras, es a Él mismo a quien se canta, como autor de todas
ellas.
Los versículos
elegidos para salmo responsorial en la liturgia de hoy se fijan sobre todo
en el cuidado providente de Dios, que da el alimento necesario y sacia de favores a todas sus criaturas. Es un aspecto
del pastoreo de Dios que contemplábamos el domingo pasado. El salmo insiste
en la totalidad –repite varias veces el adjetivo «todo»–: todas las
acciones de Dios en todas las épocas están marcadas por este amor
providente; y no sólo los hombres, sino todas las criaturas: nada ni nadie
queda excluido. Por eso, «los ojos de todos te están aguardando». ¿También
los nuestros? Y su providencia nunca se equivoca –«les das la comida a su
tiempo»–, ya que «el Señor es bondadoso en todas sus acciones». También
cuando en nuestra vida aparece el dolor.
Jesús se
manifiesta en el evangelio de hoy alimentando a la multitud. Pero al
pronunciar la acción de gracias y repartir el alimento perecedero, Jesús
está ya apuntando al «alimento que permanece para vida eterna» (Jn 6,27).
También este nos viene de su providencia amorosa, que, más que la salud del
cuerpo, quiere la santidad de los que el Padre le han
confiado. Por lo demás, nosotros estamos llamados a ser instrumentos de la
providencia para nuestros hermanos los hombres, tanto en el alimento
corporal como en el espiritual.
XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Un pan que sacia
Jn 6,24-35
Como los
judíos, también nosotros nos quedamos con demasiada frecuencia en el
alimento material. Pero Dios nos ofrece otro alimento. El pan que el Padre
nos da es su propio Hijo; un pan bajado del cielo, pues es Dios como el
Padre; un pan que perdura y comunica vida eterna, es decir, vida divina; un
pan que es la carne de Jesucristo.
Y precisamente
porque es divino es el único alimento capaz de saciarnos plenamente. Al fin
y al cabo, las necesidades del cuerpo son pocas y fácilmente atendibles.
Pero el verdadero hambre de todo hombre que viene
a este mundo es más profunda. Es hambre de eternidad, hambre de santidad,
hambre de Dios. Y esta hambre sólo la Eucaristía puede saciarla. Cristo se
ha quedado en ella para darnos vida, de modo que nunca más sintamos hambre
o sed.
A la luz de
esto, hemos de examinar nuestra relación con Cristo Eucaristía. ¿Agradezco
este alimento que el Padre me da? ¿Soy bastante consciente de mi
indigencia, de mi pobreza? ¿Voy a la Eucaristía con hambre de Cristo? ¿Me
acerco a Él como el único que puede saciar mi hambre? ¿Le busco como el pan
bajado del cielo que contiene en sí todo deleite? ¿O busco saciarme y
deleitarme en algo que no sea Él?
DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO
El don de la fe
Jn 6,41-52
«¿No es este el
hijo de José?» Los judíos murmuraban de Jesús que se presentaba como «pan bajado
del cielo». Se negaban a creer su palabra. No se fiaban de Él. Preferían
permanecer encerrados en su razón, en su «experiencia», en sus sentidos...
y en sus intereses. La fe exige de nosotros un salto, un abandono, una
expropiación. La fe nos invita a ir siempre «más allá». La fe es «prueba de
las realidades que no se ven» (Hb 11,1).
«Nadie puede
venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe es respuesta a esa atracción del
Padre, a esa acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. La
adhesión a Cristo es siempre respuesta a una acción previa de Dios en
nosotros. Pero es necesario acogerla, secundarla. Por eso la fe es
obediencia (Rom 1,5), es decir, sumisión a Dios, rendimiento, acatamiento.
Y por eso la fe remata en adoración.
«Yo soy el pan
de la vida». Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida; no sólo en la
eucaristía, sino en todo momento. Y la fe nos permite «comulgar» –es decir,
entrar en comunión con Cristo– en cualquier instante. La fe nos une a
Cristo, que es la fuente de la vida. Por eso asevera Jesús: «Os lo aseguro,
el que cree tiene vida eterna». Todo acto de fe acrecienta nuestra unión
con Cristo y, por tanto, la vida.
XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Hambre de Dios
Jn 6,51-59
Dios Padre, que
nos ha preparado el alimento, nos invita con insistencia a su banquete:
«Venid a comer de mi pan» Dios desea colmarnos de Vida. Las fuerzas del
cuerpo se agotan, la vida física decae, pero Cristo nos quiere dar otra
vida: «el que come este pan vivirá para siempre». Sólo en la Eucaristía se
contiene la vida verdadera y plena, la vida definitiva.
Además, sólo
alimentándonos de la Eucaristía podemos tener experiencia de la bondad y
ternura de Dios «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Pero, ¿cómo saborear
esta bondad sin masticar la carne de Dios? Es increíble hasta dónde llega
la intimidad que Cristo nos ofrece: hacerse uno con nosotros en la
comunión, inundándonos con la dulzura y el fuego de su sangre vestida en la
cruz.
Comer a Cristo
es sembrar en nosotros la resurrección de nuestro propio cuerpo. Por eso,
en la Eucaristía está todo: mientras «los ricos empobrecen y pasan hambre,
los que buscan al Señor no carecen de nada». En comer a Cristo consiste la
máxima sabiduría. Pero no comerle de cualquier forma, no con rutina o indiferencia,
sino con ansia insaciables, con hambre de Dios, llorando de amor.
DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO
Optar por Cristo
Jn 6,61-70
«¿También
vosotros queréis marcharos?» La fe es una opción libre, una decisión de
seguir a Cristo y de entregarse a Él. Nada tiene que ver con la inercia o
la rutina. Por eso, ante las críticas de «muchos discípulos», Jesús no
rebaja el listón, sino que se reafirma en lo dicho y hasta parece extremar
su postura. De este modo, empuja a realizar una elección: «O conmigo o contra
mí» (Mt 12,30).
«Nosotros
creemos». Las palabras de Pedro indican precisamente esa elección. Una
decisión que implica toda la vida. Como en la primera lectura: «Serviremos
al Señor» (Jos 24,15.18). Como en las promesas bautismales: «Renuncio a
Satanás. Creo en Jesucristo». Es necesario optar. Y, después, mantener esa
decisión, renovando la opción por Cristo cada día, y aun varias veces al
día: en la oración, ante las dificultades, frente a las tentaciones...
«Creemos y
sabemos». Creemos y por eso sabemos. La fe nos introduce en el verdadero
conocimiento. No se trata de entender para luego creer, sino de creer para
poder entender (San Agustín). La fe nos abre a la verdad de Dios, a la luz
de Dios. La fe es fuente de certeza: «sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios».
XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 7,1-8.
14-15. 21-23
En el domingo
vigésimo segundo encontramos una nueva polémica de tipo legalista ritual
con los escribas y fariseos. Esto da pie a Jesús para afirmar una de sus
enseñanzas morales más importantes: frente al legalismo puramente externo,
lo que importa es la interioridad del hombre. Una vez más la enseñanza de
Jesús se presenta como noticia gozosa (evangelio) y profundamente
liberadora. Más allá de la mera observancia casuística, es en el corazón
del hombre –de donde brota lo bueno y lo malo– donde se da la verdadera
batalla; es ahí, en el corazón, donde se realiza la auténtica adhesión a la
voluntad santa y sabia de Dios (1ª lectura: Dt 4,1-2.6-8).
Cambiar el interior del hombre
El reproche de
Jesús a los fariseos también nos afecta a nosotros. Los mandamientos de
Dios son portadores de sabiduría y vida. Pero muchas veces hacemos más caso
a otros criterios distintos de la Palabra de Dios. Incluso muchos refranes
y dichos de la llamada «sabiduría popular» chocan con el evangelio. De esa
manera despreciamos el evangelio y nos quedamos con unas palabras que sólo
llevan muerte y mentira. Es necesario estar atentos para no aferrarnos a
preceptos y tradiciones humanas contrarias a veces a la Palabra.
Uno de los
aspectos más importantes de la Buena Nueva que Jesús ha traído es la
interioridad. No basta la limpieza exterior, que puede ir unida a la
suciedad interior. Cristo ha venido a cambiar el interior del hombre, a
darnos un corazón nuevo. Cuando el corazón ha sido transformado por Cristo,
también lo exterior es limpio y bueno. De lo contrario, todo esfuerzo por
alcanzar obras buenas será inútil. ¿Hasta qué punto me creo esta capacidad
de Cristo para renovar mi vida y deseo intensamente esta renovación?
Ser cristiano
no consiste en «hacer» cosas distintas o mejores, sino en «ser» distinto y
mejor, es decir, de otra calidad: la divina. El amor y el poder de Cristo
se manifiestan en que no se conforma con un barniz superficial. Somos una
«nueva creación» (2Cor 5,17), hemos sido hechos «hombres nuevos» (Ef 4,24)
y por eso estamos llamados a vivir una «vida nueva» (Rom 6,4).
XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Otra sordera y otra mudez
Mc 7,31-37
He aquí un
milagro que necesitamos que se repita abundantemente en nuestras
comunidades cristianas y en cada uno de nosotros. En el ritual del bautismo
se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le
abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para
poder proclamarla.
Los ya
bautizados necesitamos que Cristo quebrante nuestra «sordera» para que su
palabra cale de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no
seleccionemos unas palabras y dejemos otras según nuestro gusto o
convivencia. Cada vez que escuchamos el evangelio deberíamos darnos cuenta
de que somos «sordos», y pedir a Cristo que nos espabile el oído, para
ponernos ante Él en actitud incondicional.
Si es
intolerable que seamos sordos al evangelio –o por lo menos a muchas de sus
palabras– igualmente lo es que seamos «mudos» para proclamarlo. Y está bien
de una Iglesia de «mudos», es decir, de bautizados que no sienten el deseo
y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del
amor de Dios a los hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen
derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el
testimonio que la confirme.
Este doble
milagro Cristo quiere, ciertamente, realizarlo en nosotros. Si curó al
sordomudo es para hacernos creer que quiere curar otra «sordera» y otra
«mudez» más profunda. La única condición es que nos reconozcamos «sordos» y
«mudos», necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. En el relato de
hoy, Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad,
también nosotros veremos cosas grandes.
DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO
Mc 8,27-35
Con el domingo
vigésimo cuarto (8,27-35) llegamos al final de la primera parte del
evangelio de Marcos. Una vez reconocido como Mesías por Pedro, Jesús
precisa de qué tipo de Mesías se trata: es el Siervo de Yahvé que se
entrega en obediencia a los planes del Padre confiando totalmente en su
protección (1ª lectura: Is 50,5-10). El discípulo no sólo debe confesar
rectamente su fe a un Mesías crucificado y humillado, sino que debe
seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de
renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por
los senderos de la lógica satánica.
Una vez
desvelado el destino de sufrimiento y muerte que le corresponde como Hijo
del Hombre, Jesús emprende su camino hacia Jerusalén, lugar donde han de
verificarse los hechos por Él mismo profetizados. A lo largo de este camino
Jesús va manifestando más abierta y detalladamente su destino doloroso y el
estilo que deben vivir sus seguidores. Los evangelios de los domingos
25º-30º se sitúan en este contexto.
Toma tu cruz
Ante el
misterio de la cruz, Jesús no se echa atrás. Al contrario, se ofrece libre
y voluntariamente, se adelanta ofrece la espalda a los que le golpean. En
el evangelio de hoy aparece el primero de los tres anuncios de la pasión:
Jesús sabe perfectamente a qué ha venido y no se resiste. ¿Acepto yo de
buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella?
La raíz de esta
actitud de firmeza y seguridad de Jesús es su plena y absoluta confianza en
el Padre. «Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido». Si tenemos
que reconocer que todavía la cruz nos echa para atrás es porque no hemos
descubierto en ella la sabiduría y el amor del Padre. Jesús veía en ella la
mano del Padre y por eso puede exclamar: «Sé que no quedaré avergonzado». Y
esta confianza le lleva a clamar y a invocar al Padre en su auxilio.
Al fin y al
cabo, nuestra cruz es más fácil: se trata de seguir la senda de Jesús, el
camino que Él ya ha recorrido antes que nosotros y que ahora recorre con
nosotros. Pero es necesario cargarla con firmeza. La cruz de Jesús supuso
humillación y desprestigio público, y es imposible ser cristiano sin estar
dispuesto a aceptar el desprecio de los hombres por causa de Cristo, por el
hecho de ser cristiano. «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que la pierda por el evangelio, la salvará».
DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 9,30-37
El domingo
vigésimo quinto presenta el segundo anuncio de la pasión (9,29-36). Víctima
de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola
presencia (1ª lectura: Sab 2,17-20), Jesús camina sin embargo consciente y
libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta
actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin
entender y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados de quién es
el más importante. Jesús aprovecha para recalcar que la verdadera grandeza
es la de quien, poniéndose en el último puesto, se hace siervo de los demás
y acoge a los más débiles y pequeños.
Esclavo de todos
Segundo anuncio
de la pasión. Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca y a su
vez el Hijo se entregue libremente. Gracias a este acto de entrega todo
hombre puede tener esperanza. El Redentor ha dado su vida para que tengamos
vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé
ha expiado nuestros pecados. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe
que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque
Dios Padre le ha resucitado.
Y al mismo
tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la
luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una
vida distinta de los demás, resulta incómodo y su sola conducta es un
reproche. También el cristiano en la medida en que es luz resulta molesto.
Y por eso forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido. «Ay
si todo el mundo habla bien de vosotros» (Lc 6,26).
Resulta
bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén
buscando el primer puesto. La mayor contradicción con el evangelio es la
búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace
Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar
por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo
contribuye a hundirla.
XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 9,38-43.45.47-48
En el evangelio
del domingo vigésimo sexto (9,37-42.44.46-47) encontramos recogidas varias
sentencias sobre el seguimiento de Jesús. Hay que evitar la envidia y la
actitud sectaria y monopolizadora (1ª lectura: Núm 11,25-29), dejando campo
libre a la intervención gratuita y sorprendente de Dios. Particularmente
tremenda es la amenaza para los que escandalizan, es decir, para los que
son estorbo o tropiezo para los demás en su adhesión a Cristo y a su
palabra. Finalmente, el seguimiento de Cristo debe ser incondicional:
estando en juego el destino definitivo del hombre, es preciso estar
dispuesto a tomar cualquier decisión que sea necesaria por dolorosa que
resulte.
Ser tajantes
«Si tu mano te
hace caer, córtatela». El evangelio es tajante. Y no porque sea duro. Nadie
considera duro al médico que extirpa el cáncer. Más bien resultaría
ridículo extirparlo sólo a medias. Lo que está en juego es si apreciamos la
vida. El evangelio es tajante porque ama la vida, la vida eterna que Dios
ha sembrado en nosotros, y por eso plantea guerra a muerte contra todo lo
que mata o entorpece esa vida: «más te vale entrar manco en la vida que ir
con las dos manos al abismo». La cuestión decisiva es esta: ¿Amamos de
verdad la Vida?
«Al que
escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que la
encaja en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Tampoco aquí
Jesús exagera. También aquí es el amor a la vida lo que está en juego, el
bien de los hermanos. Sólo que escándalo no es sólo una acción
especialmente llamativa. Todo lo que resulte un estorbo por la fe del
hermano es escándalo. Toda mediocridad consentida y justificada es un
escándalo, un tropiezo. Toda actitud de no hacer caso a la palabra de Dios
es escándalo. Todo pecado, aún oculto, es escándalo.
«El que no está
contra nosotros, está a favor nuestro». Otra tentación es la de creerse los
únicos, los mejores. Sin embargo, todo el que se deje mover por Cristo, es
de Cristo. Con cuanta facilidad se absolutizan métodos, medios, maneras de
hacer las cosas, carismas particulares, grupos... Pero toda intransigencia
es una forma de soberbia, aparte de una ceguera.
XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 10,2-16
Todo aquello
que configura la vida de cada persona no es ajeno al seguimiento de Cristo.
Es lo que sucede con la realidad del matrimonio que encontramos en el
evangelio del domingo vigésimo séptimo (10,2-16). En realidad, al rechazar
el divorcio lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios (1ª
lectura: Gen 2,18-24). Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio
tal como el Creador lo había pensado y querido «al principio».
Una sola carne
La Buena
Noticia que es el evangelio abarca a toda la existencia humana. También el
matrimonio. Pero, como siempre, Cristo va a la raíz. No se trata de que el
evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue
«por la dureza de vuestros corazones», es decir, como mal menor por el
pecado y sus consecuencias.
Cristo
manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque viene a
sanar al ser humano en su interior, viene a dar un corazón nuevo. Cristo
viene a hacerlo nuevo. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el
matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la
amistad... todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva
del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso. Sólo unidos a
Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de
Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.
«Carne» en
sentido bíblico no se refiere sólo al cuerpo, sino a la persona entera bajo
el aspecto corporal. Por tanto, «ser una sola carne» indica que los
matrimonios han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de
mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones... Jesús
insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola
persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente
es fuente de sufrimiento. Pero, por lo dicho, se ve también que un
matrimonio vive como divorciado, aunque no haya llegado al divorcio de
hecho, si no existe una profunda unión de mente y corazón entre los
esposos.
XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 10,17-30
El evangelio
del domingo vigésimo octavo (10,17-30) nos presenta a un hombre honrado y
piadoso pero cuyo amor a las riquezas le lleva a rechazar a Cristo. La
persona de Jesús es el bien absoluto que hay que estar dispuesto a preferir
por encima de las riquezas, de la fama, del poder y de la salud (1ª
lectura: Sab 7,7-11). En esto consiste la verdadera sabiduría: al que
renuncia a todo por Cristo, en realidad con Él le vienen todos los bienes
juntos; todo lo renunciado por Él se encuentra en Él centuplicado –con
persecuciones– y además vida eterna. Pero es preciso tener sensatez para
discernir y decisión para optar abiertamente por Él y para estar dispuesto
a perder lo demás. Porque el que se aferra a sus miserables bienes y
riquezas se cierra a sí mismo la entrada en el Reino de Dios.
¡Ay de vosotros los ricos!
Sin duda, una
de las advertencias que más reiterada e insistentemente aparecen en la
predicación de Jesús es la que encontramos en el evangelio de hoy: las
riquezas constituyen un peligro. En pocos versículos hasta tres veces
insiste Jesús en lo muy difícil que es que un rico se salve. Dios, en su
infinito amor, llama al hombre entero a que le sirva y a que le pertenezca
de manera total e indivisa. Ahora bien, las riquezas inducen a confiar en
los bienes conseguidos y a olvidarse de Dios (Lc 12,16-20) y llevan a
despreciar a los pobres que nos rodean (Lc 16,19ss). Las riquezas hacen a
los hombres codiciosos, orgullosos y duros (Lc 16,14), «la seducción de las
riquezas ahoga la palabra» de Dios (Mt 13,22); en conclusión, que el rico
«atesora riquezas para sí, pero no es rico ante Dios» (Lc 12,21). La
conclusión es clara: No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). De ahí
la advertencia de Jesús: «Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis
recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24).
Conviene
revisar hasta qué punto en este aspecto pensamos y actuamos según el
evangelio. Pues no basta cumplir los mandamientos; al joven rico, que los
ha cumplido desde pequeño, Jesús le dice: «Una cosa te falta». Ahora bien,
Cristo no exige por exigir o por poner las cosas difíciles. Al contrario,
movido de su inmenso amor quiere desengañar al hombre, abrirle los ojos,
hacerle que viva en la verdad. Quiere que se apoye totalmente en Dios y no
en riquezas pasajeras y engañosas. Quiere que su corazón se llene de la
alegría de poseer a Dios. El joven rico se marchó «muy triste» al rechazar
la invitación de Jesús a desprenderse. Por el contrario, el que, como
Zaqueo, da la mitad de sus bienes a los pobres (Lc 19,1-10), experimenta la
alegría de la salvación.
XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 10,35-45
El texto del
domingo vigésimo noveno (10,35-45) es un ejemplo más del contraste entre la
actitud de Jesús y la de los discípulos. Frente a la búsqueda de gloria
humana por parte de los discípulos, Jesús aparece una vez más como el
Siervo que da su vida en rescate por todos. Y su gloria consiste
precisamente en justificar a una multitud inmensa «cargando con los
crímenes de ellos» (1ª lectura: Is 53,10-11). Para moderar las ansias de
grandeza de los discípulos Jesús ante todo exhibe su conducta y su estilo;
más que muchas explicaciones, les pone ante los ojos el camino que él mismo
sigue: del mismo modo, el que quiera ser realmente grande y primero no
tiene otro camino que hacerse siervo y esclavo de todos. La actitud de
Jesús es normativa para la comunidad cristiana. Ejercer la autoridad no es
tiranizar, sino servir y dar la vida.
Servir y dar la vida
Como en tantos
otros pasajes, Jesús corrige a sus discípulos sus ideas excesivamente
terrenas, sobre todo en su afán de poder y dominio. Apuntados al
seguimiento de Jesús, el Maestro, también nosotros hemos de dejarnos
corregir en nuestra mentalidad no evangélica. La Iglesia, comunidad de los
seguidores de Jesús, no es una sociedad o institución cualquiera: el estilo
de Jesús es radicalmente distinto al del mundo.
Frente a las
pretensiones de grandeza, de superioridad e incluso de dominio sobre los
demás, Jesús propone el modelo de su propia vida: la única grandeza es la
de servir. Esto es lo que Él ha hecho: El eterno e infinito Hijo de Dios se
ha convertido voluntariamente en esclavo andrajoso –y hace falta entender
todo el realismo de la palabra, lo que era un esclavo en tiempos de Jesús:
alguien que no contaba, que no tenía ningún derecho, que vivía degradado y
humillado–, en esclavo de todos, y ha ocupado en último lugar.
Pero Jesús no
es sólo un esclavo, con todo lo que tiene de humillante; es el Siervo de
Yahvé que ha cargado con todos los crímenes y pecados de la humanidad, que
se ha hecho esclavo para liberar a los que eran esclavos del pecado. Su
servicio no es insignificante. Su servicio consiste en dar la vida en
rescate por todos. Y nosotros, apuntados a la escuela de Jesús, somos
llamados a seguirle por el mismo camino: hacernos esclavos de todos y dar
la vida en expiación por todos, para que todo hombre oprimido por el pecado
llegue a ser realmente libre.
XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 10,46-52
La ceguera de
los discípulos –es decir, su incapacidad de entender y seguir a Jesús–
requiere una intervención sanadora del propio Jesús. Es lo que aparece en
el evangelio del domingo trigésimo (10,46-52). Bartimeo se convierte en
modelo del verdadero discípulo que, reconociendo su ceguera, apela con una
fe firme y perseverante a la misericordia de Jesús y, una vez curado, le
sigue por el camino. Sólo curado de la ceguera e iluminado por Cristo se le
puede seguir hasta Jerusalén y adentrarse con Él por la senda oscura de la
luz. Así Bartimeo se convierte en signo de la multitud doliente de
desterrados que por el camino de Jerusalén –por el camino de la cruz– es
reconducida por Cristo a la casa del Padre (1ª lectura: Jer 31,7-9).
Tu fe te ha curado
Es de resaltar
la insistencia de la súplica del ciego –repetida dos veces– y su intensidad
–a voz en grito, y cuando intentan callarle grita aún más–, una súplica que
nace de la conciencia de su indigencia –la ceguera– y sobre todo de la
confianza cierta y segura en que Jesús puede curarle –de ahí la respuesta
sorprendente de Jesús: «Tu fe te ha curado»–
En la manera de
escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se
identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la
vista. El que creé en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad,
aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe humanamente
hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga
la pretensión de ver e incluso alardee de ello (Jn 9,39).
Es
significativa también la petición –«Ten piedad de mí»–, que tiene que resultarnos
muy familiar, porque todos necesitamos de la misericordia de Cristo. Pero
no menos significativo es el hecho de que esta compasión de Cristo no deja
al hombre en su egoísmo, viviendo para sí. Se le devuelve la vista para
seguir a Cristo. El que ha sido librado de su ceguera no puede continuar
mirándose a sí mismo. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por
menos de quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y
para seguirle por el camino con la mirada fija en Él.
XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 12,28-34
Los evangelios
de los domingos 31º-33º nos presentan a Jesús ya en Jerusalén, donde se va
a revelar como Juez y Señor del templo. Sin embargo, de esos capítulos
llenos de polémicas sólo se toman dos textos con actitudes positivas, y por
tanto modélicas para el discípulo.
El primero de
ellos (domingo trigésimo primero) nos presenta a un escriba a quien Jesús
declara que no está lejos del Reino de Dios (12,28-34). Obedeciendo a la
voluntad de Dios revelada por Moisés (1ª lectura: Dt 6,2-6) sintoniza con
lo nuclear del mensaje de Jesús. La esencia de éste une inseparablemente el
amor a Dios y el amor al prójimo. Y este doble amor constituye la base del
culto verdadero y perfecto.
Con todo el corazón
«Amarás al
Señor». Este es el mandamiento primero y principal. De nada servirá cumplir
todos los demás mandamientos sin cumplir este. El amor al Señor da sentido
y valor a cada mandamiento, a cada acto de fidelidad. Para esto hemos sido
creados, para amar a Dios. Y sólo este amor da sentido a nuestra vida, sólo
Él nos puede hacer felices, sólo Él hace que nos vaya bien. Pues el amor a
Dios no es una simple obligación, sino una necesidad, una tendencia
espontánea al experimentar que «Él nos amó primero» (1Jn 4,16).
«Con todo el
ser». Precisamente porque el amor de Dios a nosotros ha sido y es sin
medida (cfr. Ef 3,19), el nuestro para con él no puede ser a ratos o en
parte. No importa que seamos poca cosa y limitados; la autenticidad de
nuestro amor se manifiesta en que es total, en que no se reserve nada: todo
nuestro tiempo, todas nuestras energías y capacidades, todos nuestro
bienes... Al Dios que es único le corresponde la totalidad de nuestro ser.
«Como a ti
mismo». No es difícil entender cómo ha de ser nuestro amor al prójimo.
Basta observar cómo nos amamos a nosotros mismos... y comparar. Podemos y
debemos amar al prójimo como a nosotros mismos porque forma parte de
nosotros mismos, porque no nos es ajeno. «No hay judío o griego, esclavo o
libre, hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28).
Gracias a Cristo, el prójimo ha dejado de ser un extraño.
XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 12,38-44
El otro gesto
lo encontramos el domingo trigésimo segundo (12,38-44). Una pobre viuda ha
echado en el cepillo del templo «todo los que tenía para vivir», de manera
semejante a lo que ya hiciera aquella viuda de Sarepta con el hombre de
Dios (1ª lectura: 1Re 17,10-16). Al darlo todo se convierte en ejemplo
concreto de cumplimiento del primer mandamiento, justamente en las
antípodas del hombre rico, que permaneció aferrado a sus seguridades, y de
los escribas, llenos de codicia y vanidad. Este gesto silencioso, realizado
a la entrada del templo, pone de relieve cuál es la correcta disposición en
el culto y en toda relación con Dios: en el Reino de Dios sólo cabe la
lógica del don total.
Darlo todo
Este breve
episodio de una pobre e insignificante viuda nos conduce de lleno al
corazón del evangelio. En efecto, lo que Jesús alaba en ella no es la cantidad
–tan exigua que no saca de ningún apuro), sino de su actitud: «Ha dado todo
lo que tenía para vivir».
Nosotros la
hubiéramos tachado de imprudente –se queda sin lo necesario para vivir–,
pero Jesús la alaba. Lo cual quiere decir que nuestra prudencia suele ser
poco sobrenatural. Tendemos a poseer porque en el fondo no contamos con
Dios. Tenemos miedo de quedarnos sin nada, olvidando que en realidad Dios
nos basta. Preferimos confiar en nuestras previsiones más que en el hecho
de que Dios es providente (1ª lectura). Desatendemos la palabra de Jesús:
el que quiera guardar su vida, la pierde; el que la pierde por Él es quién
de verdad la gana (Mc 8,35). Y además, lo que tenemos no es nuestro: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7).
En el fondo, el
mejor comentario a este evangelio que nos habla de totalidad son las
conocidas palabras de San Juan de la Cruz: «Para venir a saberlo todo, no
quieras saber algo en nada. Para venir a gustarlo todo, no quieras gustar
algo en nada. Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada».
Sólo posee a Dios el que lo da todo, el que se da del todo, pues Dios no se
entrega al que se reserva algo. El que no está dispuesto a darlo todo aún
no ha dado el primer paso en la vida cristiana.
XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Mc 13,24-32
Finalmente, el
domingo trigésimo tercero, ya al final del tiempo Ordinario y del año
litúrgico, nos propone un fragmento del discurso escatológico (13,24-32).
Lo mismo que la primera lectura (Dan 12,1-3), el evangelio nos invita a
fijar nuestra mirada en las realidades últimas, en la intervención decisiva
de Dios en la historia de la humanidad. Lo que se afirma es la certeza de
la venida gloriosa de Cristo para reunir a los elegidos que le han
permanecido fieles en medio de las tribulaciones. Acerca del cuándo
sucederá, Jesús subraya la ignorancia, pero garantiza el cumplimiento
infalible de su palabra e invita a la vigilancia con la atención puesta en
los signos que irán sucediendo. Este acontecimiento final y definitivo dará
sentido a todo el caminar humano y a todas sus vicisitudes.
Está cerca
«Sabed que Él
está cerca». El texto de hoy nos habla de la venida de Cristo al final de
los tiempos. Las últimas semanas del año litúrgico nos encaran a ella.
Nosotros tendemos a olvidarnos de ella, como si estuviéramos muy lejos,
como si no fuera con nosotros. Sin embargo, la palabra de Dios considera
las cosas de otra manera: «El tiempo es corto» y «la apariencia de este
mundo pasa» (1Cor 7,29.31). El Señor está cerca y no podemos hacernos los
desentendidos. El que se olvida de esta venida decisiva de Cristo para
pedirnos cuentas es un necio (Lc 12,16-21).
«El día y la
hora nadie lo sabe». Dios ha ocultado el momento y también este hecho forma
parte de su plan infinitamente sabio y amoroso. No es para sorprendernos,
como si buscase nuestra condenación. Lo que busca es que estemos
vigilantes, atentos, «para que ese día no nos sorprenda como un ladrón»
(1Tes 5,4). No se trata de temor, sino de amor. Es una espera hecha de
deseo, incluso impaciente. El verdadero cristiano es el que «anhela su
venida» (2Tim 4,8).
El hecho de que
Cristo va a venir y de que «es necesario que nosotros seamos puestos al
descubierto ante el tribunal de Cristo» (2Cor 5,10), nos ha de llevar a no
vivir en las tinieblas, sino en la luz, a actuar de cara a Dios, en
referencia al juicio de Dios, un juicio que es presente, pues «ante Dios
estamos al descubierto» (2Cor 5,11); podremos engañar a los hombres, pero
no a Dios, ya que Él «escruta los corazones» (Rom 8,27).
JESUCRISTO,
REY DEL UNIVERSO
En el último
domingo del tiempo Ordinario, solemnidad de Jesucristo Rey del universo, el
evangelio de Marcos es sustituido una vez más por el de san Jn (18,33-37).
El Señor reina
Dan 7,13-14;
Sal 92; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37
Es aleccionador
que todo el año litúrgico desemboque en esta fiesta: al final Cristo lo
será todo en todos. Cristo, a quien hemos contemplado humillado,
despreciado, sufriente, lo vemos ahora vencedor; el sufrimiento fue
pasajero, pero el triunfo y la gloria son definitivos: «Su poder es eterno,
su reino no acabará». El mal, la muerte, el pecado han sido destruido por
Él de una vez por todas y ya permanece para toda la eternidad no sólo glorificado, sino Dueño y Señor de todo. Nada escapa a
su dominio absoluto de Rey del Universo. Y aunque el presente parezca tener
fuerza aún el mal, es sólo en la medida en que Él lo permite, pues está
bajo su control. «El Señor reina... así está firme el orbe y no vacila».
Esta fe inconmovible en el señorío de Cristo es condición necesaria para
una vida auténticamente cristiana.
Pero Cristo
tiene una manera de reinar muy peculiar. No humilla, no pisotea. Al
contrario, al que acoge su reinado le convierte en rey, le hace partícipe
de su reinado. «Nos ha convertido en un reino». El que deja que Cristo
reina en su vida es él mismo enaltecido, constituido señor sobre el mal y
el pecado, sobre la muerte. El que acoge con fe a Cristo Rey no es dominado
ni vencido por nada ni por nadie; aunque le quiten la vida del cuerpo, será
siempre un vencedor (Ap 2,7).
El reino de
Cristo no es de este mundo, sigue otra lógica. A ningún rey de este mundo
se le ocurriría dejarse matar para reinar o para vencer. Pero Cristo reina
en la cruz y precisamente en cuanto crucificado. Todo su influjo como Señor
de la historia y Rey del Universo viene de la cruz. Es su sangre vertida
por amor la que ha vencido el mal en todas sus manifestaciones.
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