ADVIENTO
Y NAVIDAD
DOMINGO I DE ADVIENTO
«Se
acerca vuestra liberación»
Lc
21,25-28.34-36
«Se
salvará Judá». Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la
liturgia de Adviento nos hablan de la salvación del
pueblo entero. «Cumpliré mi promesa que hice a la casa de Israel». Hemos
de ensanchar nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al
empezar el Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de
Dios: nuestra mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende
por todo el mundo. No podemos conformarnos con menos de lo que Dios
quiere darnos.
«Santos
e irreprensibles». Lo mismo hemos de tener presente en cuanto a la
intensidad de la esperanza. Si Cristo viene no es sólo para mejorarnos un
poco, sino para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta
obra suya de salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante
todo el mundo que él es nuestra santidad, que no somos santos por
nuestras fuerzas, sino por la gracia suya, hasta el punto de que a la
Iglesia se le pueda dar el nombre de «Señor-nuestra-justicia».
«Se
acerca vuestra liberación». Toda venida de Cristo es siempre liberadora,
redentora. Viene para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados.
Por eso, nuestra esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo
incontenible, exactamente igual que el prisionero que contempla cercano
el día de su liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y
desata todas nuestras energías.
DOMINGO II DE ADVIENTO
Acontece
Dios
Lc
3,1-6
«Vino
la palabra de Dios sobre Juan». Lucas, con su mentalidad de historiador,
tiene mucho interés en precisar los datos históricos de la predicación
del Bautista. La palabra de Dios acontece. No se nos habla de algo
irreal, abstracto o ajeno a nuestra historia. Dios interviene en momentos
concretos y en lugares determinados de la historia de los hombres.
También de la tuya. Quizá ahora mismo, en este preciso instante...
«Un
bautismo de conversión». La misión de Juan ha estado marcada por esta
llamada incesante a la conversión. También la Iglesia ha recibido este
encargo. Y esta invitación no siempre nos resulta grata; nos escuece, nos
molesta... Y sin embargo, la llamada a la conversión es llamada a la
vida: sólo mediante la conversión será realidad que «todos verán la
salvación de Dios». Convertirnos es en realidad despojarnos del vestido
de luto y aflicción y vestirnos las galas perpetuas de la gloria que Dios
nos da (1ª lectura: Bar 5,1).
«Elévense
los valles, desciendan los montes y colinas». La esperanza del adviento
quiere levantarnos de los valles de nuestros desánimos y cobardías, y
abajarnos de los montes de nuestros orgullos y autosuficiencias. Quiere
ponernos en la verdad de Dios y en la verdad de nosotros mismos. Quiere conducirnos
a no esperar nada de nosotros mismos, y al mismo tiempo a esperarlo todo
de Dios, a esperar cosas grandes y maravillosas porque Dios es grande y
maravilloso.
DOMINGO III DE ADVIENTO
¡Alégrate!
Sof
3, 14
La liturgia
de este domingo quiere infundirnos una alegría desbordante:
«Regocíjate... Grita de júbilo... Alégrate y gózate de todo corazón...»
¿La razón? La Iglesia presiente la inminencia de Cristo –«el Señor será
el rey de Israel en medio de ti»– y no puede contener su gozo; la
esperanza,, el deseo de Cristo, se transforma en
júbilo porque ya viene, está a la puerta. He ahí la gran certeza de la
esperanza cristiana.
Y
con la presencia de Cristo, la salvación que trae: «El Señor ha cancelado
tu condena, ha expulsado a tus enemigos». No sólo es la alegría por la
presencia del Amado, sino también el entusiasmo por la victoria: «El
Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva». Los males que
nos rodean tienen, por fin, remedio, porque llega Cristo, Salvador del
mundo.
Se
nos regala un nuevo Adviento para que aprendamos a vivir esta realidad: «¡Gritad jubilosos...! ¡Qué grande es en medio de ti
el santo de Israel!» Y eso que la salvación que experimentamos ya es sólo
el comienzo, pues es Jesús viene a bautizarnos con Espíritu Santo y
fuego. Este es su don, el don mesiánico por excelencia. Jesús anhela
sumergirnos en su Espíritu. El Adviento nos abre no sólo a Navidad, sino
también a Pentecostés.
DOMINGO IV DE ADVIENTO
Heme
aquí
Lc
1,39-45
Cerca
ya de la Navidad, la liturgia de este domingo nos invita a clavar
nuestros ojos en el misterio de la encarnación: Cristo entrando en el
mundo. Y en este acontecimiento central de la historia, la obediencia.
Desde el primer instante de su existencia humana, Cristo ha vivido en
absoluta docilidad al plan del Padre: «Aquí estoy para hacer tu
voluntad». Y así hasta el último momento, cuando en Getsemaní exclame:
«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Y gracias a esta
voluntad todos quedamos santificados, pues «así como por la desobediencia
de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la
obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).
Y,
además de la obediencia, Cristo vive desde el primer instante de su existencia
humana en actitud de ofrenda: «No quieres sacrificios... Pero me has
preparado un cuerpo... Aquí estoy». La entrega de Cristo en la cruz no es
cosa de un momento. Es que ha vivido así toda su vida humana, en oblación
continua, como ofrenda permanente. Su ser de Hijo ha de expresarse
necesariamente en esta manera de vivir dándonos al Padre.
Y en
el misterio de la encarnación está María. Más aún, la misma encarnación
es posible gracias a la fe de María que se fía de Dios y acepta
totalmente su plan. Por eso se le felicita: «¡Dichosa
tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!» Este
acto de fe tan sencillo y aparentemente insignificante ha sido la puerta
por la que ha entrado toda la gracia en el mundo.
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Hemos
visto su gloria
Mt
1,1-25; Lc 2,1-14.15-20; Jn 1,1-18
Grande
es la riqueza de la liturgia de Navidad, con cuatro misas diferentes. He
aquí una pincelada de cada uno de los cuatro evangelios.
«Jacob
engendró a José, el esposo de María». La misa vespertina de la vigilia
recoge la larga genealogía de Jesús. El Hijo de Dios ha asumido la
historia de Israel y, en ella, la historia entera de la humanidad. En
ella hay de todo, desde hombres piadosos hasta grandes pecadores. Así,
Cristo ha redimido esta historia desde dentro, haciéndola suya.
«La
gran alegría». La misa de medianoche está marcada por ese estallido de
júbilo: ha nacido el Salvador. Un año más la Iglesia acoge con gozo esa
«buena noticia» de labios de los ángeles, se deja sorprender y
entusiasmar por ella y, de ese modo, se capacita para ser ella misma
mensajera de esa gran alegría para todos los hombres.
«Fueron
corriendo». La misa de la aurora está marcada por las prisas de los
pastores para ver lo que el ángel anunció. Es la reacción ante la
maravillosa noticia: nadie puede quedar indiferente. Menos aún después de
ver a Jesús: «Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios».
«Hemos
contemplado su gloria». Tras la reacción inicial, la actitud
contemplativa del evangelista Juan. Se trata de acoger la luz que irradia
de la carne del Verbo. Y de acoger toda la abundancia de vida que de Él
brota: «de su plenitud todos hemos recibido», «da poder para ser hijos de
Dios»...
LA SAGRADA FAMILIA
Una
Familia nueva
Lc
2,22-40
Nada
más celebrar la Navidad, la liturgia nos introduce en esta fiesta de la
Sagrada Familia. Tiene un profundo significado: Al entrar en este mundo,
el Verbo lo renueva todo; al hacerse hombre, sana y regenera todo lo
humano. También la familia. Al sanar el corazón humano, herido por el
pecado, Cristo hace posible una familia nueva.
Los
valores naturales de la familia no son anulados. Todo lo contrario. La
gracia de Cristo los purifica, los potencia, los eleva. Las virtudes que
el Espíritu de Cristo siembra en el corazón humano hacen posible vivir de
una manera nueva el misterio de la familia. La misericordia, la bondad,
la dulzura, la humildad, el perdón, el amor, la unidad, la paz son fruto
del Espíritu Santo. Vividas a semejanza de Cristo, hacen que la familia
cristiana sea reflejo de la familia de Nazaret y –más aún– de la Trinidad
misma.
En
el mundo actual, cuando la familia se deteriora por momentos, es más
necesario que nunca contemplar a la Sagrada Familia para comprender que
la familia sólo en Cristo puede realizar su ideal, pues sólo él une, da
cohesión y hace a cada uno capaz de amar generosamente, de perdonar, de
darse sin medida, de comprender. Sin Cristo, el hombre y la familia,
dejados a su debilidad, sucumben. «El que escucha la palabra de Dios y la
cumple, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Lc 8,21).
DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD
Hemos
visto su gloria
Jn
1,1-18
La
Iglesia permanece absorta en el misterio de la Navidad. Es tan grande lo
que ha ocurrido que no tiene ojos más para mirar a su esposo. Y los
textos de este domingo son simplemente eso: como cuando uno ha vivido un
acontecimiento sumamente importante y vuelve una y otra vez sobre lo que
le ha sucedido, recordándolo, saboreándolo, considerándolo, dejándose
empapar por ello.
Y es
que el Misterio de la Navidad no es algo pasajero. El Hijo de Dios ha
plantado su tienda entre nosotros y ya para siempre se queda con
nosotros. Se ha hecho «conciudadano» nuestro, de nuestra tierra, de
nuestro mundo, para hacerse a nosotros «ciudadanos del cielo» (Fil 3,
20). Quiere convivir con nosotros, busca estrechar lazos de familiaridad
y de intimidad. Desea que le veamos, que le escuchemos, que le palpemos
(1 Jn 1,1).
«Hemos
visto su gloria». La Iglesia sabe que todo lo tiene en su Esposo y por
eso se dedica a contemplar su gloria. Nada hay comparable a este
conocimiento de Cristo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Fil 3,8). Hemos nacido para
contemplar al Verbo hecho carne y la Iglesia, como Esposa enamorada, sabe
que todo le viene de este conocimiento amoroso: «Esta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo» (Jn 17,3).
EPIFANÍA DEL SEÑOR
Rendirse
ante Dios
Mt
2,1-12
El
primer detalle que el evangelio de hoy sugiere es el enorme atractivo de
Jesucristo. Apenas ha nacido y unos magos de países lejanos vienen a
adorarlo. Ya desde el principio, sin haber hecho nada, Jesús comienza a
brillar y a atraer. Es lo que después ocurrirá en su vida pública
continuamente: «¿Quién es este?» (Mc 4,41).
«Nunca hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). ¿Me siento yo atraído por
Cristo? ¿Me fascina su grandeza y su poder? ¿Me deslumbra la hermosura de
aquel que es «el más bello de los hombres» (Sal 45,3)?
Además,
toda la escena gira en torno a la adoración. Los Magos se rinden ante
Cristo y le adoran, reconociéndole como Rey –el oro– y como Dios –el
incienso– y preanunciando el misterio de su muerte y resurrección –la
mirra–. La adoración brota espontánea precisamente al reconocer la
grandeza de Cristo y su soberanía, sobre todo, al descubrir su misterio
insondable. En medio de un mundo que no sólo no adora a Cristo, sino que
es indiferente ante Él y le rechaza, los cristianos estamos llamados más
que nunca a vivir este sentido de adoración, de reverencia y admiración,
esta actitud profundamente religiosa de quien se rinde ante el misterio
de Dios.
Y,
finalmente, aparece el símbolo de la luz. La estrella que conduce a los
Magos hasta Cristo expresa de una manera gráfica lo que ha de ser la vida
de todo cristiano: una luz que brillando en medio de las tinieblas de
nuestro mundo ilumine «a los que viven en tinieblas y en sombra de
muerte» (Lc 1,79), les conduzca a Cristo para que experimenten su
atractivo y le adoren, y les muestre «una razón para vivir» (Fil
2,15-16).
BAUTISMO DEL SEÑOR
Hijos
de Dios
Is
42,1-7; Hch 10,34-38; Lc 3,15-22
Siendo
Hijo, Jesús pasa por el Bautismo para que los que éramos «hijos de ira» (Ef
2,3) llegásemos a ser hijos de Dios. Gracias a Cristo se han abierto para
nosotros los cielos, cerrados desde que Adán y Eva fueron expulsados del
paraíso (Gén 3,23-24). Gracias a Cristo somos «miembros de la familia de
Dios» (Ef 2,19). No deberíamos olvidar nunca la gratitud ni apartar de
nuestro corazón el gozo ante esta realidad: «Mirad qué amor nos ha tenido
el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).
Hemos
sido bautizados «con Espíritu Santo y fuego». El Espíritu es fuego que,
derramado en nuestros corazones por el bautismo, nos incendia en el amor
a Cristo y a los hombres. No hemos recibido un Espíritu cobarde, sino un
Espíritu de energía (2 Tim 1,7) que nos impulsa sin cesar, como a Cristo.
Pues también nosotros hemos sido «ungidos con la fuerza del Espíritu para
pasar haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo».
La
fiesta de hoy debe hacernos reconocer nuestra dignidad de bautizados. En
el bautismo radica nuestra identidad. En él hemos recibido la vida misma
de Dios y la capacidad de vivir en intimidad con el Padre, con Cristo, en
el Espíritu Santo. Dejemos que la gracia del bautismo fructifique en
nosotros para la vida eterna.
CUARESMA
DOMINGO I DE CUARESMA
¿De
qué parte?
Lc
4,1-13
Al
inicio de la Cuaresma, este evangelio pone delante de nuestros ojos toda
la seriedad de la vida cristiana. «Nuestra lucha no es contra la carne y
la sangre, sino... contra los espíritus del mal que están en las alturas»
(Ef 6, 12). Desde el Paraíso (Gén 3), toda la historia humana es una
lucha entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás. La Cuaresma nos
fuerza a una decisión: ¿De qué parte nos ponemos?
Pero
en esta lucha no estamos a la deriva. Cristo ha luchado, para que
nosotros luchemos; Cristo ha vencido para que nosotros venzamos. En este
sentido, la liturgia de Cuaresma comienza haciéndonos elevar los ojos a
Cristo, para seguirle como modelo y para dejarnos influir por el impulso
interior de combate victorioso que quiere infundir en nosotros.
También
se nos indican las armas para vencer a Satanás. A cada tentación Jesús
responde con un texto de la Escritura. En estos días Cuaresmales se nos
invita a alimentarnos con más abundancia de la Palabra de Dios, para que
esta sea como un escudo que nos haga inmunes a las asechanzas del
enemigo. El salmo responsorial nos recuerda la confianza que, ante la
prueba, Cristo tiene en el Padre y que nosotros necesitamos para no
sucumbir a la tentación: «Me invocará y lo escucharé». Necesitamos vivir
la fe (segunda lectura), una fe hecha plegaria –«no nos dejes caer en la
tentación»–, que es la que nos libra de la esclavitud del pecado y de
Satanás, pues sólo la fe da la victoria (1 Jn 5,4).
DOMINGO II DE CUARESMA
Dejarnos
seducir por Cristo
Lc
9,28-36
Introducidos
en el camino cuaresmal, la Iglesia nos presenta hoy a Cristo en su
transfiguración: Un acontecimiento indescriptible, pero que pone de
relieve la hermosura de Cristo –«el aspecto de su rostro cambió sus
vestidos brillaban de blancos»– y el enorme atractivo de su persona, que
hace exclamar a Pedro «¡Qué hermoso es estar
aquí!».
Todo
el esfuerzo de conversión en esta Cuaresma sólo tiene sentido si nace de
este encuentro con Cristo. Pablo se convierte porque se encuentra con
Jesús en el camino de Damasco (Hch 9,5). Pues, del mismo modo, nosotros
no nos convertiremos a unas normas éticas, sino a una persona viviente.
De ahí las palabras del salmo y de la antífona de entrada: «Oigo en mi
corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu
rostro». Se trata de mirar a Cristo y de dejarnos seducir por él. De esta
manera experimentaremos, como Pablo, que lo que nos parecía ganancia nos
parece pérdida (Fil 3, 7-8) y la conversión se obrará con rapidez y
facilidad.
Y, por
otra parte, la transfiguración nos da la certeza de que nuestra
conversión es posible: «Él transformará nuestra condición humilde según
el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para
sometérselo todo». Si la conversión dependiera de nuestras débiles
fuerzas, poco podríamos esperar de la Cuaresma. Pero el saber que depende
de la energía poderosa de Cristo nos da la confianza y el deseo de
lograrla, porque Cristo puede y quiere cambiarnos.
DOMINGO III DE CUARESMA
Nuestro
engaño
Lc
13,1-9
Casi
a la mitad de la Cuaresma, Cristo nos recuerda algo sumamente importante:
tenemos el peligro de no convertirnos. La parábola de la higuera estéril
lo pone de relieve con una fuerza sorprendente. Lo mismo que su amo a la
higuera, Dios nos ha cuidado con cariño y con mimo; más aún, en esta
Cuaresma está derramando abundantemente su gracia, pero ésta puede estar
cayendo en vano, puede estar siendo rechazada. ¿Encontrará Cristo frutos
de conversión?
«Déjala
todavía este año». La parábola sugiera que este año puede ser el último.
De hecho, será el último para mucha gente. No se trata de ponernos
tétricos, sino de una posibilidad real. Puede no haber ya más
oportunidades de gracia. La conversión es urgente, de ahora mismo. Y
retrasarla para otro año, para otra ocasión, es una manera de cerrarse a
Cristo, de darle largas... Hay tantas maneras de decir «no»...
«Si
no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Llama la atención
que precisamente san Lucas, el evangelista de la misericordia y la bondad
de Jesús, traiga estas amenazas. Pero si nos fijamos bien, estas
advertencias también provienen de la misericordia. Advertirle a uno de un
peligro es una forma principal de misericordia. Al enfrentarnos a la
conversión, Cristo no sólo nos recuerda los bienes que nos va a traer la
conversión, sino que nos abre los ojos ante los males que nos
sobrevendrán si no nos convertimos. El amor apasionado que siente por
nosotros le lleva a sacarnos de nuevo engaño.
DOMINGO IV DE CUARESMA
El
perdón del Padre
Lc
15,1-3.11-32
Esta
parábola tan conocida quiere movernos al arrepentimiento poniéndolo en su
sitio, es decir, relación a Dios. El pecado no es solamente hacer cosas
malas o faltar a una ley. Es despreciar el amor infinito del Padre,
marcharse de su casa, vivir por cuenta propia. Es, en definitiva, no
vivir como hijo del Padre y, por tanto mal-vivir. De ahí que el muchacho
de la parábola que se marcha alegremente, pensando ser libre y feliz,
acabe pasando necesidad y muriendo de hambre. Ha perdido su dignidad de hijo
y experimenta un profundo vacío.
Lo
mismo el arrepentimiento. Sólo es posible convertirse de verdad cuando
uno se siente desconcertado por el amor de Dios Padre, al que se ha
despreciado: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Precisamente
«contra ti»: la conciencia de haber rechazado tanto amor y a pesar de
todo seguir siendo amado por aquél a quien hemos ofendido es lo único que
puede movernos a contrición. Y junto a ello, la experiencia del
envilecimiento al que nos ha conducido nuestro
pecado, la situación calamitosa en que nos ha dejado.
Igualmente,
el perdón es fruto del amor del Padre, que se conmueve y sale al
encuentro de su hijo, que se alegra de su vuelta y le abraza, que hace
fiesta. Este perdón devuelve al hijo la dignidad perdida, lo recibe de
nuevo en la casa y en la intimidad del Padre; es un amor potente y eficaz
que realiza una auténtica resurrección: «Este hijo mío estaba muerto y ha
revivido».
DOMINGO V DE CUARESMA
Un
camino nuevo
Jn
8,1-11
Si
el evangelio del domingo pasado nos revelaba el pecado como ruptura con
el Padre, hoy nos lo presenta como infidelidad al Esposo. Esa mujer
adúltera somos cada uno de nosotros, que, en lugar de ser fieles al amor
de Cristo (2 Cor 11,2), le hemos fallado en multitud de ocasiones. Ahí
radica la gravedad de nuestros pecados: el amor de Cristo despreciado. Lo
mismo que el pueblo de Israel (Os 1,2; Ez 16), también nosotros somos
merecedores de reproche: «¡Adúlteros¡ ¿No sabéis
que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que
desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (Sant 4,4).
Por
otra parte, el conocimiento del propio pecado es lo que nos hace
radicalmente humildes. Los acusadores de esta mujer desaparecen uno tras
otro cuando Jesús les hace ver que son tan pecadores como ella. La
presente Cuaresma quiere dejarnos más instalados en la verdadera
humildad, la que brota de la conciencia de la propia miseria y no juzga
ni desprecia a los demás (cfr. Lc 18, 9-14).
Finalmente,
este relato manifiesta toda la fuerza y la profundidad del perdón de
Cristo, que no consiste en disimular el pecado, sino en perdonarlo y en
dar la capacidad de emprender un camino nuevo: «Vete, y en adelante no
peques más». La grandeza del perdón de Cristo se manifiesta en el impulso
para vencer el pecado y vivir sin pecar.
SEMANA SANTA
DOMINGO DE RAMOS
La
pasión del Señor
Lc
23,33-49
El
relato de la pasión según san Lucas –que hemos de releer y meditar–
quiere llevarnos a mirar a Jesús para aprender de Él a ser verdaderos discípulos.
La traición de Judas, uno de los Doce, nos pone en guardia frente a
nosotros mismos, que también podemos traicionar al Señor. Y lo mismo
ocurre con la negación de Pedro, que desenmascara la tentación que
aparece en cada corazón: no querer cuentas con el Maestro que se abaja
hasta este punto. Sin embargo, la mirada de Jesús, que se vuelve hacia
él, alcanza su conversión, y las lágrimas de Pedro, pecador arrepentido,
indican la manera como el discípulo debe participar en la pasión del
Salvador.
San
Lucas insiste más que ningún otro evangelista en la inocencia de Jesús,
para sacar así la lección de que los discípulos no deben extrañarse de
que sean arrastrados a los tribunales por su fidelidad a la voluntad de
Dios. Más aún, siendo inocente, Jesús muere perdonando a sus asesinos y
confiando en el Padre, en cuyas manos se abandona totalmente. También los
cristianos deberán seguir este doble ejemplo, asociándose de cerca a la
pasión de su Salvador.
Finalmente,
san Lucas subraya la eficacia del sacrificio de Cristo: la cruz de Jesús
transforma el mundo produciendo la conversión de los corazones y abriendo
a los hombres el Paraíso. Junto al buen ladrón, cada uno de nosotros es
invitado a considerar los sufrimientos de Jesús y a hacer examen de
conciencia –«lo nuestro nos lo hemos merecido, pero éste nada malo ha
hecho»– para poder oír de labios del mismo Jesús: «Hoy estarás conmigo en
el Paraíso».
JUEVES SANTO
Hasta
el extremo
Ex
12,1-14; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15
«Los
amó hasta el extremo». Estas palabras son la clave para entender el
triduo pascual, la pasión y muerte de Jesús, la eucaristía... Todo ello
es expresión y realización de ese amor hasta el extremo que lo ha dado
todo sin reservarse nada, que se ha hecho esclavo por nosotros. Es ese
amor el que está presente en cada misa y en cada sagrario: ¿cómo es
posible la rutina o el aburrimiento?, ¿cómo permanecer indiferente ante
ese amor que sobrepasa toda medida?
«Es
la Pascua, el Paso del Señor». En cada misa es Cristo mismo quien pasa
junto a nosotros, quien desea entrar –si le dejamos– para quedarse con
nosotros. Pasa Cristo para hacernos pasar con Él de este mundo al Padre.
Si la vivo bien, cada misa me introduce más en Dios, en su seno y en su
corazón. La misa me introduce en el cielo, aunque siga viviendo aún sobre
la tierra.
«Haced
esto en memoria». Estas palabras son el encargo de perpetuar la
eucaristía en el tiempo y el espacio. Pero no sólo. Incluyen el mandato
de vivir la misa, de hacer presente en nuestra vida todo lo que ella es y
significa: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros,
vosotros también lo hagáis». La misa nos hace esclavos de nuestros
hermanos y nos impulsa a amarlos hasta el extremo. «Él dio la vida por
nosotros: también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn
3,16).
VIERNES SANTO
Mirar
al Crucificado
Jn
18-19
«Jesús
el Nazareno, el Rey de los judíos». Todo el relato de la pasión según san
Juan –especialmente el prendimiento y el diálogo con Pilatos– manifiesta
la soberanía y majestad de este Jesús que había dicho: «Nadie me quita la
vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). Verdaderamente Jesús reina
desde la cruz. Ahora se cumple lo que Él mismo había anunciado: «Yo
cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La
multitud inmensa de los redimidos es fruto de esta eficaz atracción del
Crucificado.
«Está
cumplido». Jesús ha llevado a cabo perfectamente la obra que el Padre le
encomendó (Jn 17,4). Ha realizado el plan del padre, ha cumplido las
Escrituras, nada ha quedado a medias. La redención es un hecho consumado
y sólo falta que cada hombre acepte dejarse bañar por su sangre y acuda a
beber el agua que brota de su costado abierto. En Cristo estamos
salvados.
«Mirarán
al que atravesaron». Si los que miraban la serpiente de bronce en el
desierto quedaban curados (Nm 21,4-9), ¡cuánto más los que miran con fe
al Hijo de Dios crucificado! (Jn 3,14-15). San Juan nos invita a esa
mirada contemplativa llena de fe. Esta mirada de fe permite que se
desencadene sobre nosotros el infinito amor salvador que se encuentra
encerrado en el corazón del Redentor traspasado por nuestros pecados.
VIGILIA PASCUAL
Ha
resucitado
Rm
6,3-11; Sal 117; Mt 28,1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12
«HA
RESUCITADO». Así, con mayúsculas, aparece en el Leccionario. Esta palabra
es común a los tres sinópticos y aparece por tanto en los tres ciclos. Es
la noticia. La Iglesia
vive de ella. Millones de cristianos a lo largo de veinte siglos han vivido
de ella. Es la noticia que ha cambiado la historia: el Crucificado vive,
ha vencido la muerte y el mal. Es el grito que inunda esta noche santa
como una luz potente que rasga las tinieblas. ¿En qué medida vivo yo de
este anuncio? ¿En qué medida soy portavoz de esta noticia para los que
aún no la conocen?
«Consideraos
muertos al pecado y vivos para Dios». La resurrección de Cristo es
también la nuestra. Él no sólo ha destruido la muerte, sino también el
pecado, que es la verdadera muerte y causa de ella. La resurrección de
Cristo es capaz de levantarnos para hacernos llevar una vida de
resucitados. Ya no somos esclavos del pecado. Podemos vivir desde ahora
en la pertenencia a Dios, como Cristo. Podemos caminar en novedad de
vida.
«La
piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Las
lecturas del A.T. son una síntesis de la historia de la salvación, que
culmina en Cristo. El Resucitado es la clave de todo. Todo se ilumina
desde Él. Sin Él, todo permanece confuso y sin sentido. ¿Le permito yo
que ilumine mi vida? ¿Soy capaz de acoger la presencia del Resucitado
para entender toda mi vida como historia de salvación?
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
¡Un
acontecimiento!
Hch
10,37-43; Col 3,1-4; Jn 20,1-9
Este
día tiene un colorido especial. Todo él está teñido por un hecho que
transforma la historia entera. Un hecho esperado, intensamente deseado.
Este es el anuncio que la Iglesia grita con gozo, con sorpresa, pero con
total seguridad: ¡Ha resucitado! Verdaderamente el Señor ha resucitado.
No, nuestra fe se apoya en fábulas o ideas: se trata de un hecho, de un
acontecimiento.
Y un
hecho que nos toca de lleno: «Habéis resucitado con Cristo». La vida del
cristiano es una vida de resucitado. Hemos de volver a estrenar el gozo
de sabernos salvados, la dicha de nuestra victoria sobre el pecado
gracias a Cristo. Somos nuevos por la resurrección. Hemos sido íntima y
profundamente renovados. Hemos entrado en el mundo nuevo de la
resurrección. «El que está en Cristo es una nueva creación. Lo viejo ha
pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Cor 5, 17). «Buscad los bienes de allá
arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios».
Precisamente
porque hemos resucitado con Cristo también nosotros somos testigos. El
Señor se ha hecho presente en nuestra vida y nos ha transformado con su
poder. «Sabemos por tu gracia que estás resucitado». Un muerto no puede
producir estas maravillas. Y nosotros no podemos callar, no podemos menos
de gritar a todos esta alegría que nos inunda. Sí, verdaderamente ha
resucitado el Señor.
TIEMPO PASCUAL
DOMINGO II DE PASCUA
El
cielo en la tierra
Ap
1,9-19
«Un
domingo caí en éxtasis...» Ya desde los primeros tiempos del cristianismo
el día del Señor es momento privilegiado para hacer experiencia de Cristo
Resucitado. También hoy el domingo es el día por excelencia en que Cristo
se comunica y actúa. Estamos llamados, sobre todo en este tiempo de
Pascua, a vivir el día del Señor como día de gracia, a experimentar la
presencia y la potencia del Resucitado. Nos hemos dejado robar el domingo
por la sociedad secularizada y consumista, y hay que recuperarlo. El
domingo es sacramento del Resucitado. El domingo marca la identidad del
cristiano.
«...en
medio de las siete lámparas de oro». Es en la celebración litúrgica, y
especialmente en la Eucaristía, donde Cristo se manifiesta y actúa. La
liturgia no son ritos vacíos, sino la presencia viva y eficaz del
Resucitado. Si descubriéramos –y experimentásemos– esta presencia y esta
acción, nos sería mucho más fácil vivir las celebraciones; y, sobre todo,
recibiríamos su gracia abundante transformando nuestra vida. Pues la
liturgia es el cielo en la tierra.
«Soy
el primero y el último». Cristo resucitado se nos manifiesta como Señor
absoluto de la historia y de los acontecimientos. Todo está bajo su
control, de principio a fin. Tiene las llaves de la muerte y del
infierno. Conoce lo que ha de suceder. Es el Señor, sin límites ni
condicionamientos. ¿Cómo no vivir gozoso bajo su dominio? ¿Cómo ser
pesimistas?
DOMINGO III DE PASCUA
Él
mismo en persona
Jn
21,1-19
El
evangelio de hoy nos presenta una de las apariciones de Cristo
Resucitado. El tiempo pascual nos ofrece la gracia para vivir nuestra
propia existencia de encuentro con el Resucitado. En este sentido, el
texto evangélico nos ilumina poderosamente.
«No
sabían que era el Señor». Jesús está ahí, con ellos, pero no se han
percatado de su presencia cercana y poderosa. ¿No es esto lo que nos
ocurre también a nosotros? Cristo camina con nosotros, sale a nuestro
encuentro de múltiples maneras, pero nos pasa desapercibido. Ese es
nuestro mal de raíz: no descubrir esta presencia que ilumina todo, que da
sentido a todo.
«Es
el Señor». Los discípulos reconocen a Jesús por el prodigio de la pesca
milagrosa. Él mismo había dicho: «Por sus frutos los conoceréis». Pues
bien, Cristo Resucitado quiere hacerse reconocer por unas obras que sólo
Él es capaz de realizar. Su presencia quiere obrar maravillas en
nosotros. Su influjo quiere ser profundamente eficaz en nuestra vida.
Como en primavera todo reverdece, la presencia del Resucitado quiere
renovar nuestra existencia y la vida de la Iglesia entera.
«Jesús
se acerca, toma el pan y se lo da». En el relato evangélico, Cristo
aparece alimentando a los suyos, cuidándolos con exquisita delicadeza.
También ahora es sobre todo en la eucaristía donde Cristo Resucitado se
nos aparece y se nos da, nos cuida y alimenta. Él mismo en persona. Y la
fe tiene que estar viva y despierta para reconocer cuánta ternura hay en
cada misa...
DOMINGO IV DE PASCUA
Atentos
a Cristo
Jn
10,27-30
«Conozco
a mis ovejas». Cristo Buen Pastor conoce a cada uno de los suyos. Con un
conocimiento que es amor y complacencia. Cristo me conoce como soy de
verdad. No soy un extraño que camina perdido por el mundo. Cristo me conoce.
Conoce mi vida entera, toda mi historia. Más aún, conoce lo que quiere
hacer en mí. Conoce también mi futuro. ¿Vivo apoyado en este conocimiento
que Cristo tiene de mí?
«Mis
ovejas escuchan mi voz y me siguen». ¡Que bonita definición de lo que es el
cristiano! Se trata de estar atento a Cristo, a su voz, a las llamadas
que sin cesar, a cada instante, nos dirige. No creemos en un muerto.
Cristo está vivo, resucitado; más aún, está presente, cercano, camina con
nosotros. Se trata de escuchar su voz y de seguirle, de caminar detrás de
Él siguiendo sus huellas. El cristiano nunca está solo, porque no sigue
una idea, sino a una persona. Pero seguir a Cristo compromete la vida
entera.
«Nadie
las arrebatará de mi mano». Al que se sabe conocido y amado por Cristo y
procura con toda el alma escuchar su voz y seguirle, Cristo le hace esta
promesa. Nuestra seguridad sólo puede provenir de sabernos guiados por
él. El Buen Pastor es el Resucitado a quien ha sido dado todo poder en el
cielo y en la tierra. Estamos en buenas manos. Ningún verdadero mal puede
suceder al que de verdad confía en Cristo y se deja conducir por su mano
poderosa.
DOMINGO V DE PASCUA
Amor
que glorifica
Jn
13,31-35
«Ahora
es glorificado el Hijo del Hombre». El tiempo pascual está todo él centrado
en Cristo Resucitado. Por su muerte y resurrección, Cristo ha sido
glorificado. No se trata sólo de volver a la vida. El crucificado, el
«varón de dolores», ha sido inundado de la vida de Dios, experimenta una
felicidad sin fin, ha sido enaltecido como Señor. A la luz de la
Resurrección entendemos el amor del Padre a su Hijo, pues buscaba
glorificarle de esa manera. Y también a nosotros Dios busca
glorificarnos: «Los sufrimientos de ahora no son comparables con la
gloria que un día se manifestará en nosotros» (Rom 8,18).
«Dios
es glorificado en él». A lo largo del evangelio, Jesús ha repetido que no
busca su gloria (Jn 8,50). Es admirable este absoluto desinterés de Jesús
que sólo desea que el Padre sea glorificado en él. También esta es la
postura del auténtico cristiano. Completamente olvidado de sí mismo, sólo
pretende la gloria de Dios. «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier
cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). Sólo pretende que
a través de sus palabras y obras Dios sea glorificado en él, que Dios
manifieste su amor, su poder, su sabiduría, su gloria, que Dios sea
conocido y amado.
«La
señal por la que conocerán que sois discípulos míos...» Dios es
glorificado en nosotros cuando nos dejamos inundar por su amor y este
amor revierte hacia los demás. Esta es no «una» señal, sino «la» señal,
el signo inconfundible de los discípulos de Cristo y participado de él.
Sólo mirando a Cristo y bebiendo de Él somos capaces de amar de verdad.
DOMINGO VI DE PASCUA
Test
de amor
Jn
14,23-29
«Haremos
morada en él». He aquí el fruto principal de la Pascua. La mayor
realización del amor de Dios. El amor busca la cercanía, la intimidad, la
unión. Dios no nos ama a distancia. Su deseo es vivir en nosotros,
inundarnos con su presencia y con su amor. Esta es la alegría del
cristiano en este mundo y lo será en el cielo. Somos templos, lugar donde
Dios habita. Hemos sido rescatados del pecado para vivir en su presencia.
¿Cómo seguir pensando en un Dios lejano? Lo que deberemos preguntarnos es
cómo recibimos esta visita, cómo acogemos esta presencia.
«El
que me ama guardará mi palabra». Esta es la condición para que las
Personas divinas habiten en nosotros: amar a Cristo. Lo cual no es un
puro sentimiento, sino que supone «guardar su palabra», la actitud de fidelidad
a Él y cada una de sus enseñanzas. Por el contrario, «el que no me ama no
guardará mis palabras». Encontramos aquí un test para comprobar la
autenticidad de nuestro amor a Cristo. Dios comprende y perdona los
fallos, pero no puede aceptar al que reniega del evangelio.
«Él
os lo enseñará todo». Estamos a la espera de Pentecostés y es conveniente
conocer lo que el Espíritu Santo quiere hacer en nosotros. Él es el
Maestro interior y su acción es necesaria para entender las palabras de
Cristo. Si él no ilumina, si no hace atractiva la palabra de Cristo, si
no da fuerzas para cumplirla, nunca llegaremos a vivir el evangelio. Sin
él, el evangelio queda en letra muerta; sólo el Espíritu da vida (2 Cor
3,6).
LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Semana
de cenáculo
Lc
24,46-53
El
texto de la carta de los Efesios nos da la clave para entender el
significado verdadero de la ascensión: en Cristo, Dios Padre ha
desplegado todo su poder, sentándolo a su derecha y sometiéndolo todo. La
ascensión pone de relieve que Cristo es «Señor», que todo –absolutamente
todo– está bajo su dominio soberano. Y este dominio se traduce en influjo
vital sobre la Iglesia, hasta el punto de que toda la vida de la Iglesia
le viene de su Señor, de Cristo glorioso, al cual debe permanecer
fielmente unida.
El
evangelio nos subraya que, después de la ascensión, los discípulos se
volvieron llenos de alegría. Es la alegría de contemplar la victoria
total y definitiva de Cristo; la alegría de entender el plan de Dios
completo y de descubrir el sentido de la humillación, de los
padecimientos y de la muerte de Cristo. Es la alegría de saber que Cristo
glorioso sigue misteriosamente presente en su Iglesia, infundiéndole su
propia vida.
En
el momento de la ascensión, Cristo reitera su promesa: plenamente
glorificado, derrama en su Iglesia el Espíritu Santo. Esta semana es
semana de cenáculo. Toda la Iglesia sólo tiene esta tarea que realizar:
permanecer con María a la espera del Espíritu, que viene con su fuerza
poderosa para hacernos testigos de Cristo.
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
El
prodigio de Pentecostés
Jn
20,19-23
Los
textos de hoy subrayan de modo el realismo y la eficacia de la liturgia.
No se trata de un mero recuerdo de lo que ocurrió. Dios quiere renovar
entre nosotros el prodigio de Pentecostés, realizando las «mismas
maravillas» de aquel día. Pecaríamos si esperásemos menos de lo que Dios
nos promete.
La
maravilla primera y fundamental de Pentecostés es una Iglesia viva, llena
de vitalidad y de empuje. Ya ese mismo día se convierten tres mil
personas con la predicación y el testimonio de Pedro. Y todo el libro de
los Hechos no es más que la descripción de una explosión de vida
producida precisamente por el Espíritu Santo. A lo largo de él
encontramos una Iglesia joven, entusiasmada y capaz de entusiasmar, llena
del Espíritu Santo que impulsa a la oración, al testimonio, al
apostolado, a darlo todo: una Iglesia llena de la alegría del Espíritu,
pobre y desprendida, que anuncia con gozo y convicción a Cristo y que
está dispuesta a perderlo todo y dejarse matar por él ...
Esto
nos debe llevar a hacer examen de conciencia a todos, pastores y fieles.
¿Tiene nuestra Iglesia de hoy esa vitalidad entusiasmante? Y, sin
embargo, el Espíritu Santo es el mismo, no ha perdido fuerza desde
entonces. Si hoy no se producen aquellas maravillas, ¿no será que estamos
resistiendo al Espíritu Santo?
DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Familiares
de Dios
Jn
16,12-15
El
misterio de la Santísima Trinidad no consiste en números. Es el misterio de
un Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos
desborda por completo. Por eso, el único guía que nos introduce
eficazmente en ese misterio y nos lo ilumina es el Espíritu Santo, que
«ha sido derramado en nuestros corazones». Él es quien nos conduce a la
verdad plena del conocimiento y trato familiar con Cristo y con el Padre.
Él es el que, viniendo en ayuda de nuestra debilidad, «intercede por
nosotros con gemidos inefables», pues «nosotros no sabemos orar como
conviene».
Dios
no nos puede resultar extraño. Por el bautismo estamos familiarizados y
connaturalizados con el misterio de la Trinidad, pues hemos sido
bautizados precisamente «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo». Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas.
Más aún, tenemos el impulso y hasta la necesidad. Para eso hemos sido
creados. Vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, somos
templo del Espíritu. No, no somos extraños ni forasteros, sino
«conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios (Ef. 2,19).
Con
este misterio de la Trinidad, entramos en comunión sobre todo por la
Eucaristía. En ella nos hacemos una sola cosa con Cristo. En ella Cristo
derrama sobre nosotros su Espíritu. En ella nos hacemos más hijos del
Padre al recibir al Hijo en la comunión y al acoger al Espíritu que nos
hace clamar «Abba, Padre». En la Eucaristía tocamos el misterio y
participamos de él. Y el misterio nos transforma.
CORPUS CHRISTI
Dadles
vosotros
Lc
9,11b-17
«Comieron
todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente
los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el
pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn
6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser
querido, la búsqueda de la felicidad... ¿No es completamente insensato
apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que,
al fin, sólo producen dolor?
«Dadles
vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la
eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea
de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos
los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo
tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del
salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que
encuentre un lugar para el Señor».
Pero
las palabras «dadles de comer» sugieren también otra aplicación. El que
ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás.
La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer
también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la
eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo
y le está rechazando.
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
La
alegría de Dios
Ez
34,11-16; Sal 22; Rom 5,5-11; Lc 15,3-7
«Buscaré
las ovejas perdidas». Frente a los malos pastores de Israel, que se
aprovechaban de las ovejas, Dios anuncia que Él mismo en persona saldrá
en busca de sus ovejas. Es lo que ha hecho en la encarnación de su Hijo.
No ha dado por perdidas a las ovejas obstinadas y rebeldes, sino que las
ha buscado hasta las puertas mismas del infierno.
«Cuando
todavía éramos pecadores». Lo que llena de asombro y gratitud el corazón
de Pablo es haber sido amado siendo pecador, siendo incluso perseguidor
de la Iglesia. Pero al mismo tiempo se da cuenta que esa es la situación
de todos los hombres. Nadie hemos sido amados por Dios porque éramos buenos, sino que
siendo culpables hemos sido amados de una manera misericordiosa e
inmerecida. Y eso mismo se convierte en fuente de esperanza: si fuimos
amados así, ¡cuánto más ahora, ya reconciliados, tendremos motivos para
alcanzar la plenitud de la salvación!
«Se
la carga sobre los hombros, muy contento». Es sorprendente escuchar la
alegría de Dios por la conversión del hombre. Jesús no acusa ni reprocha;
al contrario, se alegra indeciblemente cuando alguien acepta dejarse
encontrar y volver al redil. Dios no quiere la muerte del pecador, sino
que se convierta y viva. La gloria de Dios es que el hombre viva, que se
deje vivificar en plenitud, hasta la santidad. ¿Cuántas alegrías estoy
dispuesto a dar a Jesucristo que lo ha entregado todo por mí?
TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO
II DEL TIEMPO ORDINARIO
Por
amor de Sión
Is
62,1-5; Sal 95; Jn 2, 1-11
Fuera
ya del tiempo de Navidad, la liturgia de hoy todavía se detienen a saborear algo de lo que en ese tiempo se
nos ha dado. El Evangelio nos habla de un misterio nupcial: «había una boda».
Cristo aparece como el Esposo que celebra el festín de las bodas con la
Esposa, la Iglesia, cuyo modelo es María –«la mujer»–. En efecto, la
liturgia de Navidad nos ha hecho contemplar el misterio de la encarnación
como los desposorios del Verbo con la humanidad.
A la
luz del evangelio, la primera lectura expresa este amor apasionado de
Cristo por su Iglesia, a la que anhela embellecer y adornar con su propia
santidad: «por amor de Jerusalén, no descansaré hasta que rompa la aurora
de su justicia». La Iglesia, antes abandonada y devastada, ahora es la
«Desposada». El amor de Cristo, lavándola y uniéndola consigo, la ha
hecho nueva: «Te pondrán un nombre nuevo pronunciado por la boca del
Señor». Más aún, la ha engalanado, depositando en ella sus propias
gracias y virtudes, la ha colmado de una gloria que es visible para todos
los pueblos.
El
salmo 95 –típico del tiempo de Navidad– canta estas maravillas obradas en
la Iglesia Esposa, invitando a «toda la tierra» a unirse a su alabanza.
Es un himno exultante: «Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a
todas las naciones», pues la gloria de la Iglesia le viene de su Esposo.
«Cantad al Señor un cántico nuevo», pues la Iglesia que ha sido renovada
por la gracia de la Navidad es capaz de cantar de manera nueva.
DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO
Los
ojos fijos en Él
Lc
1,1-4; 4,14-21
El
texto de hoy nos presenta a Jesús en la Sinagoga proclamando la palabra
divina. «Todos tenían los ojos fijos en él». Esta actitud de los
presentes ilumina de manera elocuente cuál ha de ser también nuestra
actitud. Puesto que Cristo «está presente en su palabra» y «cuando se lee
en la Iglesia la Sagrada Escritura es Él mismo quien habla» (Sacrosanctum
Concilium 7), no tiene sentido una postura impersonal. Sólo cabe estar a
la escucha de Cristo mismo, con toda la atención de la mente y del
corazón, pendientes de cada una de sus palabras, «con los ojos fijos en
él».
«Hoy
se cumple esta Escritura». La palabra que Cristo nos comunica de manera
personal en ese diálogo «de tú a tú» es además una palabra eficaz; o sea,
que no sólo nos comunica un mensaje, sino que por su propio dinamismo
«realiza aquello que significa o expresa» (Is 55,11). Si escuchamos con
fe lo que Cristo nos dice, experimentaremos gozosamente que esa palabra
se hace realidad en nuestra vida. Hoy y aquí, en la proclamación eficaz
de la liturgia, se cumple esta Escritura.
«Me
ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres». Esta palabra de
Cristo es siempre evangelio, buena noticia. Pero sólo puede ser
reconocida y experimentada como tal por un corazón pobre. El que se
siente satisfecho con las cosas de este mundo no capta la insondable
riqueza de la palabra de Cristo ni experimenta su dulzura y su consuelo
(Sal 19,11). Las riquezas entorpecen el fruto de la palabra (Mt 13,22).
Sólo el que se acerca a ella con hambre y sed experimenta la dicha de ser
saciado (Mt 5,6).
DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO
Te
convierto en plaza fuerte
Lc
4,21-30
«¿No es este el hijo de José?» Los paisanos de Jesús
encuentran dificultades para dar el salto de la fe. Están demasiado
acostumbrados a una mirada a ras de tierra y se aferran a ella. Y ello
acabará llevándoles a rechazar a Jesús... También a nosotros nos da
vértigo la fe. Y preferimos seguir anclados en nuestras –falsas– seguridades.
Mantenemos la mirada rastrera –que muchas veces calificamos de «racional»
y «razonable»– sobre las personas y acontecimientos, sobre la Iglesia y
sobre el misterio mismo de Dios...
«Ningún
profeta es bien mirado en su tierra». Llama la atención la actitud
desafiante, casi provocativa, de Jesús. Ante la resistencia de sus
paisanos no rebaja el listón, no se aviene a componendas, no entra en
negociaciones. La verdad no se negocia. La divinidad de Cristo podrá ser
aceptada o rechazada, pero no depende de ningún consenso. Cuando los
corazones están cerrados, Jesús no suaviza su postura; se diría que
incluso la endurece, para que las personas tomen postura ante él. «O
conmigo o contra mí».
«Se
abrió paso entre ellos...» Destaca también la majestad soberana con que
Jesús se libra de quienes pretendían eliminarlo. En Él se percibe esa
fortaleza divina anunciada en la 1ª lectura (Jer 1,17-19): Jesús es
«plaza fuerte», «columna de hierro», «muralla de bronce»; aunque todos
luchen contra él no pueden. No son las circunstancias externas ni los
hombres quienes deciden acerca de su vida o de su muerte; es su voluntad
libre y soberana la que se impone a todo.
DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO
Perder
pie
Lc,
5, 1-11
La grandeza
de Pedro en este pasaje evangélico consiste en no fiarse de sí mismo, de
su propio juicio, de su «experiencia». Humanamente hablando, como
pescador experimentado, tenía razones de sobra para oponerse a la orden
de Jesús: «Nos hemos pasado la noche bregando y no hemos pescado nada».
Sin embargo, deja sus conocimientos y su experiencia a un lado para
apoyarse en la palabra de Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes».
Muchas dificultades en nuestra vida de fe provienen de aquí: nos
aferramos a nuestras «experiencias», muchas veces mal hechas, en lugar de
fiarnos pura y simplemente de la palabra de Cristo.
Es
precisamente este salto de fe el que capacita a Pedro para colaborar
eficazmente con Cristo. Primero ha tenido que pasar por la experiencia de
un fracaso: sus muchos esfuerzos no han conseguido nada. Y desde esa
experiencia de su pobreza puede abrirse a recibir una gran redada, una
pesca abundante, pero como don, como gracia. Sólo así Jesús puede
decirle: «Desde ahora serás pescador de hombres».
Y es
que para colaborar con Cristo en su misión y en su tarea no bastan las
cualidades humanas. Para ser instrumento de Cristo y de su obra hace
falta «perder pie» y caminar en la fe, apoyado en la humildad. Es también
esta la experiencia de Pedro –«apártate de mí, Señor, que soy un
pecador»–, que va unida al asombro por la grandeza de Cristo y por su
capacidad de realizar acciones que sobrepasan infinitamente las
posibilidades humanas.
DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO
El
peligro de las riquezas
Lc
6,7.20-26
Jesús
no sólo pone las bienaventuranzas en positivo. El «¡ay
de vosotros!» es un fuerte aldabonazo para que nadie se llame a engaño.
Con ello está resaltando que no se puede ser rico y cristiano al mismo
tiempo. Nunca más necesarias estas palabras de Cristo que ahora. Vivimos
en una sociedad opulenta y con frecuencia se intenta compaginar las
riquezas y la fe en Jesucristo.
Sin
embargo, el evangelio es bastante explícito y Jesús no ahorra palabras
para poner en guardia frente al peligro de las riquezas. Pocos males hay
tan rechazados en los evangelios como este. Ante todo, porque las
riquezas embotan, hacen al hombre necio e impiden escuchar la palabra de
la salvación (Mt 13,22). Las riquezas llevan al hombre a hacerse
auto-suficiente, endurecen su corazón y le impiden acoger a Dios; en vez
de recibir todo como hijo, lleno de gratitud, el rico se afianza en sus
posesiones y se olvida de Dios (Lc 12,15-21).
Por
eso hemos escuchado en la primera lectura: «Maldito el hombre que confía
en el hombre». La Virgen sabía bien al cantar el Magnificat: «A los ricos
los despide vacíos» (Lc 1,53). Las riquezas empobrecen al hombre. Le
impiden experimentar la inmensa dicha de poseer sólo a Dios.
A
Cristo le duele que el rico se pierda al no haber encontrado el único
tesoro verdadero (Mt 13,44) y por eso grita y denuncia el daño de las
riquezas, que además cierran y endurecen el corazón frente al hermano
necesitado. Epulón no ha hecho nada malo a Lázaro; es condenado
simplemente porque no le ha atendido (Lc 16,19-31).
DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO
La
propia medida
Lc
6,27-38
Es
inconcebible la capacidad de los cristianos de reducir el evangelio a
cuatro normas éticas razonables, es decir, a la propia medida. Sin
embargo, Cristo quiere llevarnos a lo infinito: «Sed misericordiosos como
vuestro Padre es misericordioso». Quizá el pecado radical es precisamente
no contemplar al Padre.
Porque
sólo desde ahí es inteligible el mandato de Cristo de amar a los
enemigos. No sólo de perdonar –menos todavía el «perdono, pero no
olvido», que no es perdón ni es nada–, sino de amar positivamente, hasta
dar la vida por los mismos enemigos como ha hecho Cristo.
Bien
visto, muchos cristianos tienen de tales sólo el nombre. Aman a los que
los aman a ellos, hacen el bien a quien se lo hace a ellos, prestan
cuando esperan sacar alguna ganancia. Y lo malo es que no sólo son fallos
de hecho pero repudiados, sino que la misma mentalidad, la manera de
pensar, no es evangélica, no es la de Cristo.
Y no
digamos nada de la sentencia evangélica: «A quien te pide, dale». O del
«no juzguéis». Se hace urgente una conversión de los católicos en la
mente y en corazón para acercarnos al evangelio del que hemos renegado.
DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Guías
ciegos...
Lc
6,39-45
El
texto evangélico de hoy es ante todo una llamada a no juzgar. Jesús no
dice que «estaría bien» no juzgar, sino que el que juzga necesariamente
se equivoca. En efecto, sólo Cristo conoce lo que hay en el corazón del
hombre (Jn 2, 24-25), pues «los hombres miran las apariencias, pero Dios
ve el corazón» (1 Sam 16,7). Y además el ojo del que juzga está
incapacitado para ver por la viga que le ciega.
Jesús
insiste en la absoluta necesidad de la limpieza de corazón. Todos tenemos
de algún modo la tarea de guiar a los demás: el padre o la madre de
familia, el catequista, el maestro, el sacerdote...
Pues
bien, corremos el riesgo de ser guías ciegos que conduzcan a los demás a
la fosa. Sólo el que tiene el corazón purificado, el que ha quitado la viga
del propio ojo, es capaz de ver claro y con acierto, es capaz de conducir
a los demás hacia el bien, de orientarles con seguridad y evitarles los
peligros. El que no ha quitado la viga del propio ojo se equivoca
continuamente y rotundamente, aun sin saberlo; como no ve y está ciego,
hace más mal que bien, incluso cuando cree hacer bien.
El
evangelio siempre nos lleva a la interioridad, a lo profundo: no hay
árbol bueno que dé fruto malo ni árbol malo que dé fruto bueno. Frente a
la tentación de vivir las apariencias, de cara a la galería, Cristo nos
invita a ser hombres que echan raíces en él (Col 2,7) para dar fruto
bueno, nos impulsa a mirar el propio corazón para arrancar toda hierba
mala.
DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO
La
fe del centurión
Lc
7,1-10
«No
soy quién...» Conmueve la humildad de este centurión. Un hombre con
poder, que tiene gente bajo sus órdenes, que quizá humanamente tendría
motivos para ser orgulloso y altanero... Sin embargo, se considera
indigno incluso de que Jesús entre en su casa. No exige ni reclama;
suplica con humildad.
La
Iglesia pone en nuestros labios estas palabras como preparación inmediata
a la comunión: «No soy digno...» ¡Si comulgáramos siempre con la misma
conciencia de indignidad que este centurión...!
«Dilo
de palabra». Junto a la conciencia de indignidad, la fe firme en el poder
de Cristo. Más aún, en el poder de su palabra. Humildad no es
apocamiento. El reconocimiento de nuestra indignidad puede y debe ir
unido al reconocimiento del poder de Dios. Su sola palabra es capaz de
obrar grandes cosas. En efecto, «Él lo dijo y existió, Él lo mandó y
surgió» (Sal 33,9).
«Ni
en Israel he encontrado tanta fe». El que hace este acto impresionante de
fe es precisamente un pagano, un extranjero. Él sabe que su propia
palabra surte efecto cuando manda algo a un subordinado, pues ¡cuánto más
la palabra del Hijo de Dios! En él se realiza el universalismo de la
salvación anunciado en el A.T. (1ª lectura: 1Re 8,41-43; Salmo
responsorial: Sal 116,1). ¿Por qué con tanta frecuencia «los de siempre»
o «los cercanos» somos los más incrédulos?
DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO
La
visita de Dios
Lc
7,11-17
«Le
dio lástima». Este relato –que sólo Lucas nos refiere– muestra la
compasión y la bondad de Cristo. El corazón se le va espontáneamente
hacia los más pobres y más desprotegidos. El difunto es un joven, la
mujer –que además era viuda– queda completamente desvalida, este hijo era
el único... Es un milagro que nadie pide, sino que brota totalmente de
las entrañas misericordias de Cristo el Señor.
«A
tí te lo digo, levántate». Al mismo tiempo, llama la atención en toda la
escena la autoridad soberana de Jesús: Él toma absolutamente la
iniciativa, manda a la mujer no llorar, manda al joven levantarse...
Junto con la misericordia, irrumpe en la historia el poder de Dios.
Porque todo sucede conforme a su palabra: lo dice y lo hace.
«Dios
ha visitado a su pueblo». En efecto, la visita de Dios es salvífica.
Todos quedan sobrecogidos, pues los acontecimientos se han desarrollado
de manera contraria a las previsiones. La muerte ha sido derrotada.
Ningún mal puede resistir a la acción todopoderosa de Dios en su Hijo
Jesucristo. Basta que nos dejemos visitar por Él. ¿Cómo seguir diciendo
que «todo tiene remedio menos la muerte»? Es contradictorio ser cristiano
y poner límites a la esperanza.
DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO
La
gratitud del perdonado
Lc
7,36-8,3
«Tus
pecados están perdonados». Destaca en este relato la gratitud y la
alegría por el perdón. Todos los gestos de esta mujer muestran que a
Jesús le debe todo: «sus muchos pecados están perdonados». El gozo la
inunda. Y la gratitud también. Sus lágrimas no son de arrepentimiento,
sino de alegría, de gozo agradecido. Su amor a Jesús es respuesta de
quien se sabe amada generosamente, gratuitamente; es respuesta a aquel
que la amó primero (cf. 1Jn 4,19).
«Tu
fe te ha salvado». Como buen discípulo de Pablo, Lucas sabe bien que sólo
Jesús salva, y que esta salvación se acoge por la fe. Esta mujer se sabe
sin méritos propios. No se ha salvado ella: ha sido salvada. Ella ha
creído en Jesús, se ha fiado de él; y Jesús ha volcado sobre ella todo su
poder salvífico convirtiéndola en una mujer nueva.
«Has
juzgado rectamente». Todo esto es lo que muestra claramente la parábola
que Jesús propone a Simón el fariseo. La parábola es de una lógica
aplastante. Sin embargo, Simón no es capaz de sacar sus consecuencias en
el plano religioso. El fariseo que todos llevamos dentro se rebela ante
el hecho de recibir la salvación como don gratuito. Quisiéramos poder
exhibir derechos ante Dios, quisiéramos no depender de Él totalmente. La
gratitud y el gozo son los mejores signos de que hemos sido salvados.
DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO
Conocer
a Jesús
Lc
9,18-24
«Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?» Después de una pregunta general («¿quién dice la gente que soy yo?»), Jesús encara
directamente a los discípulos. Pedro así lo entiende, y responde
personalmente a Jesús. También nosotros debemos dejarnos interpelar personalmente
por Él, cara a cara, dejándonos mirar por Cristo y mirándole fijamente.
Jesús te pregunta: «¿Quién soy yo realmente para
ti?». No bastan respuestas aprendidas, sabidas. Es necesaria una
respuesta personal.
«El
Hijo del hombre tiene que padecer...» Tras la respuesta de Pedro, es
Jesús mismo quien explica quién es Él. Sólo Él conoce su propio misterio,
su verdadera identidad. Debemos dejarnos enseñar e instruir por Él. Ante
Cristo somos siempre aprendices. Su misterio nos supera y nos desborda.
No lo entendemos, y aun nos resistimos, sobre todo cuando se trata de la
cruz...
«El
que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo...» Conocer a Jesús es
seguirle. De nada sirve saber cosas sobre Él si eso no nos conduce a
seguirle más de cerca por su mismo camino. El verdadero conocimiento
lleva al seguimiento. Y sólo siguiéndole de cerca podemos conocerle de
veras.
DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO
No
se negocia
Lc
9,51-62
Jesús
llama a seguirle. Pero seguir a Cristo implica la vida entera, no sólo
algunos momentos o algunas zonas de nuestra existencia. Lo que el profeta
no podía exigir (primera lectura), por ser un hombre, Cristo sí puede por
ser el Hijo de Dios. Más aún, no hay otra manera de seguir a Cristo: «El
que mira hacia atrás no es apto para el Reino de Dios». El seguimiento de
Cristo sólo puede ser incondicional. No caben rebajas ni descuentos. El
seguimiento de Cristo no es una cuestión de negociaciones. Poner
condiciones es estar diciendo «no», es ya dejar de seguirle. Cristo lo ha
dado todo y lo pide todo. Y esto es lo que implica ser cristiano: un
seguimiento incondicional. No hay dos tipos de cristianos. Sólo es
verdaderamente cristiano el que «va a por todas». Cristo comprende la
debilidad humana y los fallos motivados por ella, pero no acepta la
mediocridad por sistema, el «bajar el listón», los cálculos egoístas. Los
apóstoles fueron grandes pecadores: san Pedro llegó a negar a Cristo, san
Pablo persiguió a la Iglesia... Pero no fueron mediocres: se dieron del
todo, gastaron su vida por Cristo, sin reservarse nada.
El
que no entiende en absoluto, será incapaz de seguir a Cristo. Porque él
quiere ser el absoluto de nuestra vida. El que se escandaliza porque
Cristo pide la renuncia incluso a cosas buenas es que no ha entendido
nada del evangelio. Ser cristiano no equivale a ser honrado y no hacer
mal; eso lo procuran también los ateos. Ser cristiano significa estar
dispuesto a toda renuncia y a todo sacrificio por Cristo.
DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
Poneos
en camino...
Lc
10,1-12.17-23
«¡Poneos en camino!». Todo cristiano es misionero.
Bautizado y confirmado, es enviado por Cristo al mundo para ser testigo
suyo. En cualquier situación o circunstancia, en cualquier época o
ambiente, el cristiano es un enviado, va en nombre de Cristo, para hacerle
presente, para ser sacramento suyo. Y las palabras de Jesús revelan la
urgencia de esta misión ante las inmensas necesidades del mundo y, sobre
todo, por el anhelo de su corazón. ¿Me veo a mí mismo como un enviado de
Cristo en todo momento y lugar?
«No
llevéis talega, ni alforja, ni sandalias». El que va en nombre de Cristo
se apoya en el poder del Señor. Su autoridad no viene de sus cualidades,
ni su eficacia de los medios de que dispone. Al contrario, su ser enviado
se pone de relieve en su pobreza, y el poder del Señor se manifiesta en
la desproporción de los medios: «No tengo oro ni plata, te doy lo que
tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (Hch 3,6), Lo más
contradictorio con el apóstol es la búsqueda de seguridades fuera de
Cristo.
En este contexto la expresión «el obrero
merece su salario» significa «comed y bebed de lo que tengan», es decir,
vivid de limosna. Una Iglesia que no es pobre no es ya la Iglesia de
Jesucristo y, por tanto, no puede producir frutos de vida eterna.
«Os
he dado potestad para pisotear todo él ejercito del enemigo». Una Iglesia
que va en nombre de Cristo, pobre apoyada sólo en él, no tiene motivos
para asustarse ni desanimarse ante el mal. Con las armas de Cristo –no
las de este mundo: 1 Cor 2,1-5; 2 Cor 10,4-5– ha recibido poder para
combatir y vencer el mal.
DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO
Entrañas
de misericordia
Lc
10,25-37
«Dio
un rodeo y pasó de largo». Hay tantas formas de pasar de largo... Y lo
peor es cuando además las enmascaramos con justificaciones «razonables»:
«No tengo tiempo», «los pobres engañan», «ya he hecho todo lo que
podía...» O peor aún: «hoy día ya no hay pobres». Es exactamente dar un
rodeo –aunque sea muy elegante– y pasar de largo. Lo que hicieron el
sacerdote y el levita. Y, sin embargo, el pobre es Cristo, que nos espera
ahí, que nos sale al encuentro bajo el ropaje del mendigo: «tuve
hambre... Estuve enfermo... Estuve en la cárcel».
«Se
compadeció de él». Este es el secreto. El verdadero cristiano tiene
entrañas de misericordia. No sólo ayuda: se compadece, se duele del mal
del otro, sufre con él, comparte su suerte... Y porque tiene entrañas de
misericordia llega hasta el final; no se conforma con los «primeros
auxilios». Y porque tiene entrañas de misericordia lo toma a su cargo,
como cosa propia; y eso que era un desconocido, un extranjero –incluso de
un país enemigo, pues «los judíos no se trataban con los samaritanos»–.
«Señor, danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana».
El
buen samaritano es Cristo. Es él quien «siente compasión, pues andaban
como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Es él quien no sólo nos ha encontrado
«medio muertos», sino completamente «muertos por nuestros pecados» (Ef
2,1). Es él quien se nos ha acercado y nos ha vendado las heridas
derramando sobre nosotros el vino de su sangre. Es él quien nos ha
liberado de las manos de los bandidos... ¿Cómo pagaré al Señor todo el
bien que me ha hecho?» «Anda, haz tú lo mismo».
DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO
A
los pies del Señor
Lc
10,38-42
«Sentada
a los pies del Señor, escuchaba su palabra». Esta actitud de María resume
perfectamente la postura de todo discípulo de Jesús. «A los pies del
Señor», es decir, humildemente, en obediencia, en sometimiento a Cristo,
consciente de que él es el Señor, no como quien dispone la Palabra, sino
como quien se deja instruir dócilmente, más aún, se deja modelar por la
palabra de Cristo. Y ello en atención permanente al Maestro, en una
escucha amorosa y continua, pendiente de sus labios, como quien vive «de
toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).
«Sólo
una cosa es necesaria». Son palabras para todos, no sólo para las monjas
de clausura. Si sólo una cosa es necesaria, quiere decir que las demás no
lo son. Pero, por desgracia, ¡nos enredamos en tantas cosas que nos hacen
olvidarnos de la única necesaria y nos tienen inquietos y nerviosos! Y lo
peor es que, como en el caso de Marta, muchas veces se trata de cosas
buenas. Las palabras de Jesús sugieren que nada debe inquietarnos ni
distraernos de su presencia y que en medio de las tareas que Dios mismo
nos encomienda hemos de permanecer a sus pies, atentos a él y pendientes
de su palabra.
Esta
actitud de María, la hermana de Marta, se realiza admirablemente en la
otra María, la Madre de Jesús. Ella es la perfecta discípula de Jesús, siempre
pendiente de los labios de su Maestro, totalmente dócil a su palabra,
flechada hacia lo único necesario.
DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO
«Enséñanos
a orar»
Lc
11,1-13
El
evangelio de hoy nos recuerda algo esencial en la vida del cristiano: el
trato de intimidad con nuestro Padre. Puesto que somos hijos de Dios, la
tendencia y el impulso es a tratar familiarmente con el Padre. La
oración, por tanto, no es un lujo, sino una necesidad; no es algo para
privilegiados, sino ofrecido por gracia a todos; no es una carga, sino un
gozo. Los discípulos se ven atraídos precisamente por esa familiaridad
que Jesús tiene con el Padre. Viendo a Jesús en oración, le dicen:
«Enséñanos a orar».
Esta
intimidad desemboca en confianza. Jesús quiere despertar sobre todo esta
confianza: «Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial...!»
Si
el amigo egoísta cede ante la petición del inoportuno, ¡cuánto más él,
que es el gran Amigo que ha dado hasta su vida por nosotros! Pero esta
confianza sólo crece sobre la base del conocimiento de Dios. Lo mismo que
un niño confía en sus padres en la medida en que conoce y experimenta su
amor, así también el cristiano delante de Dios.
La
certeza de «pedid y se os dará está apoyada en él «¡cuánto
más vuestro Padre celestial!» Por tanto, en el fondo, el evangelio nos
está invitando a mirar a Dios, a tratarle de cerca para conocerle, a
dejarnos sorprender por su grandeza, por su infinita generosidad, por su
poder irresistible, por su sabiduría que nunca se equivoca. Sólo así
crecerá nuestra confianza y podremos pedir con verdadera audacia, con la
certeza de ser escuchados y de recibir lo que pedimos. Sólo así nuestras
oraciones no serán palabras lanzadas al aire en un monólogo solitario.
DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Necedad
y sensatez
Lc
12,13-21
El
evangelio nos presenta el reverso de lo que es el núcleo esencial del
mensaje de Cristo. Jesús ha venido a comunicarnos que somos hijos de
Dios, que nuestro Padre nos cuida y que, por consiguiente, es preciso
hacerse como niños, confiar en el Padre que sabe lo que necesitamos y
dejarnos cuidar (Mt 6,25-34).
El
pecado del hombre del evangelio es que no se ha hecho como un niño: ha
atesorado, fiándose de sus propios bienes, en vez de confiar en el Padre.
La clave la dan las palabras de Jesús al principio: «Aunque uno ande
sobrado, su vida no depende de sus bienes». Por eso este hombre es
calificado como «necio». Su absurda insensatez consiste en olvidarse de
Dios buscando apoyarse en lo que posee, creyendo encontrar seguridad
fuera de Dios.
En
efecto, la autosuficiencia es el gran pecado y la raíz de todos los
pecados, desde Adán hasta nosotros. La autosuficiencia que nace de no
querer depender de Dios, sino de uno mismo, y lleva a acumular dinero,
conocimientos, bienestar, ideas, amistades, poder, cariño e incluso
virtudes o prácticas religiosas. Justamente lo contrario del hacerse como
niño es el sensato; su humildad y confianza le abren a recibir todo como
un don, incluidas las inmensas riquezas de «los bienes de allá arriba».
El que busca afianzarse en sí mismo en lugar de recibirlo todo como don
es necio y antes o después acabará percibiendo que todo es «vaciedad sin
sentido».
DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO
La
mejor inversión
Lc
12,38-42
«Un
tesoro inagotable». Toda palabra de la Escritura es expresión del amor de
Dios por nosotros. También cuando a primera vista no lo parece. La
invitación de Jesús es clara: «Vended vuestros bienes, y dad limosna».
Pero ese imperativo no va contra nosotros, sino a nuestro favor: nos
invita a hacernos «talegas que no se echen a perder», a depositar
nuestros bienes allí «donde no se acercan los ladrones ni roe la
polilla». Con otras palabras: nos invita a realizar la mejor inversión
posible haciendo que nuestros bienes se transformen en «un tesoro
inagotable en el cielo».
«Estad
preparados». La parábola siguiente nos recuerda una verdad esencial de la
enseñanza de Jesús: que Él va a volver y que hay que permanecer
vigilantes, a la espera. Los bienes materiales pueden hacernos olvidar lo
único importante: ¡sería trágico! Todo lo de aquí abajo es provisional,
es relativo (cf. 1Cor 7,29-31).
«Administrador
fiel y solícito». Mientras estamos en este mundo somos nada más –¡y nada menos!– que administradores de los bienes que
Dios nos confía. Unos bienes que –empezando por la misma vida– no nos
pertenecen en propiedad y hemos de saber administrar con sensatez según
el querer de Dios. Sólo con sentido de eternidad podemos administrar
rectamente. Sólo a la luz de los bienes del cielo –los definitivos y
eternos– podemos valorar y usar justamente los de la tierra.
DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO
Pura
pasión
Lc
12,49-53
«No
he venido a traer paz, sino división». Misteriosa frase de Jesús que
contrasta con otras salidas de sus mismos labios: «La paz os dejo, mi paz
os doy». Ello quiere decir que no hemos de entender las palabras de
Cristo según nuestros criterios puramente humanos: «No os la doy como la
da el mundo» (Jn 14,27).
La
paz de Cristo no consiste en la carencia de lucha, no se identifica con
una situación de indiferencia donde todo da igual, ni proviene de la
eliminación de las dificultades. Cristo es todo lo contrario a es falsa
paz, a esa actitud anodina que en el fondo delata que uno no tiene nada
por lo que valga la pena luchar, vivir y morir; él es pura pasión, fuego
devorador: «He venido a prender fuego en el mundo».
También
el cristiano vive en una lucha a muerte contra el mal: «Todavía no habéis
llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». El profeta es
perseguido por denunciar el mal. Una paz que nace de tolerar el mal no es
la paz de Cristo. Hay que contar con que los que rechazan a Cristo,
aunque sean de la propia familia, siempre nos perseguirán, precisamente
por seguir a Cristo ser fieles al evangelio. Una paz cobarde, lograda a
base de traicionar a Cristo, no es paz. Él es el primero, el único, el
absoluto. Cristo y su evangelio no son negociables. Poner como criterio
máximo el no chocar, el estar a bien con todos a cualquier precio, el no crearse
problemas, acaba llevando a renegar de Cristo. Y a veces se impone la
opción: «O conmigo o contra mí».
DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO
Entrar
por la puerta estrecha
Lc
13,22-30
«¿Serán pocos los que se salven?» Jesús no suele responder
a las preguntas malintencionadas ni a las realizadas por simple
curiosidad. Tampoco a las mal formuladas, como en este caso; o mejor
dicho, responde rectificando. Jesús no quiere decir si serán pocos o
muchos los que se salven, porque es una curiosidad inútil o una búsqueda
de seguridad y tranquilidad o una excusa en la responsabilidad personal.
Responde invitando a entrar por la puerta estrecha. Es como decir:
«Puedes salvarte o condenarte; en tu mano está acoger la salvación
entrando por el camino marcado por Dios».
«No
sé quienes sois». Las palabras siguientes acentúan la llamada a la
conversión y a la responsabilidad. Los judíos se creían posesores seguros
de la salvación porque tenían la Ley de Dios y su revelación. Pero Jesús
insiste en que el Reino de Dios no hay privilegios. Sólo la obediencia a
Dios y a su palabra nos abre a la salvación. Jesús sólo reconoce y acepta
a los que han aceptado ser suyos.
«Hay
últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». Ciertamente
las apariencias engañan. Pero a Dios, que «escruta los corazones» (Hch
1,24), no es posible engañarle. Por eso, la única respuesta correcta a la
pregunta inicial es: «Vive en la verdad, de cara a Dios, procurando
agradarle en todo... Lo demás se te dará por añadidura».
DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO
El
único camino
Lc
10,1-12.17-20
Jesús
siempre va a lo esencial. Él, que conoce el corazón del hombre» (Jn
2,25), sabe que, desde Adán, nuestro más grave mal es el deseo de
sobresalir. Sin embargo, nunca es más grande el hombre que cuando se
siente pequeño delante de Dios. La humildad es su lugar, pues no puede
exhibir delante de Dios ningún derecho. Todo lo que es y tiene lo ha
recibido: ¿De qué enorgullecerse? (1 Cor 4,7). Y, por otra parte, ¿qué
son todas las grandezas humanas al lado del puesto en que hemos sido
colocados por gracia junto a los santos, los ángeles y el mismo Dios?
«El
que se humilla, será ensalzado». Como tantas otras palabras del
evangelio, esta frase nos da un verdadero retrato del propio Cristo. Él
es el que verdaderamente se ha humillado, despojándose totalmente, hasta
el extremo de la muerte en cruz. Por eso precisamente Dios Padre le ha
exaltado sobremanera y le ha concedido una gloria impensable (Fil
2,6-11). Él nos enseña por dónde se alcanza ese oculto deseo de gloria
que todos llevamos dentro. La humillación es el único camino, no hay
otro. Cristo quiere desengañarnos y lo hace convirtiéndose él en modelo y
caminando por delante.
La
última parte del evangelio nos recuerda: ¡Cuántos actos inútiles y sin
provecho para la vida eterna porque buscamos de mil maneras recompensa y
paga de los hombres!
DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Sin
condiciones
Lc
14,1.7-14
En
el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y
entrar así en la gloria, quiere dejar muy claras las condiciones para ser
discípulo suyo. ¡Que nadie se llame a engaño! Ya desde el primer paso hay
que estar dispuesto a «renunciar a todos los bienes» y a «posponer al
padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y así
mismo». Sin estar dispuesto a jugárselo todo por Cristo, ni se construirá
ese edificio que es la Iglesia ni se vencerá la batalla contra las
fuerzas del mal.
Lo
que Cristo dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que Dios
«nos dé sabiduría enviando su santo Espíritu desde el cielo» (1ª lectura)
para que estas palabras nos resulten atractivas y encontremos en ellas
nuestro gozo. Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace
entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de
cumplirlas en totalidad y con perfección.
Es
sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a
perderlo todo por él, a no poner condiciones, a no anteponer a él
absolutamente nada. Cuando no existe ese amor o se ha enfriado, todo son
«peros», se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la
entrega....
DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
Estamos
todos
Lc,
14,25-33
La
conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y
quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con
el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, él «acoge
a los pecadores y come con ellos» Jesús introduce en el mundo otra
lógica. Él nunca considera bueno al pecador. Él nunca dice que la oveja
descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla,
ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre
sus hombros, la venda las heridas, la cuida, la alimenta.... Así es el
corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para hasta rehacer
por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la
dignidad de hijo de Dios.
Lo
que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al
orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirma
categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy
el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos
caído más bajo ha sido por pura gracia. Ello no es motivo de orgullo y el
desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.
DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO
¿Cuál
es mi tesoro?
Lc
16,1-13
«Los
hijos de este mundo son más astutos... que los hijos de la luz». He aquí la
enseñanza fundamental de esta parábola. Este administrador renuncia a su
ganancia, a los intereses que le correspondían del préstamo, para ganarse
amigos que le reciban en su casa cuando quede despedido. Jesús alaba esta
astucia y sugiere que los hijos de la luz deberíamos ser más astutos
cuando son los bienes espirituales los que están en juego. ¡Qué distinto
sería si los cristianos pusiéramos en el negocio de la vida eterna por lo
menos el mismo interés que en los negocios humanos! Debemos preguntarnos:
¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo?
«Ningún
siervo puede servir a dos amos». Esta es la explicación profunda de lo
anterior. El que tiene como rey y centro de su corazón el dinero,
discurre lo posible y lo imposible para tener más. Y lo mismo el que
busca fama y honor, gloria humana, poder, comodidad... El que de veras se
ha decidido a servir al Señor, está atento a cómo agradarle en todo y se
entrega a la construcción del Reino de Dios, buscando que todos le
conozcan y le amen. Se nota si servimos al Señor en que cada vez más
nuestros pensamientos, anhelos y deseos están centrados en Él y en sus
cosas. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Lc 12,34). ¿Dónde
está puesto mi corazón? ¿Cuál es mi tesoro? ¿A quién sirvo de veras?
DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO
Basta
la palabra
Lc
16,19-31
He
aquí uno de esos evangelios que no necesitan comentario. Todo él está
marcado por el contraste entre la situación de esta vida y la después de
la muerte. Mientras el pobre Lázaro es llevado al seno de Abrahán, del
rico se dice simplemente que «lo enterraron» y ni se menciona su nombre;
los tormentos son su herencia definitiva. ¿Hasta qué punto valoramos las
cosas tal como son de verdad? ¿Realizamos nuestras opciones según los
valores eternos? ¿O nos dejamos seducir por apariencias pasajeras y
efímeras?
El
texto sugiere que el rico es condenado precisamente por malgastar sus
bienes y no atender al pobre que mendiga a sus pies. ¡Terrible aviso para
nosotros, que tenemos algo –o mucho– del hombre rico de la parábola! Y es
que el pobre es Cristo. Por eso, rechazar al pobre es rechazar a Cristo:
«Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y
sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25, 42-42).
Por
otra parte, la condenación del rico esconde también otro rechazo: el
desprecio de la palabra de Dios. Lo que parece una actitud dura de
Abrahán, en realidad no lo es: los hermanos de rico podrán evitar la
condenación si escuchan a Moisés y los profetas. Para el que quiere oír y
obedecer a Dios, la palabra de Dios basta. En cambio, para el que está
cerrado a Dios y a su palabra porque las riquezas han endurecido su
corazón, ni el mayor prodigio puede abrir sus ojos que están embotados
para ver (Mt 13,15), no hará caso «ni aunque resucite un muerto».
DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
El
poder de la fe
Lc
17,5-10
El
Nuevo Testamento nos recuerda de múltiples manes que la fe es el único
camino para nuestra relación con Dios: «sin fe es imposible agradar a
Dios» (Heb 11,6). Por eso mismo es la raíz y fundamento de toda la vida
del cristiano.
Las
palabras «si tuvierais fe» que Jesús dirige a los apóstoles y a nosotros
sugieren que nuestra fe es prácticamente nula, ya que bastaría «un
granito» para ver maravillas. Es grande el poder de la fe, pues cuenta
con el poder infinito de Dios. El verdadero creyente no se apoya en sus
limitadas capacidades humanas, sino en la ilimitada potencia de Dios,
para el cual «nada hay imposible» (Lc 1,37). La fe es la única condición
que Jesús pone a cada paso para obrar milagros y es también la condición
que espera encontrar hoy en nosotros para seguir realizando sus
maravillas y llevar adelante la historia de la salvación en nuestro
mundo.
El
texto evangélico quiere fijar nuestra atención en este poder de Dios. El
ejemplo de la morera es una forma de ilustrar que Dios es capaz de
realizar lo humanamente imposible. Por eso, lo decisivo no son las
dificultades y los males que vemos alrededor. Lo decisivo es la fe que
espera todo de Dios, que no pone límites al poder de Dios. «Si crees
verás la gloria de Dios» (Jn 11,40), es decir, a Dios mismo actuando y
transformando la muerte en vida. A nosotros, pobres siervos, nos
corresponde avivar el fuego de esta gracia de la fe que nos ha sido dada;
esto es lo que «tenemos que hacer».
DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Salvados
por la fe
Lc
17,11-19
«Tu
fe te ha salvado». San Lucas subraya el contraste entre los nueve
leprosos que no regresan y el que sí vuelve sobre sus pasos para dar
gloria a Dios. Todos han quedado limpios de su lepra, pero sólo este ha
sido «salvado», porque sólo él ha sabido reconocer en Jesús al Salvador.
Por eso se le dice: «Tu fe te ha salvado». Y es que Jesús obra el milagro
para provocar la fe y realizar así la curación de otra enfermedad más
grave y profunda. Los beneficios que recibimos de Dios son signos de su
poder salvador y de su amor misericordioso. ¿Recibo los dones de Dios
como signos? ¿Me llevan a creer más en Cristo y a abrirme a su poder
salvador?
Por
otra parte, la auténtica fe lleva a adorar: «Se echó por tierra a los
pies de Jesús». Este leproso, al verse curado, reconoce la grandeza de
Cristo y experimenta la necesidad de adorarle. Frente a la actitud de los
otros nueve, que sólo buscan a Jesús para su propio interés y cuando han
recibido la curación se olvidan de él, este hombre entiende que Jesús es
el Señor y que ha de ser amado por sí mismo y servido con absoluto
desinterés. En él, la fe se convierte en amor agradecido y adorante.
¿Cómo es mi relación con Dios? ¿Le sirvo con todas mis fuerzas, o me
sirvo de él para mis fines?
Esta
fe le ha hecho experimentar además la compasión de Jesús. Los otros
nueve, que también pedían «ten compasión de nosotros», han sentido su
cuerpo sanado, pero no han experimentado la compasión y la misericordia
de Cristo que sólo la fe hace posible.
DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO
El
poder de la oración
Lc
18,1-8
Por
tercer domingo consecutivo el evangelio nos remite a la fe como realidad
fundamental de nuestra vida cristina: «Cuando venga el Hijo del Hombre,
¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que
desemboca en oración, de una oración empapada de fe. Para inculcarnos la
necesidad de orar siempre sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola
del juez inicuo: Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de
la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las
súplicas de los elegidos que claman a él día y noche!
En
consecuencia, la eficacia de la oración garantizada por el lado de Dios,
pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que
siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su
socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que
suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido (Mc
11,24). Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y
noche»– y con perseverancia –«siempre sin desanimarse»–, aunque a veces
parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene
del Señor».
Una
ilustración de este poder de la oración lo tenemos en la primera lectura:
«Mientras Moisés tenía en alto las manos vencía Israel». La oración es el
arma más poderosa que nos ha sido dada. Ella es capaz de transformar los
corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es
invencible; ninguna dificultad se le resiste.
DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO
Pasando
factura
Lc
18,9-14
He
aquí uno de esos temas que aparecen continuamente en el evangelio, de diversas
formas. La actitud adecuada del hombre en su relación con Dios sólo puede
ser la de reconocer que Dios «es el que es» y «el que hace ser» (Ex
3,14), mientras que el hombre es el que no es nada por sí mismo, el que
lo recibe todo de Dios. La auténtica relación del hombre con Dios sólo
puede basarse en la verdad de lo que es Dios y en la verdad de lo que es
el hombre. Por eso, enorgullecerse delante de Dios no es sólo algo que
esté moralmente mal, sino que es vivir en la mentira radical: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has
recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4,7).
Ello
es válido sobre todo para el encuentro con Dios en la oración. Además de
la fe que nos recordaba el evangelio del domingo pasado, es radicalmente
necesaria la humildad que nos recuerda el de hoy. La única actitud justa
delante de Dios es la de acercarnos a Él mendigando su gracia, como el
pobre que sabe que no tiene derecho a exigir nada y que pide confiado
sólo en la bondad del que escucha. Por eso, nada hay más contrario a la
verdadera oración que la actitud del fariseo, que se presenta ante Dios
exigiendo derechos, pasando la factura.
Más
aún: no sólo no tenemos derecho, sino que somos positivamente indignos de
estar en presencia de Dios por haber rechazado tantas invitaciones suyas
a lo largo de nuestra vida. Nuestra realidad de pecadores es un motivo
más para la humildad, que, como al publicano, nos debe hacer sentirnos
avergonzados, sin atrevernos a levantar los ojos: «Ten compasión de este
pecador».
DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO
Una
presencia que transforma
Lc
19,1-10
«Hoy
tengo que alojarme en tu casa». Una vez más sorprende la actitud de Jesús
que toma la iniciativa. Zaqueo no le ha pedido, simplemente tenía
curiosidad por conocer a ese Jesús de quien probablemente había oído
hablar. Pero Jesús se adelanta, se autoinvita. Él quiere vivir contigo,
entrar en tu casa, permanecer en ella. ¿Le dejas? «Estoy a la puerta
llamando; si alguno me oye y abre, entraré en su casa y cenaré con él y
él conmigo» (Ap 3,20). Jesús desea ante todo la intimidad contigo.
Precisamente «hoy», ahora.
«...en
casa de un pecador». Y una vez más Jesús rompe todas las barreras. Los
fariseos –los más cumplidores y los maestros espirituales del pueblo
judío– no osaban juntarse con los publicanos, pecadores públicos; cuánto
menos entrar en sus casas: se contaminarían. Pero Jesús se acerca sin
prejuicios, a pesar de las murmuraciones.
«Hoy
ha sido la salvación de esta casa». La entrada de Jesús no le contamina;
por el contrario, Jesús «contagia» a Zaqueo la salvación, porque donde
entra el Salvador entra la salvación. Por eso Zaqueo, sorprendido por
este amor gratuito e incondicional, le recibe «muy contento». Y cambia de
vida. Sin que Jesús le exija nada, ni tan siquiera le insinúe. Ha sido
vencido por la fuerza del amor. El que los fariseos daban por perdido
–hasta el punto de no acercarse a él– ha sido salvado. Pues Jesús ha
venido precisamente para eso: «a buscar y a salvar lo que estaba
perdido». Su sola presencia transforma. En la medida en que les dejes
entrar en tu vida irás viendo cómo toda ella se renueva.
DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO
El
gozo de la esperanza
Lc
20,27-38
El
texto evangélico de hoy quiere recordarnos algo tan central en nuestra fe
como es la resurrección de los muertos. Se trata de algo tan fundamental,
de una realidad tan conectada al misterio de Cristo, que san Pablo puede
afirmar: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado» (1
Cor 15, 13.16). Y es que Dios es un Dios de vivos, el Dios vivo y fuente
de vida. El que realmente está unido a él no permanece en la muerte, ni
en la muerte del pecado ni en la muerte corporal.
Esta
esperanza en la resurrección nos libra del miedo a la muerte. Cristo ha
venido a «liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como
esclavos» (Hb 2,15). La muerte es como un paño oscuro que cubre la
humanidad cerrando todo horizonte (Is 25,7). Pero Cristo ha descorrido
ese paño y ha abierto la puerta de la luz y la esperanza, de manera que la
muerte ya no es un final. La primera lectura nos muestra cómo el que cree
en la resurrección no teme la muerte; al contrario, la encara con
valentía y la desafía con firmeza triunfal. «¿Dónde
está, muerta, tu victoria?» (1 Cor 15,55).
Esta
certeza de la resurrección es el «consuelo permanente» y la «gran
esperanza» que Dios ha regalado precisamente porque «nos ha amado tanto»
(segunda lectura). Frente a la pena y aflicción en que viven los que no
tienen esperanza (1 Tes 4,13), el verdadero creyente vive en el gozo de
la esperanza (Rom 12,12). A la luz de esto hemos de preguntarnos: ¿Cómo
es mi esperanza en la resurrección? ¿Qué grado de convicción y certeza
tiene? ¿En qué medida ilumina y sostiene toda mi vida?
DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Falsos
profetas
Lc
21,5-19
«No
quedará piedra sobre piedra». Continuando con la mirada puesta en las
cosas últimas y definitivas, la Palabra de Dios quiere liberarnos de
falsas ilusiones y espejismos. Lo mismo que aquellos judíos deslumbrados
por la belleza exterior del templo, también nosotros nos deslumbramos por
cosas que son pura apariencia, que son efímeras y pasajeras. Frente a
tanta falsedad que nos acecha en el mundo en que vivimos, frente a tantas
ofertas vanas e inconsistentes, sólo la Palabra de Dios es la verdad,
sólo ella «permanece para siempre» (Is 40,8).
«Cuidado
conque nadie os engañe». Son muchas veces las que el Nuevo Testamento nos
advierte que surgirán falsos maestros y profetas (1 Tim 1,3-7; 6,3-5; 2
Tim 4,3-4; 2 Pe 2,1-3...) y que hemos de estar atentos para no dejarnos
embaucar. En estos tiempos de confusión es necesaria más que nunca una fe
firme y vigilante, una fe consciente y bien formada que sea capaz de
discernir para detectar y denunciar estos falsos
mesías: muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: «Yo soy». Al final se
pondrá de manifiesto su falsedad, pues desaparecerán como la paja, «no
quedará en ellos ni rama ni raíz (primera lectura). Pero mientras tanto
pueden causar estragos.
«Todos
os odiarán por causa de mi nombre». La persecución no debe sorprender al
cristiano. Está más que avisada por Cristo. Más aún, está asegurada al
que le es fiel a Él y a su evangelio. Por lo demás, nada más falso que
concebir la vida en este mundo como un remanso de paz. La vida nos ha
sido dada para combatir, para luchar por Cristo y por los hermanos. El
que renuncia a luchar ya está derrotado. La seguridad nos viene de la
protección fiel de Cristo, que ha luchado y sufrido antes que nosotros y
más que nosotros.
JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Un
Rey crucificado
Lc
23,35-43
Jesús
es proclamado Rey ante la cruz. ¡Qué paradoja! Cristo agonizante
manifiesta su realeza sobre la muerte y el pecado. A un hombre agonizante
como él, a un hombre que es un hombre agonizante como él, aun hombre que
es un gran malhechor –recibe en el suplicio el pago justo por lo que ha
hecho–, le dice con aplomo: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el
paraíso». Así es como reina Cristo. Ejerce su soberanía salvando. Basta
una súplica humilde y confiada para que desencadene todo su poder
salvador.
La
segunda lectura comenta este hecho. Dios Padre nos ha introducido en el
reino de su Hijo gracias a que por la sangre de Cristo hemos sido
redimidos, hemos quedado libres de nuestros pecados.
Esta
sangre que fluye del costado de Cristo inunda todo, lo purifica, lo
regenera, lo fecunda, extiende por todas partes su eficacia salvífica. El
dominio de Cristo sobre nosotros es para ejercer su influjo vivificador.
Como cabeza que es, toda la vida de cada uno de los miembros del Cuerpo depende
de que acoja el señorío de Cristo en sí mismo. Más aún, el universo
entero sólo alcanzará su plenitud cuando el reinado de Cristo sea total y
perfecto y Dios sea todo en todos.
Nunca
hemos de olvidar que nuestro Rey es un rey crucificado. En vez de salvarse
a sí mismo del suplicio, como le pide la gente, prefiere aceptarlo para
salvar multitudes para toda la eternidad. Mirando a este Rey crucificado
entendemos que también nuestra muerte es vida y nuestra humillación
victoria. Entendemos que el sufrimiento por amor es fecundo, es fuente de
una vida que brota para la vida eterna. Mirando a este Rey crucificado se
trastocan todos nuestros criterios de eficacia, de deseo de influir, de
dominio.
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