CUARESMA
La Cuaresma es el período litúrgico que prepara
a los cristianos para la celebración de las fiestas de la Pascua. Tenía lugar
esta preparación, en un principio, solo desde el Viernes Santo a la Vigilia
Pascual: «dies in quibus est ablatus Sponsus» (los días en que se nos quitó
el Esposo). Luego se alargó a una semana y más tarde algo más.
Como tiempo litúrgico normal, la Cuaresma
comienza en el siglo IV, en toda la Iglesia, sin que precediera para ello
una orden o mandato especial. Ya en ese período se tenía en cuenta de modo
especial a los catecúmenos, que habían de recibir el bautismo en la Vigilia
Pascual, y a los penitentes, que serían reconciliados el Jueves Santo por
la mañana.
La Sacrosanctum Concilium del Vaticano II
dice a este respecto:
«Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los
fieles, entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la
oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el
recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia, dese
particular relieve en la liturgia y en la catequesis litúrgica al doble
carácter de este tiempo» (nº 109).
En este tiempo, según las normas de la Iglesia,
pueden realizarse diversos ejercicios, o bien paralitúrgicos o bien
piadosos, como el Via crucis, a los que el pueblo fiel está muy
sensibilizado.
En un principio la Cuaresma comenzaba con el
primer Domingo de ese período litúrgico. Luego, como en los domingos no se
ayunaba, se añadieron unos días más,
y así surgió el Miércoles de Ceniza, en el que se imponía la ceniza
y el sayal a los penitentes públicos; después esta costumbre se extendió a
todos.
Con motivo de la reforma litúrgica del Vaticano
II, se pretendió suprimir la celebración del Miércoles de Ceniza y comenzar
la Cuaresma por el Domingo, dejando al criterio de los sacerdotes el
imponer la ceniza a los fieles el lunes siguiente.
Pero Pablo VI decidió que se mantuviese la
disciplina tradicional del Miércoles de Ceniza, y él daba ejemplo
recibiendo todos los años devotísimamente la ceniza en su cabeza. Los
Pontífices siguientes han continuado con esa misma práctica.
Miércoles de
Ceniza
Entrada: «Te compadeces de todos, Señor, y
no odias nada de lo que has hecho;
cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Y
los perdonas, porque Tú eres nuestro Dios y Señor» (Sap 11,24-25,27).
Colecta (del Misal anterior, y antes del
Veronense, Gelasiano y Gregoriano): «Señor, fortalécenos con tu
auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos mantengamos en espíritu de
conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el
combate cristiano contra las fuerzas del mal».
Comunión: «El que medita la Ley del Señor da
fruto en su sazón» (Sal 1,2-3).
Postcomunión: «Señor, estos sacramentos que hemos
recibido hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio
saludable de todos nuestros males».
–Joel
2,12-18: Rasgad los corazones, no las vestiduras. Es éste
un llamamiento del profeta Joel al pueblo de Dios para una celebración
comunitaria de la penitencia. La respuesta de Dios a este ayuno la presenta
el profeta como una vuelta a la era paradisíaca. La penitencia, el ayuno y
los ritos de purificación harán que el pueblo, en el día del juicio, entre
en la era definitiva de la felicidad.
A las condiciones de un ayuno agradable a Dios,
que sea a un tiempo comunitario e interior, le añade el profeta su
dimensión escatológica. Por él se llegará a la futura felicidad y a la vida
eterna con Dios.
–Para que Dios perdone es menester que exista el
reconocimiento de la culpa y el consiguiente arrepentimiento. Hacemos
nuestra esa actitud espiritual con el Salmo 50: «Misericordia, Dios mío, hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi
culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi
culpa, tengo siempre presente mi pecado.
«Contra ti, contra ti solo pequé. Oh Dios, crea
en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me
arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la
alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás
los labios y mi boca proclamará tu alabanza».
–2
Corintios 5,20–6,2: Dejaos reconciliar con Dios. Ahora
es tiempo de gracia. Cristo es ante todo el Reconciliador, el Príncipe
de la paz. Los Apóstoles y los ministros sagrados continúan su obra en el
sacramento de la penitencia. Comenta San Agustín:
«No tendría validez la exhortación a la
reconciliación, si no fuéramos enemigos. Así pues, todo el mundo era
enemigo del Salvador y amigo del que lo tenía cautivo; con otras palabras,
era enemigo de Dios y amigo del diablo. También el género humano en su
totalidad estaba encorvado hasta tocar la tierra.
«Comprendiendo ya quiénes son esos enemigos, el
salmista levanta su voz contra ellos, y dice a Dios: “han encorvado mi
alma” (Sal 56,7). El diablo y sus ángeles han encorvado las almas de los
hombres hasta la tierra, es decir, hasta el punto que, inclinados a todo lo
temporal y terreno, no buscan ya las cosas celestiales. Esto es, en efecto,
lo que dice el Señor de esa mujer a la que Satanás tenía atada desde hacía
dieciocho años, y a la que convenía ya librar de esa cadena, y en sábado
precisamente. ¿Quiénes miraban con malos ojos a la que se erguía, sino los
encorvados? Encorvados porque, no entendiendo los preceptos mismos de Dios,
los miraban con corazón terrenal» (Sermón 162,B).
La cruz de ceniza, que hoy nos impone la
Iglesia, es la señal de que estamos dispuestos a emprender una vida de
penitencia: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15). «Acuérdate de que
eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19). Es la misma llamada que ya
escuchamos al profeta Joel: «Convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con
llanto, con luto. Rasgad vuestros corazones, no las vestiduras: convertíos
al Señor Dios vuestro».
–Mateo
6,1-6.16-18: Tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará.
Comenta San Agustín:
«Ciertos hombres hacen el bien y temen ser
vistos, y ponen todo su afán en encubrir sus buenas obras. Buscan la
ocasión en que nadie los vea. Entonces dan algo en limosna con el temor de
chocar con aquel precepto: «guardaos de realizar vuestra justicia para ser
vistos por ellos» (Mt 6,1). Pero el Señor no mandó que se ocultasen las
obras buenas, sino que prohibió que se pensase solo en la alabanza humana
al hacerlas –«para ser vistos por los hombres»–; que fuera ése el fruto que
buscaran únicamente, sin desear ningún otro bien superior y celestial.
«Si lo hicieran solo para ser alabados, caerían
bajo la prohibición del Señor. Guardaos, pues, de buscar ese fruto: el ser
vistos por los hombres. Y, sin embargo, manda: «vean vuestras buenas obras»
(Mt 5,16). Una cosa es buscar en la
buena acción tu propia alabanza, y otra buscar en el bien obrar la alabanza
de Dios. Cuando buscas tu alabanza, te has quedado en la alabanza de los hombres;
cuando buscas la alabanza de Dios, has adquirido la gloria eterna. Obremos
así para no ser vistos por los hombres, es decir, obremos de tal manera que
no busquemos la recompensa de la mirada humana. Al contrario, obremos de
tal manera que quienes nos vean y nos imiten glorifiquen a Dios. Y caigamos
en la cuenta de que si él no nos hubiera hecho así, nada seríamos» (Sermón
338,3-4).
Jueves
después de Ceniza
Entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él
escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios
tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23)
Colecta (del Misal anterior, antes
Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe
nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente,
y tienda siempre a Ti como a su fin».
Comunión: «Oh Dios, crea en mí un corazón
puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).
Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo
te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en
nosotros y nos alcance la salvación».
–Deuteronomio
30,15-20: Pongo delante de ti la bendición y la maldición.
Ante el hombre se alzan dos caminos: el de la felicidad, en el caso de que
acate los mandamientos de Dios, y el de la desgracia, si no quiere
obedecer. Hemos de elegir uno u otro. La presentación de esta alternativa
nos evoca la amonestación de Cristo a caminar por la senda estrecha, que
lleva a la vida, y rechazar la ancha, que conduce a la perdición.
¿Por qué no adelantamos en nuestra vida
espiritual, después de tanto tiempo
como llevamos practicándola? Porque no somos consecuentes con el camino
elegido. No terminamos de ser seguidores de Cristo, según sus enseñanzas.
Nos sigue atrayendo todavía el otro camino, ancho, venturoso, pero que
lleva a la perdición.
El apóstol San Pablo nos amonesta enérgicamente:
«Caminad en espíritu, y no satisfagáis los deseos de vuestra carne. Bien
claras son las obras de la carne: fornicación, inmundicia, impudicia,
lujuria, enemistades, disputas, envidias, ira, riñas, disensiones,
herejías, homicidios, embriagueces, glotonerías. Los que practican tales
cosas no pueden entrar en el reino de Dios. Los frutos del espíritu son:
caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley»
(Gál 5,16-23).
«Caminad en espíritu». A esto tiende la práctica
penitencial de la Cuaresma. Su misión consiste en libertar la naturaleza
humana de la esclavitud de la sensualidad y de las pasiones, para someterla
al dominio de la gracia y de la vida del Espíritu. Siempre hemos de estar
en actitud de conversión. San Clemente Romano dice:
«Recorramos todos los tiempos, y aprendamos cómo
el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a
los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia, y los que le
escucharon se salvaron. Lo mismo Jonás... De la penitencia hablaron,
inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de
Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la
penitencia... Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio,
e, implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su
benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las
contiendas, las envidias, que conducen a la muerte» (Carta
a los Corintios 7,4-8–8,5-9).
–La Cuaresma es tiempo de renovación cristiana,
de reemprender el camino iniciado por nuestro bautismo, de dar, en el seguimiento
de Cristo, un nuevo paso a una mayor perfección cristiana. Eso es
precisamente el Misterio Pascual, iniciado en nosotros y a cuya celebración
anual nos preparamos.
Encaja perfectamente el Salmo 1 a la lectura anterior:
«Dichoso el hombre que no sigue el camino de los impíos, ni entra por la
senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que
su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Dichoso el hombre
que ha puestos su confianza en el Señor. Será como un árbol, plantado al
borde de la acequia; da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas.
Cuanto emprende tiene buen fin... No así los impíos, no así: serán paja que
arrebata el viento...»
–Lucas 9,22-25: El que pierda su
vida por mi causa la salvará. El verdadero discípulo de Cristo ha de
cargar con su cruz cada día, siguiéndolo. La Cuaresma prepara al cristiano
a revivir el misterio de la cruz.
Morir a uno mismo es requisito para vivir la vida de la gracia santificante.
Es seguir la senda que conduce a la vida eterna. Así exhorta San León
Magno:
«Es necesario, amadísimos, para adherirnos
inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los
mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer
ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los
fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor
ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38).
«Y añade San Pablo: “si participamos en sus
sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12).
Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de
Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da
cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus
deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la
cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición» (Sermón
70,19 de la Pasión 4).
Viernes
después de Ceniza
Entrada: «Escucha, Señor, y ten piedad de
mí; Señor, socórreme» (Sal 29,11).
Colecta (del misal anterior y antes en
Gelasiano y Gregoriano): «Confírmanos, Señor, en el espíritu de
penitencia con que hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior
que practicamos vaya siempre acompañada por la sinceridad de corazón».
Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e
instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso,
que la participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros
pecados y nos disponga a recibir los dones de tu bondad».
–Isaías
58,1-9: ¿Es ése el ayuno que el Señor desea? El ayuno no
solo ha de consistir en comer menos, sino también y principalmente en no
cometer pecados y hacer actos de caridad. Esto es constante en los profetas
y también en las enseñanzas de Cristo (cf. Mt 6,1-6.16-18;
25,34-40). Dice San León Magno:
«No hay cosa más útil que unir los ayunos santos
y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de
misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que,
aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las
disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos
tanto a Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que
no pueda querer lo que es bueno...
«El que se compadece caritativamente de quienes
sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su
benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden
ser muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos
cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino
incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son
desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor
y en el afecto con que la hacen» (Sermón 6 de Cuaresma 1-2).
Y San Agustín:
«Vuestros ayunos no sean como los que condena el
profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el
de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa
a los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que
en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir
ante lo ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y
caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no
devolviendo mal por mal..., busca la paz y la consigue» (Sermón 206,3).
–El ayuno que Dios nos concede hacer consiste en
una total conversión en obras buenas, y no solo en palabras y ritos
externos. Por no haber ayudado así en muchas ocasiones, hemos de confesar
nuestra culpa con gran arrepentimiento: el Salmo 50, que ya comentamos el Miércoles pasado, expresa
nuestra súplica de perdón. Dice San León Magno:
«Porque es propio de la festividad pascual que
toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que
renacen en el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo,
se encuentran ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los
hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a
todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra
condición pecadora, y no hay quien no tenga que ser mejor en la escala de
la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el
efecto de viejos vicios el día de la Redención» (Sermón
6 de Cuaresma,1-2).
–Mateo
9,14-15: Llegará un día en que se lleven al Esposo y entonces
ayunarán. El ayuno está relacionado con el tiempo de la espera. Jesús
mismo ha ayunado en el desierto, resumiendo en Sí la larga preparación de
la humanidad en la instauración del Reino. Cuando comienza el ministerio
público, Jesús puede decir con toda razón que el Reino ya está allí, que ha
llegado el Esposo, que sus discípulos no han de ayunar mientras Él viva.
El ayuno del Viernes Santo responde de modo especial a estas
palabras de Jesús: es el ayuno en el día en que Jesús, muerto en la Cruz,
es arrebatado de entre los suyos.
En nuestros días esperamos la venida definitiva del
Esposo, al final de los tiempos, en la plenitud del Reino. La evocación de
los misterios redentores del Señor es preparada como lo hicieron sus
seguidores. En los primeros tiempos, sólo el Viernes y Sábado Santos. Más
tarde, se alargó a una semana y, posteriormente, a los cuarenta días de la
Cuaresma.
En esta preparación se intensifican las
prácticas ascéticas de ayuno, abstinencia y otras penitencias. La
abstinencia actual de los viernes de Cuaresma es por tanto la preparación
para la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección
del Señor, y también actitud de espera de la llegada gloriosa de Jesucristo
y la instauración de su Reino en el fin del mundo.
Sábado
después de Ceniza
Entrada: «Respóndenos, Señor, con la bondad
de tu gracia; por tu gran compasión, vuélvete hacia nosotros, Señor» (Sal
68,17).
Colecta (del misal anterior y antes del
Gregoriano): «Dios todopoderoso y eterno, mira compasivo nuestra
debilidad y extiende sobre nosotros tu mano poderosa».
Comunión: Misericordia quiero, y no
sacrificio –dice el Señor–; que no he venido a llamar a los justos, sino a
los pecadores (Mt 9,13)
Postcomunión: Alimentados con el pan de vida, te
pedimos, Señor, que cuanto hemos vivido y celebrado como misterio en esta
Eucaristía, lo recibamos en el Cielo como plenitud de salvación.
–Isaías
58,9-14: Cuando partas tu pan con el hambriento, brillará tu
luz en las tinieblas. El profeta recoge algunas formas de proceder que
manifiestan una auténtica penitencia, fuente de luz y de alegría para
quienes la practican.
Con las obras de caridad hacia los demás
hombres, nuestros hermanos, el cristiano sale, por la abnegación, de su
egoísmo, y ésta es la mejor conversión, la penitencia que agrada a Dios. No
son sólo obras de caridad las materiales, como la limosna, la ayuda en la
enfermedad y la ancianidad, sino todas las que derivan del amor, como la
disponibilidad, el servicio y la entrega. Dice San Gregorio Nacianceno:
«No consintamos, hermanos, en administrar de
mala manera lo que, por don divino, se nos ha concedido... No nos
dediquemos a acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en
medio de la pobreza...
«Imitemos aquella suprema y primordial ley de
Dios que hace llover sobre justos y
pecadores, y hace salir igualmente el sol para todos; que pone la tierra,
las fuentes, los ríos y los bosques a disposición de todos sus habitantes;
el aire se lo entrega a las aves y el agua a los que viven en ella, y a
todos da con abundancia los subsidios para su existencia, sin que haya
autoridad de nadie que los detenga, ni ley que los circunscriba, ni
fronteras que los separen; se lo entregó todo en común, con amplitud y
abundancia y sin deficiencia alguna. Así enaltece la uniforme dignidad de
la naturaleza con la igualdad de sus dones y pone de manifiesto las
riquezas de su benignidad» (Sermón 14, sobre el amor a los pobres, 23-25).
–El mismo Señor que nos invita a la conversión
de nuestras obras nos promete, a cambio, ser nuestro Pastor. Con el Salmo 85 nos sentimos pobres y
desamparados; por eso acudimos a Dios. Él nos enseña el camino del bien
obrar, del que nos ha hablado el profeta Isaías en la lectura anterior;
caminando por él, alcanzaremos la meta final de la Patria eterna:
«Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu
verdad. Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado,
protege mi vida, que soy un fiel tuyo, salva a tu siervo, que confía en Ti.
Tú eres mi Dios; piedad de mí, Señor, que Ti te estoy llamando todo el día;
alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia Ti. Porque Tú,
Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.»
–Lucas
5,27-32: No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores a que se conviertan. En el evangelio de este día Jesús invita
explícitamente a la conversión al publicano Leví. El Señor nos llama
constantemente, pero de modo especial en estos días de Cuaresma, a la
conversión, a un progreso mayor en nuestra vida espiritual. Ante Dios todos
somos pecadores y todos necesitamos convertirnos. Comenta San Agustín:
«La voz del Señor llama a los pecadores para que
dejen de serlo, no sea que piensen los hombres que el Señor amó a los
pecadores y opten por estar siempre en pecado, para que Cristo los ame.
Cristo ama a los pecadores, como el médico al enfermo: con vistas a
eliminar la fiebre y a sanarlo. No es su deseo que esté siempre enfermo,
para tener siempre a quien visitar; lo que quiere es sanarlo.
«Por tanto, el Señor no vino a llamar a los
justos, sino a los pecadores, para justificar al impío... ¿No te llevará a
la plenitud angélica desde la cercana condición humana, quien te transformó
en lo contrario de lo que eras? Por tanto, cuando comiences a ser justo,
comienzas ya a imitar la vida angélica, ya que cuando eras impío estabas
alejado de la vida de ellos. Presenta la fe, te haces justo y te sometes a
Dios, tú que blasfemabas, y, aunque estabas vuelto hacia las criaturas,
deseas ya al Creador» (Sermón 97 A,1).
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