2ª SEMANA DE CUARESMA
Domingo
Entrada: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro
buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (Sal 26,8-9). «Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti no
quedan defraudados, mientras el fracaso malogra a los traidores. Salva, oh
Dios, a Israel, de todos sus peligros» (Sal 24,6.3.22).
Colecta (nueva composición, inspirada en la antigua
liturgia hispánica o mozárabe): «Señor, Padre santo, tú que nos has
mandado escuchar a tu Hijo, el Predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu
Palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu
rostro».
Ofertorio: «Te pedimos, Señor, que esta oblación borre
todos nuestros pecados, santifique los cuerpos y las almas de tus siervos y
nos prepare a celebrar dignamente las fiestas pascuales»
Comunión: «Éste es mi Hijo, el Amado, mi Predilecto.
Escuchadle» (Mt 17,5).
Postcomunión (del Gelasiano): «Te damos gracias,
Señor, porque al darnos en este sacramento el Cuerpo glorioso de tu Hijo,
nos haces partícipes ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino».
Ciclo A
Con su Transfiguración en el Tabor, quiso Cristo
adelantarnos lo que después nos evidenciaría con su gloriosa Resurrección,
una vez consumado el misterio redentor del Calvario.
–Génesis
12,1-4: Vocación de Abrahán, padre del pueblo de Dios». La
fe hace posible la salvación de los hombres. Pero la fe no es simple
filosofía religiosa, sino fidelidad personal al designio de Dios, que nos
traza el camino de salvación, como lo hizo con Abrahán, padre y modelo de
los creyentes. Comenta San Agustín:
«Se ha realizado en Cristo la promesa que hizo a
Abrahán cuando le dijo: “En tu descendencia serán benditas todas las gentes
” (Gén 12,3). De poner los ojos en sí mismo, ¿Cómo lo hubiera creído? Era
un hombre solo y viejo, y su mujer estéril y de edad avanzada... No existía
base alguna en absoluto donde apoyar la esperanza; mirando, empero, a quien
le hacía la promesa, lo creía, aun sin ver el camino. He ahí cumplido ante
nosotros lo que fue objeto de su fe; creemos, en consecuencia, lo que no
vemos, por lo que viendo estamos» (Sermón 130,3).
–Con el Salmo 32 decimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros como lo esperamos en Ti. La palabra del Señor es sincera y todas
sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia
llena la tierra».
–2
Timoteo 1,8-10: Dios nos llama e ilumina. No por nuestros
méritos, sino por la obra de Jesucristo, Dios mismo realiza la salvación
del verdadero creyente. La iniciativa es siempre de Dios; sólo es nuestra
la respuesta responsable, coherente y llena de amor. El testimonio del que
trata el Apóstol no es tanto doctrinal cuanto vital.
La
presencia escondida de Cristo se hace visible y transparente no por sabias
disquisiciones teológicas, sino por auténticos comportamientos prácticos.
Cristo se hace presente en la comunidad cuando existen hombres que piensan
y, sobre todo, que actúan como Él.
Cristiano es no el que habla como Cristo, sino
el que vive como Él. La gratuidad del don salvífico no atenúa la
colaboración del hombre. El designio de Dios avanza en el mundo con la
actuación de las causas segundas. Dios obra por el hombre que se somete a
su plan de salvación en Cristo.
De ahí nuestra gran responsabilidad en la obra
de la redención, no únicamente de nosotros, sino de todo el mundo. Es el
gran misterio de que hablaba Pío XII en la encíclica Mystici Corporis:
Dios quiere realizar la salvación de los hombres por medio de otros
hombres ¡Una dignidad grande y una grande responsabilidad!
–Mateo
17,1-7: Su rostro resplandeció como el sol. Aunque la necesidad de la cruz puede
escandalizarnos, la filiación divina de Cristo Jesús es suficiente garantía
que nos alienta a vivir en serio el misterio del Calvario para nuestra
salvación. Comenta San León Magno:
«Para que adquiriesen los apóstoles una
inquebrantable fortaleza y no temblasen ante la aspereza de la cruz, para
que no se avergonzasen de la pasión de Cristo, ni tuviesen por denigrante
el padecer lo mismo, ya que podrían con los suplicios de la tortura ganar
la gloria del reino, tomó a Pedro, a Santiago y al hermano de éste, Juan,
y, subiendo con ellos a un monte elevado, les manifestó el esplendor de su
gloria.
«Aunque admitían en Él la majestad divina, con
todo desconocían el poder oculto de su cuerpo. Por eso les había prometido
anteriormente que no gustarían la muerte algunos de sus discípulos antes de
ver al Hijo del Hombre venir en su realeza, es decir, en la majestuosa
claridad que pensaba manifestar como perteneciente a la naturaleza humana
que había asumido.
«Porque aquella otra visión inefable e
inaccesible de su dignidad, que se reserva en la vida eterna para los
limpios de corazón, de ninguna manera podían verla. Si no queremos vivir
como si hubiéramos renunciado a nuestra identidad cristiana es preciso que
toda nuestra vida esté alentada por la gloria de Cristo» (Sermón 51,2).
Ciclo B
El acontecimiento de la Transfiguración del
Señor es más necesario para nosotros que para Él mismo. Su finalidad fue
proclamar ante sus apóstoles privilegiados la condición divina de Jesús,
compatible con el anuncio de la Pasión que les acababa de hacer.
Para
nosotros, nos recuerda que nuestra vocación cristiana es, ante todo,
vocación de santidad, esto es, vocación de ser transfigurados en Cristo,
por el único camino que es posible alcanzar esa transformación de nuestra
vida: el camino de la cruz, de la abnegación, renuncia a uno mismo y
colaborar con la gracia divina en una verdadera renovación sobrenatural de
cada instante.
–Génesis
22,1-2.9-10.13.15-18: Dios manda a Abrahán que sacrifique a su
hijo Isaac. Abraham es en la historia de la salvación el modelo exacto
del creyente, que vive fiándose de la palabra de Dios, obedeciéndole
también en los momentos de prueba, como cuando le pide el sacrificio de su
hijo Isaac. Comenta San Agustín:
«Justo es, hermanos, que confiemos en Dios, aun
antes de que pague nada, porque en realidad ni puede mentir, ni puede
engañar, fiaron en Él nuestros padres. Así lo hizo Abrahán. He ahí una fe
digna de ser alabada y pregonada. Nada había recibido aún de Dios y creyó
cuando le hizo la promesa; nosotros, en cambio, a pesar de haber recibido
tanto, aún no confiamos en Él...
«Abrahán confió inmediatamente en Dios, y la
tierra no se le dio a él personalmente, sino que la reservó para su
posteridad... Nuestro Señor Jesucristo se convirtió en posteridad de
Abrahán. Lo que encontramos prometido a Abrahán, lo vemos cumplido en
nosotros» (Sermón 113,A,10).
–Con el Salmo 115 aclamamos: «Caminaré en presencia del Señor, en
el país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: “Qué desgraciado soy”. Mucho
le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, soy tu siervo, siervo
tuyo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio
de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en
presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de
ti, Jerusalén». Caminemos siempre en presencia del Señor con una fe viva y
por el verdadero Camino, que es Cristo, Señor nuestro.
–Romanos
8,31-34: Dios no perdonó a su propio Hijo. En Cristo Jesús,
el Hijo Unigénito del Padre, sacrificado por nuestra salvación, tenemos la
absoluta evidencia del amor que el Padre nos tiene (Jn 3,16). El Corazón de
Jesucristo es la revelación de ese inmenso amor. Comentando este pasaje
paulino, San Agustín dice:
«Si Dios no perdonó a su propio Hijo... ¿cómo no
iba a darnos todo con Él? Cristo sufrió la Pasión: muramos al pecado.
Cristo resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre: no
se apague aquí nuestro corazón, antes bien, sígale al cielo. Nuestra Cabeza
pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el
sepulcro: sepultados con Él, olvidemos el pecado. Está sentado en el cielo:
transfiramos nuestros deseos a las cosas sublimes. Ha de venir como Juez:
no llevemos el mismo yugo que los infieles... Pondrá a los malos a la
izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las
obras. Su Reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida»
(Sermón 229 D,1)
–Marcos
9,1-9: Este es mi Hijo amado. Aceptemos la oferta que nos
hace el Padre. Escuchémoslo y sigamos sus enseñanzas. Así es como seremos
verdaderos cristianos. Comenta San León Magno:
«Este es mi Hijo. No nos separe la divinidad, ni
nos divida el poder, ni nos diferencie la eternidad. Este es mi Hijo, no
adoptivo, sino propio; no creado por otro, sino engendrado por Mí mismo; ni
pertenece a otra naturaleza semejante a la mía, sino que, nacido de mi
sustancia, es igual a Mí mismo. Este
es mi Hijo, por quien fueron hechas todas las cosas y sin Él nada se
hizo (Jn 1,3)...
«Escuchad sin vacilación alguna a Aquél en quien
yo me complazco, pues es la Verdad y la Vida (Jn 14,16), mi Poder y mi
Sabiduría (1 Cor 1,24). Escuchad al que ha anunciado los misterios de la
ley y ha cantado la voz de los profetas. Escuchadle, que ha redimido al
mundo con su sangre, ha atado al diablo y le ha arrebatado sus armas (Mt
12,29), que ha roto la cédula de condena (Col 2,14) y el pacto de la
prevaricación. Escuchadle, que abre el camino del cielo y, por el suplicio
de la cruz, os prepara la escala para subir al Reino» (Sermón 51)
Ciclo C
Los textos bíblicos y litúrgicos de esta
celebración nos presentan al Hijo muy amado del Padre, garantía segura de
nuestra fe y de nuestra salvación. Por su Transfiguración nos preanuncia lo
que sería después de su Resurrección y Ascensión a los cielos. Sólo Él
tiene poder para renovar nuestro interior por la gracia santificante, como
verdaderos hijos de Dios. Por el camino de la Cruz llegaremos al reino de
la Luz.
–Génesis
15,5-12.17-18: Alianza de Dios con Abrahán, que en la
historia de la salvación es un modelo ejemplarísimo para los creyentes. Por
su fe, se fió incondicionalmente de Dios y comprometió toda su vida.
Comenta San Agustín:
«Si uno puede degenerar por las costumbres, de
idéntica manera puede uno hacerse hijo por ellas. Así, a nosotros,
hermanos, se nos llamó hijos de Abrahán, sin haberlo conocido personalmente
y sin tener de él la descendencia carnal. ¿Cómo, pues, somos hijos de
Abrahán? No en la carne, sino en la fe. “Creyó Abrahán a Dios y le fue
reputado como justicia” (Gén 15,16).
«Si, pues, Abrahán fue justo por creer, todos
los que después de él imitaron la fe de Abrahán se hicieron hijos de él.
Los judíos, nacidos de él según la carne, no siguieron su fe y se
degeneraron; imitándolo nosotros, aunque nacidos de gente extranjera,
conseguimos lo que ellos perdieron
por su degeneración» (Sermón 305,A,3).
–Con el Salmo 26 proclamamos: «El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme. Digo en mi corazón:
“Busca su Rostro”. Tu Rostro buscaré, Señor, no me escondas tu Rostro; no
rechaces con ira a tu siervo, que Tú eres mi auxilio. Espero gozar de la dicha
del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten
ánimo, espera en el Señor». Comenta San Agustín:
«Él me ilumina; apártense las tinieblas. Él me
salva, desaparezca la flaqueza. Caminando seguro en la Luz, ¿a quién
temeré? No otorga Dios una salvación que pueda ser quebrantada por algo; ni
una Luz que pueda ser oscurecida por alguien. El Señor salva, nosotros somos salvados.
Luego, si Él ilumina y nosotros somos iluminados, si Él salva y nosotros
somos salvados, sin Él somos tinieblas y flaqueza» (Sermón 243,6).
–Filipenses
3,17-4,1: Cristo nos transformará según el modelo de su
Cuerpo glorioso. También nosotros hemos sido elegidos por Dios. La Cruz
de Cristo es el signo eficaz que el Padre nos ha ofrecido para
transformarnos en hijos suyos, según el modelo del Corazón del Hijo muy
amado. Dice el Apóstol que somos conciudadanos del cielo. ¿Cómo es posible
esto viviendo en la tierra? San Agustín lo explica:
«¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la
tierra, de modo que, gracias a la fe, la esperanza y la caridad con las que
nos unimos con Cristo descansemos ya con Él en el cielo? Mientras Él está
allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí,
podemos estar ya con Él allí. Él está con nosotros por su divinidad, su
poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque no podamos llevarlo a cabo como Él por su
divinidad, sí que podemos por su amor hacia Él...
«Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero
ya no subió el solo, puesto que nosotros subimos también en Él por la
gracia. Así, pues, Cristo descendió Él solo, pero ya no subió Él solo; no
es que queramos confundir la
dignidad de la Cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de
todo el Cuerpo pide que éste no sea separado de su Cabeza» (Sermón 98,1-2).
–Lucas
9,28-36: Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió.
La Transfiguración adelantó momentáneamente el misterio de la Resurrección
pascual. Nos garantiza el poder del Hijo muy amado para renovar nuestra
vida y reconciliarnos con el Padre. Comenta San León Magno:
«De tal modo manifiesta el Señor su gloria ante
los testigos elegidos y con tal resplandor hace brillar su forma
corporal, común a los demás
mortales, que semeja su rostro el fulgor del sol e iguala el vestido la blancura
de la nieve. Fundamenta también la esperanza de la Santa Iglesia, que
reconoce en la Transfiguración del Cuerpo místico de Cristo la
transformación con que va a ser agraciada, ya que puede prometerse a cada
miembro la participación en la gloria que con anterioridad resplandece en
la Cabeza» (Sermón 51, sobre la Transfiguración, 3).
Es necesario que llenemos toda nuestra vida del
ansia permanente de la perfección, pues hemos sido llamados a la santidad y
a esto nos lleva nuestra identidad de creyentes en Cristo. Hemos de
sacrificar toda frivolidad, pereza, mediocridad... para asemejarnos a la
imagen de Cristo, resplandeciente de verdad y santidad.
Lunes
Entrada: «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie
se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal
25,11-12).
Colecta (del Gelasiano y Gregoriano): «Señor,
Padre santo, que, para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro
cuerpo mediante la austeridad; ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado,
y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley».
Comunión: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36).
Postcomunión: «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado,
y nos haga partícipes de las alegrías del cielo».
–Daniel
9,4-10: Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus
mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del
pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este
tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de
Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él
abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja
también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien
merecido lo tenemos.
¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia,
el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de
Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y
lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que
habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no
moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos
y viviréis» (Ez 18,30-32).
«Convertíos a Mí... y yo me convertiré a
vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los
antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y
de vuestras malas obras» (Za 1,3-4).
«Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está
cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que
regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is
55,6-7).
–El Salmo
78 nos enseña a reconocer sinceramente nuestros pecados y nos
abre a la misericordia de Dios:
«Señor, no nos trates como merecen nuestros
pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu
compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios
Salvador nuestro, por el honor de tu
nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso
salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de
tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de
generación en generación».
¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y
a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina
y reconforta a las almas.
–Lucas
6,36-38: Perdonad y seréis perdonados. Esta es la actitud
del verdadero discípulo de Cristo. La grandeza del hombre, la realización
auténtica de su ser, consiste en ser imagen de Dios, acercándose a su
modelo, Cristo. La misericordia de Dios es necesaria para juzgar como Él,
superando todas las medidas humanas. Comenta San Agustín:
«Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la
amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante
Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció
que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo...
Respecto al perdón, tú no solo quieres que se te perdone tu pecado, sino
que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos
perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas
que se cometan contra nosotros...» (Sermón 83,2-4).
Resida en el alma amansada y humilde la
misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien
ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del
Señor.
Martes
Entrada: «Da luz a mis ojos, para que no duerma en la
muerte; para que no diga mi enemigo: “Le he podido”» (Sal 12,4-5).
Colecta (del misal anterior, y antes, del Gelasiano):
«Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin tu ayuda no
puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu
Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación».
Comunión: «Proclamo todas tus maravillas, me alegro y
exulto contigo y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo» (Sal 9,2-3).
Postcomunión: «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía nos
ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente».
–Isaías
1,10.16-20: Aprended a obrar bien, buscad la justicia. La
mejor penitencia es apartarse del pecado y obrar el bien. Comenta San
Agustín:
«Mostrad que sois un cuerpo digno de la Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un
cuerpo adecuado a ella» (Sermón 341,13).
Lactancio dice que la caridad cristiana es la
verdadera justicia:
«Da preferentemente a éste de quien nada
esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de
estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera
hombre. Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la
verdadera y tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos,
desvalidos , a quienes a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles
a los hombres, pero útiles a Dios, quien conserva su vida, quien les da el
espíritu, quien los juzga dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté de tu
mano y sustenta con humanidad la vida de los hombres para que no mueran.
«Quien puede socorrer a los que están a punto de
perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero
de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los
impedidos» (Inst. Divinas 6,11).
Así lo afirma también San Ambrosio:
«La misericordia es parte de la justicia, de
modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según
aquello: “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece
eternamente”(Sal 111,9). Además, porque es injusto que el que es
completamente igual a ti no sea ayudado por su semejante» (Sermón 8
sobre el Salmo 118,22).
–La justicia, la misericordia y las obras de
caridad han de salir del interior del corazón. «No todo el que dice:
”Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Lo que ha de
cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden
nuestros actos. Con el Salmo 49
proclamamos esta verdad:
«Al que sigue buen camino le haré ver la
salvación de Dios. No te reprocho tus sacrificios, pues siempre están tus
holocaustos ante Mí. Pero no aceptaré un becerro de tu casa, ni un cabrito
de tus rebaños. ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca
mi alianza, tú que detestas mis mandatos? Eso haces ¿y me voy a callar?
¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. El que ofrece
acción de gracias ése me honra; al que sigue buen camino, le haré ver la
salvación de Dios»
–Mateo
23,1-12: Ellos no hacen lo que dicen. Debemos dar buen
ejemplo no solo con las palabras, sino principalmente con las obras. Lo
contrario es el fariseísmo, la hipocresía de los escribas y los jefes de la
Sinagoga, que Cristo condena en esta lectura evangélica.
Esta actitud consiste esencialmente en utilizar
las prerrogativas propias de la condición de representante de Dios, para,
con pretexto de tributarle culto, procurar el propio interés y honra,
engañando a los fieles. Las mismas prácticas y gestos religiosos quedan
despojadas de su auténtico sentido, ante el deseo desordenado de hacerse
notar. Además, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de su
egoísmo, aprovechando su erudición para escoger, entre la casuística de los
preceptos, aquellos que le a él le reportan beneficio y cargando a otros
con mandamientos de los que ellos mismos se consideran dispensados.
Es un mal gravísimo. Pero es también una
tentación para todos, si no fundamentamos nuestras obras en la humildad de
corazón y de un amor sincero a Dios y al prójimo. En todo momento hemos de
dar a Dios un culto adecuado, el que exige su propio ser y sus obras de
amor.
Miércoles
Entrada: «No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes
lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 37,22-23).
Colecta (del Gelasiano): «Señor, guarda a tu
familia en el camino del bien, que tú le señalaste; y haz que, protegida
por tu mano en sus necesidades temporales, tienda con mayor libertad hacia
los bienes eternos».
Comunión: «El Hijo del Hombre no ha venido para que le
sirvan, sino para dar su vida en rescate de muchos» (Mt 20,28).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor Dios nuestro, que esta
Eucaristía, prenda de inmortalidad, sea para nosotros causa de salvación
eterna».
–Jeremías
18,18-20: ¡Venid y le heriremos! Jeremías se lamenta de
las maquinaciones de sus enemigos que traman aniquilarlo. Es una figura de
Cristo en su pasión y en su muerte. Los príncipes de los sacerdotes y los
fariseos se reúnen en gran consejo y determinan: «hay que hacer desaparecer
a Jesús, el Nazareno»; se apoderan de Jesús en el huerto; le ultrajan e
insultan mientras Él se desangra en la cruz y ruega al Padre por ellos:
«Perdónalos. No saben lo que hacen».
¡Sus enemigos! Pero, ¿no nos situamos también
nosotros muchas veces entre las filas de sus perseguidores y enemigos? ¿No
es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de
sus bienes y promesas? ¡Con cuánta frecuencia en la vida del cristiano se
oponen a Cristo y a sus mandatos las pasiones, los planes y miras humanas!
Pidamos al Señor que nos ilumine, para que a la luz de su pasión reconozcamos
la malicia y la odiosidad de nuestros pecados e infidelidades. San Agustín
dice:
«La pasión de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué
dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los fieles, si por
ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con
nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por
mano de los hombres, que Él mismo había creado? Grande es lo que el Señor nos promete
para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando
lo que ha hecho por nosotros» (Sermón 3).
–Con el Salmo 30 pedimos al Señor una liberación de las fuerzas
del Mal, que tiende sus redes para perjudicarnos: «Sálvame, Señor, por tu
misericordia de la red que me han tendido, porque Tú eres mi amparo. A tus
manos encomiendo mi espíritu: Tú, el Dios leal, me librarás. Oigo el
cuchicheo de la gente y todo me da miedo; se conjuran contra mí y traman
quitarme la vida. Pero, yo confío en Ti, Señor, te digo: “Tú eres mi Dios.
En tus manos están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen”».
–Mateo
20 17-28: Le condenarán a muerte. Por tercera vez en el
Evangelio, Jesucristo anuncia su pasión, que ya se perfila en el horizonte.
A la petición de la madre de los hijos del Zebedeo, Cristo responde con un
mensaje claro: Él no ha venido a ser servido, sino a servir; sus discípulos
han de seguir sus huellas. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San
Agustín:
«Cosa grande es el conocimiento de Cristo
crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo
crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No
os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la
envoltura y orad para que se os desenvuelva.
«¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas
es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y
cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer
en quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo
crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde
la debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si
quieres llegar a la segunda parte, no desprecies la primera» (Sermón 160,3-4).
Jueves
Entrada: «Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a
prueba y conoce mis sentimientos. Mira si mi camino se desvía, guíame por
el camino recto» (Sal 138,23-24).
Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien
la ha perdido, atrae hacia Ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de
tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien
obrar».
Comunión: «Dichoso el que con vida intachable camina en
la voluntad del Señor» (Sal 118,1).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que el fruto de este santo
sacrificio persevere en nosotros, y se manifieste siempre en nuestras
obras»
–Jeremías
17,5-10: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien
confía en el Señor. La oposición entre las dos actitudes que son fuente
de desgracia o de felicidad, nos dispone a contemplar las dos figuras de la
parábola evangélica: el rico Epulón y el pobre Lázaro. Comenta San Agustín:
«El hombre se perdió por primera vez a causa del
amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado a sí mismo y hubiese
antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se
hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Dios.
«Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer
hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no
amándote. Pues, para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el
Apóstol: “habrá hombres amantes de sí mismos”... “amantes del dinero”. Ya estáis viendo
que te encuentras fuera... ¿Por qué vas fuera?... Comenzaste a amar lo que
es exterior a ti y te extraviaste».
San Agustín evoca la parábola del hijo pródigo;
« Vuelto a sí se dirige al Padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si,
pues, había salido de sí y de aquél que le había dado el ser, al volver a
sí para ir al Padre, niégase a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No
presuma de sí, advierta que es hombre y escuche el dicho profético:
“¡Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!” (Jer 17,5). Sea
guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para
adherirse a Dios» (Sermón 96,2).
–El Salmo
1 es una meditación sobre el destino de los buenos y de los
malos. El tema de los caminos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, en la
vida de la Iglesia primitiva, como en la Didajé, es muy expresivo de
las diferentes actitudes humanas.
–Lucas
16,19-31: Tú recibiste bienes en vida y Lázaro a su vez
males; por eso encuentra aquí consuelo mientras tú padeces. El juicio
de Dios supondrá la inversión de acá abajo. El rico Epulón y el pobre
Lázaro son las dos posturas en la vida que se cambian en el juicio de Dios.
Hemos de atender a la voz de Dios, pues sólo en
ellas encontramos el camino seguro para recibir el premio en la otra vida.
Dios ha hablado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y sigue hablando en
la Iglesia, a través de la Tradición, el Magisterio, los dogmas y los
sacramentos. San Agustín destaca el destino final de quienes siguen uno u
otro camino:
«Ved a uno y a otro, al que vive en el placer y
al que vive en el dolor: el rico vivía entre placeres y el pobre entre
dolores; el primero banqueteaba, el segundo sufría; aquél era tratado con
respeto por la familia que lo rodeaba, éste era lamido por los perros; aquél
se volvía más duro en sus banquetes, éste ni con las migajas podía
alimentarse.
«Pasó el placer, pasó la necesidad; pasaron los
bienes del rico y los males del pobre; al rico le vinieron males y al pobre
bienes. Lo pasado pasó para siempre; lo que vino después nunca disminuyó.
El rico ardía en los infiernos; el pobre se alegraba en el seno de Abrahán. Primeramente había
deseado el pobre una migaja de la mesa del rico; luego deseó el rico una
gota del dedo del pobre. La penuria de éste acabó en la saciedad; el placer
de aquél terminó en el dolor sin fin» (Sermón 339,5).
Viernes
Entrada: «A Ti, Señor, me
acojo, no quede yo nunca defraudado; sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi amparo» (Sal 30,2.5).
Colecta (del misal anterior y,
antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Concédenos, Dios Todopoderoso,
que, purificados por la penitencia cuaresmal, lleguemos a las fiestas de
Pascua con perfecto espíritu de conversión».
Comunión: «Dios nos amó y nos envió
a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
Postcomunión: «Señor, después de
recibir la prenda de la eterna salvación, haz que, de tal modo la deseemos
y busquemos, que podamos conseguirla por tu misericordia».
–Génesis
37,3-4.12-13.17-28: ¡Ahí viene el soñador! ¡Venid, matémosle!
El episodio de José es figura de Cristo, rechazado por los hombres y
glorificado por Dios. La esclavitud a la que fue entregado José por sus
hermanos es condenada con estas palabras de San Gregorio Niseno:
«Ahora bien, el que se apropia lo que es de
Dios, atribuyendo a su linaje tal poder que se tenga a sí mismo por dueño
de los hombres y mujeres, ¿qué otra cosa hace que traspasar por la soberbia
de la Naturaleza, mirándose a sí mismo como cosa distinta de aquellos sobre
los que manda? He poseído esclavos y esclavas. Condenas a servidumbre al
hombre cuya naturaleza es libre e independiente, y te opones a la ley de
Dios, trastornando la ley que Él estableció sobre la naturaleza.
«Y es así que el que fue creado para ser dueño
de la tierra, y destinado por su Hacedor para mandar, a ése lo metes tú
bajo el yugo de la servidumbre, como si quisieras contravenir e impugnar la
ordenación de Dios. Tú has olvidado cuáles son los límites de tu autoridad,
que no se extienden más allá del dominio de los irracionales. Imperen, dice
la Escritura, sobre los volátiles, sobre los peces y los cuadrúpedos (Gén
1,26)... Pues, si Dios no esclaviza al libre, ¿quién osará poner su propio
poder por encima del poder de Dios?» (Homilía 4, sobre el Eclesiastés).
Además, la acción de los hermanos de José tuvo
mayor maldad aún, pues eran hermanos y obraron por envidia, para
eliminarlo, después de haber pretendido asesinarlo.
–El Salmo
104 es un canto a la bondad de los planes de Dios: José,
liberado de la esclavitud, se convierte en su día en salvador de su pueblo.
El cumplimiento inexorable de la voluntad de Dios no resta culpa a la
perversidad de sus hermanos.
El Señor actuó conduciendo la historia y lo hace
hoy también, a pesar de los pecados de los hombres: «Llamó al hambre sobre
aquella tierra: cortando el sustento de pan; por delante había enviado a un
hombre, a José, vendido como esclavo. Le trabaron los pies con grillos, le
metieron al cuello la argolla, hasta que se cumplió su predicción y la
palabra del Señor lo acreditó. El rey lo mandó desatar, el Señor de pueblos
le abrió la prisión, lo nombró administrador de su casa, señor de todas sus
posesiones».
–Mateo
21,33-43.45-46: Este es el heredero. Venid, matémosle. La
parábola de los viñadores, encierra la predicción de la pasión y muerte de
Cristo. Después de haber enviado a mensajeros, como los profetas, que
fueron aniquilados, envió a su propio Hijo, al que también mataron. La
parábola es también fundamento de la vocación del pueblo gentil al reino de
Dios. San Agustín así lo explica:
«Se plantó la viña, es decir, la ley dada en los
corazones de los judíos. Fueron enviados los profetas a buscar el fruto, o
sea, la rectitud de vida. Estos profetas recibieron afrentas y hasta la muerte.
Fue enviado también Cristo, el Hijo único del Padre de familia; y no solo
dieron muerte al heredero, sino que también, por ello, perdieron la
heredad. Su perversa decisión les produjo el efecto contrario. Para
poseerla le dieron muerte, y por haberle dado muerte, la perdieron» (Sermón
87,3).
Nuestro Señor toma sobre sí nuestros pecados,
los expía y suplica desde la cruz, con lágrimas de sangre, para nosotros y
en nuestro lugar, el perdón y la gracia.
Merecemos el castigo de Dios por no haber recibido
generosamente sus dones y por no habernos comportado como lo exige la
vocación a la que hemos sido llamados, por nuestros pecados y nuestras
iniquidades. Supliquemos al Señor que aparte su ira y su furor de nosotros.
¡Cuántos pecados, cuántas iniquidades se cometen diariamente en el mundo!
¿Qué sería de todos nosotros si el Señor no fuera nuestro Redentor y
Salvador?
Sábado
Entrada: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a
la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas
sus criaturas» (Sal 144,8-9).
Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Dios
nuestro que, por medio de los sacramentos, nos permites participar de los
bienes de tu Reino ya en nuestra vida mortal: dirígenos tú mismo en el
camino de la vida, para que lleguemos a alcanzar la luz en la que habitas
con tus santos».
Comunión: «Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano
tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc
15,32).
Postcomunión: «Señor, que la gracia de tus sacramentos llegue
a lo más hondo de nuestro corazón y nos comunique su fuerza divina».
–Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará
al fondo del mar todos nuestros delitos. Dios se complace en la
misericordia y en el perdón total de los pecados. Así aparece en la revelación
del Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, con la vida, doctrina,
pasión y muerte de Cristo. Él es el Buen Pastor que da la vida por las
ovejas, la realización de las muchas imágenes veterotestamentarias sobre la
acción de Dios en su pueblo. «Pastorea a su pueblo con el cayado, a las
ovejas de su heredad, a las que habitan apartadas en la maleza».
Por amor a las ovejas instituyó el sacramento de
la penitencia, que arroja a lo profundo del mar nuestros pecados, que, más
aún, los hace desaparecer. El Señor murió en la Cruz por nosotros. ¿Pudo
hacer algo más en bien nuestro? ¿No debieran la vista del Crucificado y el
recuerdo de su muerte y de su amor hacia nosotros, inflamarnos en un amor
agradecido tan grande que nos obligara a evitar de una vez para siempre el
pecado? Nos fortalece la gracia y la fuerza de la Santísima Eucaristía, en
la cual se nos da Señor en persona como alimento de nuestra alma.
Para el Buen Pastor, preocupado inmensamente por
la profunda debilidad y malicia de los hombres, no bastan ni su generoso y
desbordante amor hacia ellos en la Eucaristía, ni su entrega total en la
Cruz. Por eso, entregó a su Iglesia un nuevo medio de purificación del
pecado, de curación de las heridas causadas por él, de fortalecimiento
frente a la tentación. Instituyó el gran sacramento de la Penitencia.
–Siempre que hay conversión hay perdón, porque
el Señor es compasivo y misericordioso, no quiere la muerte del pecador,
sino que se convierta y que viva. Cuando el hombre arrepentido vuelve,
siempre encuentra los brazos del Padre que siente ternura por sus hijos.
Lo vemos en el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma
mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y
cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de
gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo.
No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras
culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad
sobre sus fieles; como dista el Oriente del Ocaso, así aleja de nosotros
nuestros delitos»
–Lucas
15,1-3.11-32: Parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso.
Es una bellísima narración, la reina de las parábolas. Es el gran
canto al inmenso amor divino que se muestra indulgente con el pecador,
lección oportunísima en medio de la celebración de la Cuaresma. San Agustín
invita a tomar la actitud del hijo que se vuelve a su padre:
«Imita aquel hijo menor, porque quizá eres como
aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes
viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el
hambre, suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?:
“Y volvió a sí mismo”. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí
mismo. Veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: “Me
levantaré... e iré a casa de mi padres”. Ved que ya se niega a sí mismo
quien se había hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: “Y le diré:
`He pecado contra el cielo y contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo
tuyo´» (Sermón 330,3).
Y el padre lo perdonó y lo agasajó. Se nos
perdonan los pecados en el sacramento de la Penitencia. El Padre vuelve a
recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete de la
Eucaristía. Así comenta san Ambrosio:
«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de
la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar
al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca
disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo
tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra
de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu
encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los
corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y
mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía
temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad
perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en
fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (Comentario a San
Lucas, VII, 212).
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