4ª SEMANA DE CUARESMA
Domingo
Entrada: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los
que la amáis, alegraos de su alegría los que por ella llevasteis luto;
mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos» (Is 66,10-11).
Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano):
«Señor, que reconcilias a los hombres contigo por tu palabra hecha carne,
haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa a
celebrar las fiestas pascuales».
Ofertorio (del Veronense y del Sacramentario de Bérgamo):
«Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que
nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos
misterios con fe verdadera y a saber ofrecértelos por la salvación del
mundo»
Comunión: «El Señor me puso barro en los ojos, me lavé y
veo, y he empezado a creer en Dios (Jn 9,11). O bien: «Deberías alegrarte,
hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido
y lo hemos encontrado» (Lc 15,32). O bien: «Jerusalén está fundada como
ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la
costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor» (Sal 121,3-4).
Postcomunión (Veronense y Gelasiano): «Señor Dios, luz
que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu
con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de
Ti, y aprendamos a amarte de todo corazón».
Ciclo A
En esta celebración, la Iglesia alegra nuestras
almas con el pregón gozoso de la cercanía de Pascua, en el que se proclaman
el don de la fe en Cristo y el sacramento del bautismo como misterios de Luz,
que iluminan nuestras vidas en el tiempo, redimiéndonos de las tinieblas
del pecado.
–1
Samuel 16,6-7.10-13: David es ungido rey de Israel. Los
juicios de Dios son distintos de los juicios humanos. Éstos se agotan con la
luz de sus apariencias, mientras que Dios ilumina verdaderamente las
realidades del corazón y elige a los suyos por propia iniciativa. La
vocación es el llamamiento que Dios hace al hombre que ha escogido y
destinado a una misión especial en la historia de la salvación. La llamada
de Dios ha de tener una
correspondencia generosa y absoluta. Es la respuesta a la que se refiere
San Agustín:
«¿Quiénes son los rectos de corazón? Los que
quieren lo que Dios quiere... No quieras torcer la voluntad de Dios» (Comentario
al Salmo 93).
–Con el Salmo 22 proclamamos: «El Señor es mi Pastor, nada me
falta. En verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes
tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo».
–Efesios
5,8-14: Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
La vocación cristiana, sellada en nuestro bautismo, nos libra de las
tinieblas, transformándonos en hijos de la luz. San Agustín comenta este
pasaje paulino:
«Pensad en las tinieblas de éstos [los
neófitos], antes de acercarse al perdón de los pecados. Las tinieblas,
pues, estaban sobre el abismo antes de que les fueran perdonados sus
pecados. Pero el Espíritu del Señor se cernía sobre las aguas. Descendieron
ellos a las aguas; sobre las aguas se cernía el Espíritu de Dios; fueron
expulsadas las tinieblas de los pecados; estos son el día que hizo el
Señor. A este día dice el Apóstol: “Fuisteis en otro tiempo tinieblas,
ahora, en cambio, sois luz en el Señor”. ¿Dijo acaso: “Fuisteis tinieblas
en el Señor”? Tinieblas en vosotros mismos, luz en el Señor. Dios llamó a
la luz día porque por su gracia se hace cuanto se hace. Ellos pudieron ser
tinieblas por sí mismos; pero no hubieran podido convertirse en luz de no
haberlo hecho el Señor. Este es el día que hizo el Señor: el Señor lo hizo
y no el día mismo» (Sermón 258,2).
–Juan
9,1-41: Fue, se lavó y volvió con vista. La fe es un don de
Dios, que ilumina a los creyentes. La increencia es la ceguera, que
mantiene a los hombres en su condición original de hijos de las tinieblas.
San Agustín explica este pasaje evangélico:
«Porque el Señor abre los ojos al ciego.
Quedaremos iluminados, hermanos, si tenemos el colirio de la fe... También
nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán y necesitamos que el Señor
nos ilumine» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 34,8-9).
Por el contacto amoroso de Jesús desapareció la
ceguera natural del ciego de nacimiento. Por el contacto eucarístico, el
Corazón de Cristo sigue iluminando desde lo más íntimo de nuestro ser, toda
nuestra vida. «El que me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor» (Jn
8,12).
Hijos de la luz por el bautismo y la Eucaristía,
toda nuestra conducta debe ser transparencia de nuestra condición de hijos
de Dios y testimonio viviente de santidad en Cristo. «Brille vuestra luz
delante de los hombres, que vean vuestras obras y glorifiquen al Padre que
está en los cielos» (Mt 5,16).
Ciclo B
Toda la historia de la salvación evidencia un
enfrentamiento ininterrumpido entre el misterio de las tinieblas y el
misterio de la luz, disputándose la vida de los hombres. El misterio de la
luz lo integra el designio amoroso de Dios, que nos ofrece la salvación y
la santidad; su palabra, que nos ilumina; su gracia que nos santifica. El
misterio de las tinieblas son las reacciones rebeldes de la inteligencia y
de la voluntad humana al servicio del pecado, que nos ciega, que nos
degrada y nos convierte en hijos de ira (Ef 2,3).
No podemos permanecer pasivos, irresponsables o
indefinidos. A nosotros nos toca optar con decisión por la fidelidad a la
gracia o permanecer paganamente degradados por las tinieblas del pecado.
–2
Crónicas 36,14-16.19-23: La ira y la misericordia del Señor
se manifestaron en el exilio y en la liberación del pueblo. El final
del segundo libro de las Crónicas contiene una meditación profunda de la
historia del pueblo de Israel que, con su rebeldía y pecados, provoca el
castigo divino. El Señor abate su soberbia y luego le regenera por la
misericordia.
La caída de Jerusalén, la destrucción del templo y la abolición de la dinastía
davídica han sido permitidas por Dios. Ya Jeremías y el Levítico las habían
previsto.
Pero estas calamidades no significan que Dios
haya puesto punto final a sus designios de amor para con Israel. Él suscita
a Ciro y le inspira una política de benevolencia con respecto a los judíos,
quienes construirán de nuevo el Templo, de modo que Dios pueda estar
presente en medio de su pueblo. El pueblo elegido pasa, por lo mismo, de un
régimen dinástico a una teocracia absoluta: Dios mismo se establecerá en
adelante en Sión para gobernar a su pueblo.
Pero tampoco el pueblo elegido será fiel y por
eso vendrán nuevas destrucciones y purificaciones, hasta la venida de
Cristo, que establece definitivamente el Reino de Dios en el mundo, cuya
plenitud tendrá lugar en la Jerusalén celeste, en la llamada visión de paz.
–La Iglesia es la continuadora de Cristo en el
mundo. Esto debe de estimularnos a ser fieles a Cristo y a extender su
Reino por doquier. Persecuciones no faltarán, pero las puertas del infierno
no prevalecerán. Con el Salmo
136 decimos con los israelitas deportados: «Si me olvido de ti,
Jerusalén [Iglesia Santa, Jerusalén celeste], que se me paralice la mano
derecha».
–Efesios
2,4-10: Muertos por el pecado, por pura gracia estáis
salvados. El misterio de la Cruz, signo definitivo de la salvación, es
también una prueba amorosa de amor salvífico del Padre sobre nosotros. Por
eso comenta San Agustín:
«¿Qué tienes, pues, que no hayas recibido? Y si
lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Pues si
Abrahán se glorió, de la fe se glorió. ¿Cuál es la fe plena y perfecta? La
que cree que todos nuestros bienes proceden de Dios» (Sermón 168,3).
Casiano manifiesta muchas veces que tenemos
necesidad de la gracia para hacer el bien:
«Si de una parte todos estos ejercicios son
indispensables para la perfección, de otra son del todo ineficaces para
llegar a ella sin el concurso de la gracia» (Instituciones 12,11). «El
principio de nuestra conversión y de nuestra fe, así como la paciencia en
sufrir, son dones de Dios... La gracia de Dios no ha hecho bastante con
haberos otorgado las primicias de nuestra salvación; hace falta que su
misericordia vaya obrando cada día su plena eclosión mediante esa misma
gracia» (Colaciones 3,14).
–Juan
3,14-21: Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por
Él. Como hijos de las tinieblas, todos los hombres éramos seres
mordidos por el pecado para la muerte y la condenación. Por el misterio de
la Cruz el Padre nos regenera de nuevo para la luz y la vida de hijos.
Comenta San Agustín:
«Cómo es que te parecía que los hombres
pecadores no podrían hacerse miembros de Cristo, es decir, de quien no tuvo
pecado alguno? Te impulsaba a ello la mordedura de la serpiente. Pero a
causa del pecado, es decir, del veneno de la serpiente, fue crucificado
Cristo y derramó su sangre para el perdón de los pecados.
«Moisés levantó la serpiente en el desierto para
que sanasen quienes en el mismo desierto
eran mordidos por las serpientes, mandándoles mirarla, y quien lo hacía
quedaba curado. Del mismo modo, conviene que sea levantado el Hijo del
Hombre, para que todo el que cree en Él, que lo contemple levantado, que no
se avergüence de su crucifixión, que se gloríe en la Cruz de Cristo, no
perezca, sino que tenga la vida eterna. ¿Como no morirá? Creyendo en Él.
¿De qué manera no perecerá? Mirando al levantado. De otra forma hubiera
perecido» (Sermón 294,11).
Ciclo C
La liturgia de este domingo proclama un
esperanzador y gozoso pregón pascual. Pascua significa, en la historia de
la salvación, para el pueblo de Dios y para cada uno de nosotros, la
urgencia de vida nueva, la responsabilidad de nuevas criaturas,
reconciliadas con el Padre por el sacrificio redentor de su Hijo. Para esta
vida nueva nos prepara la intensa purificación interior y exterior que nos
proporciona la celebración cuaresmal. Es preciso intensificar seriamente el
proceso personal de conversión, de purificación, porque así lo requiere la
celebración litúrgica del misterio pascual de Cristo, al que Él mismo nos
incorpora.
–Josué
5,9-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua antes de entrar
en la tierra prometida. Tras cuarenta años de peregrinación, el pueblo
de Israel entró en la tierra de salvación. Allí celebró por vez primera la
Pascua, como inauguración de una vida nueva y libre. Comenta San Atanasio:
«Vemos, hermanos míos, cómo vamos pasando de una
fiesta a otra. Ahora ha llegado el tiempo en que todo vuelve a comenzar, el
anuncio de la Pascua venerable, en la que el Señor fue inmolado. Nosotros
nos alimentamos... y deleitamos siempre nuestra alma con la sangre preciosa
de Cristo, como de una fuente; y, con todo, siempre estamos sedientos de
esa sangre, siempre sentimos un ardiente deseo de recibirla.
«Pero nuestro Salvador está siempre a
disposición de los sedientos y, por su benignidad, atrae a la celebración
del gran día a los que tienen sus entrañas sedientas, según aquellas
palabras suyas: “El que tenga sed, que venga a Mí y beba”... Siempre que lo
pedimos, se nos concede acceso al Salvador. El fruto espiritual de esta
fiesta no queda limitado a un tiempo determinado, ni su radiante esplendor
conoce el ocaso , sino que está siempre a punto, para iluminar las mentes
que así lo desean» (Carta 5,1-2).
–Con el Salmo 33 decimos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo a Dios en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi
alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren»
–2
Corintios 5,17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo.
Para nosotros la Pascua definitiva ha sido Cristo Jesús (1 Cor 5,7). Nos
exige una nueva vida de santidad: muerte al pecado y al hombre viejo, para
vivir auténticamente como hijos de Dios. Comenta San Agustín:
«Cuando nuestra esperanza llegue a su meta,
habrá llegado también a la suya nuestra justificación. Y, antes de
completarla, el Señor mostró en su carne, con la que resucitó y subió al
Padre, lo que nosotros hemos de esperar, para que viésemos en la Cabeza lo
que ha de suceder en los miembros... El mundo es convencido de pecado en
aquellos que no creen en Cristo, y de justicia en los que resucitan en los
miembros de Cristo. De donde se ha dicho: “A fin de que nosotros viniésemos
a ser justicia de Dios en Él”. Si somos justicia, lo somos en Él, el Cristo
total... el que va al Padre, y esa justicia alcanza entonces la plenitud de
su perfección» (Sermón, 144,6).
–Lucas
15,1-3.11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
Tras la degradación por el pecado, solo la penitencia y el retorno a la
fidelidad a Dios nos pueden garantizar la verdadera reconciliación
santificadora con el Padre. La parábola del hijo pródigo, bien se podría
llamar también la parábola del Padre misericordioso, como explica San
Gregorio Magno:
«He aquí que llamo a todos los que se han
manchado, deseo abrazarlos... No perdamos este tiempo de misericordia [la
Cuaresma], que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta
piedad que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y
nos prepara el seno de su clemencia para cuando volvamos a Él. Al pensar
cada uno en la deuda que le abruma, sepa que Dios le aguarda, sin
despreciarle ni exasperarse. El que no quiso permanecer con Él, que
vuelva... Ved cuán grande es el seno de la piedad y considerad que tenéis
abierto el regazo de su misericordia» (Homilía sobre los Evangelios
33).
Lunes
Entrada: «Yo confío en el Señor. Tu misericordia sea mi
gozo y mi alegría. Te has fijado en mi aflicción» (Sal 30,7-8).
Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano): «Oh
Dios, que renuevas el mundo por medio de sacramentos divinos: concede a tu
Iglesia la ayuda de estos auxilios del cielo sin que le falten los
necesarios de la tierra».
Comunión: «Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis
según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos, dice el Señor»
(Ez 36,27).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que estos misterios nos
renueven, nos llenen de vida y nos santifiquen, para que alcancemos, por ellos,
los premios eternos».
–Isaías
65,17-21: Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva.
El profeta anuncia la salvación como una nueva creación, tan sublime y
maravillosa que hará olvidarse de la primera. En la esperanza escatológica
todo se convierte en alegría, porque su fuente es Dios. No habrá en la
nueva creación dolor ni llanto, pues su gozo es el mismo Dios, su creador.
La salvación llena de gozo al pueblo y Dios se goza con él. San Gregorio de
Nisa dice:
«“Porque el Reino de Dios está en medio de
vosotros”. Quizás quiera esto... manifestar la alegría que se produce en
nuestras almas por el Espíritu Santo; imagen y el testimonio de la
constante alegría que disfrutan las almas de los santos en la otra vida» (Homilía
sobre las Bienaventuranzas 5).
Casiano también habla de la alegría de la vida
nueva en Cristo:
«Si tenemos fija la mirada en las cosas de la
eternidad, y estamos persuadidos de que todo lo de este mundo pasa y
termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos inquebrantables en
nuestro entusiasmo hasta el fin. Ni nos abatirá el infortunio, ni nos
llenará de soberbia la prosperidad, porque consideraremos ambas cosas como
caducas y transitorias» (Instit. 9).
Y San Agustín:
«Entonces será la alegría plena y perfecta,
entonces el gozo completo, cuando ya no tendremos por alimento la leche de
la esperanza, sino el manjar sólido de la posesión. Con todo, también
ahora, antes de que nosotros lleguemos
a esta posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es poca
la alegría de la esperanza que ha de convertirse luego en posesión» (Sermón
21).
La alegría cristiana es de naturaleza especial.
Es capaz de subsistir en medio de todas las pruebas: «se fueron contentos
de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes
por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
–El perdón es como una nueva creación; el
pecador perdonado vive alegre, pues se le ofrecen nuevas posibilidades de
vida. Por eso el alma se dilata al alabar a Dios, fuente de perdón y de
misericordia.
Así lo proclamamos con el Salmo 29: «Te ensalzaré Señor,
porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir, cuando bajaba a la
fosa. Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo. Su
cólera dura un instante, su bondad de por vida; al atardecer nos visita el
llanto, por la mañana el júbilo. Escucha, Señor, y ten piedad de mí, Señor
socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias
por siempre».
–Juan
4,43-54: Anda, tu hijo está curado. Jesús muestra su
gloria en Caná, por segunda vez, curando al hijo de un funcionario real que
tiene fe en su palabra. Por medio de milagros, da comienzo a una nueva era
que trae consigo la alegría. San Agustín dice:
«Con ser tan grande el prodigio que realizó en
Caná, no creyó en Él nadie, a excepción de sus discípulos. A esta ciudad de
Galilea vuelve ahora por segunda vez Jesús. [Un cortesano le pide que vaya
a su casa para que cure a su hijo]. Quien así pedía ¿es que aún no creía?
... El Señor, a la petición del Régulo, contesta de esta manera: “Si no
veis señales y prodigios no creéis”. Recrimina a este hombre por su tibieza
o frialdad o por su total falta de fe; pero desea probar con la curación de
su hijo cómo era Cristo, quién era y cuán grande su poder. Hemos oído la
palabra del que ruega, mas no vemos el corazón del que desconfía; pero lo
testifica quien oyó su palabra y vio su corazón...
«[Y creyó él y toda su familia]. Ahora me dirijo
al pueblo de Dios: tantos y tantos como hemos creído, ¿qué signos hemos
visto? Luego lo que entonces acontecía era como un presagio de lo que ahora
acontece... nosotros hemos asentido a Él y por el Evangelio creímos en
Cristo, sin haber visto ni exigido milagro alguno» (Tratado 16 sobre el
Evangelio de San Juan).
Martes
Entrada: «Sedientos, acudid por agua –dice el Señor–
venid los que no tenéis dinero y bebed con alegría» (cf. Is 55,1).
Colecta (del Veronense, Gelasiano y Sermón 47 de San León Magno): «Te
pedimos, Señor, que las prácticas santas de esta Cuaresma dispongan el
corazón de tus fieles para celebrar dignamente el misterio pascual y
anunciar a todos los hombres la grandeza de tu salvación».
Comunión: «El Señor es mi pastor, nada me falta; en
verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas» (Sal
22,1-2).
Postcomunión: «Purifícanos, Señor, y renuévanos de tal modo
con tus santos sacramentos que también nuestro cuerpo encuentre en ellos
fuerzas para la vida presente y el germen de su vida inmortal».
–Ezequiel
47,1-9.12: Por debajo del umbral del templo manaba agua e iba
bajando; a cuantos toquen este agua los salvará. Es una prefiguración
del agua que salió del costado de Cristo en la Cruz por la lanzada del soldado,
como símbolo del Espíritu Santo que brota del Resucitado, y también del
agua purificadora del bautismo.
Este pasaje es muy importante para San Juan
(7,37; 21,8-11; 19,34; Ap 21,22-32). Cristo resucitado, en efecto, es el
centro del culto de la nueva humanidad. Su santidad es de tal naturaleza
que justifica a todos los hombres que participan en ella; su victoria sobre
el pecado y la muerte está a punto de hacerse tan definitiva que cualquier
hombre puede estar seguro de resucitar a la vida de la gracia y de haber
sido justificado de su pecado.
Nosotros estamos bautizados, somos hijos de
Dios, herederos del cielo. Seamos fieles a nuestro bautismo, para que
podamos oir un día estas palabras: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer
el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo» (Mt 25,34).
–El profeta Ezequiel nos ha hablado de aguas
salvíficas, de las acequias que corren alegrando la ciudad de Dios, que
simbolizan a las aguas bautismales que, limpiándonos del pecado, nos han
dado la alegría de la salvación. El agua que corre es signo de la especial
protección de Dios en el Antiguo Testamento, en el Nuevo y en la vida de la
Iglesia.
El Salmo
45 reconoce esta predilección y cuidado: «Dios es nuestro
refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no
tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar. El
correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su
morada. Teniendo a Dios en medio no vacila, Dios la socorre al despuntar la
aurora. El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el
Dios de Jacob. Venid a ver las obras del Señor, las maravillas que hace en
la tierra».
–Juan
5,1-3. 5-16: Al momento el hombre quedó sano. Jesús cura
en Jerusalén a un paralítico en sábado. Controversia entre los judíos. En
el sábado se puede hacer el bien, aunque aquellos contemporáneos de Jesús
no lo consideraron así. Además, Dios está por encima del sábado y Cristo es
Dios. Comenta San Agustín:
«No debe nadie extrañarse de que Dios haga
milagros; lo extraño sería que los hiciera el hombre. Más gozo y admiración
nos debe producir el haberse hecho hombre Nuestro Señor Jesucristo que las
obras divinas que, como Dios, hizo entre los hombres. Y más valor tiene el
haber curado los vicios de las almas que curar las enfermedades del cuerpo.
«Pero el alma no conocía quien era el que la
había de curar, porque tenía los ojos de la carne para ver los hechos
corporales, pero no los ojos de un corazón limpio para ver a Dios que en
ellos estaba. El Señor realiza obras que ella podía ver para curar aquello
por lo que no podía ver. Entró en un lugar donde yacía una gran multitud de
enfermos, ciegos, cojos y paralíticos... y curó a uno solo, cuando podía
curar a todos con una sola palabra... Este enfermo que Él sana simboliza al
hombre que abraza la fe, cuyos pecados venía a perdonar y cuyas
enfermedades venía a curar» (Tratado 17 sobre el Evangelio de San Juan).
Miércoles
Entrada: «Mi oración se dirige hacia ti, Dios mío, el día
de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude» (Sal
68,14).
Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Señor, Dios nuestro, que concedes a los justos el
premio de sus méritos, y a los pecadores que hacen penitencia les perdonas
sus pecados, ten piedad de nosotros y danos, por la humilde confesión de
nuestras culpas, tu paz y tu perdón».
Comunión: «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar
al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17).
Postcomunión: «No permitas, Señor, que estos sacramentos que
hemos recibido sean causa de condenación para nosotros, pues los
instituiste como auxilios de nuestra salvación».
–Isaías
49,8-15: Ha constituido alianza con el pueblo para restaurar
el país. Dios anuncia a Israel exiliado en Babilonia el regreso a la
patria, confirmando el amor misericordioso e indestructible del Señor para
con su pueblo.
Ese amor misericordioso se realiza mucho más
expresivamente en la venida de Jesucristo, en el perdón de los pecados por
el sacramento del bautismo y de la penitencia. La liturgia cuaresmal en
favor de los catecúmenos y de los penitentes nos anima a preparamos para la
comunión pascual y la renovación de las promesas de nuestro bautismo. San
Agustín predica:
«La penitencia purifica el alma, eleva el
pensamiento, somete la carne al espíritu, hace al corazón contrito y
humillado, disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de
las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad». (Sermón 73).
–El profeta Isaías ha cantado gozoso la
salvación que viene de Dios. La salvación ha sido posible porque el Señor
es clemente y misericordioso, fiel a sus promesas, a pesar de las
infidelidades de Israel, de nuestras propias infidelidades. Pero hemos de
invocarle sinceramente.
Por eso
decimos con el Salmo 144:
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. El
Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El Señor es
fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a
los que van a caer, endereza a los que ya se doblan. El Señor es justo en
todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor
de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente».
–Juan
5,17-30: Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les
da vida, así también el Hijo del Hombre da vida a los que quiere. Él
comunica al alma, muerta por el pecado, la vida, pues precisamente ha
venido para esto. La resurrección corporal es un signo de la otra más honda
y necesaria. La da por el bautismo y por la penitencia. Comenta San
Agustín:
«No se enfurecían porque dijera que Dios era su
Padre, sino porque le decía Padre de manera muy distinta de como se lo
dicen los hombres. Mirad cómo los judíos ven lo que los arrianos no quieren
ver. Los arrianos dicen que el Hijo no es igual al Padre, y de aquí la
herejía que aflige a la Iglesia. Ved cómo hasta los mismos ciegos y los
mismos que mataron a Cristo entendieron el sentido de las palabras de
Cristo. No vieron que Él era Cristo ni que era Hijo de Dios; sino que
vieron en aquellas palabras que Hijo de Dios tenía que ser igual a Dios. No
era Él quien se hacía igual a Dios. Era Dios quien lo había engendrado
igual a Él. Si se hubiera hecho Él igual a Dios, esta usurpación le habría
hecho caer; pues aquel que se quiso hacer igual a Dios, no siéndolo, cayó y
de ángel se hizo diablo y dio a beber al hombre esta soberbia, que fue la
que le derribó» (Tratado 17,16, sobre el Evangelio de San Juan).
Jueves
Entrada: «Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid
al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104,3-4).
Colecta (del Gelasiano y del Sacramentario de Bérgamo):
«Padre lleno de amor, te pedimos que, purificados por la penitencia y por
la práctica de las buenas obras, nos mantengamos fieles a tus mandamientos,
para llegar bien dispuestos a las fiestas de Pascua».
Comunión: «Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en sus
corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo, dice el Señor» (Jer
31,33).
Postcomunión: «Que esta comunión, Señor, nos purifique de
todas nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio
quienes están agobiados por el peso de su conciencia».
–Éxodo
32,7-14: Arrepiéntete de la
amenaza contra tu pueblo. Moisés intercede ante Dios que quiere
castigar a su pueblo por haber sido infiel a la alianza, y obtiene el
perdón. Dios, que es misericordioso y fiel, perdona la infidelidad de su
pueblo por la intercesión de Moisés. En esa gran misericordia se manifiesta
de forma máxima su omnipotencia, dice Santo Tomás de Aquino (Suma
Teológica, 2-2 30,4). Casiano explica que la misericordia de Dios
perdona y mueve a conversión:
«En ocasiones Dios no desdeña visitarnos con su
gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro
corazón... Tampoco tiene a menos hacer nacer en nosotros abundancia de
pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma
santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la
ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga
con clemencia. Más aún, su gracia se difunde en nuestros corazones para que
ese toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que
nos paraliza» (Colaciones, 4).
San Gregorio Magno ensalza la misericordia de
Dios:
«¡Qué grande es la misericordia de nuestro
Creador! No somos ni siquiera siervos dignos, pero Él nos llama amigos.
¡Qué grande es la dignidad del hombre que es amigo de Dios!» (Homilía 27
sobre los Evangelios). «La suprema misericordia no nos abandona, ni
siquiera cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios).
–El pueblo pecó adorando a un becerro. La
historia de Israel es la historia de su infidelidad a la alianza. Pero
Moisés intercede y Dios, rico en misericordia, vuelve a perdonar. El Señor
es fiel para siempre.
–Proclamamos esto con el Salmo 105: «En Horeb se
hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron su gloria
por la imagen de un toro que come hierba. Se olvidaron de Dios, su
salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas en el país de
Cam, portentos en el Mar Rojo. Dios hablaba de aniquilarlos; pero Moisés,
su elegido, se puso en la brecha frente a Él, para apartar su cólera del
exterminio. Acuérdate de nosotros por amor a tu pueblo». Y Dios perdona a
su pueblo.
–Juan
5,31-47: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza, será
vuestro acusador. Juan Bautista había dado testimonio acerca de Jesús.
También las Escrituras daban testimonio sobre Él. Pero ahora es Dios mismo
quien atestigüe la verdad de las palabras de Jesús, mediante las obras que
las acompañan. San Agustín dice:
«¿Por qué creéis que en las Escrituras está la
vida eterna? Preguntadle a ellas de quién dan testimonio y veréis cuál es
la vida eterna. Por defender a Moisés ellos quieren repudiar a Cristo,
diciendo que se opone a las instituciones y preceptos de Moisés.
«Pero Jesús los deja convictos de su error,
sirviéndose como de otra antorcha... Moisés dio testimonio de Cristo, Juan
dio testimonio de Cristo y los profetas y apóstoles dieron también testimonio
de Cristo... Y Él mismo, por encima de todos estos testimonios, pone el
testimonio de sus obras. Y Dios da testimonio de su Hijo de otra manera:
muestra a su Hijo por su Hijo mismo, y por su Hijo se muestra a Sí mismo.
El hombre que logre llegar a Él no tendrá ya necesidad de antorcha y,
avanzando en lo profundo, edificará sobre roca viva» (Tratado 23 sobre
el Evangelio de San Juan, 2-4).
Viernes
Entrada: «Oh Dios, sálvame por tu Nombre, sal por mí con
tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras» (Sal
53,3-4).
Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Tú que en
nuestra fragilidad nos ayudas con medios abundantes, concédenos recibir con
alegría la salvación que nos otorgas, y manifestarla a los hombres con
nuestra propia vida».
Comunión: «Por Cristo, por su sangre, hemos recibido la
redención, el perdón de los pecados; el tesoro de su gracia ha sido un
derroche para con nosotros» (Ef 1,7).
Postcomunión: «Señor, así como en la vida humana nos renovamos
sin cesar, haz que, abandonado el pecado que envejece nuestro espíritu, nos
renovemos ahora por su gracia».
–Sabiduría
2,1. 12-22: Lo condenaremos a muerte ignominiosa. La
conjura de los impíos contra el justo se verifica en la Pasión de Cristo. En
los labios de los enemigos de Cristo al pie de la Cruz se volverán a
escuchar palabras semejantes. El impío detesta el reproche permanente que
la vida del justo constituya para su vida depravada. El impío quisiera ver
suprimido al justo y hace todo lo que puede para llevarlo a cabo. Su furor satánico le lleva a intentar
demostrar que es vana la confianza
filial que el justo tiene en Dios, puesto que ni siquiera Él podrá librarlo
de sus manos homicidas. En el fondo es un alegato ateísta.
Así se hizo con Cristo: «Es mejor que muera un
solo hombre por el pueblo, para que no perezca toda la nación». Así habló
el sumo sacerdote Caifás. Desde ese día determinaron quitar la vida a
Jesús. Sólo una breve semana y realizarán su plan nefando. Sobornarán al
traidor Judas. Se apoderarán de Jesús en el Huerto de los Olivos y seguirán
todos los pasos de la Pasión que meditaremos en días sucesivos, sobre todo
en la Semana Santa.
–El justo ha de sufrir mucho a causa de los
malos. En la lectura primera vemos el modo de pensar y de actuar de éstos.
Pero es Dios el que vence y es su protección lo que cuenta. Vivamos con la
confianza puesta en Dios. Así lo expresamos con el Salmo 33: «El Señor se
enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria. Cuando
uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está
cerca de los atribulados, salva a los abatidos. Aunque el justo sufra
muchos males, de todos los libra el Señor. Él cuida de todos sus huesos, y
ni uno solo se quebrará. El Señor redime a sus siervos, no será castigado
quien se acoge a Él».
–Juan
7,1-2.10.25-30: Intentaban apresarlo, pero aún no había
llegado su hora. Continúan las controversias judías contra Jesús que proclama
en el templo, como Enviado del Padre, su mensaje profético. Jesús sabe muy
todo lo que va a sucederle. Gracias a la visión continua de Dios, de que
goza su alma, conoce exactamente, ve y palpa todo lo que le espera: la
traición de Judas, la negación de Pedro, las humillaciones y dolores indecibles...
También nos vio a nosotros. ¿No es cada pecado
un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes y
promesas? ¡Con cuánta frecuencia se oponen a Cristo y a sus mandatos, las
pasiones, los planes y miras humanas en la vida del hombre y del cristiano!
Hemos de pedir luces de lo alto para examinar nuestra vida, hacer una
auténtica revisión de vida, arrepentirnos de nuestros desvíos y pecados. De
este modo nos prepararemos a las fiestas de Pascua con toda sinceridad de
corazón y comenzaremos una vida nueva, llena de todas las virtudes.
Sábado
Entrada: «Me cercaban olas mortales, torrentes destructores me
aterraban, me envolvían las redes del abismo; en el peligro invoque al
Señor; desde su templo Él escuchó mi voz» (Sal 17,5-7).
Colecta (del misal anterior y, antes, del Gelasiano):
«Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor, ya que
sin tu ayuda no podemos complacerte».
Comunión: «Hemos sido rescatados a precio de la sangre de
Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,19).
Postcomunión: «Que tus santos misterios nos purifiquen,
Señor, y que por su acción eficaz nos vuelvan agradables a tus ojos».
–Jeremías
11,18-20: Yo era como un cordero manso llevado al matadero.
Las persecuciones sufridas por Jeremías profeta le convierten en una imagen
de Cristo durante su Pasión. Su dolor es símbolo del de Cristo, a cuya
Pasión aplica la Iglesia en su liturgia la imagen del árbol derribado en
pleno vigor. Pero en el profeta aún no se ve la imagen plena del amor para
con los enemigos, que Cristo enseñó con su palabra y su ejemplo. Prevalece
la confianza y la imagen emocionante del cordero manso, llevado al matadero
que ha inspirado el canto del Siervo de Dios en Isaías (53,6-7) y le ha
hecho símbolo de la Pasión del Cordero de Dios (Mt 26,63; Jn 1,29; Hch
8,32).
Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«La sangre derramada por Cristo reproduce en
nosotros la imagen del rey: no permite que se malogre la nobleza del alma;
riega el alma con profusión, y le inspira el amor a la virtud. Esta sangre
hace huir a los demonios, atrae a los ángeles...; esta sangre ha lavado a
todo el mundo y ha facilitado el camino del cielo» (Homilía 45, sobre el
Evangelio de San Juan).
Y San León Magno dice:
«Efectivamente, la encarnación del Verbo, lo
mismo que la muerte y resurrección de Cristo, ha venido a ser la salvación
de todos los fieles, y la sangre del único justo nos ha dado, a nosotros
que la creemos derramada para la
reconciliación del mundo, lo que concedió a nuestros padres, que
igualmente creyeron que sería derramada» (Sermón 15, sobre la
Pasión).
–El Salmo
7 es muy apropiado para la lectura anterior, pues expresa la
súplica del Justo por antonomasia, condenado injustamente. El Padre lo deja
morir para mostrar su extremada misericordia y su amor para con los
hombres, a quienes redime del pecado, conduciéndolos a la gloria eterna:
«Señor, Dios mío, A Ti me acojo, líbrame de mis enemigos y perseguidores y
sálvame, que no me atrapen como leones y me desgarren sin remedio. Júzgame,
Señor, según mi justicia, según la inocencia que hay en mí. Cese la maldad
de los culpables y apoya Tú al inocente, Tú que sondeas el corazón y las
entrañas, Tú, el Dios justo. Mi escudo es Dios que salva a los rectos de
corazón. Dios es un juez justo. Dios amenaza cada día»
–Juan
7,40-53: ¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? Ante
las nuevas afirmaciones de Jesús, las discusiones de sus enemigos se hacen más
vivas. En su desprecio al pueblo, los fariseos rechazan a los que creen en
Jesús e increpan a Nicodemo, porque siendo fariseo defendía a Jesús.
Jesús es el signo de contradicción en el mundo:
divide a los hombres y a sus opiniones con su sola presencia. Obliga a
todos a definirse, tanto en su época palestinense como también ahora. El
Perseguido, en su apariencia humilde de galileo, es Señor de su destino y
del destino de todos. Sus perseguidores tendrán que exclamar, como hizo un
día Juliano el Apóstata: «¡Venciste, Galileo!» Pero a nosotros nos conviene
gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, según expresión paulina.
San Juan Crisóstomo nos exhorta a confesar a Cristo crucificado:
«Oigan esto cuantos se avergüenzan de la Pasión
y de la Cruz de Cristo. Porque si el Príncipe de los Apóstoles, aun antes
de entender claramente este misterio, fue llamado Satanás por haberse
avergonzado de él, ¿qué perdón pueden tener aquellos que, después de tan
manifiesta demostración, niegan la economía de la Cruz? Porque si el que
así fue proclamado bienaventurado, si el que tan gloriosa confesión hizo,
tal palabra hubo de oir, considerar lo que habrán de sufrir los que,
después de todo eso, destruyen y anulan el misterio de la Cruz» (Homilía
sobre San Mateo 54).
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