SÍNTESIS DE LA EUCARISTÍA JOSE MARIA IRABURU EL ORIGEN DE LOS TEXTOS, ES DE
LA FUNDACION GRATIS DATE www.gratisdate.org Estimados amigos:
Con mucho gusto les autorizamos a reproducir en sus páginas-web (Caminando
con Jesus, Caminando con Maria y Misa Diaria), ….. Encomendemos al Señor
mutuamente nuestro apostolado. Cordial saludo en
Cristo +FGD |
INDICE (los números son de la edicion
impresa) Introducción Centralidad
de la eucaristía: fuente y cumbre, 3. -Ignorancia de la misa, 3. -Renovación
litúrgica, 4. -Llamada a los asiduos de la misa, 5. -Llamada a los cristianos
alejados de la eucaristía, 6. 1.
Los sacrificios de la Antigua Alianza Religiosidad
natural del sacrificio, 9. -Religiosidad judía del sacrificio, 9. -Abraham y
el sacrificio de su hijo Isaac, 10. -Sacrificio del cordero pascual, al salir
de Egipto, 10. -Moisés, en el sacrificio del Sinaí, sella la Antigua Alianza,
11. -Elías, en el sacrificio del Carmelo, restaura la Alianza violada, 11.
-Isaías y el cordero sacrificado para salvación de todos, 12. -Los múltiples
sacrificios de Israel, 13. -Los profetas y el culto de Israel, 13. 2.
El sacrificio de la Nueva Alianza El
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, 15. -La multiplicación de los
panes, 16. -Jesucristo, entre Moisés y Elías, 16. -Se decide la muerte de
Cristo, 16. -Jesús celebra la Pascua, 17. -Liturgia eucarística de la
Palabra, 17. -Liturgia eucarística del Sacrificio, 17. -Institución de la
eucaristía, 18. -La agonía de Getsemaní, 19. -La libre ofrenda de la Cruz,
20. -Resurrección de Cristo, 21. -El sacrificio de la Nueva Alianza, 21. -En
el signo de la Cruz, 23. -Stabat Mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa, 25. 3.
El misterio de la liturgia Ascensión
del Señor a los cielos, 26. -El pueblo cristiano sacerdotal, 27. -El
sacerdote, ministro representante de Cristo, 28. -Lo sagrado cristiano, 29.
-La disciplina sagrada de la sagrada liturgia, 30. -Que la mente concuerde
con la voz, 30. -Y que la voz se oiga y entienda, 30. 4.
La liturgia de la eucaristía Nombres,
32. -Lugar de la celebración, 32. -Estructura fundamental de la misa, 33. I. Ritos iniciales Canto
de entrada, 34. -Veneración del altar, 34. -La Trinidad y la Cruz, 34. -Amén,
35. -Saludo, 35. -Acto penitencial, 35. -Señor, ten piedad, 36. -Gloria a
Dios, 37. -Oración colecta, 37. II. Liturgia de la Palabra Cristo,
Palabra de Dios, 38. -Recibir del Padre el pan de la Palabra encarnada, 39. -La
doble mesa del Señor, 39. -Lecturas en el ambón, 40. -El leccionario, 41.
-Profeta, apóstol y evangelista, 41. -El Credo, 43. -La oración universal u
oración de los fieles, 43. III. Liturgia del Sacrificio A. Preparación de los dones El
pan y el vino, 44. -Oraciones de presentación, 44. -Súplicas del sacerdote y
del pueblo, 45. -Oración sobre las ofrendas, 45. B. Plegaria eucarística El
ápice de toda la celebración, 45. -Las diversas plegarias eucarísticas, 46.
-Prefacio, 47. -Santo-Hosanna, 47. -Invocación al Espíritu Santo (1ª), 48.
-Relato-consagración, 49. -Memorial, 50. -Y ofrenda, 50. -Invocación al
Espíritu Santo (2ª), 51. -Intercesiones, 52. -Ofrecer misas por los difuntos,
52. -Doxología final, 53. C. La comunión El
Padrenuestro, 53. -La paz, 54. -La fracción del pan, 55. -Cordero de Dios,
55. -La comunión, 56. -Disposiciones exteriores para la comunión, 57.
Disposiciones interiores para la comunión frecuente, 57. -La oración
post-comunión, 59. -Comunión y santidad, 60. -Los santos y la comunión
eucarística, 60. IV. Rito de conclusión Saludo
y bendición, 63. -Despedida y misión, 63. 5.
Fuente y cumbre Eucaristía
y vida cristiana, 64. -Eucaristía y vida sacramental, 65. -Eucaristía y
Liturgia de las Horas, 65. -El Misal de los fieles, 65. -El culto de la
eucaristía fuera de la misa, 66. -La eucaristía, «prenda de la gloria
futura», 66. -María y la eucaristía, 67. I
Apéndice Textos
eucarísticos primitivos La
Doctrina de los doce apóstoles (Dídaque), 69. -San Justino, 70. -San Ireneo,
71. -Traditio apostolica, 71. -Orígenes, 72. -San Cipriano, 73. -Eusebio de
Cesarea, 73. -San Atanasio, 74. II
Apéndice Ordinario
de la Misa Siglas Catecismo = Catecismo de la Iglesia
Católica, 1992. Código = Código de Derecho Canónico,
1983. Dominicae
Coenae = Carta de
Juan Pablo II, 1980. Denz = Enchiridion
Symbolorum, Denzinger-Schönmetzer. Eucharisticum
mysterium =
Instrucción S. C. Ritos, 1967. MG
= Patrologia graeca, J. P. Migne. ML
= Patrologia latina, J. P. Migne. Mysterium
fidei = encíclica
de Pablo VI, 1965. OGMR
= Ordenación general del Misal Romano, 1969. PE
= Plegaria eucarística. SC
= Sacrosanctum Concilium, constitución del Vaticano II, 1963. STh
= Summa
Theologica, Santo Tomás de Aquino. Bibliografía JUNGMANN,
J.A., El sacrificio de la Misa, Madrid, BAC 68, 19593. LECUYER,
J., El sacrificio de la Nueva Alianza, Barcelona, Herder 1969. PARDO,
A., Liturgia de la eucaristía. Selección de documentos posconciliares,
coedit. Libros de la Comunidad 1981. RIVERA,
J. - IRABURU, J. M., Síntesis de espiritualidad católica, Pamplona,
Fundación GRATIS DATE 19944. SAYÉS,
J.A., La presencia real de Cristo en la eucaristía, Madrid, BAC 386,
1976. -El misterio eucarístico, ib. 482, 1986. -La
eucaristía, Madrid, EDAPOR 1981. SOLANO,
J., Textos eucarísticos primitivos I-II, Madrid, BAC 88 y 118, 1978 y
1979. SUSTAETA,
J.M., Misal y eucaristía, Valencia, Fac. Teología, 1979. VELADO
GRAÑA, B., Vivamos la santa Misa, Madrid, BAC pop. 1986 |
Introducción Centralidad
de la eucaristía: fuente y cumbre La
Iglesia siempre ha comprendido que su centro vivificante está en la
eucaristía, que hace presente a Cristo, continuamente, en el sacrificio
pascual de la redención. En la santa misa, el mismo Autor de la gracia se
manifiesta y se da a los fieles, santificándoles y comunicándoles su
Espíritu. El Vaticano II afirma por eso con verdadera insistencia que la
eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a; +CD «La
celebración de la misa -afirma la Ordenación general del Misal Romano-,
como acción de Cristo y del Pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el
centro de toda la vida cristiana para la Iglesia universal y local y para
todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que
Dios santifica en Cristo al mundo y el culto que los hombres tributan al
Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios. En ella, además, se
recuerdan a lo largo del año los misterios de la redención de tal manera, que
en cierto modo éstos se nos hacen presentes. Así pues, todas las demás
acciones sagradas y cualesquiera obras de la vida cristiana se relacionan con
ella, proceden de ella y a ella se ordenan» (OGMR 1). Ignorancia
de la misa Hay
que reconocer, sin embargo, que, a pesar de esa centralidad indudable, son
pocos los cristianos que tienen acerca de la eucaristía un conocimiento de fe
suficiente. Y
esa ignorancia litúrgica viene de lejos. La Iglesia de nuestros padres y
antepasados -que en tantas cosas, si somos humildes, se nos muestra ahora
admirable-, padecía, sin embargo, notables ignorancias en materia de
liturgia. Todavía hoy, los cristianos de mayor edad saben que, cuando
eran niños o muchachos, era normal que durante la misa se rezara el rosario,
o se hicieran desde el púlpito novenas y predicaciones morales, que sólo
cesaban durante el tiempo de la consagración, para seguir después. Recuerdan
también las misas de comunión general o aquellas especialmente solemnes, que
se celebraban ante la Custodia expuesta. En alguna ocasión habrían visto cómo
en una misma iglesia, en distintos altares laterales, varios sacerdotes solos
celebraban diversas misas. O es posible que recuerden cómo su párroco, a
primera hora del día, rezaba completo el Oficio Divino, para quedar ya libre
de él durante toda la jornada... ¿Cómo
pudo la Iglesia, incluso en excelentes cristianos, ir derivando en su vida
litúrgica a situaciones tan anómalas? Son muchas y graves las causas, pero aquí sólamente
señalaremos una. La capacidad de los fieles para comprender y participar
activamente en los sagrados misterios va disminuyendo, más o menos
desde el Renacimiento, a medida que va creciendo en la espiritualidad
del Occidente cristiano un voluntarismo de corte semipelagiano. La clave de
la santificación, entonces, no está tanto en la gratuidad de la liturgia sino
en el esfuerzo de la ascética. Y en ésta es, durante los últimos siglos,
donde centran su atención los autores espirituales. Renovación
litúrgica En
este sentido, la renovación litúrgica impulsada por el Vaticano II es un
don inmenso del Espíritu Santo a la Iglesia actual. Es una gracia de cuya
magnitud quizá no nos hemos dado cuenta todavía. Esta renovación, iniciada un
siglo antes, no sólamente ha verificado los ritos litúrgicos en muchos
aspectos, devolviéndoles su sencillez y su genuino sentido, sino que, sobre
todo, ha impulsado la renovación espiritual litúrgica del mismo pueblo
cristiano. En efecto, el concilio Vaticano II exhorta con insistencia a una
renovada catequesis litúrgica -que, por otra parte, es imposible sin
una simultánea catequesis bíblica (SC 41-46)-, especialmente en lo
referente a la eucaristía. Todos
debemos ser muy conscientes de que la mejor formación espiritual cristiana
está en aprender a participar plenamente de la eucaristía. En efecto, «la
Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este
misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo
bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y
activamente en la acción sagrada, sean instruídos con la Palabra de Dios,
se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse
a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote,
sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la
unión con Dios y entre sí» (SC 48). Es
honrado comprobar, sin embargo, que esta renovación de los fieles en temas
litúrgicos no se ha producido sino muy escasamente. Todavía la mayor
parte de los cristianos de hoy apenas entiende nada de lo que en la liturgia,
concretamente en la eucaristía, se está celebrando. Los mayores -que
ya venían, si vale la expresión, malformados-, porque apenas han
recibido en estos decenios el complemento necesario de catequesis litúrgica
que hubieran necesitado; y los más jóvenes, porque han tenido que
sufrir catequesis escasamente religiosas, excesivamente éticas, muy poco
capaces de revelar el mundo formidable de la gracia en la liturgia. Y así,
unos y otros, aunque sean practicantes -para qué decir de los que no lo son-,
entran con gran dificultad en las acciones sagradas de la misa; las
siguen de lejos, con no pocas distracciones, tan devotamente como pueden,
pero sin facilidad alguna para participar en ellas activa y
conscientemente. Y no pocos sufren la mala conciencia de aburrirse durante la
celebración de algo que saben tan santo... Llamada
a los asiduos de la misa Los
cristianos fieles conocen la eucaristía, ciertamente, entienden en la fe lo
principal del misterio litúrgico: que allí está Cristo santificando más
intensamente que en ningún otro momento. Y por eso acuden a la misa con
devoción, y perseveran años y años en esa asistencia. Buscan a Cristo en la
eucaristía con sincero corazón, y allí le encuentran. Esto es indudable. Pero
ellos mismos confiesan con frecuencia que tienen grandes dificultades
habituales para seguir atentamente la misa, para participar en todos y
cada uno de sus momentos sagrados con fácil y activa devoción... Muy pocos de
ellos, si son padres, están en condiciones de «explicar a su hijo» la santa
misa. No es raro, pues, que el hijo la vaya abandonando, y diga como excusa:
«la misa no me dice nada». Y aún podría alegar: «¿Y cómo la podré entender,
si nadie me la explica?» (Hch 8,31). Y el padre, a su vez podría decir: «¿Y
cómo podré explicar a mi hijo lo que yo mismo apenas entiendo?»... En
la eucaristía, es evidente, debemos procurar que la mente esté atenta a las
palabras y acciones de la celebración. Pero tantas veces esto no se da. ¿Por
qué? ¿Cómo es posible que, incluso en personas de buen espíritu, sea más
frecuente en la misa la distracción que la atención? Si en la misa se
dicen cosas tan grandiosas y bellas, tan formidables y estimulantes, y
después de todo tan sencillas, ¿cómo es que tantos fieles no logran
habitualmente decirlas, interior o vocalmente, con sincero y
entusiasta corazón? ¿Por qué algo tan fácil resulta a tantos tan difícil? Pues,
sencillamente, porque muchos cristianos no entienden suficientemente el
acto litúrgico en el que, con su mejor voluntad, están participando. No
es que tengan el corazón «lejos del Señor», no. Muchas veces, en ese mismo
momento, estarán pensando en Él, suplicándole y alabándole. Lo que ocurre es
que, psicológicamente, viene a ser en la práctica imposible atender
sin entender. No es posible mantener la atención en palabras y gestos
cuya significación en gran parte se ignora. El
sacerdote, por ejemplo, dice: «Orad, hermanos»... Y el pueblo responde: «El
Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su
nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». ¿Por qué, tantas
veces, esa respuesta tan hermosa viene dada por el pueblo sin atención ni
intensidad? Pues porque muchos fieles apenas saben que la eucaristía es
realmente el sacrificio de la Nueva Alianza; porque no son suficientemente
conscientes de que la alabanza y glorificación de Dios es el fin
primordial de la Iglesia; porque apenas saben que están en la eucaristía para
procurar el bien de la santa Iglesia, y no solo el bien personal
propio... Para ser más exactos: todo eso lo saben por la fe, pero, por falta
de formación bíblica y litúrgica, no lo tienen actualizado mental y
afectivamente de un modo suficiente. Es,
pues, conveniente y necesario hacer sobre tan grave tema un examen humilde de
conciencia. ¿Será posible que un cristiano asiduo a la eucaristía
emplee cientos y miles de horas en leer los diarios o en desentrañar las Instrucciones
que acompañan a sus ordenadores y máquinas domésticas, o que van referidas a tantas
otras actividades necesarias o supérfluas, y que apenas haya dedicado en su
vida un tiempo para informarse acerca de los sagrados misterios de la
eucaristía, que constituyen sin duda el centro vital de su existencia?
Sí, será posible, es posible. ¿Espera, acaso, este cristiano progresar en la
participación eucarística por la mera repetición de asistencias? La realidad
defrauda, sin duda, esta esperanza. ¿O quizá espere ese progreso espiritual
de una cierta ciencia infusa? Anímense,
pues, los cristianos a procurar un mayor conocimiento de la liturgia de la
misa, para que puedan celebrar los sagrados misterios con mayor provecho y
gozo, y la mente en ellos concuerde con su voz. Llamada
a los cristianos alejados de la eucaristía La
vida cristiana es una vida eclesial, que tiene su corazón en la eucaristía.
No puede haber, pues, vida cristiana en un alejamiento habitual de la
eucaristía, y por tanto, de la Iglesia. Por eso la Iglesia, que nunca da leyes que no sean
estrictamente necesarias, dispone en su Código de vida comunitaria: «El
domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de
participar en la misa» (cn. 1247). Manda esto la Iglesia porque está
convencida de que los fieles no pueden permanecer vivos en Cristo si se
alejan de la eucaristía de modo habitual y voluntario. Desde el comienzo de
la Iglesia los cristianos han sido siempre hombres que el domingo celebran
la eucaristía. Y así seguirá siéndolo hasta el fin de los siglos.
Recordemos aquí sólamente algunos testimonios documentales: Siglo
I.-Jesús murió en la cruz «para congregar en uno a todos los hijos de Dios,
que están dispersos» (Jn 11,52). Por eso los que habían creído «perseveraban
en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan [la
eucaristía] y en la oración» (Hch 2,42). «Reunidos cada día del Señor [el
domingo], partid el pan y dad gracias [celebrad la eucaristía]» (Dídaque
14). Siglo
II.-«Celebramos esta reunión general [eucarística] el día del sol [el
domingo], pues es el día primero, en el que Dios creó el mundo, y en que
Jesucristo resucitó de entre los muertos» (San Justino, I Apología
67). Siglo
III.-«En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no
abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois
miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a
reuniros. Cristo es vuestra cabeza, siempre presente, que os reune; no os
descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros. No dividáis
su cuerpo, no os disperséis» (Didascalia II,59,1-3). Es
clara, pues, y constante desde el principio de la Iglesia, la convicción de
que los cristianos, ante todo, hemos sido congregados como pueblo
sacerdotal, para ofrecer a Dios la eucaristía, el sacrificio de la Nueva
Alianza. En medio de una humanidad que da culto a la criatura y se olvida de
su Creador, despreciándolo (+Rm 1,18-25), ésa es, como asegura San Pedro,
nuestra identidad fundamental: «vosotros,
como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo,
para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo». Así
pues, «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable» (1Pe 2,5.9). Sería
vano excusarse de la asistencia a la eucaristía, alegando que, sin ella,
puede vivirse la moral evangélica, que es lo más importante. Sí, hemos sido llamados los
cristianos a una vida moral nueva, que sea en el mundo luz, sal y fermento.
Es cierto. Pero recordemos sobre esto dos verdades fundamentales: 1º-
La primera obligación moral del hombre es ésta: «al Señor tu Dios
adorarás, y a Él solo darás culto» (Mt 4,10). Lo
más injusto, lo más horrible, desde el punto de vista moral -peor que la
mentira, la calumnia o el robo, el homicidio o el adulterio-, es que los
hombres se olviden de su Creador, «no le glorifiquen ni le den gracias», y
vengan así, aunque sea sólamente en la práctica, a «adorar a la criatura en
lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,21.25). Y de esa
miserable irreligiosidad, precisamente, es de donde vienen todos los demás
pecados y males de la humanidad (1,24-32). 2º-
La fe cristiana nos asegura que es la eucaristía la clave necesaria para
toda transformación moral. Cree en lo que afirma Cristo: «Sin mí, no
podéis hacer nada» (Jn 15,5). En la misa, no sólo el pan y el vino se
convierten en el Cuerpo de Cristo, sino también la asamblea de los creyentes
se va convirtiendo en Cuerpo místico de Cristo. Participando asiduamente en
la eucaristía es precisamente como los discípulos de Jesús «nos vamos
transformando en su imagen con resplandor creciente, a medida que obra en
nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18). Por
otra parte, recuerden también los cristianos alejados que es Cristo mismo
quien nos convoca a la eucaristía con todo amor y con toda autoridad.
Celebrarla a lo largo de los días y de los siglos es para nosotros un mandato
del Señor, no un simple consejo: «En
verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no
bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe
mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,53.56). Así pues, «tomad,
comed mi cuerpo y bebed mi sangre. Haced esto en memoria mía» (+Mt
26,26-28; 1Cor 11,23-26). Escuchemos,
pues, la voz de Cristo y de la Iglesia, que desde el fondo de los siglos, hoy
y siempre, nos está llamando a la participación asidua en la eucaristía.
No despreciemos a Cristo, no menospreciemos la «doble mesa del Señor», en
la que Él mismo nos alimenta primero con su Palabra, y en seguida con su
propio Cuerpo. Los
alejados, al no asistir habitualmente a la eucaristía, se privan así del
pan de la palabra divina y del pan del cuerpo de Cristo.
«La palabra del Señor es para ellos algo sin valor: no sienten deseo alguno
de ella» (Jer 6,10). Y el pan del cielo no les sabe a nada: «se nos quita el
apetito de no ver más que maná» (Núm 11,6). Lo que ellos desean, según se ve,
es la comida de Egipto: «carne y pescado, pepinos y melones, puerros,
cebollas y ajos» (11,5). Así
las cosas, el Señor se queja con gran amargura, diciendo a sus hijos
alejados: «Pasmáos, cielos, de esto, y horrorizáos sobremanera, palabra del
Señor. Ya que es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: Dejarme a mí,
fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de
contener el agua» (Jer 2,12-13). «¡Ah! Mi pueblo está loco, me ha
desconocido» (4,22). Que
en no pocas Iglesias locales descristianizadas un 50, un 80 % de los
bautizados viva habitualmente alejado de la eucaristía es un espanto, es una inmensa
ceguera, es algo que no es posible sin una inmensa y generalizada
falsificación voluntarista del cristianismo. Por eso a todos los cristianos
alejados les exhortamos, como el apóstol San Pablo, «con temor y temblor»
(1Cor 2,3), y «con gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas»
(2Cor 2,4). «En el nombre de Cristo os suplicamos» (2Cor 5,20): «no os
engañéis» (1Cor 6,9; 15,33; Gál 6,7), pensando que la eucaristía no os es
necesaria, «no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). «Miremos los
unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como acostumbran
algunos» (Heb 10,24-25). Quiera
Dios que las páginas que siguen sean una ayuda para los cristianos que
«perseveran en oir la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan», y
un estímulo también para aquellos cristianos que viven, que malviven,
alejados de la eucaristía, donde Cristo se manifiesta y se comunica a sus
fieles. 1 Los
sacrificios de la Antigua Alianza Religiosidad
natural del sacrificio Casi
todas las religiones naturales, en unas u otras formas, han practicado sacrificios
cultuales, y los han ofrecido mediante sacerdotes, hombres
especialmente destinados a ese ministerio. En efecto, partiendo de que es
connatural al hombre expresar su espíritu interior por medio de signos
sensibles, Santo Tomás deduce que es natural que «el hombre use de
ciertas cosas sensibles, que él ofrece a Dios como signo de la sujeción y del
honor que le debe». Ahora bien, «siendo esto precisamente lo que se expresa
en la idea de sacrificio, se sigue que la oblación de sacrificios
pertenece al derecho natural» (STh II-II,85,1). El
sacrificio exterior-litúrgico es, pues, signo del sacrificio
interior-espiritual,
por el cual el hombre, él mismo, se entrega devotamente a su Creador, y sólo
a Él, en alabanza y acción de gracias, en súplica de perdón y de favor
(+85,2; III,82,4). Y suele implicar algún modo de alteración del bien
ofrecido a Dios: perfume derramado, incienso quemado, animal sacrificado. Pues
bien, el sacrificio redentor de Jesucristo lleva a su plenitud, en la
eucaristía de la Iglesia, una larga, muy larga, historia religiosa de la
humanidad. Y en esto, como en otro lugar hemos escrito, conviene recordar que «hay
una continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa
por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la
gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla, elevarla,
no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a
consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay,
pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la
suprema epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más
primitivo culto tribal hasta la adoración cristiana "en espíritu y en
verdad" (Jn 4,24)» (Rivera-Iraburu, Síntesis 92). Religiosidad
judía del sacrificio La
vida religiosa de Israel es organizada minuciosamente por el mismo Dios, Creador
del cielo y de la tierra. Sabemos por la Escritura que Yavé instituye
sacrificios cultuales y expiatorios, para fomentar por ellos en su Pueblo
el espíritu de alabanza y de reparación por el pecado. «El
Señor habló a Moisés:... Éstas son las festividades del Señor en las que os
reuniréis en asamblea litúrgica y ofreceréis al Señor oblaciones, holocaustos
y ofrendas, sacrificios de comunión y libaciones, según corresponda a cada
día. Además de los sábados del Señor, además de vuestros dones y cuantos
sacrificios ofrezcáis al Señor, sea en cumplimiento de un voto o
voluntariamente» (Lev 23,33.37-38). Y
en el Nuevo Testamento, la carta a los Hebreos nos enseña que todos estos
múltiples sacrificios de la Antigua Alianza no eran sino una figura
anticipadora del único sacrificio de Cristo, ofrecido en la Cruz.
Recordemos, pues, ahora, aquellos antiguos sacrificios judíos, al menos los
más significativos, para entender mejor el sacrificio único de la Nueva
Alianza. Abraham
y el sacrificio de su hijo Isaac (Gén 22) Hacia
el año 1850 (a.C.), es decir, en los mismos comienzos de la historia de la
salvación, «quiso Dios probar a Abraham», y le mandó ir a un monte, para que
le ofreciera allí en holocausto a su unigénito amado, Isaac. Sin
dudarlo un momento, Abraham va con su hijo a un monte de Moriah indicado por
Dios. Por el camino le dice Isaac: «Padre mío... Aquí llevamos fuego y leña,
pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». Respondió Abraham: «Dios
proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». Y cuando ya alzaba el
cuchillo para sacrificar a su propio hijo, el ángel del Señor detuvo su mano. Vemos,
pues, ya, al comienzo mismo de la historia sagrada, cómo vincula Dios
misteriosamente la salvación de los hombres al sacrificio de un «hijo
unigénito», sustituido finalmente por un «cordero»... Pero
sigue la historia, y los hijos de Abraham, Isaac y Jacob, hacia 1700 (a.C.),
se ven obligados por el hambre a abandonar Palestina, para emigrar como
esclavos a Egipto, donde permanecerán durante varios siglos. Sacrificio
del cordero pascual, al salir de Egipto (Éx 12) Hacia
1250 (a.C.), por fin, el fuerte brazo de Yavé va a intervenir en favor de su
pueblo, dándole libertad y autonomía nacional, un culto y leyes propias, como
conviene a la nación que está llamada en este mundo a ser el Pueblo de Dios. Yavé
da entonces a Moisés las órdenes necesarias. Cada grupo familiar debe tomar
una res lanar, cordero o cabrito, «sin mácula, macho, de un año». Y el
catorce del mes de Nisan, lo degollará en el crepúsculo vespertino. Su sangre
marcará las puertas de los israelitas, para que así el ángel que va a
exterminar a todos los primogénitos de Egipto pase de largo. Su carne, asada
al fuego, será comida de prisa, ceñida la cintura, con el bastón en la mano,
listos todos para salir de Egipto: «¡Es la Pascua de Yavé!». «Este día será
para vosotros memorable, y lo festejaréis como fiesta en honor de Yavé; lo
habéis de festejar en vuestras sucesivas generaciones como institución
perpetua». Moisés
cumple estas órdenes, y manda a su pueblo: «¡Inmolad la Pascua!... Habéis de
observar esta ordenanza como institución perpetua para ti y tus hijos. Y
cuando hayáis llegado al país que Yavé os va a dar, conforme su promesa, y
observéis este rito, si vuestros hijos os preguntán: "¿Qué significa tal
rito para vosotros?", responderéis: "Es el sacrificio de la Pascua
en honor de Yavé"». Después
de cuatrocientos treinta años de esclavitud y exilio, el sacrificio del
Cordero pascual, seguido inmediatamente del paso del Mar Rojo (Éx 14), significa,
pues, para Israel su propio nacimiento como Pueblo de Dios, y será celebrado
cada año en las familias judías como memorial permanente de aquella
liberación primera. Moisés,
en el sacrificio del Sinaí, sella la Antigua Alianza (Éx 24) Poco
después, al sur de la península arábiga, Yavé, por medio de Moisés, en
el marco formidable del monte Sinaí, va a establecer solemnemente la Alianza
con su pueblo elegido: «Escribió
Moisés todas las palabras de Yavé y, levantándose temprano por la mañana,
construyó al pie de la montaña un altar con doce piedras, por las doce tribus
de Israel». Sobre él se «inmolaron toros en holocausto, víctimas pacíficas a
Yavé». Moisés, entonces, «tomó el libro de la alianza, y se lo leyó al
pueblo, que respondió: "Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y
obedeceremos". Tomó después la sangre y la esparció sobre el pueblo,
diciendo: "Ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé
sobre todos estos preceptos"». Así
pues, en esta gran ceremonia litúrgica, una vez celebrada la liturgia de la
palabra, se realiza la liturgia del sacrificio, y en la sangre derramada
viene a sellarse la Alianza Antigua de amor mutuo que une a Yavé con su
Pueblo. Posteriormente,
ya en la tierra de Canán, vivirá Israel bajo la autoridad de Jueces ( Elías,
en el sacrificio del Carmelo, restaura la Alianza violada (1Re 16-18) Una
de las más horribles infidelidades de Israel se produce hacia el año 850
(a.C.), cuando, después de Basá y de sus malvados sucesores, reina sobre
Israel el rey Ajab: «Él hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos
le habían precedido». Después de casarse con Jezabel, hija del rey de Sidón,
comienza a dar culto a Baal, y alza en su honor altares idolátricos,
fomentando en Israel su culto. Jezabel, por su parte, hace cuanto puede para
eliminar a todos los profetas de Yavé... El principal de ellos, Elías, ha de huir
y esconderse, hasta el día que el Señor quiera. En
efecto, llega el día en que el profeta Elías consigue que Ajab reuna al
pueblo de Israel en el monte Carmelo, que, a la altura de Nazaret, se alza
sobre el Mediterráneo. Él es el único profeta de Yavé, y a la asamblea
decisiva acuden cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Ha llegado el
momento de plantear claramente al pueblo: «¿Hasta cuándo habéis de estar
vosotros claudicando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y
si lo es Baal, id tras él». Sin embargo, a tan clara pregunta, «el pueblo no
respondió nada». Acude
entonces Elías a una espectacular prueba de Dios. Preparen los
profetas de Baal el sacrificio de un buey, y Elías preparará otro. Invoquen
unos y otro el fuego divino para el holocausto. «El Dios que respondiere con
el fuego, ése sea Dios». Esto sí convence al pueblo, que aprueba: «Eso está
muy bien». Los
profetas de Baal, de la mañana al mediodía, se desgañitan llamando a su Dios,
saltando según sus ritos, sangrándose con lancetas. Todo inútil. Elías
ironiza: «Gritad más fuerte; es dios, pero quizá esté entretenido
conversando, o tiene algún negocio, o quizá esté de viaje»... «Entonces
Elías dijo a todo el pueblo: Acercáos». Y tomando «doce piedras, según el
número de las tribus de los hijos de Jacob, alzó con ellas un altar al nombre
de Yavé». Hizo cavar en torno al altar una gran zanja, que mandó llenar de
agua. Y después clamó: «"Yavé, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel...
Respóndeme, para que todo este pueblo conozca que tú, oh Yavé, eres Dios, y
que eres tú el que les ha cambiado el corazón". Bajó entonces fuego de
Yavé, que consumió el holocausto y la leña,las piedras y el polvo, y aún las
aguas que había en la zanja. Viendo esto el pueblo, cayeron todos sobre sus
rostros y dijeron: "¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!"». Así
fue como el gran profeta Elías, en la sangre de aquel sacrificio del monte
Carmelo, restauró entre Yavé y su Pueblo la Alianza quebrantada. Isaías
y el cordero sacrificado para salvación de todos Entre
los años 746 y 701 (a.C.) suscita Dios la altísima misión profética de
Isaías. La segunda parte de su libro (40-55), contiene los Cantos del
Siervo de Yavé, al parecer compuestos por los años 550-538 (a.C.). Pues
bien, en esta profecía grandiosa, que se cumplirá en Jesucristo, se anuncia
que Dios, en la plenitud de los tiempos mesiánicos, dispondrá el sacrificio
de un cordero redentor. «He
aquí a mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi
alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la Ley a las naciones... Yo
te he formado y te he puesto por Alianza para mi pueblo, y para luz de las
gentes»... (42,1.6). «Tú eres mi siervo, en ti seré glorificado» (49,3). «He
aquí que mi Siervo prosperará, será engrandecido y ensalzado, puesto muy
alto... Se admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca,
al ver lo que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído» (52,13-15).
«No
hay en él apariencia ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él
belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores,
conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro,
menospreciado, estimado en nada. «Pero
fue él, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades, y cargó con
nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y
humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros
pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido
curados. Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno
su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros. «Maltratado
y afligido, no abrió la boca como cordero llevado al matadero, como oveja
muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que
nadie defendiera su causa, cuando era arrancado de la tierra de los vivientes
y muerto por las iniquidades de su pueblo... «Ofreciendo
su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días,
y en sus manos prosperará la obra de Yavé... El Justo, mi siervo, justificará
a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le daré por
parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín: por haberse
entregado a la muerte, y haber sido contado entre los pecadores, cuando
llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores»
(53,2-12). Los
múltiples sacrificios de Israel Hemos
evocado hasta aquí aquellas principales figuras de la Antigua Alianza, que
anuncian y anticipan el sacrificio único y definitivo de la Alianza Nueva. Añadiremos
todavía algunos datos más sobre los ritos sacrificiales de Israel. En
Israel, como en otros pueblos, el sacrificio es una acción ritual por la
que se ofrece a Dios algún bien creado, privándose de él en todo o en parte,
para expiar por el pecado (Miq 6,6-7), para eliminar la culpa y la impureza
(Lev 14,4-7.52; 16,21-25; Dt 21,1-9), para expresar devoción y adoración, y
para ganarse, en fin, el favor y la protección de Dios. En efecto, no
conviene que las criaturas se acerquen a su Creador si no es en actitud de
perfecta sumisión y agradecimiento. Es el mismo Dios quien así lo manda: «No
te presentarás ante mí con las manos vacías» (Ex 23,15; 34,20). Antes
de seguir adelante, es importante advertir aquí que los israelitas -a
diferencia de babilonios, egipcios y otros pueblos antiguos-, protegidos por
la Palabra divina, nunca creyeron que la Divinidad necesitase ser
alimentada con los sacrificios y libaciones rituales. Yavé, en efecto,
dice a su pueblo: «Las fieras de la selva son mías, tengo a mano cuanto se
agita en los campos. Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto
lo llena es mío» (Sal 50,8-13). No es Dios quien «necesita» los
sacrificios rituales; es el hombre el que está necesitado de hacerlos,
para, ofreciendo al Señor parte de los dones de Él recibidos, afirmar así su
propio corazón en la sumisión y en el amor, y expiar por tantos abusos
cometidos en las criaturas, con desprecio de su Creador. La misma verdad
inculcará San Pablo a los atenienses, tan apegados a la veneración de sus
templos: «siendo Señor del cielo y de la tierra, él no habita en templos
hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si
necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y
todas las cosas» (Hch 17,24-25). El
pueblo de Israel ofrece, pues, al Señor de sus propios bienes, de sus medios
de sustento, y hace sobre todo víctimas animales de sus propios ganados.
Ofrece también pan, vino, aceite u otros alimentos, o incluso oro y plata
(Núm 7,31-50). Hace oblación de las primicias de los frutos del campo o de
los ganados. Y según la condición nómada o sedentaria del pueblo, cambian,
lógicamente, las ofrendas presentadas al Señor. En
estos sacrificios la víctima puede ser ofrecida totalmente, como en el
caso del holocausto o sacrificio total. Pero otras veces se ofrece sólo
una parte de la víctima, la grasa, los riñones, y sobre todo la sangre,
es decir, lo que es tenido como fundamento de la vida (Lev 3; 17,10-14), y el
resto es consumido en un banquete sacrificial (Dt 12,23-27). También en
ocasiones se hace aspersión de la sangre victimal sobre el altar y el pueblo
(Ex 24,3-8) Los
profetas y el culto de Israel La
legislación sacerdotal y las prescripciones rabínicas configuran al paso de
los siglos, particularmente acerca del culto ofrecido en el Templo, un mundo
ritual sumamente minucioso, en cuyos detalles no entraremos. Se multiplican
más y más los sacrificios de purificación o de expiación, de acción de
gracias o de reparación, matutinos o vespertinos, etc. Y el pueblo judío,
perdido a veces entre las exterioridades rabínicas, no pocas veces no
tiene escrúpulos de conciencia para unir a esas prácticas rituales externas
una vida moral indigna, desleal, injusta, como si la salvación viniera de
la eficacia mágica de ciertas prácticas rituales reiteradas, y no estuviera
más bien reservada para -como suele decirse en la Biblia- «los que aman al
Señor y cumplen sus mandatos» (+Sir 2,15-16; Dan 9,4; Sal 118; +Jn 14,15;
15,10). El sacrificio exterior, entonces, es algo completamente vacío, pues
no va unido al sacrificio interior, es decir, a la ofrenda personal. Contra
esa ignominia claman una y otra vez los profetas de Israel. En efecto, el mismo Yavé que ha
suscitado esos ritos cultuales, suscita también profetas y autores
sapienciales que con su enseñanza purifican al pueblo de esos errores
gravísimos, como también purifican los ritos judíos de toda adherencia
idolátrica bastarda (Is 1,10-16; 29,13; Jer 7, 4-23; Ez 16,16-19; Os 4,8-18;
8,4-6.11-13; Am 5,21-27; Miq 6,6-8). ((Es
falso, sin embargo, afirmar que los profetas de Israel condenasen el culto y
los sacrificios. Los profetas, lo mismo que los salmistas (Sal 39,7-11;
68,31-32), reverencian el culto del Templo (Is 30,29), y se duelen de que los
desterrados se vean privados de él (Os 9,4-6).)) Así
pues, cuando Jesucristo condena toda exterioridad religiosa que
esté vacía de verdad interior, hace suya, esta tradición profética: «Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,79 =
Is 29,13). «Prefiero la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios
al holocausto» (Mt 9,13 = Os 6,6). «Mi casa será llamada casa de oración,
pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones» (Mt 21,13 = Jer
7,7-11). 2
El sacrificio de la Nueva Alianza En
la plenitud de los tiempos, después de treinta años de vida oculta, nuestro
Señor Jesucristo -el Mesías de Dios (Lc 9,20), el Hijo del Altísimo, el
Santo (Lc 1, 31-35), nacido de mujer (Gál 4,4), nacido de una virgen (Is
7,14; Lc 1,34), enviado de Dios (Jn 3,17), esplendor de la gloria del Padre
(Heb 1,3), anterior a Abraham (Jn 8,58), Primogénito de toda criatura (Col
1,15), Principio y fin de todo (Ap 22,13), santo Siervo de Dios (Hch 4,30),
Consolador de Israel (Lc 2,25), Príncipe y Salvador (Hch 5,31), Cristo, Dios
bendito por los siglos (Rm 9,5)-, durante tres años, predicó el Evangelio
a los hombres como Profeta de Dios (Lc 7,16), mostrándose entre ellos
poderoso en obras y palabras (24,19). Y
una vez proclamada la Palabra divina, consumó su obra salvadora con el
sacrificio de su vida. Primero la Palabra, después el Sacrificio. El
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo En
cuanto Jesús inicia su misión pública entre los hombres, Juan el Bautista, su
precursor, le señala con su mano y le confiesa repetidas veces con su boca: «ése
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). Él es
el que tiene poder para vencer el pecado de los hombres, Él va a ser
verdaderamente nuestro Salvador. Jesucristo,
por su parte, es plenamente consciente de su condición de Cordero de Dios, destinado al sacrificio pascual,
para la gloria del Padre y la salvación de los hombres. Si Juan Bautista,
siendo sólo un hombre, en cuanto lo ve, reconoce en él «el Cordero» dispuesto
por Dios para el definitivo sacrificio purificador del mundo, ¿no iba el
mismo Cristo a ser consciente de su propia vocación? Porque Cristo conoce el
designio del Padre, anunciado en las Escrituras, por eso se reafirma siempre
en la misión redentora que le es propia, y por eso rechaza inmediatamente
-como sucede en las tentaciones diabólicas del desierto- toda tentación de
mesianismos triunfalistas. Por
otra parte Jesús, en varias ocasiones, avanzando serenamente hacia la cruz,
meta de su vida temporal, predice su Pasión a los discípulos:
«Entonces comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía ir a Jerusalén y
sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los
escribas, y ser entregado a la muerte, y resucitar al tercer día» (Mt 16,21;
+17,22-23; 20,17-19). «Ellos no entendieron nada de esto, y estas palabras
quedaron veladas. No entendieron lo que había dicho» (Lc 18,34). Era para
ellos inconcebible que su Maestro, capaz de resucitar muertos, pudiera ser
maltratado y llevado violentamente a la muerte. En
estas ocasiones, y en muchas otras, el Señor se muestra siempre consciente de
que va acercándose hacia una muerte sacrificial y redentora. Él es el Pastor
bueno, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Él es «el grano de trigo
que cae en tierra, muere, y consigue mucho fruto» (12,24). Y por eso asegura:
«levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (12,32; +8,28)... La
multiplicación de los panes En
el tercer año, probablemente, de su vida pública, nuestro Señor Jesucristo,
estando con miles de hombres en un monte, junto al lago de Tiberíades, poco
antes de la Pascua judía, realiza una prodigiosa multiplicación de los panes
y de los peces (Jn 6,1-15). Más
tarde, regresó a Cafarnaúm, y allí predicó, anunciando la eucaristía, sobre
el pan de vida, un alimento infinitamente superior al maná que
Moisés dio al pueblo en el desierto: «Yo soy el pan vivo bajado del
cielo... Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida... El
que me come vivirá por mí» (6,48-59). Muchos
se escandalizaron de estas palabras, que consideraron increíbles. Y «desde
entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían». Pero los
Doce permanecieron con Él, diciendo: «Señor ¿a quién iríamos? Tú tienes
palabras de vida eterna» (6,60-69). Jesucristo,
entre Moisés y Elías También,
seguramente, en el año tercero de su ministerio público, Jesús, un día que se
fue al monte con Pedro, Santiago y Juan, «mientras oraba», se transfiguró
completamente, como si «la plenitud de la divinidad, que en él habitaba
corporalmente» (Col 2,9), y que normalmente quedaba velada por su
humanidad sagrada, fuese ahora revelada por esa misma humanidad
santísima (Mt 17,1-13; Mc 9,2-13; Lc 9,28-36). Extasiados
los tres apóstoles, vieron de pronto que «se les aparecieron Moisés y Elías,
hablando con Él». «Ellos también aparecían resplandecientes, y hablaban de
su muerte, que había de tener lugar en Jerusalén». Y al punto salió de la
nube la voz del Padre, garantizando a Jesús: «Éste es mi hijo, el predilecto:
escuchadle». Jesús,
antes de sellar con su sangre una Alianza Nueva y definitiva, recibe así ante
sus tres íntimos discípulos el testimonio de Moisés, el mediador de la
Antigua Alianza, y de Elías, el que la restauró. Uno y otro cumplieron su
misión sobre un altar de doce piedras, con sangre de animales sacrificados; y
Jesús, en la última Cena, lo hará también sobre la mesa de los doce
apóstoles, pero esta vez con su propia sangre. Por tanto, el mayor de los
patriarcas, Moisés, y el principal de los profetas, Elías, dan testimonio de
Jesús. Todo el misterio pascual de Cristo es, pues, un pleno cumplimiento
de «la Ley y los profetas» (+Mt 5,17; 7,12; 11,13; 22,40). Se
decide la muerte de Cristo La
resurrección de Lázaro, ocurrida en Betania, a las puertas de Jerusalén, y
poco antes de la Pascua, exaspera totalmente el odio que hacia Cristo se
había ido formando, sobre todo entre las personas más influyentes de
Jerusalén. «¿Qué
hacemos, que este hombre hace muchos milagros?... ¿No comprendéis que
conviene que muera un hombre por todo el pueblo?... Profetizó así [Caifás]
que Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo, sino para
reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos. Desde
aquel día tomaron la resolución de matarle. Jesús, pues, ya no andaba en público
entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, a una
ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11, 45-54). Jesús
celebra la Pascua Los
sucesos van a precipitarse poco después: la unción de Jesús en Betania, su entrada
triunfal en Jerusalén, el pacto de Judas con el Sanedrín y, finalmente, en el
Cenáculo, la celebración de la Pascua judía. En ella, hasta el último
momento, observa Cristo con los doce -«conviene que cumplamos toda justicia»
(Mt 3,15)- cuanto Moisés había prescrito en este rito, instituído como
memorial perpetuo: «Cuando
llegó la hora, se puso a la mesa con sus apóstoles. Y les dijo: He deseado
ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo
que ya no la comeré hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y tomando
una copa, dio gracias y dijo: Tomadla y repartidla entre vosotros. Pues os
digo que no beberé ya del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios»
(Lc 22,14-28). Liturgia
eucarística de la Palabra Gracias
al apóstol Juan (Jn 13-17), conocemos al detalle el Sermón de la Cena, esa
grandiosa Liturgia de la Palabra, en la que Jesucristo revela plenamente
la caridad divina trinitaria, proclamando con máxima elocuencia la Ley
evangélica: el amor a Dios y el amor a los hombres. -Amor
a Dios: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según
el mandato que me dio el Padre, así hago» (14,31), «obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Jesucristo entiende la cruz como la
plena revelación de su amor al Padre; como la proclamación plena del primer
mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al Padre, y así hay que
obedecerle; hasta dar la vida por su gloria». -Amor
a los hombres: «Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin
extremadamente los amó» (Jn 13,1). Y les dijo: «Amáos los unos a los otros,
como yo os he amado» (13,34). «No hay amor más grande que dar la vida por los
amigos» (15,13). El Señor entiende, pues, su cruz como la plena proclamación
del segundo mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al prójimo,
hasta dar la vida por su bien». Liturgia
eucarística del Sacrificio Cuatro
relatos nos han llegado sobre la celebración primera del sacrificio de la
Nueva Alianza, es decir, sobre la institución de la eucaristía. Los dos primeros, de Mateo y
Marcos, son muy semejantes, y expresan la tradición litúrgica judía, de
Jerusalén, llevada por Pedro a Roma. Los dos segundos testimonios representan
más bien la tradición litúrgica de Antioquía, difundida en sus correrías
apostólicas por Pablo y Lucas. -Mateo 26,26-28. «Mientras comían, Jesús
tomó pan, lo bendijo, lo partió y dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y
comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dió,
diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre, del Nuevo Testamento, que
será derramada por muchos para remisión de los pecados». -Marcos 14,22-24. «Mientras comían, tomó
pan y bendiciéndolo, lo partió, se lo dió y dijo: Tomad, éste es mi cuerpo.
Tomando el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó, y bebieron de él
todos. Y les dijo: Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por
muchos». -Lucas 22,19-20. «Tomando el pan, dio
gracias, lo partió y se lo dió, diciendo: Éste es mi cuerpo, que es entregado
por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber
cenado, diciendo: Éste caliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que es
derramada por vosotros». -San
Pablo, 1 Corintios 11,23-26. «Yo he recibido del Señor lo que os he
transmitido; que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el
pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da
por vosotros; haced esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó
el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas
veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este
pan y bebáis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga». Nótese
que el relato de San Pablo, que se presenta explícitamente como «recibido del
Señor», fue escrito en fecha muy temprana, hacia el año 55, y que a su vez
refleja una tradición eucarística anterior. Institución
de la Eucaristía Según
esto, en la Cena del jueves realiza el Señor la entrega sacrificial de su
cuerpo y de su sangre -«mi cuerpo entregado», «mi sangre derramada»-,
anticipando ya, en la forma litúrgica del pan y del vino, la entrega física
de su cuerpo y de su sangre, la que se cumplirá el viernes en la cruz. -La
acción ritual. Conforme a la tradición judía del rito pascual, el Señor
«toma», «da gracias» a Dios (bendice), «parte» el pan y lo «reparte» entre
los discípulos. Son gestos también apuntados en la multiplicación de los panes
(Jn 6,11) o en las apariciones de Cristo resucitado (Emaús, Lc 24,30; pesca
milagrosa, Jn 21,13). -Cordero
pascual nuevo. «Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado» (1Cor
5,7), para la salvación de todos. Hemos sido, pues, rescatados «no con plata
y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin
defecto ni mancha, ya conocido antes de la creación del mundo, y manifestado
al fin de los tiempos por amor vuestro» (1Pe 1,18-20). San Juan en el
Apocalipsis menciona veintiocho veces a Cristo como Cordero. Y es justamente
«el Cordero degollado» el que preside la grandiosa liturgia celestial (Ap
5,6.12). -La
Nueva Alianza. En la Cena-Cruz-Eucaristía establece Cristo una Alianza
Nueva entre Dios y los hombres. Y esta vez la Alianza no es sellada con
sangre de animales sacrificados en honor de Dios, sino en la propia sangre de
Jesús: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre». La alianza del monte
Sinaí queda definitivamente superada por la alianza del monte Calvario (+Ex
24,1-8; Heb 9,1-10,18). «La
eucaristía aparece al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo
pueblo de Dios, liberado ahora por la pascua de Cristo y fundado sobre la
sangre de la Nueva Alianza» (Sayés, El misterio eucarístico 107). La
Cena pascual de Moisés marca el nacimiento de Israel como pueblo libre. La
Cena pascual de Cristo funda permanentemente a la Iglesia, el nuevo Israel. -Memorial
perpetuo. Como la Pascua judía, la cristiana se establece como un
memorial a perpetuidad: «haced esto en memoria mía». En la eucaristía, por
tanto, la Iglesia ha de actualizar hasta el fin de los siglos el sacrificio
de la cruz, y ha de hacerlo empleando en su liturgia la misma forma decidida
por el Señor en la última Cena. -Presencia
real de Cristo. En la eucaristía el pan y el vino se convierten realmente
en el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Ya no hay pan: «esto es
mi cuerpo que se entrega»; ya no hay vino: «ésta es mi sangre que se
derrama». Se trata, pues, de una presencia real, verdadera y substancial de
Cristo. -Pan
vivo bajado del cielo. Y es una presencia que debe ser recibida
como alimento de vida eterna: «Tomad y comed, mi carne es verdadera
comida»; «tomad y bebed, mi sangre es verdadera bebida». -Sacrificio
de la Nueva Alianza. La Cena-Cruz-Eucaristía, por tanto, es un
sacrificio: el sacrificio de la Nueva Alianza, que tiene a Cristo como
Sacerdote y como Víctima. En efecto, «Cristo ofreció por los pecados, para
siempre jamás, un solo sacrificio... Con una sola ofrenda ha
perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados» (Heb 10,12.14).
Volveremos sobre esto una vez que hayamos contemplado la Pasión. La
agonía en Getsemaní Jesús,
en el Huerto de los Olivos, baja hasta el último fondo posible de la angustia
humana (Mt
26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46). «Pavor y angustia» (Mc), «sudor de
sangre» (Lc), desamparo de los tres amigos más íntimos, que se duermen;
consuelo de un ángel; refugio absoluto en la oración: «pase de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»... ¿Es
la muerte atroz e ignominiosa, que se le viene encima, «el cáliz» que Cristo
pide al Padre que pase, si es posible? No parece creíble. El Señor se encarna y entra en la
raza humana precisamente para morir por nosotros y darnos vida. Desea
ardientemente ser inmolado, como Cordero pascual que, quitando el pecado del
mundo, salva a los hombres, amándolos con amor extremo. Él no se echa atrás,
ni en forma condicional de humilde súplica, ni siquiera en la agonía de
Getsemaní o del Calvario. Por el contrario, cuando se acerca la tentación y
le asalta -«¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?»-, él responde
inmediatamente: «¡para esto he venido yo a esta hora!» (Jn 12,27). Y cuando
Pedro rechaza la pasión de Jesús, anunciada por éste: «No quiera Dios, Señor,
que esto suceda», Cristo reacciona con terrible dureza: «Apártate de mí,
Satanás, que me sirves de escándalo» (Mt 16,21-23). No.
El «cáliz» que abruma a Jesús es el conocimiento de los pecados, con sus
terribles consecuencias, que a pesar del Evangelio y de la Cruz, van a darse
en el mundo: ese océano de mentiras y maldades en el que tantos hombres van a
ahogarse, paganos o bautizados, por rechazar su Palabra y por menospreciar su
Sangre en los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Más aún, la pasión
del Salvador es causada principalmente por el pecado de los malos
cristianos que, despreciando el magisterio apostólico, falsificarán o
silenciarán su Palabra; avergonzándose de su Evangelio, buscarán salvación,
si es que la buscan, por otro camino; endureciendo sus corazones por la
soberbia, despreciarán los sacramentos, y sobre todo la eucaristía,
profanándola o alejándose de ella... En definitiva, es la posible
reprobación final de pecadores lo que angustia al Señor, y le lleva a una
tristeza de muerte. Como
bien señala la madre María de Jesús de Agreda, «a este dolor llamó Su
Majestad cáliz». Y en esa angustia sin fondo pedía el Salvador a su
Padre que, «siendo ya inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se
perdiese»... Y eso es lo que, con lágrimas y sudor de sangre, Cristo
suplica al Padre insistentemente, en una «como altercación y contienda entre
la humanidad santísima de Cristo y la divinidad» (Mística Ciudad de Dios,
1212-1215). La
libre ofrenda de la Cruz Importa
mucho entender que en la cruz se entrega Cristo a la muerte libre y
voluntariamente.
Otras ocasiones hubo en que quisieron prender a Jesús, pero no lo
consiguieron, «porque no había llegado su hora» (Jn 7,30; 8,20). Así,
por ejemplo, en Nazaret, cuando querían despeñarle, pero él, «atravesando por
medio de ellos, se fue» (Lc 4,30). Ahora, en cambio, «ha llegado su hora,
la de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Y los evangelistas, al narrar
el Prendimiento, ponen especial cuidado en atestiguar la libertad y la
voluntariedad de la entrega que Cristo hace de sí mismo. -Cristo
Sacerdote se acerca serenamente al altar de la cruz. En el Huerto,
recuperado por la oración de su estado espiritual agónico, sale ya sereno,
plenamente consciente, al encuentro de los que vienen a prenderlo: conocía
ciertamente que era Judas quien iba a entregarle (Jn 13,26), y «sabía todo lo
que iba a sucederle» (18,4). -Hasta
en el prendimiento manifiesta Cristo su poder irresistible. Sin
esconderse, Él mismo se presenta: «Yo soy [el que buscáis]». Y al manifestar
su identidad, todos caen en tierra (Jn 18,5-6). Ese yo soy [ego
eimi] en su labios es equivalente al yo soy de Yavé en los libros
antiguos de la Escritura. Y Juan se ha dado cuenta de este misterio (+Jn
8,58; 13,19; 18,5). Los enemigos de Cristo caen en tierra, se postran
ante él en homenaje forzado, impuesto milagrosamente por Jesús, que, antes de
padecer, muestra así un destello de su poder divino y manifiesta claramente
que su entrega a la muerte es perfectamente libre. -Jesús
impide que le defiendan. Detiene toda acción violenta de quien intenta
protegerle con la espada, y cura la oreja herida de Malco, el siervo del
Pontífice (Jn 18,10-11). No se resiste, pudiendo hacerlo. Y explica por qué
no lo hace: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc
22,53). -Jesús
no opone resistencia. Él sabe bien, y lo afirma, que hubiera podido pedir
y conseguir del Padre «doce legiones de ángeles» que le defendieran; pero
quiere que se cumpla la providencia del Padre. Él, que había enseñado «no
resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también
la otra» (Mt 5,39-41), practica ahora su propia doctrina. -Jesús
calla. «Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al
matadero, como oveja muda ante los trasquiladores» (Is 53,7). En los pasos
tenebrosos que preceden a su pasión -interrogatorios, bofetadas, azotes,
burlas-, «Jesús callaba» (ante Caifás, Mt 26,63; Pilatos, 27,14; Herodes, Lc
23,9; Pilatos, Jn 19,9). -Se
entrega libremente a la muerte. Es, pues, un dato fundamental para
entender la Pasión de Cristo conocer la perfecta y libre voluntad con que
realiza su entrega sacrificial a la muerte: «Yo doy mi vida para
tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo»
(Jn 10,17-18). Jesucristo es el Señor, también en Getsemaní y en el
Calvario, por insondable que sea entonces su humillación y abatimiento. -La
cruz es providencia amorosa del Padre, anunciada desde el fondo de los
siglos. Quiso Dios permitir en su providencia la atrocidad extrema de
la cruz para que en ella, finalmente, se revelara «el amor extremo» de Cristo
a los suyos (Jn 13,1), pues, ciertamente, es en la cruz «cuando se produce la
epifanía de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4). No fue,
pues, la cruz un accidente lamentable, ni un fracaso de los planes de Dios.
Cristo, convencido de lo contrario, se entrega a la cruz, con toda obediencia
y sin resistencia alguna, para que «se cumplan las Escrituras», es decir,
para se realice la voluntad providente del Padre (Mt 26,53-54.56), que es
así como ha dispuesto restaurar su gloria y procurar la salvación de los
hombres. La
ofrenda sacrificial que Cristo hace de sí mismo produce un estremecimiento en
todo el universo,
como si éste intuyera su propia liberación, ya definitivamente decretada. Se
rasga el velo del Templo de arriba a abajo, y, eclipsado el sol, se obscurece
toda la tierra; las piedras se parten, se abren sepulcros, y hay muertos que
resucitan y se aparecen a los vivos; la muchedumbre se vuelve del Calvario
golpeándose el pecho; el centurión y los suyos no pueden menos de reconocer:
«Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt 27,51-53; Mc 15,38; Lc 23,44-45). Resurrección
de Cristo Los
relatos de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de sus apariciones
(Mt 28,120; Mc 16,1-20; Lc 24; Jn 2021) ponen de relieve la desesperanza
en que los discípulos quedaron hundidos tras los sucesos del Calvario. Se
resisten, después, a creer en la realidad de la resurrección de
Cristo, y éste hubo de «reprenderles por su incredulidad y dureza de corazón,
pues no habían creído a los que lo habían visto resucitado de entre los
muertos» (Mc 16,14). Es el acontecimiento de la Resurrección lo que
despierta y fundamenta la fe de los apóstoles. Por eso, cuando se aparece
a los Once, para acabar de convencerles, come delante de ellos un
trozo de pez asado (Lc 24,42). Y
otras muchas veces come con ellos (Emaús, Lc 24,30; pesca milagrosa,
Jn 21,12-13), apareciéndoseles «durante cuarenta días, y hablándoles del
reino de Dios» (Hch 1,3). Pues bien, ese comer de Cristo con los
discípulos les impresionó especialísimamente. En ello ven probada una y otra
vez tanto la realidad del Resucitado, como la familiaridad íntima
que con ellos tiene. Y así Pedro dirá en un discurso importante, asegurando
las apariciones de Cristo: nosotros somos los «testigos de antemano elegidos
por Dios, nosotros, que comimos y bebimos con Él después de su
resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41). La alegría pascual que
caracterizaba esas comidas, de posible condición eucarística, con el
Resucitado, es la alegría actual de la eucaristía cristiana. El
sacrificio de la Nueva Alianza -Sacrificio.
Jesús entiende su muerte como un sacrificio de expiación, por el cual, estableciendo una
Alianza Nueva, con plena libertad, «entrega su vida» -su cuerpo, su sangre-
para el rescate de todos los hombres (+Catecismo 1362-1372,
1544-1545). De sus palabras y actos se deriva claramente su conciencia de ser
el Cordero de Dios, que con su sacrificio pascual quita el pecado del mundo.
Que así lo entendió Jesús nos consta por los evangelios, pero también porque
así lo entendieron sus apóstoles. La
enseñanza de San Pablo es en esto muy explícita: «Cristo nos amó y se
entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios de suave aroma» (Ef 5,2;
+Rm 3,25). Es el amor, en efecto, lo que le lleva al sacrificio: «Dios probó
su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros»
(Rm 5,8; +Gál 2,20). Y por eso ahora «en Él tenemos la redención por la
virtud de su sangre, la remisión de los pecados» (Ef 1,7; +Col 1,20). Por
tanto, «nuestro Cordero pascual, Cristo, ya ha sido inmolado» (1Cor 5,7;
igual doctrina en 1Pe 1,2.9; 3,18). San
Juan, por su parte,
ve en Cristo crucificado el Cordero pascual definitivo, el que con su muerte
sacrificial «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.37). Según disponía la
antigua ley mosaica sobre el Cordero pascual, ninguno de sus huesos fue
quebrado en la cruz (19,37 = Ex 12,46). Los fieles son, pues, «los que
lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (Ap 7,14), es
decir, «los que han vencido por la sangre del Cordero» (12,11). Y ese Cordero
degollado, ahora, para siempre, preside ante el Padre la liturgia celestial
(5,6.9.12). Así pues, el sacrificio de la vida humana de Jesús gana en la
cruz la salvación para todos: «él es la Víctima propiciatoria por nuestros
pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1Jn
2,2). -Sacrificio
único y definitivo. La carta a los Hebreos, por su parte, contempla a Cristo
como sumo Sacerdote, y su muerte, como el sacrificio único y supremo, en el
que se establece la Nueva Alianza. En este precioso documento, anterior quizá al año 70,
puede verse el primer tratado de cristología. Y en él se enseña que los
antiguos sacrificios judíos -aunque establecidos por Dios, como figuras
anunciadoras de la plenitud mesiánica- «nunca podían quitar los pecados», por
mucho que se reiterasen (10,11), y que por eso mismo estaban llamados a
desaparecer «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18). Ahora, en cambio,
en la plenitud de los tiempos, en la Alianza Nueva, nos ha sido dado
Jesucristo, el Sacerdote santo, inocente e inmaculado (7,26-28), que siendo
plenamente divino (1,1-2; 3,6) y perfectamente humano (2,11-17; 4,15; 5,8),
es capaz de ofrecer una sola vez un sacrificio único, el del Calvario
(9,26-28), de grandiosa y total eficacia para santificar a los creyentes
(7,16-24; 9; 10,10.14). -Sacrificio
de expiación y redención. Cristo nos ha redimido con su propia sangre,
sufriendo en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados. «Traspasado por nuestras
iniquidades y molido por nuestros pecados, el castigo salvador pesó sobre él,
y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). De este modo nuestro Salvador
ha vencido en la humanidad el pecado y la muerte, y la ha liberado de la
sujeción al Demonio. «Dios
estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y no imputándole sus
delitos» (2Cor 5,19). En efecto, nosotros estábamos «muertos a causa de
nuestros pecados», pero Cristo nos ha hecho «revivir con él, perdonando todas
nuestros delitos, y cancelando el acta de condenación que nos era contraria,
la ha quitado de en medio, clavándola en la cruz. Así fue como despojó a los
principados y potestades, y los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando
de ellos en la cruz» (Col 2,13-15). En la cruz, efectivamente, Cristo «ha
destruido por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al
diablo» (Heb 2,14), y «haciéndose Sacerdote misericordioso y fiel», de este
modo misterioso e inefable, «ha expiado los pecados del pueblo» (2,17). -Sacrificio
de acción de gracias. Ahora nosotros, «rescatados no con plata y oro,
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni
mancha» (1Pe 1,18-19), tenemos un ministerio litúrgico de alegría infinita,
que iniciamos en la eucaristía de este mundo, para continuarlo eternamente en
el cielo, cantando la gloria de nuestro Redentor bendito: «Él
es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo, destruyó
nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida. Por eso, con esta efusión de
gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los
coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de
tu gloria» (Prefacio I pascual). ((Los
protestantes primeros -Lutero, Zuinglio, Calvino-, reconociendo el carácter
sacrificial de la cruz, niegan que la misa sea un sacrificio, porque
ignoran que la eucaristía no es sino el mismo misterio de la cruz.
Partiendo de ese gran error, abominan de la misa, como si fuera una
superstición horrible, y del sacerdocio católico. Una de las dos o tres ideas
fundamentales de la Reforma protestante es, sin duda, la extinción del
sacrificio eucarístico y del sacerdocio católico.)) En
el signo de la Cruz Todo
el Evangelio tiene su clave en «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18). Por eso el Apóstol
no presume de saber de nada, sino de «Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor
2,2). Según ya vimos, es en la cruz donde se escribe con sangre la ley divina
fundamental: cómo hay que amar a Dios y cómo hay que amar al prójimo. Pero
en la cruz se nos revela también el amor inmenso que Dios nos tiene. Es
en la cruz donde se produce la suprema epifanía de Dios, que «es amor» (1Jn
4,8). Mirando a la cruz, que preside nuestras iglesias y que honra con su
signo sagrado todo lo cristiano, es como nos sabemos hijos «elegidos de Dios,
santos y amados» (Col 3,12). Pues, aunque sea un misterio insondable, la cruz
sucedió «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). No fue,
como ya vimos, un accidente imprevisto, ni un fracaso: fue un «mandato del
Padre» (Jn 14,31), obedecido por el Hijo hasta la muerte (Flp 2,8). Todo lo relacionado
con la cruz del Hijo de Dios es, sin duda, «escándalo para los judíos, locura
para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos
o griegos» (1Cor 1,23-24). La cruz es, en efecto, la locura del amor de
Dios hacia los hombres. «La
verdad es que apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, pudiera ser
que muriera alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor hacia nosotros
en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,7-8). El Padre,
en efecto, «no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos
nosotros» (8,32). Este asombro de San Pablo es el mismo de San Juan: «En esto
se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo
único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su
Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10). Los
Padres de la Iglesia no apartan sus ojos de la cruz de Cristo, actualizada
siempre en la eucaristía, y no se cansan de cantar su gloria en sus escritos
y predicaciones.
Ningún otro aspecto de la fe es tratado por ellos con tanta frecuencia, con
tanto gozo y amor. Y no hacen en eso sino prolongar la predicación de los
apóstoles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del
Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Este
espíritu de los Padres, es el que ha animado a los santos de todos los
tiempos. Así San Juan Crisóstomo: «La
cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la
espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del
Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de
los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo, la
protección de los santos, la luz de todo el orbe» (MG 49,396). La
cruz, aún más que la resurrección, revela que Dios es amor, y manifiesta
inequívocamente el amor que nos ha tenido Dios. Esto es lo que hace de la cruz
la clave indiscutible del cristianismo. La resurrección gloriosa expresa de
modo formidable la divinidad de Jesucristo, su victoria sobre la muerte y el
demonio, el pecado y el mundo. Pero la cruz, la sagrada y bendita cruz, es la
revelación suprema de Dios, que es amor, y la prueba máxima del amor que Dios
nos tiene. La misericordia de Dios con los pecadores, la solicitud paternal
de su providencia, la locura del amor divino, la misteriosa naturaleza íntima
del mismo Dios, se revelan ante todo y sobre todo en la cruz de Cristo, esa
cruz que se actualiza en el sacrificio litúrgico de la misa. «Tanto amó Dios
al mundo, que le entregó [en Belén, y aún más, en el Calvario] su
Unigénito Hijo» (Jn 3,16). San
Agustín exclama en sus Confesiones: «¡Oh,
cómo nos amaste, Padre bueno, que "no perdonaste a tu Hijo único, sino
que lo entregaste por nosotros, que éramos pecadores" [Rm 8,32]! ¡Cómo
nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo "no hizo alarde de ser igual
a ti, sino que se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz" [+Flp
2,6]! Siendo como era el único libre entre los muertos, "tuvo poder para
entregar su vida y tuvo poder para recuperarla" [+Jn 10,18]. Por
nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser
víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote,
precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro
servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos... «Aterrado
por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había meditado en mi
corazón y decidido huir a la soledad; pero tú me lo prohibiste y me
tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que
viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos" [1Cor
5,75]. «He
aquí, pues, Señor, que arrojo ya en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda
"contemplar las maravillas de tu voluntad" [Sal 118,18]. Tú conoces
mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, "en quien
están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" [Col
2,3], me redimió con su sangre. "No me opriman los insolentes" [Sal
118,122], porque yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo
distribuyo, y aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que
comen de él y son saciados por él. "Y alabarán al Señor los que le
buscan" [Sal 21,27]» (Confesiones X,43,69-70). La
cruz del Señor, actualizada cada día en la eucaristía, es el sello de
garantía de todo lo cristiano. Lo que no está marcado por su gloriosa huella es sin
duda una falsificación del cristianismo. No es posible ser discípulo de
Cristo, no es posible seguirle, sin tomar cada día la cruz (Lc 14,27). El
verdadero camino evangélico, que lleva a la vida y a la alegría, es un camino
estrecho, que pasa por una puerta angosta (Mt 7,13-14). La
Iglesia que «no se avergüenza del Evangelio» (+Rm 1,16; 2Tim 1,8) es la que
se gloría siempre en la cruz de Cristo (Gál 6,14), y no en otras cosas.
Es la que en su fe, predicación y espiritualidad permanece fielmente centrada
en la Cruz sagrada, de donde procede toda salvación, honor y gracia. En tal
Iglesia no se requieren grandes explicaciones sobre la eucaristía. Pocas
palabras bastan para introducir en el misterio de su liturgia. Por el
contrario, allí donde prevalezcan «los enemigos de la cruz de Cristo»
(Flp 3,18), allí donde se va dejando de lado la Pasión redentora, para
centrar la atención de los cristianos en temas «más positivos», la eucaristía
resulta ininteligible. Y entonces, de poco le servirán al pueblo cristiano
las explicaciones sobre la liturgia eucarística, por minuciosas y pedagógicas
que sean. Alejado de la Cruz, el pueblo ha ido perdiendo la inteligencia de
la fe. Stabat
Mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa No
hemos de terminar esta breve evocación de la Pasión sin decir que en el
mismo centro del Misterio Pascual está la Virgen María: «junto a la cruz
de Jesús estaba su madre» (Jn 19,25). Ella se une tan indeciblemente a Cristo
por el amor, que durante la Pasión puede decirse que es insultada, tentada
por el demonio, abandonada por los discípulos, azotada y despreciada, y que,
como su Hijo, ella también sufre pavor y angustia, pensando sobre todo en la
posible suerte de los réprobos. Finalmente, la lanza del soldado, más que a
Cristo, ya muerto e impasible, la atraviesa a ella, que está viva, aunque
medio muerta por la pena. Se
han cumplido, pues, aquellas palabras proféticas que Simeón, con el niño
Jesús en sus brazos, «dijo a María, su madre: Mira, éste está puesto para
caída y levantamiento de muchos en Israel y para señal de contradicción;
mientras que a ti una espada te atravesará el corazón» (Lc
2,34-35). La
pasión de la Virgen María es, pues, parte integrante del Misterio Pascual y,
por tanto, de la santa misa, que lo actualiza bajo los velos de la liturgia
(+Catecismo 964). 3
EL MISTERIO DE LA LITURGIA Ascensión
del Señor a los cielos Cristo
Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos. Había salido del Padre para
venir al mundo, y ahora deja el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Y a
los discípulos les es dado «ver» cómo Jesús se va del mundo y asciende al
cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar
a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa
parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte
de la espiritualidad cristiana. Y
así dice San Pablo: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor»
(Flp 1,23); y también: «mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del
Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos
más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2 Cor 5,6-8). Por eso,
hasta entonces, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a
la derecha de Dios» (Col 3,1). Ahora
bien, no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su
presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha
dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu
(Jn 14,15-19; 16,5-15). Y esta presencia activa y misteriosa se
produce sobre todo en los ritos litúrgicos. En efecto, ascendido a los
cielos, Jesucristo, sacerdote eterno, «vive siempre para interceder por
nosotros» (+Heb 7,25). La
verdadera naturaleza de la liturgia cristiana nos viene, pues, definida en tres
afirmaciones básicas del Vaticano II. 1.
La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo». «En
ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su
manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico
de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público
íntegro» (SC 7c). En la liturgia, la finalidad doxológica, por la que
se glorifica a Dios (doxa, gloria), y la soteriológica, que
procura al hombre la salvación (sotería), van siempre expresamente
unidas. 2.
La liturgia de la Iglesia visible es una participación de la liturgia
celestial. «En
la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial
que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos
como peregrinos» (SC 8). Esta doctrina es la clave misma de la carta a los
Hebreos, y sin ella no puede entenderse la liturgia cristiana: «El punto
principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado
a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, como ministro del
santuario y del tabernáculo verdadero» (Heb 8,1-2). 3.
La liturgia terrena es, pues, presencia eficacísima en este mundo del Cristo
glorioso. En
efecto, «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea
en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los
sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo
las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos,
de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente
en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura,
es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y
canta salmos, aquel mismo que prometió: «donde dos o tres están
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC
7a). A partir de la presencia de Jesús, que está en los cielos, han de
entenderse todos estos modos eclesiales de hacerse realmente presente
entre nosotros. El
pueblo cristiano sacerdotal Todo
el pueblo cristiano es sacerdotal. La comunidad reunida en torno a Cristo forma «una
estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido
para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable»
(1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). También en el Apocalipsis los cristianos,
especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6;
5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental a
Cristo sacerdote. Así
Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo.
Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter
de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres
sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino
ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas»
(STh III,63,3). Pues
bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo
sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por
la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo
asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b).
Concretamente, cualquier acción litúrgica, como enseña Pablo VI, «cualquier
misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es
privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (Mysterium
fidei; +LG 26a). Y
por otra parte la misma vida cristiana ha de ser toda ella una liturgia
permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (1 Tes 5,18), eso es
precisamente la eucaristía: acción de gracias, «siempre y en todo lugar» (Prefacios).
Si en la misa le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente»
(PE III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un
culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio: La
limosna es una «liturgia» (2 Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber,
realizar cualquier actividad, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en
acción de gracias (1 Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia
y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado
(Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb
13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al
Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp
4,18); es decir, «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser
vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Así
pues, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio tanto
en su vida, como en el culto litúrgico, aunque en éste no todos
participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo. El
sacerdote, ministro representante de Cristo Todo
el pueblo cristiano es sacerdotal, pues tiene por cabeza a Cristo Sacerdote,
y está destinado a promover la gloria de Dios y la salvación de los hombres,
haciendo de sus propias vidas una ofrenda permanente. Pero quiso el Señor
instituir un «especial sacramento [el del Orden] con el que los
presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un
carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte
que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (Vat.II, PO 2c). La gracia
propia del sacramento les da un nuevo ser, que les hace posible un
nuevo obrar. En adelante, estos cristianos constituidos sacerdotes-ministros,
han de vivir, siempre y en todo lugar, el ministerio de la representación
de Cristo entre sus hermanos. Sacerdos alter Christus. En
efecto, el Vaticano II nos enseña que «el sacerdocio común de los
fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes
esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro,
pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio
ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo
sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y
lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en
virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía,
y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de
gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad
operante» (LG 10b). Con
más fuerza expresiva aún el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema
del sacerdocio, afirma estas realidades de la fe: «Entre los diversos
carismas y servicios, únicamente el ministerio sacerdotal del Nuevo
Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del
sacerdocio común de los fieles por su esencia, y no solo por grado, es el que
hace perenne la obra esencial de los Apóstoles. En efecto, proclamando
eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los
pecados y, sobre todo, celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo,
Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y
de perfecta glorificación de Dios... El sacerdote hace sacramentalmente
presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no
sólo en su vida personal, sino también social» (II,4). Que
el sacerdote representa a Cristo en la eucaristía, y que obra en su persona, en su
nombre, es algo cierto en la fe. Las oraciones eucarísticas presidenciales,
las que reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con su Cuerpo al
Padre» (+SC 84). En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo el que enseña
y predica a su pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la liturgia
sacrificial dice «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Es Él quien saluda
al pueblo, quien lo bendice, quien, al final de la misa, lo envía al mundo.
Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el sacerdote es símbolo
litúrgico de Jesucristo; no tanto del Cristo histórico, sino del Cristo
resucitado y celestial, que sentado a la derecha del Padre, como
Sacerdote de la Nueva Alianza, «vive siempre para interceder» por nosotros
(Heb 7,25). Por
eso, la vivencia plena de la eucaristía exige una facilidad para reconocer
a Cristo en el sacerdote. Apenas es posible entender bien en la fe la
eucaristía, y participar de ella, si en la práctica se ignora este aspecto
del misterio. En efecto, el ministro sacerdote en la misa visibiliza
la presencia y la acción invisible del único sacerdote, Jesucristo. Y, por
supuesto, el ministerio del sacerdote visible no debe velar, sino revelar
esa presencia invisible del Sacerdote eterno. ((Si
no se ve a Cristo en el sacerdote, la misa resulta en buena parte
ininteligible, y será inevitable que en su celebración se incurra en
prácticas erróneas -sobre todo si el mismo sacerdote vive escasamente
este misterio de la fe-. Podemos apreciar esto con algunos ejemplos. El
presbítero en la sede representa a Cristo, que preside la asamblea
eucarística, sentado a la derecha de Dios Padre: una banquetilla, que hace
de sede, proclama la ignorancia de esta realidad de la fe. El Domingo de
Ramos los fieles en la procesión aclaman a Cristo, representado por el
sacerdote celebrante, que entra en el templo -en Jerusalén-, para ofrecer el
sacrificio, y le acompañan con palmas: si el sacerdote lleva también su
palma no parece que tenga muy clara conciencia de que en esa procesión de
los ramos él está simbolizando a Cristo. Ignora igualmente el sacerdote esa
representación misteriosa de Cristo cuando, modificando los saludos y
bendiciones, dice en la misa: «El Señor esté con nosotros», la bendición
de Dios «descienda sobre nosotros», «Vayamos en paz». En realidad, actuando
no en cuanto ministro representante de Cristo-cabeza, sino como un miembro
más de Cristo, oculta al Señor, a quien debería visibilizar en
esos actos ministeriales. Se
podrían multiplicar los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la misma
comprobación: la fe en el ministerio de la representación litúrgica de
Cristo está hoy con frecuencia escasamente actualizada, incluso entre los
mismos sacerdotes. El igualitarismo de la mentalidad vigente es, sin
duda, uno de los condicionantes ambientales que explican ese oscurecimiento
de un aspecto de la fe.)) Lo
sagrado cristiano En
la esfera litúrgica es frecuente el uso de la categoría de «sagrado». Pero
¿qué es lo sagrado en la Iglesia? En un sentido amplio, toda la Iglesia
es sagrada, pues es «sacramento universal de salvación» (LG 48b, AG 1a). Sin
embargo, el lenguaje tradicional suele hablar más bien de sagradas
Escrituras, lugares sagrados, sagrados cánones conciliares, sagrados
pastores, etc., y por supuesto, sagrada liturgia. En efecto, en Cristo, en su
Cuerpo místico, que es la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas
-personas, cosas, lugares, tiempos, acciones- que han sido especialmente
elegidas y consagradas por Dios en orden a su glorificación y a la
santificación de los hombres. Según
esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por
ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue teniendo una sacralidad especial,
que le permite realizar con eficacia ciertas funciones santificantes. De Dios
no se dice que sea sagrado, sino que es Santo. Lo sagrado, en efecto, es
siempre criatura. Jesucristo, en cambio, es a un tiempo el Santo y el sagrado
por excelencia. En efecto, la humanidad sagrada de Cristo, el Ungido de Dios,
es la fuente de toda sacralidad cristiana. La
disciplina sagrada de la sagrada liturgia La
Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar las formas concretas de la
sagrada liturgia,
porque ellas son la expresión más importante del misterio de la fe. El
concilio Vaticano II, por ejemplo, ateniéndose a esta verdad, da normas sobre
imágenes y templos, cantos y ritos (SC 22), y por eso mismo, previendo las
arbitrariedades posibles de orgullosos o ignorantes, ordena «que nadie,
aunque sea sacerdote, añade, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia
en la liturgia» (22,3). Lo
sagrado es un lenguaje, verbal o fáctico, que establece y expresa la
comunión espiritual unánime de los fieles. Pero un lenguaje, si es
arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de
iniciados. Por eso los ritos sagrados implican repetición tradicional,
serenamente previsible. En este sentido, los fieles tienen derecho a
participar en la eucaristía de la Iglesia católica -no en la de Don
Fulano-. Y para que puedan participar más profundamente en los ritos
litúrgicos, «los ministros no sólo han de desempeñar su función rectamente,
según las normas de las leyes litúrgicas, sino actuar de tal modo que inculquen
el sentido de lo sagrado» (Eucharisticum mysterium 20). Que
la mente concuerde con la voz Hemos
recordado brevemente la naturaleza misteriosa de lo sagrado y de la liturgia.
Afirmemos ahora, antes de analizar la celebración de la eucaristía, el
valor precioso de la oración vocal, y especialmente de la oración vocal
litúrgica. Toda la liturgia, y concretamente la eucaristía, es una gran
oración, una grandiosa oración vocal: himnos y colectas, salmos,
responsorios, anáforas. La
oración vocal -como en otro lugar hemos escrito- «es el modo de orar más
humilde, más fácil de enseñar y de aprender, más universalmente practicado en
la historia de la Iglesia, y más válido en todas las edades espirituales...
El cristiano, rezando las oraciones vocales de la Iglesia, procedentes de la
Biblia, de la liturgia o de la tradición piadosa, abre su corazón al influjo
del Espíritu Santo, que le configura así a Cristo orante. Se hace como niño,
y se deja enseñar a orar» (Rivera- Iraburu, Síntesis 434). El
menosprecio de la oración vocal cierra en gran medida la puerta a la
espiritualidad litúrgica. Por el contrario, tener devoción y afecto por las
oraciones vocales facilita en gran medida la vida litúrgica, y concretamente
la vivencia de la misa. En efecto, una de las maneras más sencillas y
eficaces de participar en la eucaristía consiste simplemente en procurar «que
la mente concuerde con la voz». Esta norma litúrgica del Vaticano II (SC
90) es sumamente tradicional, y la encontramos, por ejemplo, en Santo Tomás (STh
II-II,83,13) o en Santa Teresa (Camino Perf. 25,3; 37,1). Digamos,
pues, de corazón lo que decimos en la misa. Hagamos nuestro de verdad, con
una continua atención e intención, todo lo que dice el sacerdote. No tenga
que reprocharnos el Señor: «Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí» (Mt 7,6 = Is 29,13). Y
que la voz se oiga y entienda El
sacerdote que preside, dando a su recitación la claridad, entonación y velocidad
convenientes, ha de pretender que los fieles asistentes a la celebración
puedan con facilidad entender, atender y participar, haciendo suyo lo que él
va diciendo. No está él haciendo una oración sólamente ordenada a su devoción
privada, sino que está orando, en un ministerio sagrado, en el nombre de
Cristo y de la Iglesia. Y
los fieles congregados, por supuesto, deben participar también activamente en aquellos
cantos y respuestas, acciones y aclamaciones que les corresponden, poniendo
el corazón en lo que dicen o hacen. En la Casa de Dios están en su casa, como
hijos del Padre, hermanos de Cristo, unidos en un mismo Espíritu. No tienen,
pues, que estar cohibidos. El respeto y la humildad con que se debe asistir a
los sagrados misterios no debe llevarles a colocarse al fondo de la Iglesia,
lo más lejos posible del altar, o a recitar lo que es su parte en voz casi
inaudible, como si en cierto modo fueran espectadores distantes o intrusos
ajenos a la celebración. Los cristianos no van a oir misa, sino a participar
en ella. Éste es, grandiosamente, su derecho y su deber. 4
LA LITURGIA DE LA EUCARISTÍA Nombres Los
nombres hoy más usuales para designar la actualización litúrgica del misterio
pascual son: misa, eucaristía, cena del Señor, sacrificio de la Nueva
Alianza, memorial de la Pascua, mesa del Señor, sagrados misterios...
Otros nombres, muy antiguos y venerables, como synaxis, anáfora,
sacrum, y especialmente fracción del pan (Hch 2,42), hoy han
caído en desuso. Lugar
de la celebración -El
templo. La
eucaristía se celebra normalmente en el templo, lugar de sacralidad muy
intensa y patente. Y recordemos aquí que porque todo el mundo y todos sus
lugares son de Dios, por eso precisamente los cristianos le consagramos
públicamente a Él algunos lugares, los templos, que están edificados
como Casa de Dios, es decir, como lugares privilegiados para orar, glorificar
a Dios y santificar a los hombres. El Ritual de la dedicación de iglesias
y de altares, renovado después del Vaticano II (1977), expresa
estas realidades de la fe con preciosas lecturas y oraciones. «Con
razón, pues, desde muy antiguo, se llamó iglesia al edificio en el
cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para
orar unida, para recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía. Por el
hecho de ser un edificio visible, esta casa es un signo peculiar de la
Iglesia peregrina en la tierra e imagen de la Iglesia celestial» (OGMR 257). Ahora
bien, dentro del templo, y en orden a la eucaristía, hay tres lugares
fundamentales cuya significación hemos de conocer bien: el altar, la sede y
el ambón. -El
altar. El altar
es el lugar de Cristo-Víctima sacrificada. Su forma ha ido variando al paso
de los siglos, conservando siempre como referencias fundamentales la mesa
del Señor, en la que cena con sus discípulos, y el ara, significada a
veces antiguamente por el sepulcro de un mártir, en la que se consuma el
sacrificio del Calvario. En todo caso, la distribución espacial no sólo del
presbiterio, sino de todo el templo, debe quedar centrada en el altar. -El
ambón. Es el
lugar propio de Cristo-Palabra divina. Los fieles congregados reciben cuanto
desde allí se proclama «no como palabra humana, sino como lo que es
realmente, como palabra divina» (1Tes 2,13). Ha de dársele, pues, una
importancia semejante a la del altar. En
efecto, «la dignidad de la palabra de Dios exige que en la iglesia haya un
sitio reservado para su anuncio... Conviene que en general este sitio sea un
ambón estable, no un fascistol portátil... Desde el ambón se proclaman las
lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden también hacerse
desde él la homilía y la oración universal de los fieles. Es menos
conveniente que ocupen el ambón el comentarista, el cantor o el director del
coro» (OGMR 272). -La
sede. Es el lugar de Cristo, Señor y Maestro, que está sentado a la
derecha del Padre, y que preside la asamblea eucarística, haciéndose visible,
en la fe, por el sacerdote. Cristo, en efecto, «está presente en la persona
del ministro» (SC 7a). Por eso, lugar propio del sacerdote, presedente
de la asamblea eclesial, es la sede, o si se quiere, la cátedra
-de ahí viene el nombre de las catedrales-, desde la cual, en el nombre de
Cristo, el obispo o el presbítero preside y predica, ora y bendice al pueblo.
((No
parece, pues, que una silla normal o una banqueta sean los signos más
adecuados de algo tan noble. Sería, por otra parte, en general, un error
pretender que la liturgia de la Iglesia exprese la pobreza que Cristo vivió
en Nazaret o en su ministerio público. Entonces sí, la sede sería una
banqueta, el ambón un atril cualquiera, el altar y los manteles una mesa
común de familia, etc. Pero aunque es verdad que la hermosura propia de la
pobreza evangélica debe marcar, sin duda, los signos de la liturgia, éstos
deben remitir eficazmente a las realidades celestiales. Y en este sentido,
como el Vaticano II enseña, fiel a la tradición unánime de Oriente y
Occidente, «la santa madre Iglesia siempre fue amiga de las bellas artes, y
buscó constantemente su noble servicio y apoyó a los artistas, principalmente
para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas,
decorosas y bellas, signos y símbolos de la realidades celestiales» (SC
122b).)) Estructura
fundamental de la misa La
estructura fundamental de la eucaristía, desde el principio de la Iglesia, ha
sido siempre la misma. Lo podremos comprobar, al final, en un breve apéndice
histórico. Como en la última Cena, siempre la eucaristía ha celebrado
primero una liturgia de la Palabra, seguida de una liturgia sacrificial,
en la que el cuerpo de Cristo se entrega y su sangre se derrama; y este
banquete, sacrificial y memorial, se ha terminado en la comunión. Pues
bien, aquí nosotros analizaremos la celebración eucarística en su forma
actual, que ya halla antecedentes muy directos en la segunda mitad del siglo
IV, cuando la Iglesia -tras la conversión de Constantino, obtenida ya la
libertad cívica-, va dando a su liturgia, como a tantas otras cosas, formas
comunitarias y públicas más perfectas. Examinemos,
pues, la misa en sus partes fundamentales: -I.
Ritos iniciales -II.
Liturgia de la Palabra -III.
Liturgia del Sacrificio: A. Preparación de los dones; B. plegaria
eucarística; C. comunión. -IV.
Rito de conclusión. I.
Ritos iniciales -Canto de entrada -Veneración del
altar -La Trinidad y la Cruz -Saludo -Acto penitencial -Señor, ten piedad
-Gloria a Dios -Oración colecta. Canto
de entrada Ya
en el siglo V, en Roma, se inicia la eucaristía con una procesión de entrada,
acompañada por un canto. Hoy, como entonces, «el fin de este canto es abrir
la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido, y elevar sus
pensamientos a la contemplación del misterio litúrgico o de la fiesta» (OGMR
25). Nótese
que en las celebraciones solemnes de la eucaristía puede haber tres
procesiones hacia el altar: ésta, en la entrada; la que se realiza al ir
a presentar los dones en el ofertorio; y la de la comunión. Veneración
del altar El
altar es, durante la celebración eucarística, el símbolo principal de Cristo. Del Señor dice la liturgia que
es para nosotros «sacerdote, víctima y altar» (Pref. pascual V). Y
evocando, al mismo tiempo, la última Cena, el altar es también, como
dice San Pablo, «la mesa del Señor» (1Cor 10,21). Por
eso, ya desde el inicio de la misa, el altar es honrado con signos de suma
veneración: «cuando han llegado al altar, el sacerdote y los ministros hacen
la debida reverencia, es decir, inclinación profunda... El sacerdote
sube al altar y lo venera con un beso. Luego, según la oportunidad, inciensa
el altar rodeándolo completamente» (OGMR 84-85). El
pueblo cristiano debe unirse espiritualmente a éstos y a todos los gestos y
acciones que el sacerdote, como presidente de la comunidad, realiza a lo largo de la misa. En
ningún momento de la misa deben los fieles quedarse como espectadores
distantes, no comprometidos con lo que el sacerdote dice o hace. El
sacerdote, «obrando como en persona de Cristo cabeza» (PO 2c), encabeza
en la eucaristía las acciones del Cuerpo de Cristo; pero el pueblo
congregado, el cuerpo, en todo momento ha de unirse a las acciones de la
cabeza. A todas. La
Trinidad y la Cruz «En
el nombre del Padre, + y del Hijo, y del Espíritu Santo». Con este formidable Nombre
trinitario, infinitamente grandioso, por el que fue creado el mundo, y por el
que nosotros nacimos en el bautismo a la vida divina, se inicia la
celebración eucarística. Los cristianos, en efecto, somos los que «invocamos
el nombre del Señor» (+Gén 4,26; Mc 9,3). Y lo hacemos ahora, trazando sobre
nosotros el signo de la Cruz, de esa Cruz que va a actualizarse en la misa.
No se puede empezar mejor. El
pueblo responde: «Amén». Y Dios quiera que esta respuesta -y todas las
propias de la comunidad eclesial congregada- no sea un murmullo tímido,
apenas formulado con la mente ausente, sino una voz firme y clara, que
expresa con fuerza un espíritu unánime. Pero veamos el significado de esta
palabra. Amén La
palabra Amén es quizá la aclamación litúrgica principal de la liturgia
cristiana. El
término Amén procede de la Antiguo Alianza: «Los levitas
alzarán la voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel... Y todo
el pueblo responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; +1Crón 16,36; Neh
8,6). Según los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la
verdad, así sea». Por ejemplo, las cuatro primeras partes del salterio
terminan con esa expresión: «Bendito el Señor, Dios de Israel: Amén, amén»
(Sal 40,14; +71,19; 88,53; 105,48). Pues
bien, en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la
aclamación característica de la liturgia celestial (+Ap 3,14; 5,14; 7,11-12;
19,4), y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor
expresivo (+1Cor 14,16; 2Cor 1,20). En efecto, el pueblo cristiano culmina la
recitación del Credo o del Gloria con el término Amén, y con él
responde también a las oraciones presidenciales que en la misa recita
el sacerdote, concretamente a las tres oraciones variables -colecta,
ofertorio y postcomunión- y especialmente a la doxología final
solemnísima, con la que se concluye la gran plegaria eucarística. Y cuando el
sacerdote en la comunión presenta la sagrada hostia, diciendo «El cuerpo de
Cristo», el fiel responde Amén: «Sí, ésa es la verdad, ésa es la fe de
la Iglesia». Saludo El
Señor nos lo aseguró: «Donde dos o tres están congregados en mi Nombre, allí
estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 18,19). Y esta presencia misteriosa
del Resucitado entre los suyos se cumple especialmente en la asamblea
eucarística. Por eso el saludo inicial del sacerdote, en sus diversas
fórmulas, afirma y expresa esa maravillosa realidad: -«El
Señor esté con vosotros» (+Rut 2,4; 2Tes 3,16)... «La gracia de nuestro Señor
Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con
todos vosotros» (2Cor 13,13)... -«Y
con tu espíritu». «La
finalidad de estos ritos [iniciales] es hacer que los fieles reunidos
constituyan una comunidad, y se dispongan a oír como conviene la palabra de
Dios y a celebrar dignamente la eucaristía» (OGMR 24). Acto
penitencial Moisés,
antes de acercarse a la zarza ardiente, antes de entrar en la Presencia
divina, ha de descalzarse, porque entra en una tierra sagrada (+Ex 3,5). Y
nosotros, los cristianos, antes que nada, «para celebrar dignamente estos
sagrados misterios», debemos solicitar de Dios primero el perdón de nuestras
culpas. Hemos de tener clara conciencia de que, cuando vamos a entrar en
la Presencia divina, cuando llevamos la ofrenda ante el altar (+Mt 5,23-25),
debemos examinar previamente nuestra conciencia ante el Señor (1Cor 11,28), y
pedir su perdón. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Este
acto penitencial, que puede realizarse según diversas fórmulas, ya estaba en
uso a fines del siglo I, según el relato de la Didaqué: «Reunidos cada
día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado
vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro» (14,1).
Antiguamente, el acto penitencial era realizado sólamente por los ministros
celebrantes. Y por primera vez este acto se hace comunitario en el Misal
de Pablo VI. En las misas dominicales, especialmente en el tiempo pascual,
puede convenir que la aspersión del agua bendita, evocando el
bautismo, dé especial solemnidad a este rito penitencial. -«Yo
confieso, ante Dios todopoderoso»... A veces, con malevolencia, se acusa de pecadores a los
cristianos piadosos, «a pesar de ir tanto a misa»... Pues bien, los que
frecuentamos la eucaristía hemos de ser los más convencidos de esa condición
nuestra de pecadores, que en la misa precisamente confesamos: «por mi gran
culpa». Y por eso justamente, porque nos sabemos pecadores, por eso
frecuentamos la eucaristía, y comenzamos su celebración con la más humilde
petición de perdón a Dios, el único que puede quitarnos de la conciencia la mancha
indeleble y tantas veces horrible de nuestros pecados. Y para recibir ese
perdón, pedimos también «a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los
santos y a vosotros, hermanos», que intercedan por nosotros. -«Dios
todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos
lleve a la vida eterna». Esta hermosa fórmula litúrgica, que dice el
sacerdote, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex opere
operato propia del sacramento de la penitencia. Tiene más bien un sentido
deprecativo, de tal modo que, por la mediación suplicante de la Iglesia y por
los actos personales de quienes asisten a la eucaristía, perdona los pecados
leves de cada día, guardando así a los fieles de caer en culpas más graves.
Por lo demás, en otros momentos de la misa -el Gloria, el Padrenuestro,
el No soy digno- se suplica también, y se obtiene, el perdón de Dios. El
Catecismo enseña que «la eucaristía no puede unirnos [más] a Cristo
sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de
futuros pecados» (1393). «Como el alimento corporal sirve para restaurar la
pérdida de fuerzas, la eucaristía fortelece la caridad que, en la vida
cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los
pecados veniales (+Conc. Trento). Dándose a nosotros, Cristo reaviva
nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las
criaturas y de arraigarnos en Él» (1394). Así pues, «por la misma caridad que
enciende en nosotros, la eucaristía nos preserva de futuros pecados
mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos
en su amistad, tanto más dificil se nos hará romper con él por el pecado
mortal. La eucaristía [sin embargo] no está ordenada al perdón de los pecados
mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la
eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la
Iglesia» (1395). En
este sentido, «nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se
crea, se acerque a la sagrada eucaristía, sin que haya precedido la
confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay
suficientes confesores, emita primero un acto de contrición perfecta» (Eucharisticum
mysterium 35), antes de recibir el Pan de vida. Señor,
ten piedad Con
frecuencia los Evangelios nos muestran personas que invocan a Cristo, como
Señor, solicitando su piedad: así la cananea, «Señor, Hijo de David, ten
compasión de mí» (Mt 15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión de
nosotros» (20,30-31) o aquellos diez leprosos (Lc 17,13). En
este sentido, los Kyrie eleison (Señor, ten piedad), pidiendo seis veces
la piedad de Cristo, en cuanto Señor, son por una parte prolongación del
acto penitencial precedente; pero por otra, son también proclamación gozosa
de Cristo, como Señor del universo, y en este sentido vienen a ser prólogo
del Gloria que sigue luego. En efecto, Cristo, por nosotros, se
anonadó, obediente hasta la muerte de cruz, y ahora, después de su
resurrección, «toda lengua ha de confesar que Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre» (+Flp 2,3-11). Es
muy antigua la inserción, en una u otra forma, de los Kyrie en la
liturgia. Hacia el 390, la peregrina gallega Egeria, en su Diario de
peregrinación, describe estas aclamaciones en la iglesia de la Resurrección,
en Jerusalén, durante el oficio lucernario: «un diácono va leyendo las
intenciones, y los niños que están allí, muy numerosos, responden siempre Kyrie
eleison. Sus voces forman un eco interminable» (XXIV,4). Gloria
a Dios El
Gloria, la grandiosa doxología trinitaria, es un himno bellísimo de origen griego, que ya en
el siglo IV pasó a Occidente. Constituye, sin duda, una de las composiciones
líricas más hermosas de la liturgia cristiana. «Es
un antiquísimo y venerable himno con que la Iglesia, congregada en el
Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero, y le presenta sus
súplicas... Se canta o se recita los domingos, fuera de los tiempos de
Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas y en algunas
peculiares celebraciones más solmenes» (OGMR 31). Esta
gran oración es rezada o cantada juntamente por el sacerdote y el pueblo. Su
inspiración primera viene dada por el canto de los ángeles sobre el portal de
Belén: Gloria a Dios, y paz a los hombres (Lc 2,14). Comienza
este himno, claramente trinitario, por cantar con entusiasmo al Padre,
«por tu inmensa gloria», acumulando reiterativamente fórmulas de extrema
reverencia y devoción. Sigue cantando a Jesucristo, «Cordero de Dios, Hijo
del Padre», de quien suplica tres veces piedad y misericordia. Y concluye
invocando al Espíritu Santo, que vive «en la gloria de Dios Padre». ¿Podrá
resignarse un cristiano a recitar habitualmente este himno tan grandioso con
la mente ausente?... Oración
colecta Para
participar bien en la misa es fundamental que esté viva la convicción de que
es Cristo glorioso el protagonista principal de las oraciones litúrgicas de
la Iglesia. El sacerdote es en la misa quien pronuncia las oraciones,
pero el orante principal, invisible y quizá inadvertido para tantos, «¡es el
Señor!» (Jn 21,7). En efecto, la oración de la Iglesia en la eucaristía, lo
mismo que en las Horas litúrgicas, es sin duda «la oración de Cristo con su
cuerpo al Padre» (SC 84). Dichosos, pues, nosotros, que en la liturgia de la
Iglesia podemos orar al Padre encabezados por el mismo Cristo. Así se cumple
aquello de San Pablo: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza,
porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; él mismo ora en
nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). De
las tres oraciones variables de la misa -colecta, ofertorio, postcomunión-,
la colecta es la más solemne, y normalmente la más rica de contenido. Y de
las tres, es la única que termina con una doxología trinitaria completa. El
sacerdote la reza -como antiguamente todo el pueblo- con las manos
extendidas, el gesto orante tradicional. La
palabra collecta procede quizá de que esta oración se decía una vez
que el pueblo se había reunido -colligere, reunir- para la misa. O
quizá venga de que en esta oración el sacerdote resume, colecciona,
las intenciones privadas de los fieles orantes. En todo caso, su origen en la
eucaristía es muy antiguo. Veamos
una que puede servir como ejemplo: /
«Oh Dios, fuente de todo bien, /escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos,
inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda. / Por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del
Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. -Amén». La
oración, llena de concisión, profundidad y belleza, se inicia / invocando al
Padre celestial, y evocando normalmente alguno de sus principales atributos
divinos. En seguida, apoyándose en la anterior premisa de alabanza, viene /
la súplica, en plural, por supuesto. Y la oración concluye apoyándose en / la
mediación salvífica de Cristo, el Hijo Salvador, y en el amor del Espíritu
Santo. Ésa suele ser la forma general de todas estas oraciones. Otros
ejemplos. «Padre de bondad, que por la gracia de la adopción nos has hecho
hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y
permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por nuestro Señor, etc.»
(dom. 13 T.O.). «Oh Dios, protector de los que en ti esperan, sin ti nada es
fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia,
para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes
pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor, etc.»
(dom. 17 T.O.). Gran
parte de las colectas tienen origen muy antiguo, y las más bellas proceden de
la edad patrística. Vienen, pues, resonando en la Iglesia desde hace muchos
siglos. Cada una suele ser una micro-catequesis implícita, y de ellas
concretamente podría extraerse la más preciosa doctrina católica sobre la
gracia. ¿Será
posible, también, que muchas veces el pueblo conceda su Amén a
oraciones tan grandiosas sin haberse enterado apenas de lo dicho por el
sacerdote? Efectivamente. Y no sólo es posible, sino probable, si el
sacerdote pronuncia deprisa y mal, y, sobre todo, si los fieles no hacen uso
de un Misal manual que, antes o después de la misa, les facilite enterarse
de las maravillosas oraciones y lecturas que en ella se hacen. II.
Liturgia de la Palabra -Lecturas -Evangelio -Homilía
-Credo -Oración de los fieles. Cristo,
Palabra de Dios Nos
asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se
lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla» (SC 7a).
En efecto, «cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo
habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio.
Por eso, las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia
un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con
veneración» (OGMR 9). «En
las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su
pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece
alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en
medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con los
cantos y muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe; y una vez
nutrido con ella, en la oración universal, hace súplicas por las
necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGMR
33). Recibir
del Padre el pan de la Palabra encarnada En
la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su palabra,
que no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros
queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la palabra
encontramos el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra
palabra humana transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre
celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud de su palabra, nos
comunica así su espíritu, el Espíritu Santo. Siendo
esto así, hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a
Cristo-pan, pues incluso del pan eucarístico es verdad aquello de que «no
solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»
(Dt 8,3; Mt 4,4). En
la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena de Nazaret, cuando
Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de
un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de
cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy
se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad
le escuchamos nosotros en la misa. Y con esa misma veracidad experimentamos
también aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron los discípulos de
Emaús: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro de
nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?»
(Lc 24,32). Si
creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en
el pan consagrado, también por gracia divina hemos de creer en la realidad
de la presencia de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí
que la presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si
las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por
antonomasia, ya que es substancial» (Mysterium fidei). Cuando
el ministro, pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra
de Dios», no está queriendo afirmar sólamente que «Ésta fue la palabra
de Dios», dicha hace veinte o más siglos, y ahora recordada piadosamente;
sino que «Ésta es la palabra de Dios», la que precisamente hoy
el Señor está dirigiendo a sus hijos. La
doble mesa del Señor En
la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia
del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo
segundo, lo prepara y lo fundamenta. Recordemos, por otra parte, que ése fue
el orden que comprobamos ya en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la Cena
del Señor, o en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc
24,13-32). En
este sentido, el Vaticano II, siguiendo antigua tradición, ve en la
eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía»
(PO 18; +DV 21; OGMR 8). En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo
como palabra, y desde el altar se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por
la Palabra divina como por el Pan de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo,
nos vivifica en la eucaristía, comunicándonos su Espíritu. Por
eso San Agustín, refiriéndose no sólo a las lecturas sagradas sino a la misma
predicación -«el que os oye, me oye» (Lc 10,16)-, decía: «Toda la solicitud
que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna
partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner
para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras
cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye
negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer
en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39,2319). En la misma convicción estaba
San Jerónimo cuando decía: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de
Jesús. Cuando él dice «quien come mi carne y bebe mi sangre», ésas son palabras
que pueden entenderse de la eucaristía, pero también, ciertamente, son las
Escrituras verdadero cuerpo y sangre de Cristo» (ML 26,1259). Lecturas
en el ambón El
Vaticano II afirma que «la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada
Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en
la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan
de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (DV
21). En efecto, al Libro sagrado se presta en el ambón -como al símbolo de la
presencia de Cristo Maestro- los mismos signos de veneración que se atribuyen
al cuerpo de Cristo en el altar. Así, en las celebraciones solemnes, si el
altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de
vida, también el leccionario en el ambón se besa, se inciensa y se rodea de
luces, honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia confiesa así con
expresivos signos que ahí está Cristo, y que es Él mismo quien, a través del
sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25). ((Un
ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá tras la celebración, no
es, como ya hemos visto, el signo que la Iglesia quiere para expresar el
lugar de la Palabra divina en la misa. Tampoco parece apropiado confiar
las lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que leen con
dificultad. Si en algún caso puede ser esto conveniente, normalmente no
es lo adecuado para simbolizar la presencia de Cristo que habla a su pueblo.
La tradición de la Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lector
como «un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29a; +Código 230;
231,1).)) Podemos
recordar aquí aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la que se
hace en Jerusalén, a la vuelta del exilio ( Otra
anécdota significativa. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III,
reflejaba bien la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector
cuando instituye en tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a
la prueba. En efecto, según comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de
lector, ya que nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión
de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura; después de
las sublimes palabras que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es
propio leer el Evangelio de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir
al ambón después del potro; en éste quedó expuesto a la vista de la
muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos» (Carta
38). El
leccionario Desde
el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras en la
primera parte de la celebración de la eucaristía. Al principio, los libros
del Antiguo Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que
éstos se iban escribiendo (+1Tes 5,27; Col 4,16). Al
paso de los siglos, se fueron formando leccionarios para ser usados en
la eucaristía. El leccionario actual, formado según las instrucciones del
Vaticano II (SC 51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues,
distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la
Biblia, y respeta normalmente el uso tradicional de ciertos libros en
determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la lectura continua
de la Escritura, según el leccionario del misal -y según también el
leccionario del Oficio de Lectura-, nos permite leer la Palabra divina en el
marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va actualizando
los diversos misterios de la vida de Cristo. Esta
lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos
permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos,
que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así
como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando las diversas
partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a su
Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día,
concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus
fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en
ese día meditando y orando esas palabras de la sagrada Escritura
que Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret,
podemos decir: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc
4,21). Por
otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas, los textos del
Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con
los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma
misa» (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la cuidadosa
distribución de las lecturas bíblicas permite, al mismo tiempo, que los
libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las lecturas
estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase del Año
litúrgico se están celebrando. Profeta,
apóstol y evangelista Los
días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando los domingos y otros
días señalados hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el apóstol y el
evangelista», como se dice en expresión muy antigua. -El
profeta, u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá
creciendo hasta el Evangelio. En
efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días,
nos habló por su Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de su propio
ser» (Heb 1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de modo
perfecto lo que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los
Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44; +25.27). -El
apóstol nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del
Maestro: Juan, Pedro, Pablo... -El
salmo responsorial
da una respuesta meditativa a la lectura -a la lectura primera, si hay dos-.
La Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese salmo con una clara intención
cristológica. Así es como fueron empleados los salmos frecuentemente en la
predicación de los apóstoles (+Hch 1,20; 2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya en el
siglo IV, en Roma, se usaba en la misa el salmo responsorial, como también el
Aleluya -es decir, «alabad al Señor»-, que precede al Evangelio. -El
Evangelio es el momento más alto de la liturgia de la Palabra. Ante los
fieles congregados en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio» (SC
33), y a veinte siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su
palabra con la misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina;
aunque ahora, sin duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El
momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y gestos previstos
están llenos de muy alta significación: «Mientras
se entona el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el
incienso, lo pone en el incensario. Luego, con las manos juntas e inclinado
ante el altar, dice en secreto el Purifica mi corazón [y mis
labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio].
Después toma el libro de los evangelios, y precedido por los ministros, que
pueden llevar el incienso y los candeleros, se acerca al ambón. Llegado al
ambón, el sacerdote abre el libro y dice: El Señor esté con vosotros,
y en seguida: Lectura del santo Evangelio, haciendo la cruz sobre el
libro con el pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho. Luego, si
se utiliza el incienso, inciensa el libro. Después de la aclamación del
pueblo [Gloria a ti, Señor] proclama el evangelio, y, una vez
terminada la lectura, besa el libro, diciendo en secreto: Las palabras del
Evangelio borren nuestros pecados. Después de la lectura del evangelio se
hace la aclamación del pueblo», Gloria a ti, Señor Jesús (OGMR 93-95). -La
homilía, que sigue a las lecturas de la Escritura, ya se hacía en la
Sinagoga, como aquella que un sábado hizo Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y
desde el principio se practicó también en la liturgia eucarística cristiana,
como hacia el año 153 testifica San Justino (I Apología 67). La
homilía, que está reservada al sacerdote o al diácono (OGMR 61; Código
767,1), y que «se hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97), es el momento más
alto en el ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple
especialmente la promesa del Señor: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16). «La
homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para
alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún
aspecto particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto
del Ordinario, o del Propio de la misa del día, teniendo siempre presente el
misterio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes» (OGMR
41). -Un
silencio, meditativo y orante, puede seguir a las lecturas y a la
predicación. El
Credo El
Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la
Palabra divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es
una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad
tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre
creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo,
nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y
vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección. Puede
rezarse en su forma breve, que es el símbolo apostólico (del siglo
III-IV), o en la fórmula más desarrollada, que procede de los Concilios niceno
(325) y constan-tinopolitano (381). La
oración universal u oración de los fieles La
liturgia de la Palabra termina con la oración de los fieles, también llamada
oración universal,
que el sacerdote preside, iniciándola y concluyéndola, en el ambón o en la
sede. Ya San Pablo ordena que se hagan oraciones por todos los hombres, y
concretamente por los que gobiernan, pues «Dios nuestro Salvador quiere que
todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim
2,1-4). Y San Justino, hacia 153, describe en la eucaristía «plegarias
comunes que con fervor hacemos por nosotros, por nuestros hermanos, y por
todos los demás que se encuentran en cualquier lugar» (I Apología
67,4-5). De
este modo, «en la oración universal u oración de los fieles, el pueblo,
ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que
esta oración se haga, normalmente, en las misas a las que asiste el pueblo,
de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por
los que sufren algunas necesitades y por todos los hombres y la salvación de
todo el mundo» (OGMR 45). Al
hacer la oración de los fieles, hemos de ser muy conscientes de que la
eucaristía, la sangre de Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos
los hombres, para el perdón de los pecados». La Iglesia, en efecto, es
«sacramento universal de salvación», de tal modo que todos los hombres que
alcanzan la salvación se salvan por la mediación de la Iglesia, que actúa
sobre ellos inmediatamente -cuando son cristianos- o en una mediación a
distancia, sólamente espiritual -cuando no son cristianos-. Es lo mismo que
vemos en el evangelio, donde unas veces Cristo sanaba por contacto
físico y otras veces a distancia. En todo caso, nadie sana de la
enfermedad profunda del hombre, el pecado, si no es por la gracia de Cristo
Salvador que, desde Pentecostés, «asocia siempre consigo a su
amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b), sin la que no hace nada. Según
esto, la Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la
oración universal y el sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al
mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales y
espirituales, e impidiendo su total ruina. De
esto tenían clara conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y tan
mal situados en el mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se
refleja, por ejemplo, en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200:
«Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma
está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas
las ciudades del mundo... La carne aborrece y combate al alma, sin haber
recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a
los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de ellos,
porque renuncian a los placeres... El alma está encerrada en el cuerpo, pero
ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos
en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón
del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló, y no es lícito desertar de
él» (VI,1-10). Pero
a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). O si pedimos algo
-por ejemplo, que termine el comunismo-, cuando Dios por fin nos concede que
desaparezca de muchos países, fácilmente atribuímos el bien recibido a
ciertas causas segundas -políticas, económicas, personales, etc.-, sin
recordar que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende
del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo, las
religiosas de clausura y los humildes feligreses de misa diaria contribuyen
mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de prohombres
y políticos que llenan las páginas de los periódicos y las pantallas de la
televisión. Aquellos humildes creyentes son los que más influjo tienen en la
marcha del mundo. Basta un poquito de fe para creerlo así. III.
Liturgia del Sacrificio A. Preparación de los dones. -B.
Plegaria eucarística. -C. Rito de la comunión. A.
Preparación de los dones -El
pan y el vino -Oraciones de presentación -Súplicas -Lavabo -Oración sobre las
ofrendas. El
pan y el vino La
acción litúrgica queda centrada desde ahora en el altar, al que se acerca el sacerdote. A
él se llevan, en forma simple o procesional, el pan y el vino, y quizá
también otros dones. En el pan y el vino, que se han de convertir en el
Cuerpo y la Sangre de Jesús, va actualizarse a un tiempo la Cena última y la
Cruz del Calvario. «Es
conveniente que la participación de los fieles se manifieste en la
presentación del pan y del vino para la celebración de la eucaristía, o de
dones con los que se ayude a las necesidades de la Iglesia o de los pobres»
(OGMR 101). Es éste, pues, el momento más propio, y más tradicional, para
realizar la colecta entre los fieles. Oraciones
de presentación El
sacerdote toma primero la patena con el pan, «y con ambas manos la eleva un poco
sobre el altar, mientras dice la fórmula correspondiente»; y lo mismo hace
con el vino (OGMR 102). Las dos oraciones que el sacerdote pronuncia, en alta
voz o en secreto, casi idénticas, son muy semejantes a las que empleaba Jesús
en sus plegarias de bendición, siguiendo la tradición judía (berekáh;
+Lc 10,21; Jn 11,41). Primero sobre el pan, y después sobre el
vino, como lo hizo Cristo, el sacerdote dice: -«Bendito
seas, Señor, Dios del universo, por este pan [vino], fruto de la tierra
[vid] y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te
presentamos; él será para nosotros pan de vida [bebida de salvación]». -«Bendito
seas por siempre, Señor» (+Rm 9,5; 2Cor 11,31). Súplicas
del sacerdote y del pueblo Después
de presentar el pan y el vino, el sacerdote se inclina ante el altar
orando en secreto: -«Acepta,
Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea
hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios
nuestro». Ahora
puede realizarse la incensación de las ofrendas, del altar, del
celebrante y de todo el pueblo. En seguida, el sacerdote lava sus manos,
procurando así su «purificación interior» (OGMR 52), y vuelto al centro del
altar solicita la súplica de todos: -«Orad,
hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios,
Padre todopoderoso». -«El
Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su
nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia» (OGMR 107). Las
oraciones de los fieles, uniéndose a la de Cristo, se elevan aquí a Dios como
el incienso (+Sal 140,2; Ap 5,8; 8,3-4). Y el pueblo asistente, uniéndose a
Cristo víctima, se dispone a ofrecerse a Dios «en oblación y sacrificio de
suave perfume» (+Ef 5,2). Oración
sobre las ofrendas El
rito de preparación al sacrificio concluye con una oración sacerdotal
sobre las ofrendas. Es una de las tres oraciones propias de la misa que
se celebra. La oración sobre las ofrendas suele ser muy hermosa, y expresa
muchas veces la naturaleza mistérica de lo que se está celebrando. Valga un
ejemplo: «Acepta,
Señor, estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un admirable
intercambio, pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste, esperamos
merecerte a ti mismo como premio. Por Jesucristo nuestro Señor» (29 dicm.). B.
Plegaria eucarística -Prefacio
-Santo -Invocación al Espíritu Santo (1ª) -Relato y consagración -Memorial y
ofrenda -Invocación al Espíritu Santo (2ª) -Intercesiones -Doxología final. El
ápice de toda la celebración La
cima del sacrificio de la misa se da en la plegaria eucarística, que en el Occidente
cristiano se llama canon, norma invariable, y en el Oriente anáfora,
que significa llevar de nuevo hacia arriba. En ningún momento de la misa la
distracción de los participantes vendrá a ser más lamentable. Es el momento
de la suma atención sagrada. «Ahora
es cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a saber:
la plegaria eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y de
consagración. El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia Dios en
oración y acción de gracias, y se le asocia en la oración, que él dirige, en
nombre de toda la comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El sentido de esta
oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el
reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio» (OGMR
54). Con
los mismos gestos y palabras de la Cena, Cristo y la Iglesia realizan ahora el
memorial que actualiza el misterio de la Cruz y de la Resurrección:
misterio pascual, glorificación suma de Dios, fuente sobreabundante y
permanente de redención para los hombres. Y al mismo tiempo, la plegaria
eucarística, pronunciada exclusivamente por el sacerdote, es la
oración suprema de la Iglesia, visiblemente congregada. La forma básica
de esta gran oración es la berakáh de los judíos, que se recitaba en
la liturgia familiar, en la sinagogal, y por supuesto en la Cena pascual: es
el modo propio de la eulogía, bendición de Dios, y la eucharistía,
acción de gracias, frecuentes en el Nuevo Testamento. «La
naturaleza de las intervenciones presidenciales exige que se pronuncien
claramente y en voz alta, y que todos las escuchen atentamente. Por
consiguiente, mientras interviene el sacerdote no se cante ni se rece otra cosa,
y estén igualmente callados el órgano y cualquier otro instrumento musical»
(OGMR 12). Por eso mismo, durante la plegaria eucarística, «no se permite
recitar ninguna de sus partes a un ministro de grado inferior, a la asamblea
o a cualquiera de los fieles» (S.C.Culto, instrucción 5-9-1970, 4). Las
diversas plegarias eucarísticas En
cualesquiera de sus variantes, la plegaria eucarística incluye siempre la
acción de gracias, varias aclamaciones, la epíclesis o invocación del
Espíritu Santo, la narración de la institución y la consagración, la
anámnesis o memorial, la oblación de la víctima, las intercesiones varias y
la suprema doxología final trinitaria (OGMR 55). Actualmente, el Misal
romano presenta también cinco plegarias eucarísticas, y además de ellas
existen tres para niños y dos de reconciliación. I.
Es el Canon
Romano. Procede del siglo IV, y su forma queda ya casi fijada desde San
Gregorio Magno (+604). Su uso se universaliza en la Iglesia por los siglos
IX-XI, y llega casi intacto hasta nuestros días. Goza, pues, de especial
honor en la tradición litúrgica. II. Es una reelaboración de la
anáfora de San Hipólito (+225), la más antigua que se conoce de Occidente.
Sencilla y breve, sumamente venerable, es armoniosa y perfecta. III.
Esta plegaria, expresión
de la tradición romana y gálica, fue compuesta después del Vaticano II, y el
orden de sus partes, así como su conjunto, hace de ella una anáfora de
proporciones ideales. En ella fijaremos ahora especialmente nuestro
comentario. IV.
Procedente de la
tradición litúrgica antioquena, es también una plegaria de composición
actual. Con prefacio fijo y propio, es una pieza lírica muy bella, en la que
se confiesa ampliamente la fe, contemplando, a partir de la creación, toda la
obra de la redención. V.
En 1974 aprobó la
Iglesia la plegaria eucarística preparada con ocasión del Sínodo de Suiza,
adoptada posteriormente por varias Conferencias Episcopales, entre ellas la
de España (1985). En lenguaje moderno, y con la estructura de la tradición
romana, la plegaria, que tiene cuatro variantes, contempla sobre todo al
Señor que camina con su Iglesia peregrina. En
el Apéndice II reproducimos, dispuestas en columnas, las cuatro
plegarias eucarísticas principales. Después del Padrenuestro, son las más
altas y bellas oraciones de la Iglesia. Conviene leerlas primero en vertical,
para captar el ritmo y la armonía de cada una, y después en horizontal,
descubriendo los paralelos que hay entre unas y otras. Prefacio En
la misa «la acción de gracias se expresa, sobre todo, en el prefacio: [en éste] el sacerdote, en
nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias
por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos particulares,
según las variantes [hay casi un centenar de prefacios diversos] del día,
fiesta o tiempo litúrgico» (OGMR 55a). Viene a ser así el prefacio el
grandioso pórtico de entrada en la plegaria eucarística, que se recita o se
canta antes (prae), o mejor, al comienzo de la acción (factum)
eucarística. Consta de cuatro partes: -El
diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que ya desde
el principio vincula al pueblo a la oración del sacerdote, y que al mismo
tiempo levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a
la derecha de Dios» (Col 3,1-2). -«El
Señor esté con vosotros. -Y con tu espíritu. -Levantemos el corazón. -Lo
tenemos levantado hacia el Señor. -Demos gracias al Señor, nuestro Dios. -Es
justo y necesario». -La
elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y
necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre
celestial. De este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística,
dirige la oración de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la
voluntad de Cristo: «Cuando oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos
dóciles al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en
nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (+Rm 8,15.26). «En
verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias,
Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref.
PE II). -La
parte central, la más variable en sus contenidos, según días y fiestas,
proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias, que
giran siempre en torno a la creación y la redención: «Por
él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que,
hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera
nuestro Salvador y Redentor. «Él,
en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la
resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un
pueblo santo» (ib.). -El
final del prefacio, que viene a ser un prólogo del Sanctus que le
sigue, asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto
litúrgico celestial, haciendo de aquélla un eco de éste: «Por
eso, con los ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo» ... Santo
- Hosanna El
prefacio culmina en el sagrado trisagio -tres veces santo-, por el que, ya desde
el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el llamado cántico
de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el apóstol
San Juan (Ap 4,8): «Santo,
Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la
tierra de tu gloria». Santo es el nombre mismo de Dios, y más
y antes que una cualidad moral de Dios, designa la misma calidad infinita del
ser divino: sólo Él es el Santo (Lev 11,44), y al mismo tiempo es la
única «fuente de toda santidad» (PE II). El
pueblo cristiano, en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este
momento de la misa entra a actualizar su Pasión, las mismas
aclamaciones que el pueblo judío le dirigió en Jerusalén, cuando entraba en
la Ciudad sagrada para ofrecer el sacrificio de la Nueva Alianza. Hosanna,
«sálvanos» (hôsîana, +Sal 117,25); bendito el que viene en el
nombre del Señor (Mc 11,9-10). «Hosanna
en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el
cielo». El
Prefacio, y concretamente el Santo, es una de las partes de la misa
que más pide ser cantada. A
propósito de esto conviene recordar la norma litúrgica, no siempre observada:
«En la selección de las partes [de la misa] que se deben cantar se
comenzará por aquellas que por su naturaleza son de mayor importancia; en
primer lugar, por aquellas que deben cantar el sacerdote o los ministros con
respuestas del pueblo; se añadirán después, poco a poco, las que son propias
sólo del pueblo o sólo del grupo de cantores» (Instrucción Musicam sacram
1967,7). Invocación
al Espíritu Santo (1ª) En
continuidad con el Santo, la plegaria eucarística reafirma la santidad
de Dios, y prosigue con la epíclesis o invocación al Espíritu Santo: «Santo
eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas... Te
suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos
preparado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo,
Hijo tuyo y Señor nuestro» (III; +II). El
sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu
Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la
Virgen María, descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la
transubstanciación de estos dones ofrecidos en sacrificio,
convirtiéndolos en cuerpo y sangre del mismo Cristo (+Heb 9,14; Rm 8,11;
15,16). Es éste para los orientales el momento de la transubstanciación,
mientras que los latinos la vemos en las palabras mismas de Cristo, es decir,
en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo». En todo caso, siempre la liturgia
ha unido, en Oriente y Occidente, el relato de la institución de la
eucaristía y la invocación al Espíritu Santo. Por
otra parte, esa invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino que
produzca el cuerpo de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo
místico, que es la Iglesia: «Para
que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su
Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»
(III; +II y IV). «Por
obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la encarnación, se produce la transusbstanciación
del pan en su mismo cuerpo sagrado, y se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo
místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que,
de modo muy especial en la eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega
en la unidad» (I). Todos
estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas. Si
pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el
Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor
10,17). Es Cristo en la eucaristía el que une a todos los fieles en un solo
corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia. Según
todo esto, cada vez que los cristianos celebramos el sacrificio
eucarístico, reafirmamos en la sangre de Cristo la Alianza que nos une
con Dios, y que nos hace hijos suyos amados. Reafirmamos la Alianza con
un sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el Carmelo. Relato
- consagración Es
el momento más sagrado de la misa, en el que se actualiza con toda verdad la
Cena del Señor, su pasión redentora en la Cruz. El resto de la misa es el marco
sagrado de este sagrado momento decisivo, en el que, «con las palabras y
gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en
la última cena, cuando bajo las especies del pan y vino ofreció su cuerpo y
sangre, y se lo dio a sus apóstoles en forma de comida y bebida, y les
encargó perpetuar ese mismo misterio» (OGMR 55d). «El
cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó
pan... tomó el cáliz lleno del fruto de la vid... Esto es mi cuerpo,
que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que
será derramada por vosotros y por todos, para el perdón de los pecados»... Por
el ministerio del sacerdote cristiano, es el mismo Cristo, Sacerdote único
de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas, de
infinita eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, que al mismo
tiempo son de Cristo y de su esposa la Iglesia, el acontecimiento único del
misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel
espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos
humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy,
bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y
bebed mi sangre»... Los cristianos en la eucaristía, lo mismo exactamente que
los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen
María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al
sacrificio de la Cruz... Mysterium fidei! Ésta
es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo VI en
el Credo del Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la
misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo,
es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente
presente en nuestros altares». El
sacerdote ostenta con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la
sangre de Cristo, y hace una y otra vez la genuflexión, mientras los
acólitos pueden incensar las sagradas especies veneradas. El pueblo
cristiano adora primero en silencio, y puede decir jaculatorias como «¡Es el
Señor!» (Jn 21,7), «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28); «el Hijo de Dios me
amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Y en seguida confiesa comunitariamente
su fe y su devoción: -«Éste
es el sacramento de nuestra fe». -«Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). «Cada
vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte,
Señor, hasta que vuelvas» (+1Cor 11,26). «Por tu cruz y tu resurrección nos
has salvado, Señor». Memorial Después
del relato-consagración, viene el memorial y la ofrenda, que van
significativamente unidos en las cinco plegarias eucarísticas principales: «Así,
pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de
tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras
esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias,
el sacrificio vivo y santo» (III; +I, II, IV, V). Memorial (anámnesis), pues, en
primer lugar. Los cristianos, de oriente a occidente, obedecemos
diariamente en la eucaristía aquella última voluntad de Cristo, «haced esto
en memoria mía». Éste fue el mandato que nos dio el Señor claramente en
la última Cena, es decir, «la víspera de su pasión» (I), «la noche en que iba
a ser entregado» (III). Y nosotros podemos cumplir ese mandato, a muchos
siglos de distancia y en muchos lugares, precisamente porque el sacerdocio
de Cristo es eterno y celestial (Heb 4,14; 8,1): «El
sacrificio de Cristo se consuma en el santuario celeste; perdura en el
momento de la consumación, porque la eternidad es una característica de la
esfera celeste... Y si el sacrificio de Cristo perdura en el cielo, puede
hacerse presente entre nosotros en la medida en que esa misma víctima
y esa misma acción sacerdotal se hagan presentes en la eucaristía...
En realidad, el sacerdote no pone otra acción, sino que participa de la
eterna acción sacerdotal de Cristo en el cielo... Nada se repite, nada
se multiplica; sólo se participa repetidamente bajo forma sacramental del
único sacrificio de Cristo en la cruz, que perdura eternamente en el cielo.
No se repite el sacrificio de Cristo, sino las múltiples participaciones de
él» (Sayés, El misterio eucarístico 321-323). De
este modo la eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre vivo,
que con sus latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia
vivificante, que es la sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la
obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el
altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual "Cristo, nuestra
Pascua, ha sido inmolado" (1Cor 5,7)» (LG 3). Y
ofrenda El
memorial de la cruz es ofrenda de Cristo víctima: «te ofrecemos, Dios
de gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida
eterna y cáliz de eterna salvación» (I); «el pan de vida y el cáliz de
salvación» (II); «el sacrificio vivo y santo» (III); «su cuerpo y su sangre,
sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (IV); «esta
ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre» (V). En
efecto, «la Iglesia, en este memorial, sobre todo la Iglesia aquí y ahora
reunida, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la Víctima inmaculada. Y
la Iglesia quiere que los fieles no sólo ofrezcan la Víctima inmaculada, sino
que aprendan a ofrecerse a sí mismos y que de día en día perfeccionen,
con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que,
finalmente, Dios lo sea todo para todos» (OGMR Cristo
«quiso que nosotros fuésemos un sacrificio -dice San Agustín-; por lo tanto, toda la Ciudad
redimida, es decir, la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como
sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la
pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza... Así es, pues, el
sacrificio de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo.
Esto lo celebra la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos
muestra cómo ella misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad
de Dios 10,6). Y Pablo VI: «La Iglesia, al desempeñar la función de
sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio
de la misa y toda entera se ofrece con él» (Mysterium fidei). En
conformidad con esto, adviértase, pues, que la ofrenda eucarística es
hecha juntamente por el sacerdote y el pueblo, y no por el sacerdote
solo: «Te
ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (I);
«te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III;
+II y IV). Por
otra parte, en la ofrenda cultual que los hombres hacemos no podemos
realmente dar a Dios sino lo que él previamente nos ha dado: la vida, la
libertad, la salud... Por eso decimos, «te ofrecemos, Dios de gloria y
majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro,
inmaculado y santo» (I). Podemos
ahora por la oración hacernos ofrenda grata al Padre. Con la oración de María: «He aquí
la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Con la oración de
Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Con oraciones-ofrenda, como
aquella de San Ignacio, tan perfecta: «Tomad,
Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi
voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y
gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234). Invocación
al Espíritu Santo (2ª) La
eucaristía, que es el mismo sacrificio de la cruz, tiene con él una
diferencia fundamental. Si en la cruz Cristo se ofreció al Padre él solo,
en el altar litúrgico se ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia.
Por eso las plegarias eucarísticas piden tres cosas: -que Dios acepte el
sacrificio que le ofrecemos hoy; -que por él seamos congregados en la
unidad de la Iglesia; -y que así vengamos a ser víctimas ofrecidas
con Cristo al Padre, por obra del Espíritu Santo, cuya acción aquí se
implora. -Súplica
de aceptación de la ofrenda. «Mira con ojos de bondad esta ofrenda, y acéptala»
(I); «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la
Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (III); «dirige
tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia»(IV) -Unidad.
«Te pedimos
humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del cuerpo y Sangre de Cristo» (II); «formemos en Cristo un solo
cuerpo y un solo espíritu» (III); «congregados en un solo cuerpo por el
Espíritu Santo» (IV). -Víctimas
ofrecidas. Que
«él nos transforme en ofrenda permanente» (III), y así «seamos en Cristo
víctima viva para alabanza de su gloria» (IV) La
verdadera participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica, pues,
decisivamente esta ofrenda victimal de los fieles. Según esto, los cristianos son
en Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y se ofrecen
continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la misa, y
en el altar de su propia vida ordinaria, día a día. Ellos, pues, son en
Cristo, por él y con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de
Dios, sin condiciones y sin resistencia alguna, hasta la muerte, como Cristo,
sacrifican (hacen-sagrada) toda su vida en un movimiento espiritual
incesante, que en la eucaristía tiene siempre su origen y su impulso. Así es
como la vida entera del cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico
continuo, glorificador de Dios y redentor de los hombres, como lo quería
el Apóstol: «os ruego, hermanos, que os ofrezcáis vuestros mismos como
víctima viva, santa, grata a Dios: éste es el culto espiritual que debéis
ofrecer» (Rm 12,1). Intercesiones Ya
vimos, al hablar de la oración de los fieles, que la Iglesia en la
eucaristía sostiene a la humanidad y al mundo entero en la misericordia de
Dios, por la sangre de Cristo Redentor. Pues bien, las mismas plegarias
eucarísticas incluyen una serie de oraciones por las que nos unimos a la
Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Suelen ser llamadas intercesiones. «Con
ellas se da a entender que la eucaristía se celebra en comunión con toda la
Iglesia celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus
miembros, vivos y difuntos, miembros que han sido todos llamados a participar
de la salvación y redención adquiridas por el cuerpo y la sangre de Cristo»
(OGMR 55g). En
la plegaria eucarística III, por ejemplo, se invoca -primero
la ayuda del cielo, de la Virgen María y de los santos, «por cuya
intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda»; -en
seguida se ruega por la tierra, pidiendo salvación y paz para «el
mundo entero» y para «tu Iglesia, peregrina en la tierra», especialmente por
el Papa y los Obispos, pero también, con una intención misionera, por «todos
tus hijos dispersos por el mundo»; -y
finalmente se encomienda las almas del purgatorio a la bondad de Dios,
es decir, se ofrece la eucaristía por «nuestros hermanos difuntos y cuantos
murieron en tu amistad». Así,
la oración cristiana -que es infinitamente audaz, pues se confía a la
misericordia de Dios- alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su
caridad: «recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de
la plenitud eterna de tu gloria». Ofrecer
misas por los difuntos La
caridad cristiana, si ha de ser católica, ha de ser universal, ha de
interesarse, pues, por los vivos y por los difuntos, no sólo por los vivos. La
Iglesia, nuestra Madre, que nos hace recordar diariamente a los difuntos, al
menos, en la misa y en la última de las preces de vísperas, nos recomienda
ofrecer misas en sufragio de nuestros hermanos difuntos. Es una gran obra de
caridad hacia ellos, como lo enseña el Catecismo: «El
sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos, "que han muerto en Cristo y
todavía no están plenamente purificados" (Conc. Trento), para que puedan
entrar en la luz y la paz de Cristo: «"Oramos
[en la anáfora] por los santos padres y obispos difuntos, y en general por
todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran
provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica,
mientras se halla presente la santa y adorable víctima... Presentando a Dios
nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores...,
presentamos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para
ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres" (S. Cirilo de
Jerusalén [+386])» (Catecismo 1371; +1032, 1689). Doxología
final La
gran plegaria eucarística llega a su fin. El arco formidable, que se inició en
el prefacio levantando los corazones hacia el Padre, culmina ahora
solemnemente con la doxología final trinitaria. El sacerdote, elevando la
Víctima sagrada, y sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades
temporales, dice: «Por
Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos». Este
acto, por sí solo, justifica la existencia de la Iglesia en el mundo: para
eso precisamente ha sido congregado en Cristo el pueblo cristiano
sacerdotal, para elevar en la eucaristía a Dios la máxima alabanza posible, y
para atraer en ella en favor de toda la humanidad innumerable bienes
materiales y espirituales. De este modo, es en la eucaristía donde la Iglesia
se expresa y manifiesta totalmente. El
pueblo cristiano congregado hace suya la plegaria eucarística, y completa la
gran doxología trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la
misa. ((Adviértase
aquí, por otra parte, que es el sacerdote, y no el pueblo, quien recita
las doxologías que concluyen las oraciones presidenciales. Y esto tanto
en la oración colecta -«Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y
reina», etc.-, como en la plegaria eucarística -«Por Cristo, con Él y en Él»,
etc.-. Y que es el pueblo quien, siguiendo una tradición continua del Antiguo
y del Nuevo Testamento, contesta con la aclamación del Amén.)) C.
La comunión -Padrenuestro -La paz -Fracción
del pan -Cordero de Dios -Comunión -Oración de postcomunión. La
primera cumbre de la celebración eucarística es sin duda la consagración,
en la que el pan y el vino se transforman en cuerpo entregado y sangre
derramada del mismo Cristo, actualizando el sacrificio redentor. Y la
segunda, ciertamente, es la comunión, en la que la Iglesia obedece el
mandato de Cristo en su última Cena: «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y
bebed mi sangre». El
Padrenuestro El
Padrenuestro es la más grande oración cristiana, la más grata al Padre y la que
mejor expresa lo que el Espíritu Santo ora en nosotros (+Rm 8,15.26), pues es
la oración que nos enseñó Jesús (Mt 5,23-24; Lc 11,2-4). Por
eso, en la misa, la oración dominical culmina en cierto modo la gran plegaria
eucarística, y al mismo tiempo inicia el rito de la comunión. Comienza el Padrenuestro
reiterando el Santo del prefacio -«santificado sea tu Nombre»-,
asimila la actitud filial de Cristo, la Víctima pascual ofrecida -«hágase tu
voluntad»-, y continúa pidiendo para la Iglesia la santidad y la unidad -«venga
a nosotros tu reino»-. Pero también prepara a la comunión eucarística,
pidiendo el pan necesario, material y espiritual -«danos hoy nuestro pan de
cada día»-, implorando el perdón y la superación del mal -«perdona nuestras
ofensas, líbranos del mal»-, y procurando la paz con los hermanos
-«perdonamos a los que nos ofenden»-. No podemos, en efecto, unirnos al
Señor, si estamos en pecado y si permanecemos separados de los hermanos (+Mt
6,14-15; 6,9-13; 18,35). Merece
la pena señalar aquí que, en la petición «líbranos del mal», la Iglesia
entiende que «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona,
Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios» (Catecismo 2851;
+2850-2853). Ahora bien, en la última petición del Padrenuestro, «al pedir ser
liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los
males, presentes, pasado y futuros de los que él es autor o instigador»
(2854). El
Padrenuestro, que es rezado en la misa por el sacerdote y el pueblo
juntamente, es desarrollado sólo por el sacerdote con el embolismo que
le sigue: «Líbranos de todos los males, Señor», en el que se pide la
paz de Cristo y la protección de todo pecado y perturbación, «mientras
esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Y esta vez es
el pueblo el que consuma la oración con una doxología, que es eco de la
liturgia celestial: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por
siempre, Señor» (+Ap 1,6; 4,11; 5,13). Conviene
advertir que la renovación postconciliar de la liturgia ha restaurado la
costumbre antigua, ya practicada por las primeras generaciones cristianas, de
rezar tres veces cada día el Padrenuestro, concretamente en laudes, en
misa y en vísperas. «Así habéis de orar tres veces al día» (Dídaque
VIII,3). La
paz Sabemos
que Cristo resucitado, cuando se aparecía a los apóstoles, les saludaba
dándoles la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad, la
herencia que el Señor deja en la última Cena a sus discípulos es precisamente
la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (14,27). El
pecado, separando al hombre de Dios, divide de tal modo la humanidad en
partes contrapuestas, e introduce en cada persona tal cúmulo de tensas
contradicciones y ansiedades, que aleja irremediablemente de la vida humana
la paz. Por eso, en la Biblia la paz (salom), que implica, en
cierto modo, todos los bienes, no se espera sino como don propio del
Mesías salvador. Él será constituido «Príncipe de la paz: su soberanía será
grande y traerá una paz sin fin para el trono de David y para su reino» (Is
9,5-6). Sólo él será capaz de devolver a la humanidad la paz perdida por el
pecado (+Ez 34,25; Joel 4,17ss; Am 9,9-21). Pues
bien, Jesús es el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Los
ángeles, en su nacimiento, anuncian que Jesús va a traer en la tierra «paz a
los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz»
(Rm 15,33), en la plenitud de los tiempos, «reconciliar por Él consigo,
pacificando por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra
como las del cielo» (Col 2,20). Y así él, nuestro Señor Jesucristo, quitando
el pecado del mundo y comunicándonos su Espíritu, es el único que puede
darnos la paz verdadera, la que es «fruto del espíritu» (Gál 5,22) y de la
justificación por gracia (+Rm 5,1), la paz que ni el mundo ni la carne son
capaces de dar, la paz perfecta, de origen celeste, la paz que ninguna
vicisitud terrena será capaz de destruir en los fieles de Cristo. El
rito de la paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento de la
eucaristía. El
ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía en los siglos
II-III. El sacerdote, en una oración que, esta vez, dirige al mismo «Señor
Jesucristo», comienza pidiéndole para su Iglesia «la paz y la unidad» en una
súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino
la fe [la fidelidad] de tu Iglesia». A continuación, representando al mismo
Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en el cenáculo de la misa: «La
paz del Señor esté siempre con vosotros». Y
puesto que la comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si
permanecemos separados de nuestros hermanos, añade en seguida: «Daos
fraternalmente la paz». De este modo, la asidua participación en la
eucaristía va haciendo de los cristianos hombres de paz, pues en la
misa reciben una y otra vez la paz de Cristo, y por eso mismo son cada vez
más capaces de comunicar a los hermanos la paz que de Dios han recibido.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios» (Mt 5,9). La
fracción del pan Partir
el pan en la mesa era un gesto tradicional que correspondía al padre de
familia. Es un gesto propio de Cristo, y lo realiza varias veces estando con
sus discípulos -al multiplicar los panes, en la Cena última, con los de
Emaús, ya resucitado (Jn 6,11; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24; Jn 21,13)-: tomó
el pan, lo bendijo, lo partió y lo dió a los discípulos. Por eso, la
antigüedad cristiana, viendo en esta acción un símbolo profundo, dio a veces
a toda la eucaristía el nombre de «fracción del pan». Y la liturgia ha
conservado siempre este rito, durante el cual el sacerdote parte el pan
consagrado, y antes de dejar caer en el cáliz una partícula de él, dice:
«El cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz,
sean para nosotros alimento de vida eterna». En
todo caso, la significación más antigua de esta acción litúrgica está
vinculada a aquellas palabras de San Pablo: «Porque el pan es uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17;
+OGMR 56c). Es la común-comunión eucarística en el Pan partido lo que hace de
nosotros un solo Cuerpo, el de Cristo, la Iglesia. Los que participamos de un
mismo altar, somos uno solo, pues comemos y vivimos de un mismo Pan, y «hemos
bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13). Cordero
de Dios A
partir de los siglos VI y VII, durante la fracción del pan -que entonces,
cuando no hay todavía hostias pequeñas, dura cierto tiempo-, el pueblo
recita o canta el Cordero de Dios, repitiendo varias veces ese precioso
título de Cristo, que ya en el Gloria ha sido proclamado. Como
ya vimos más arriba, la idea del Salvador como Cordero inmolado, ya
desde el sacrificio de Isaac, pasando por la Pascua y por el Siervo de Yavé de
que habla Isaías, está presente en la revelación divina hasta el Apocalipsis
de San Juan, que contempla en el cielo el culto litúrgico que los ángeles y
los santos ofrecen al Cordero-víctima, esposo de la Iglesia (Ap 5,6; 6,1;
7,10-17; 12,11; 13,8; 17,14; 19,7-9; 21,22). La misa es la Cena pascual del
Cordero inmolado, y el rito de la fracción precede lógicamente al de
la comunión. Seguidamente
el sacerdote, mostrando la hostia consagrada, dice aquello de Juan el
Bautizador: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»
(Jn 1,29). Y añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice en la
liturgia celeste «una voz que sale del Trono, una voz como de gran
muchedumbre, como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos:...
"Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero"» (+Ap
19,1-9). En efecto, dice el sacerdote: «Dichosos los invitados a la cena
del Señor». A
ello responde el pueblo, recordando con toda oportunidad las palabras del
centurión romano, que maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida
confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra
tuya bastará para sanarme» (+Mt 8,8-10). Seguidamente el
sacerdote, o el diácono, distribuye la comunión: «El Cuerpo de Cristo».
«Amén». Sí, así es realmente. De
suyo, corresponde distribuir la comunión a quienes en la eucaristía
representan a Cristo y a los apóstoles. Es el Señor quien «tomó, partió y repartió» el Pan de
vida. Y en la multiplicación milagrosa, por ejemplo, Cristo, «alzando los
ojos al cielo, bendijo y partió los panes, y se los dió a los discípulos [los
apóstoles], y éstos a la muchedumbre» (Mt 14,19). De ahí la tradición
universal de la Iglesia de que sean los ministros sagrados -y cuando sea
preciso, los laicos autorizados para ello-, quienes distribuyan la comunión
eucarística (Código 910). La
comunión La
comunión sacramental es el encuentro espiritual más amoroso y profundo, más
cierto y santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es una inefable unión espiritual
con Jesucristo glorioso, y en este sentido, aunque se realice mediante el
signo expresivo del pan, no implica, por supuesto, una digestión del
cuerpo físico del Señor -ésta sería la interpretación cafarnaítica-. Es
notable, en todo caso, la gran sobriedad con que la tradición patrística e
incluso los escritos de los santos tratan de este acto santísimo de la
comunión. Y es que se trata, en el orden del amor y de la gracia, de un
misterio inefable, de algo que apenas es capaz de expresar el lenguaje
humano. Cristo se entrega en la comunión como alimento, como «pan vivo bajado
del cielo», que va transformando en Él a quienes le reciben. A éstos, que en
la comunión le acogen con fe y amor, les promete inmortalidad, abundancia de
vida y resurrección futura. Más aún, les asegura una perfecta unión vital con
Él: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él. Y así como yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá
por mí» (Jn 6,57). Los
cristianos, comulgando el cuerpo victimal y glorioso de Cristo, se alimentan del pan de vida
eterna dado con tanto amor por el Padre celestial, participan profundamente
de la pasión y resurrección de Cristo, reafirman en sí mismos la Alianza de amor
y mutua fidelidad que les une con Dios, reciben la medicina celestial del
Padre, la única que puede sanarles de sus enfermedades espirituales, y ven
acrecentada en sus corazones la presencia y la acción del Espíritu Santo, «el
Espíritu de Jesús» (Hch 16,7). Sólo
Dios, que por medio de la oración actualiza en nosotros la fe y el amor,
puede darnos la gracia de una disposición idónea para la excelsa comunión
eucarística. Por eso la devoción privada ha creado muchas oraciones para
antes de la comunión, y la misma liturgia en el ordinario de la misa
ofrece al sacerdote dos, procedentes del repertorio medieval, que están
dirigidas al mismo Cristo. «Señor
Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el
Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame por la
recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal.
Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de
ti». O bien: «Señor
Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo
de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa
de alma y cuerpo y como remedio saludable». Disposiciones
exteriores para la comunión -El
ayuno eucarístico, de antiquísima tradición, exige hoy «abstenerse de
tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada
comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas» (Código
919,1). -La
Iglesia permite comulgar dos veces el mismo día, siempre que se
participe en ambas misas (ib. 917). -«La
comunión tiene una expresión más plena, por razón del signo, cuando se hace bajo
las dos especies» (OGMR 240). La Iglesia en Occidente, sólo por razones
prácticas, reduce este uso a ocasiones señaladas (Eucharisticum mysterium 32),
mientras que en Oriente es la forma habitual. -Cuando
se comulga dentro de la misa, y además con hostias consagradas en la misma
misa, se expresa con mayor claridad que la comunión hace participar en el
sacrificio mismo de Jesucristo (+Catecismo 1388). -Sin
embargo, cuando los fieles piden la comunión «con justa causa, se les debe
administrar la comunión fuera de la misa» (Código 918). Disposiciones
interiores para la comunión frecuente San
Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas:
«Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo
y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces
coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el
cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre
vosotros muchos flacos y débiles, y muchos muertos» (1Cor 11,27-29). Atribuye
el Apóstol los peores males de la comunidad cristiana de Corinto a un uso
abusivo de la comunión eucarística... Esto nos lleva a considerar el tema de la
frecuencia y disposición espiritual que son convenientes para la comunión.
En
la antigüedad cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas huellas
documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión diaria. Los
fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la voluntad
expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la comunión
sacramental el modo normal de consumar su participación en el sacrificio
eucarístico. Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a disciplina
penitencial se veían privados de ella. Pronto, sin embargo, incluso en el
monacato naciente, este criterio tradicional se debilita en la práctica o se
pone en duda por diversas causas. La doctrina de San Agustín y de Santo Tomás
podrán mostrarnos autorizadamente el nuevo criterio. Santo
Tomás (+1274),
tan respetuoso siempre con la tradición patrística y conciliar, examina la
licitud de la comunión diaria, adivirtiendo que, por parte del
sacramento, es claro que «es conveniente recibirlo todos los días, para
recibir a diario su fruto». En cambio, por parte de quienes comulgan, «no es
conveniente a todos acercarse diariamente al sacramento, sino sólo las veces
que se encuentren preparados para ello. Conforme a esto se lee [en Genadio de
Marsella, +500]: "Ni alabo ni critico el recibir todos los días la
comunión eucarística"» (STh III,80,10). Y en ese mismo texto
Santo Tomás precisa mejor su pensamiento cuando dice: «El amor
enciende en nosotros el deseo de recibirlo, y del temor nace la
humildad de reverenciarlo. Las dos cosas, tomarlo a diario y abstenerse
alguna vez, son indicios de reverencia hacia la eucaristía. Por eso dice
San Agustín [+430]: "Cada uno obre en esto según le dicte su fe
piadosamente; pues no altercaron Zaqueo y el Centurión por recibir uno,
gozoso, al Señor, y por decir el otro: No soy digno de que entres bajo mi
techo. Los dos glorificaron al Salvador, aunque no de una misma manera"
[ML 33,201]. Con todo, el amor y la esperanza, a los que siempre nos invita
la Escritura, son preferibles al temor. Por eso, al decir Pedro
"apártete de mí, Señor, que soy hombre pecador", responde Jesús:
"No temas"» (ib. ad 3m). Durante
muchos siglos prevaleció en la Iglesia, incluso en los ambientes más
fervorosos, la comunión poco frecuente, solo en algunas fiestas señaladas del Año litúrgico, o
la comunión mensual o semanal, con el permiso del confesor. Y esta tendencia
se acentuó aún más, hasta el error, con el Jansenismo. Por eso, sin duda, uno
de los actos más importantes del Magisterio pontificio en la historia de la
espiritualidad es el decreto de 20 de diciembre de 1905. En él San Pío X
recomienda, bajo determinadas condiciones, la comunión frecuente y diaria,
saliendo en contra de la posición jansenista. «El
deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen
diariamente al sagrado convite se cifra principalmente en que los fieles,
unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir
la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren, y
para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta;
pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni
para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí
que el santo Concilio de Trento llama a la eucaristía «antídoto con que nos
libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales».
Según esto: «1.
La comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles
de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede
impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada
mesa con recta y piadosa intención. «2.
La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa
no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir
la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y
remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina. «3.
Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta
diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los
plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no
tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante... «4.
Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente
preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las
fuerzas, condición y deberes de cada uno. «5.
Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los
confesores no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal
que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención»
(Denz 1981/3375 - 1990/3383). Parece
claro que en la grave cuestión de la comunión frecuente, la mayor
tentación de error es hoy la actitud laxista, y no el rigorismo
jansenista, siendo una y otro graves errores. Entre ambos extremos de error,
la doctrina de la Iglesia católica, expresada en el decreto de San Pío X,
permanece vigente. Hoy «la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir
la santa eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia
aún, incluso todos los días» (Catecismo 1389). La
oración post-comunión «Cuando
se ha terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los fieles, si se
juzga oportuno, pueden orar un rato recogidos. O si se prefiere, puede
también cantar toda la asamblea un himno, un salmo o algún otro canto de
alabanza» (OGMR 56j). La práctica devocional de la Iglesia ha dado siempre una
importancia muy notable a este tiempo de oración después de la comunión.
Esa «conveniente acción de gracias», de que hablaba San Pío X, es un
momento muy especial de gracia. Por eso es aconsejable realizarla fielmente,
bien sea en ese momento de silencio, inmediato a la comunión, o bien después
de finalizada la misa. Es
lo que la Iglesia recomienda: para que los fieles «puedan perseverar más
fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios
en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada
comunión que permanezcan algún tiempo en oración» (Eucharisticum
mysterium 38). Después
de ese tiempo, más o menos largo, «en la oración después de la comunión,
el sacerdote ruega para que se obtengan los frutos del misterio celebrado»
(OGMR 56k). Estos frutos son incesantemente indicados y pedidos en las
oraciones de postcomunión. En efecto, si hacemos una lectura seguida de
postcomuniones de la misa, iremos conociendo claramente cuáles son los frutos
normales de la participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia
en esas oraciones, con toda confianza y eficacia, coincide precisamente con lo
que el Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo propio de
toda oración litúrgica, que realiza lo que pide. Veamos,
a modo de ejemplo, algunas peticiones incluidas en postcomuniones de domingos
del Tiempo Ordinario: «te suplicamos la gracia de poder servirte llevando una vida según
tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del cielo, permanezcamos
unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora,
nos alegremos siempre de este don admirable que nos haces» (3). «Que el pan
de vida eterna nos haga crecer continuamente en la fe verdadera» (4).
«Concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la
salvación del mundo» (5). «Busquemos siempre las fuentes de donde brota la
vida verdadera» (6). «Alcanzar un día la salvación eterna, cuyas primicias
nos has entregado en estos sacramentos» (7; intención frecuente: +20, 26, 30,
31). «Sane nuestras maldades y nos conduzca por el camino del bien» (10).
«Que esta comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra unión
contigo, realice la unidad de tu Iglesia» (11). «Condúcenos a perfección tan
alta, que en todo sepamos agradarte» (21). «Fortalezca nuestros corazones y
nos mueva a servirte en nuestros hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro
sentimiento, quien mueva nuestra vida» (24). «Nos transformemos en lo que
hemos recibido» (27). «Nos hagas participar de su naturaleza divina» (28).
«Aumente la caridad en todos nosotros» (33). «No permitas que nos separemos
de ti» (34). «Encontrar la salud del alma y del cuerpo en el sacramento que
hemos recibido» (Trinidad). Éstos
y otros preciosos efectos que la Iglesia pide con audacia y confianza
en la oración postcomunión -como también en la oración colecta y la del
ofertorio- son los que la eucaristía causa de suyo en nosotros, si no
ponemos impedimento a la acción de Cristo en ella (+Catecismo, frutos
de la comunión: 1391-1398). Comunión
y santidad «Si
no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis
vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna
y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,53-54). La cosa es clara: la
santificación cristiana tiene forma eucarística. Es así, al menos
ordinariamente, como ha querido Cristo santificarnos. Y nosotros no podemos
santificarnos según nuestros gustos o inclinaciones -es absurdo-, sino según
Cristo ha dispuesto hacerlo, y nos lo ha dicho. Sólo él es «Santo y
fuente de toda santidad» (PE II). En
realidad, no es posible nuestra santificación sin verdaderos milagros de
la gracia. ¿Cómo, si no, podríamos librarnos de pecados, defectos o
imperfecciones tan arraigados en nuestra personalidad? San Juan de la Cruz
nos muestra claramente que la purificación activa del cristiano no
puede alcanzar la perfecta santidad, «hasta que Dios lo hace en él,
habiendose él pasivamente» (I Noche 7,5). Pues bien, aunque
nosotros hemos de realizar actos al comulgar, sobre todo de fe y de amor -en
cuanto ello nos sea posible-, lo cierto es que de la comunión puede decirse,
más o menos, lo que el Doctor místico afirma de la contemplación: en ella
«Dios es el agente y el alma es la paciente»; y el alma está «como el que recibe
y como en quien se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace» (Llama
3,32). La
comunión eucarística es, pues, un momento privilegiado para esos milagros de
la gracia que necesitamos. Cristo en ella, con todo el poder de su pasión gloriosa y de su
resurrección admirable, nos concede ir muriendo a los pecados del hombre
viejo, e ir renaciendo a las virtudes del hombre nuevo. Es en la eucaristía
donde, por obra del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en cuerpo
y sangre de Cristo, y donde igualmente, por obra del Espíritu Santo, los
hombres carnales se transforman en hombres espirituales, cada vez más
configurados a Cristo. Los
santos y la comunión eucarística Sólo
los santos conocen y viven plenamente la vida cristiana. Y, concretamente, sólo
los santos veneran como se debe el gran sacramento de la eucaristía. Por
eso en esto, como en todo, nosotros hemos de tomarles como maestros. Santo
Tomás de Aquino, por ejemplo, según declaran en el proceso de canonización
sus compañeros, «omni die celebrabat missam cum lacrymis» (n.49), sobre todo
a la hora de comulgar (n.15). Y también San Ignacio de Loyola lloraba con
frecuencia en la misa (Diario espiritual 14). Nosotros, hombres de
poca fe, no lloramos, pues apenas sabemos lo que hacemos cuando asistimos a
la misa. Son los santos, realmente, los que entienden, en fe y amor,
qué es lo que en la misa están haciendo, o mejor, qué está haciendo en ella
la Trinidad santísima. Por eso han de ser ellos los que nos enseñen a
celebrar el sacrificio eucarístico y a recibir en la comunión el cuerpo y la
sangre de Cristo. San
Francisco de Asís, siendo diácono, pocos años antes de morir, escribe una Carta
a los clérigos, en la que confiesa conmovedoramente toda la grandeza del
ministerio eucarístico que desempeñan. Y en su Carta a toda la Orden
reitera las mismas exhortaciones: «Así, pues, besándoos los pies y con la
caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis
toda reverencia y todo el honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo
cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que
hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios
omnipotente [+Col 1,20]» (12-13). Él, personalmente, «ardía de amor en sus
entrañas hacia el sacramento del cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y
anonadado por el estupor al considerar tan estimable dignación y tan
ardentísima caridad. Reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada
día, a ser posible, una misa. Comulgaba muchísimas veces, y con tanta
devoción, que infundía fervor a los presentes. Sintiendo especial reverencia
por el Sacramento, digno de todo respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus
miembros, y al recibir al Cordero sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel
sagrado fuego que ardía siempre en el altar de su corazón» (II Celano
201). Es
un dato cierto que los santos, muchas veces, han recibido precisamente en
la comunión eucarística gracias especialísimas, decisivas en su vida. Recordemos,
por ejemplo, a Santa Teresa de Jesús. Ella, cuando no era costumbre, «cada
día comulgaba, para lo cual la veía [esta testigo] prepararse con singular
cuidado, y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en
oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios» (Ana de los Angeles: Bibl.
Míst. Carm. 9,563). Las
más altas gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual,
fueron recibidas por Santa Teresa en la eucaristía. Ella misma afirma que fue
en una comunión cuando llegó a ser con Cristo, en el matrimonio, «una sola
carne»: «Un día, acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma
se hacía una cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta
conciencia 39; +VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la
comunión resucitado, glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre
muerto, sino Cristo vivo, y da a entender que es hombre y Dios, no como
estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a
veces con tran grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el
mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está
allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan Señor de aquella posada que
parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» (Vida 28,8). Otros
santos ha habido que vivían alimentándose sólamente con el Pan eucarístico,
es decir, con el cuerpo de Cristo. En esos casos milagrosos ha querido Dios
manifestarnos, en una forma extrema, hasta qué punto tiene Cristo capacidad
en la eucaristía de «darnos vida y vida sobreabundante» (Jn 10,10). El
Beato Raimundo de Capua, dominico, que fue unos años director espiritual de
Santa Catalina de Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi
increíbles, poco a poco, pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la
santa virgen recibía muchas veces devotamente la santa comunión, y cada vez
obtenía de ella tanta gracia que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus
inclinaciones, sólo por virtud del Espíritu Santo su alma y su cuerpo estaban
igualmente nutridos. De esto puede concluir el hombre de fe que su vida
era toda ella un milagro... Yo mismo he visto muchas veces aquel
cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso de agua fría, que... sin ninguna
dificultad se levantaba antes, caminaba más lejos y se afanaba más que los
que la acompañaban y que estaban sanos; ella no conocía el cansancio... Al
comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin comer, fray Tommaso, su
confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y ella respondió: "Es
tal la saciedad que me viene del Señor al recibir su venerabilísimo Sacramento,
que no puedo de ninguna manera sentir deseo por comida alguna"» (Legenda
Maior: Santa Catalina de Siena II,170-171). El
hambre de Cristo
en la eucaristía era a veces en Santa Catalina torturante. Pero cuando
comulgaba quedaba a veces absorta en Dios durante horas o días. Una vez «su
confesor, que le había visto tan encendida de cara mientras le daba el
Sacramento, le preguntó qué le había ocurrido, y ella le respondió:
"Padre, cuando recibí de vuestras manos aquel inefable Sacramento, perdí
la luz de los ojos y no vi nada más; más aún, lo que vi hizo tal presa en mí
que empecé a considerar todas las cosas, no solamente las riquezas y los
placeres del cuerpo, sino también cualquier consolación y deleite, aun los
espirituales, semejantes a un estiércol repugnante. Por lo cual pedía y
rogaba, a fin de que aquellos placeres también espirituales me fuesen
quitados mientras pudiese conservar el amor de mi Dios. Le rogaba también que
me quitase toda voluntad y me diera sólo la suya. Efectivamente, lo hizo así,
porque me dio como respuesta: Aquí tienes, dulcísima hija mía, te doy mi
voluntad"... Y así fue, porque, como lo vimos los que estábamos
cerca de ella, a partir de aquel momento, en cualquier circunstancia, se
contentó con todo y nunca se turbó» (ib. 190). Los
santos han cuidado mucho la preparación espiritual para comulgar,
ayudándose para ello de la confesión sacramental, y encareciendo ésta
tanto o mas que aquélla. En la Regla propia de santa Clara, por
ejemplo, dispone la santa: «Confiésense al menos doce veces al año...
y comulguen siete veces» (III,12.14). El laxismo actual en el uso de
la eucaristía lleva a lo contrario, a comulgar muchas veces, no confesando
sino muy de tarde en tarde. Atengámonos
al Magisterio apostólico y a la enseñanza de los santos en todo, pero muy
especialmente en nuestra vida eucarística, tema grave y altísimo. Son los
santos, expertos en el amor de Cristo, y especialísimamente la Virgen María,
quienes podrán enseñarnos y ayudarnos a comulgar. Ellos son los que de verdad
conocen y entienden la locura de amor realizada por Cristo, cuando él
responde con la eucaristía a la petición de sus discípulos: «quédate con
nosotros» (Lc 24,29). Así Santa Catalina: «¡Oh
hombre avaricioso! ¿Qué te ha dejado tu Dios? Te dejó a sí mismo, todo Dios y
todo hombre, oculto bajo la blancura del pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No era
suficiente habernos creado a imagen y semejanza tuya, y habernos vuelto
a crear por la gracia en la sangre de tu Hijo, sin tener que darnos en
comida a todo Dios, esencia divina? ¿Quién te ha obligado a esto? Sola la
caridad, como loco de amor que eres» (Oraciones y soliloquios
20). IV.
Rito de conclusión Saludo y bendición. -Despedida y
misión. La
inclusión es una forma poética, por la que el final vuelve al principio.
No es rara en los salmos, por ejemplo, en el 102, que empieza y termina
diciendo: «Bendice, alma mía, al Señor». También ocurre así en la misa. Saludo
y bendición Al
finalizar la misa, en efecto, se vuelve al saludo de su comienzo: -«El
sacerdote, extendiendo las manos, saluda al pueblo diciendo: El Señor esté
con vosotros; a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu». Y
si la celebración se inició en el nombre de la santísima Trinidad y en el
signo de la cruz, también en este Nombre y signo va a concluirse: «En
seguida el sacerdote añade: «la bendición de Dios todopoderoso -haciendo
aquí la señal + de la bendición-, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda
sobre vosotros». Y todos responden «Amén». El
sacerdote aquí no pide que la bendición de Dios descienda «sobre nosotros»,
no. Lo que hace -si realiza la liturgia católica- es transmitir, con la
eficacia y certeza de la liturgia, una bendición, que Cristo finalmente
concede a su pueblo. De tal modo que, así como el Señor, al despedirse de
sus discípulos en el momento de su ascensión, «alzó sus manos y los bendijo;
y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc
24,50-51), así ahora, por medio del sacerdote que le representa, el Señor
bendice al pueblo cristiano, que se ha congregado en la eucaristía para
celebrar el memorial de «su pasión salvadora, y de su admirable resurrección
y ascensión al cielo, mientras espera su venida gloriosa» (PE III). Despedida
y misión La
palabra misa, que procede de missio (misión, envío, despedida),
ya desde el siglo IV viene siendo uno de los nombres de la eucaristía. En
efecto, la celebración de la eucaristía termina con el envío de los
cristianos al mundo. Y no se trata aquí tampoco de una simple
exhortación, «vayamos en paz», apenas significativa, sino de algo más
importante y eficaz. En efecto, así como Cristo envía a sus discípulos
antes de ascender a los cielos -«id por todo el mundo y predicad el
evangelio a toda criatura» (Mc 16,15)-, ahora el mismo Cristo, al concluir la
eucaristía, por medio del sacerdote que actúa en su nombre y le visibiliza, envía
a todos los fieles, para que vuelvan a su vida ordinaria, y en ella anuncien
siempre la Buena Noticia con palabras y más aún con obras. -«Podéis
ir en paz». -«Demos
gracias a Dios». Entonces
el sacerdote, según costumbre, venera el altar [como al principio de la misa]
con un beso y, hecha la debida reverencia, se retira» (OGMR 124-125). La
misa ha terminado. 5 Fuente
y cumbre Comenzábamos
nuestro escrito afirmando con la Iglesia que «la celebración de la misa es el
centro de toda la vida cristiana» (OGMR 1). Volvamos, pues, sobre este
tema, una vez que hemos analizado y contemplado las diversas partes de la
eucaristía. Eucaristía
y vida cristiana En
todo momento de gracia, el cristiano, muriendo al hombre viejo carnal, vive
el hombre nuevo espiritual. Si un cristiano perdona, mata en sí el deseo de venganza
y vive la misericordia de Cristo. Si da una limosna, muere al egoísmo y vive
la caridad del Espíritu Santo. Si se priva de un placer pecaminoso, toma la
cruz y sigue a Cristo. Y así sucede «cada día», en todos y cada uno de los
instantes de la vida cristiana: muerte y vida, cruz y resurrección. No se
puede participar de la vida divina sin inmolar al Señor sacrificialmente toda
la vida humana, en cuanto está marcada por el pecado: sentimientos y afectos,
memoria, entendimiento y voluntad. San Juan de la Cruz es, quizá, quien más
profundamente ha explicado este misterio. Esto
significa que toda la vida cristiana es una participación en el misterio
pascual de Cristo,
que muere y resucita, para salvarnos del pecado y darnos vida divina. De
Cristo nos viene, pues, juntamente, la capacidad de morir a la vida vieja, y
la posibilidad de recibir la vida nueva y santa. De Él nos viene esta gracia,
y no sólo como ejemplo, sino como impulso que íntimamente nos
mueve y vivifica. Ahora
bien, siendo la misa actualización del misterio pascual, es en ella
fundamentalmente donde participamos de la muerte y resurrección del Salvador.
Por tanto, de la eucaristía fluye, como de su fuente, toda la vida
cristiana, la personal y la comunitaria. «Todas las obras de la vida
cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se
ordenan» (OGMR 1). Esto
nos hace concluir que la espiritualidad cristiana ha de arraigarse siempre
y cada vez más en la eucaristía. Quiere Dios que haya en la Iglesia
diversas espiritualidades, en referencia a un santo fundador, a un cierto
estado de vida, a un servicio de caridad predominante. Pero, en todo caso,
será excéntrica cualquier espiritualidad cristiana concreta que no
tenga su centro en el sacrificio de la Nueva Alianza. Y, pasando ya del plano
teórico al de los hechos, habrá que reconocer que hay espiritualidades
concretas más o menos centradas en la eucaristía. Las más
centradas en el sacrificio eucarístico son las más perfectas, las más
conformes a la revelación y a la tradición; las menos centradas son
las más deficientes. Éstas, al extremo, pueden ser simplemente una
falsificación del cristianismo. Eucaristía
y vida sacramental El
concilio Vaticano II nos enseña que todos los sacramentos «están unidos
con la eucaristía y a ella se ordenan, pues en la sagrada eucaristía se
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua
y pan vivo, que por su carne vivificada y vivificante en el Espíritu Santo,
da vida a los hombres» (PO 5b). Todos
los sacramentos contienen la gracia que significan, y la confieren
a los fieles que los reciben con buena disposición. «Pero en la eucaristía
está el autor mismo de la santidad» (Trento: Denz 876/1639). Y en todos y
cada uno de los sacramentos -bautismo, penitencia, etc.-, participa el
cristiano de la pasión de Cristo, muriendo al pecado, y de su gloriosa
resurrección, renaciendo y viviendo a la vida santa de la gracia. Eucaristía
y Liturgia de las Horas «La
"obra de la redención de los hombres y de la perfecta glorificación de
Dios" (SC 5b) es realizada por Cristo en el Espíritu Santo por medio de su
Iglesia no sólo en la celebración de la eucaristía y en la
administración de los sacramentos, sino también, con
preferencia a los modos restantes, cuando se celebra la Liturgia de las
Horas. En ella, Cristo está presente en la asamblea congregada, en la
palabra de Dios que se proclama y "cuando la Iglesia suplica y canta
salmos" (SC 7a)» (Ordenación general de la Liturgia de las Horas
13). -Preparación
a la eucaristía. Pues
bien, según nos enseña la Iglesia, «la celebración eucarística halla una
preparación magnífica en la Liturgia de las Horas, ya que ésta suscita y
acrecienta muy bien las disposiciones que son necesarias para celebrar la
eucaristía, como la fe, la esperanza, la caridad, la devoción y el espíritu
de abnegación» (ib. 12). -Extensión
de la eucaristía. Y, por otra parte, «la Liturgia de las Horas
extiende a los distintos momentos del día la alabanza y la acción de gracias
[de la eucaristía], así como el recuerdo de los misterios de la
salvación, las súplicas y el gusto anticipado de la gloria celeste, que se
nos ofrecen en el misterio eucarístico, "centro y cumbre de toda la vida
de la comunidad cristiana"» (ib.). El
Misal de los fieles Estimamos
sumamente recomendable el uso habitual del Misal de los fieles. Él pone en nuestras manos las maravillosas
oraciones del Ordinario de la misa, especialmente las Plegarias Eucarísticas,
y cada día nos ofrece las lecturas bíblicas, las oraciones variables, que van
celebrando, con distintas tonalidades, el Año del Señor, sus grandes
misterios, las fiestas de los santos. Es
tal la riqueza del Misal en doctrina y espiritualidad, que apenas
puede ser asimilada, si sólo en el momento de la celebración, entra el fiel
en contacto con las oraciones y lecturas, anáforas, antífonas y aclamaciones.
Sin embargo, la espiritualidad de los cristianos, sin duda alguna, debe
buscar y encontrar en el Misal y en las Horas las fuentes más
preciosas de donde mana inagotablemente el Espíritu de Jesucristo y de su
Iglesia. En
los años de la renovación litúrgica que precedieron al concilio Vaticano II se
difundieron abundantemente entre los fieles los Misales manuales,
normalmente bilingües. Ellos ayudaron mucho a los fieles a participar en la
eucaristía. Pero después del Concilio, una vez traducida la liturgia a las
lenguas vernáculas, el uso de esos Misales ha disminuido notablemente. Es,
por tanto, muy deseable que todos los hogares cristianos tengan un Misal
de fieles, como deben tener la Biblia o el Catecismo de la
Iglesia. Y los utilicen, claro. El
culto de la eucaristía fuera de la misa El
pueblo cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido
prestando un culto siempre creciente a la eucaristía fuera de la misa:
oración ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas
santas, visitas al Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua,
etc. Esto lo ha ido haciendo la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, que
nos conduce «hacia la verdad plena» (+Jn 14,26; 16,13). Con toda verdad dijo
Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14). Recordemos
en esto la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica: «El
culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe
en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre
otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de
adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continúa dando este
culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente
durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el
mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que
las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión" (Mysterium
fidei)» (1378). «Es
grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia
de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su
forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a
ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial
del amor con que nos había amado "hasta el extremo" (Jn 13,1),
hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece
misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por
nosotros (+Gál 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este
amor: «"La
Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico.
Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a
reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra
adoración" ([Juan Pablo II], Dominicae cenae 3)» (1380). Todo
hace pensar que si Dios le concede a un cristiano la gracia de la comunión
diaria, querrá concederle también la gracia de adorarle diariamente, en una
oración más o menos prolongada, ante el sagrario. La
eucaristía, «prenda de la gloria futura» «¡Oh
sagrado banquete (o sacrum convivium), en que Cristo es nuestra
comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se
nos da la prenda de la gloria futura!». Como dice esta antigua oración de la
Iglesia, la eucaristía es, en efecto, como dice esta antigua oración de la
Iglesia, «la anticipación de la gloria celestial» (Catecismo
1402). Es la reunión con Dios y la comunión con los santos. Es, pues, el
cielo en la tierra. O si se quiere, es el punto eclesial de tangencia entre
la esfera celestial y la esfera terrestre. El
mismo Cristo quiso que la Cena eucarística fuera entendida también como
prenda anticipadora del banquete celestial, «hasta que llegue el reino de
Dios» (Lc 22,18; +Mt 26,29; +Mc 14,25). Por eso, «cada vez que la Iglesia
celebra la Eucaristía recuerda esta promesa, y su mirada se dirige hacia
"el que viene" (Ap 1,4). Y en su oración, implora su venida: "Marán
athá" (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que
tu gracia venga y que este mundo pase" (Dídaque 10,6)» (Catecismo
1403). Cada
vez que nos reunimos en la eucaristía debe avivarse en nosotros el
deseo del cielo, pues
la celebramos «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo» (oración después del Padrenuestro; +Tit 2,13). Con frecuencia las
oraciones de la misa, especialmente las postcomuniones, piden que cuantos
celebran aquí la eucaristía, lleguen a participar «en el banquete del Reino
de los cielos». La eucaristía, pues, es como una puerta abierta al más allá
celestial. Por eso en ella pedimos al Padre entrar «en tu reino, donde
esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí
enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú
eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos
eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro» (PE III, en misa por
difuntos). «La
creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella,
sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro
de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro
cuerpo. Porque es en esperanza como estamos salvados» (Rm 8,22-24). Pues
bien, en este tiempo de prueba, paciente y esperanzado, la eucaristía es la
anticipación y la prenda más segura de «los cielos nuevos y la tierra nueva»
(2Pe 3,13), allí donde, finalmente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor
15,28). María
y la eucaristía Sabemos
que, después de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo, la Virgen María fue
«acogida en la casa» del apóstol San Juan (Jn 19,27). Como también sabemos
que los apóstoles comenzaron a celebrar la eucaristía a partir de
Pentecostés. Esto nos hace, por tanto, suponer con base muy cierta que la
santísima Virgen participó en la eucaristía cuantas veces pudo hasta el
momento de su asunción a los cielos. La
Virgen María es, pues, indudablemente el modelo perfecto de participación en
la misa. Nadie
como ella ha vivido la liturgia eucarística como actualización del sacrificio
de la cruz. Nadie ha reconocido como ella la presencia de Jesús en los fieles
congregados en su Nombre. Nadie como ella ha distinguido la voz de su hijo
divino en la liturgia de la Palabra. Nadie ha hecho suyas las oraciones,
alabanzas y súplicas de la misa con tanta fe y esperanza, con tanto amor como
la Virgen María. Nadie en la misa se ha ofrecido con Cristo al Padre de modo
tan total a como ella lo hacía. Nadie ha comulgado el cuerpo de Cristo, ni el
mayor de los santos, con el amor de la Virgen Madre. Nadie ha suplicado la
paz y la unidad de la santa Iglesia con la apasionada confianza de la Virgen
en la misericordia de Dios providente. Nadie, en toda la historia de la
Iglesia, ha estado en la misa tan atenta, tan humilde y respetuosa, tan
encendida en oración y en amor, como la Madre de la divina gracia. Conviene,
pues, que tomemos a la Virgen María como modelo y como intercesora para
adentrarnos más en el misterio eucarístico. Oigamos la Palabra «con la fe de María». Elevemos
al Padre la atrevida oración de los fieles «con la esperanza de María».
Acerquémonos a comulgar «con el amor de María». Que sea ella, la que estuvo
al pie de la Cruz, la que, con la paciencia propia de las madres, nos enseñe
a participar más y mejor en la santa misa, sacrificio de la Nueva Alianza. I
Apéndice Textos
eucarísticos primitivos En
el libro de los Hechos, San Lucas atestigua la asidua celebración de la
eucaristía en Jerusalén: los que habían creído, «perseveraban en escuchar la
enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en la fracción del pan
y en las oraciones» (Hch 2,42). El «día primero de la semana» (20,7) era el
día más apropiado para la celebración de la eucaristía. De
las formas en que ésta se celebraba tenemos huellas muy valiosas. Además de
la breve descripción de la eucaristía que nos ofrece San Pablo hacia el año
55, en 1 Corintios 10,16-17.21; 11,20-34, y a la que ya nos hemos referido más
arriba, tenemos otras relaciones de textos muy antiguos. La
Doctrina de los doce apóstoles (Dídaque) (70?) La
Dídaque o Doctrina de los doce apóstoles, escrita quizá hacia
el año 70, es uno de los más antiguos documentos cristianos extrabíblicos. En
ella se recogen algunas plegarias de carácter plenamente eucarístico, en las
que se describen usos y formas litúrgicas ya vigentes. «Respecto
a la acción de gracias (eucaristía), daréis las gracias de esta
manera. «Primeramente,
sobre el cáliz: Te damos gracias, Padre santo, por la santa viña de
David, tu siervo, la que nos has revelado por Jesús, tu siervo. A ti sea la
gloria por los siglos. «Luego,
sobre el trozo de pan: Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y
la ciencia que nos revelaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti la honra por
los siglos. «Como
este pan partido estaba antes disperso por los montes y, recogido, se ha
hecho uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en
tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo en los siglos. «Pero
que nadie coma ni beba de vuestra eucaristía sin estar bautizado en el
nombre del Señor, pues de esto dijo el Señor: "No deis lo santo a los
perros" [Mt 7,6]. «Y
después de que os hayáis saciado, dad así las gracias: «Te
damos gracias, Padre santo, por tu santo Nombre, que hiciste que habitara
en nuestros corazones; y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad que
nos manifestaste por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. «Tú,
Señor omnipotente, creaste todas las cosas por tu Nombre, y diste a
los hombres comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros nos hiciste
gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu Siervo.
Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A ti la gloria por los
siglos. «Acuérdate,
Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y para perfeccionarla en
tu caridad. Y reúnela de los cuatro vientos, ya santificada, en tu reino, que
le tienes preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos. «Venga
la gracia y pase este mundo. Hosanna al Dios de David. El que sea
santo que se acerque. El que no lo sea, que haga penitencia. Marán athá. Amén. «A
los profetas permitidles que den gracias cuantas quieran (Did. 9-10). «Reunidos
cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber
confesado vuestros pecados, para que vuestro sacrificio sea puro. Todo
aquel, sin embargo, que tenga contienda con su compañero, no se reuna con
vosotros hasta tanto no se hayan reconciliado, a fin de que no se profane
vuestro sacrificio. Pues éste es el sacrificio del que dijo el Señor:
"En todo lugar y en todo tiempo se me ha de ofrecer un sacrificio puro,
dice el Señor, porque soy yo Rey grande, y mi nombre es admirable entre las
naciones" [+Mal 1,11-14]» (Díd. 14). San
Justino (+163) El
filósofo samaritano Justino, convertido al cristianismo, escribe hacia el 153
su I Apología en defensa de los cristianos, dirigida al emperador
Antonino Pío, al Senado y al pueblo romano. Y en Roma selló su testimonio con
su sangre. En ese texto hallamos una primera descripción de la misa, muy
semejante, al menos en sus líneas fundamentales, a la misa actual. «Nosotros,
después de haber bautizado al que ha creído y se ha unido a nosotros
[bautismo y comunión eclesial], le llevamos a los llamados hermanos, allí
donde están reunidos, para rezar fervorosamente las oraciones comunes por
nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado y por todos los otros
esparcidos por todo el mundo, suplicando se nos conceda, ya que hemos
conocido la verdad, ser hallados por nuestras obras hombres de buena
conducta, y cumplidores de los mandamientos, de suerte que consigamos la
salvación eterna. Acabadas las preces, nos saludamos mutuamente con el
ósculo de paz. Seguidamente, al que preside entre los hermanos, se le
presenta pan y una copa de agua y de vino. Cuando lo ha recibido, alaba
y glorifica al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por el
Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos
concedido esos dones que de Él nos vienen. Y cuando el presidente ha
terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente
aclama, diciendo: "Amén". "Amén" significa, en
hebreo, "Así sea". Y una vez que el presidente ha dado gracias y
todo el pueblo ha aclamado, los que entre nosotros se llaman diáconos dan
a cada uno de los presentes a participar del pan, y del vino y del agua
sobre los que se dijo la acción de gracias, y también lo llevan a los
ausentes (I Apol. 65). «Este
alimento se llama entre nosotros eucaristía; de la que a nadie es
lícito participar, sino al que [1] cree que nuestra doctrina es
verdadera, y que [2] ha sido purificado con el baño que da el perdón de los
pecados y la regeneración, y que [3] vive como Cristo enseñó. Porque estas
cosas no las tomamos como pan común ni bebida ordinaria, sino que así como
Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por virtud del Verbo de Dios, tuvo
carne y sangre por nuestra salvación; así se nos ha enseñado que, por virtud
de la oración al Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue
dicha la acción de gracias -alimento de que, por transformación, se nutren
nuestra sangre y nuestra carne- es la carne y la sangre de aquel mismo
Jesús encarnado. Pues los apóstoles, en los Recuerdos por ellos
compuestos llamados Evangelios, nos transmitieron que así les había
sido mandado, cuando Jesús, habiendo tomado el pan y dado gracias, dijo:
«Haced esto en memoria de mí; éste es mi cuerpo» [Lc 22,19; 1Cor 11,24], y
que, habiendo tomado del mismo modo el cáliz y dado gracias, dijo: «Ésta es mi
sangre» [Mt 26,27]; y que sólo a ellos les dio parte» (66). «Nosotros,
por tanto, después de esta primera iniciación, recordamos constantemente
entre nosotros estas cosas, y los que tenemos, socorremos a todos los
abandonados, y nos asistimos siempre unos a otros. Y por todas las cosas de
las cuales nos alimentamos, bendecimos al Creador de todo por medio de su
Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo. Y el día llamado del sol [el
domingo] se tiene una reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en
las ciudades o en los campos, y se leen, en cuanto el tiempo lo
permite, los Recuerdos de los apóstoles o las escrituras de los
profetas. Luego, cuando el lector ha acabado, el que preside exhorta e
incita de palabra a la imitación de estos buenos ejemplos. Después nos
levantamos todos a una y elevamos nuestras preces; y, como antes dijimos,
cuando hemos terminado de orar, se presenta pan, vino y agua, y el que
preside eleva a Dios, según sus posibilidades, oraciones y acciones de
gracias, y el pueblo aclama diciendo el "Amén".
Seguidamente viene la distribución y participación, que se hace a cada
uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias, y a los ausentes
se les envía por medio de los diáconos. Los que tienen y quieren, cada
uno según su libre voluntad, dan lo que bien les parece, y lo recogido
se entrega al presidente, y él socorre de ello a los huérfanos y las viudas,
a los que por enfermedad o por cualquier otra causa se hallan abandonados, y
a los encarcelados, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él cuida de
cuantos padecen necesidad. Y celebramos esta reunión general el día del
sol, puesto que es el día primero, en el cual Dios, transformando las
tinieblas y la materia, creó el mundo, y el día también en que
Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos. Pues un
día antes del día de Saturno [sábado] lo crucificaron y un día después del de
Saturno, que es el día del sol, se apareció a los apóstoles y discípulos, y
nos enseñó estas cosas que he propuesto a vuestra consideración» (67). San
Ireneo (130?-200?) El
obispo de Lión, sede primada de las Galias, San Ireneo, mártir, ve la
eucaristía como el sacrificio de Cristo que la Iglesia ofrece siempre el
Padre. «Cristo
tomó el pan, que es algo de la creación, y dio gracias, diciendo: "Esto
es mi cuerpo". Y de la misma manera afirmó que el cáliz, que es de esta
nuestra creación terrena, era su sangre. Y enseñó la nueva oblación del Nuevo
Testamento, la cual, recibiéndola de los apóstoles, la Iglesia ofrece en todo
el mundo a Dios» (Adversus haereses 4,17,5). Traditio
apostolica (215?) El
canon eucarístico más antiguo que se conoce es el que se expone en la Traditio
apostolica, documento escrito probablemente en Roma por San Hipólito
(+235). Esta anáfora, de notable plenitud teológica, muy antigua y venerable,
y que muestra una tradición litúrgica anterior, tuvo gran influjo en las
liturgias de Occidente e incluso de Oriente. En ella está inspirada
actualmente la Plegaria eucarística II. Y también siguen su pauta las
otras plegarias eucarísticas, por ejemplo, en el solemne diálogo inicial del
prefacio. «Ofrézcanle
los diáconos [al ordenado obispo] la oblación, y él, imponiendo las manos
sobre ella con todos los presbíteros, dando gracias, diga: "El Señor
con vosotros" . Y todos digan: "Y con tu espíritu". "Arriba
los corazones". "Los tenemos ya elevados hacia el Señor". "Demos
gracias al Señor". "Esto es digno y justo". Y continúe
así: «Te
damos gracias, ¡oh Dios!, por medio de tu amado Hijo, Jesucristo, que nos
enviaste en los últimos tiempos como salvador y redentor nuestro, y como
anunciador de tu voluntad. Él es tu Verbo inseparable, por quien hiciste
todas las cosas y en el que te has complacido. Tú lo enviaste desde el cielo
al seno de una virgen, y habiendo sido concebido, se encarnó y se mostró como
Hijo tuyo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen. Él, cumpliendo tu
voluntad y conquistándote tu pueblo santo, extendió sus manos, padeciendo
para librar del sufrimiento a los que creyeron en ti. El cual, habiéndose
entregado voluntariamente a la pasión para destruir la muerte, romper las
cadenas del demonio, humillar al infierno, iluminar a los justos, cumplirlo
todo y manifestar la resurrección, mostrando el pan y dándote gracias,
dijo: "Tomad, comed. Éste es mi cuerpo, que por vosotros será
destrozado". Del mismo modo, tomó el cáliz, diciendo: "Ésta
es mi sangre, que por vosotros es derramada. Cuando hacéis esto, hacedlo en
memoria mía". «Recordando,
pues, su muerte y su resurrección, te ofrecemos este pan y este cáliz,
dándote gracias porque nos tuviste por dignos de estar en tu presencia y de
servirte como sacerdotes. «Y
te pedimos que envíes tu Espíritu Santo sobre la oblación de la santa
Iglesia. Reuniéndolos en uno, da a todos los santos que la reciben que sean
llenos del Espíritu Santo, para confirmación de la fe en la verdad, a fin de
que te alabemos y glorifiquemos por tu Hijo Jesucristo, que tiene tu gloria y
tu honor con el Espíritu Santo en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de
los siglos. Amén» (4). -La
comunión primera de los neófitos. «Todas estas cosas el obispo las explicará a los que
reciben [por primera vez] la comunión. Cuando parte el pan, al presentar cada
trozo, dirá: "El pan del cielo en Cristo Jesús". Y el que lo recibe
responderá: "Amén". Si no hay presbíteros suficientes para ofrecer
los cálices, intervengan los diáconos, atentos a observar perfectamente el
orden; el primero sostenga el caliz del agua; el segundo, el de la leche, y
el tercero, el del vino. Los comulgantes gusten de cada uno de los cálices
(21). -La
comunión ordinaria de los domingos. «Los domingos, si es posible, el obispo distribuirá de
su propia mano [la comunión] a todo el pueblo, mientras que los diáconos y
los presbíteros partirán el pan. Luego el diácono ofrecerá la eucaristía y la
patena al sacerdote; éste las recibirá, las tomará en sus manos para luego
distribuirlas a todo el pueblo. Los demás días se comulgará siguiendo las
instrucciones del obispo» (22). -La
comunión realizada privadamente en casa. «Todos los fieles tengan cuidado de tomar la
eucaristía antes de que coman cualquier otro alimento...Y cuídese que no la
tome un infiel, ni un ratón ni otro animal, y de que nadie la vuelque ni la
derrame, ni la pierda. Siendo el Cuerpo de Cristo, que será comido por los
creyentes, no debe ser menospreciado» (37). «También el cáliz bendito en el
nombre del Señor se recibe como sangre de Cristo. Por eso nada debe ser
derramado... Si tú lo menosprecias, serás tan responsable de la sangre
vertida como aquél que no valora el precio por el que fue adquirido» (38). Orígenes
(185-253) Asceta
y gran teólogo, lleva Orígenes a su apogeo la escuela de Alejandría, y sufre
diversos tormentos en la persecución de Decio. Este gran doctor venera de
modo semejante la presencia eucarística de Cristo en el Pan y en la Palabra: «Conocéis
vosotros, los que soléis asistir a los divinos misterios, cómo cuando recibís
el cuerpo del Señor, lo guardáis con toda cautela y veneración, para que no
se caiga ni un poco de él, ni desaparezca algo del don consgrado. Pues os
creéis reos, y rectamente por cierto, si se pierde algo de él por
negligencia. Y si empleáis, y con razón, tanta cautela para conservar su
cuerpo, ¿cómo juzgáis cosa menos impía haber descuidado su palabra que su
cuerpo?» (Sobre Éxodo, hom. 13,3). San
Cipriano (210-258) El
obispo de Cartago, San Cipriano, mártir, halla siempre para la Iglesia en el
sacrificio eucarístico la fuente de toda fortaleza y unidad. La
misa es el sacrificio de la cruz. «Si Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro, es sumo
sacerdote de Dios Padre, y el primero que se ofreció en sacrificio al Padre,
y prescribió que se hiciera esto en memoria de sí, no hay duda que cumple el
oficio de Cristo aquel sacerdote que reproduce lo que Cristo hizo, y entonces
ofrece en la Iglesia a Dios Padre el sacrificio verdadero y pleno, cuando
ofrece a tenor de lo que Cristo mismo ofreció» (Carta 63,14). «Y ya
que hacemos mención de su pasión en todos los sacrificios, pues la pasión
del Señor es el sacrificio que ofrecemos, no debemos hacer otra cosa que
lo que Él hizo» (63,17). La eucaristía, pues, consiste en «ofrecer la
oblación y el sacrificio» (12,2; +37,1; 39,3). La
celebración es diaria. «Todos los días celebramos el sacrificio de Dios» (57,3). La
plegaria eucarística ha de ser sobria. «Cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos los
divinos sacrificios con el sacerdote de Dios, no proferimos nuestras
oraciones con descompasadas palabras, ni lanzamos en torrente de palabrería
la petición que debemos confiar a Dios con toda modestia» (De oratione
dominica 4). La
comunión es la mejor preparación para el martirio, y por eso debe llevarse a
los confesores que en la cárcel se disponen a confesar su fe (Carta
5,2). «Se echa encima una lucha más dura y feroz, a la que se deben preparar
los soldados de Cristo con una fe incorrupta y una virtud acérrima,
considerando que para eso beben todos los días el cáliz de la sangre de
Cristo, para poder derramar a su vez ellos mismos la sangre por Cristo»
(58,1). Los
pecadores públicos no deben ser recibidos en la eucaristía. No han de ser recibidos a ella los
que no están reconciliados y en paz con la Iglesia, ni han hecho penitencia,
ni han recibido la imposición de manos del obispo o del clero (Carta
15,1; 16,2; 17,2). Eusebio
de Cesarea (265?-340?) Nacido
y educado en Cesarea, de la que fue obispo, Eusebio, afectado por el
arrianismo, es autor de importantes obras doctrinales e históricas. En el
siguiente texto refleja la profunda unidad que la Iglesia antigua descubre
entre la eucaristía litúrgica y el sacrificio espiritual de toda vida
cristiana fiel. «Nosotros
enseñamos que, en vez de los antiguos sacrificios y holocaustos, fue ofrecida
a Dios la venida en carne de Cristo y el cuerpo a Él adaptado. Y ésta es la
buena nueva que se anuncia a su Iglesia, como un gran misterio... Nosotros
hemos recibido ciertamente el mandato de celebrar en la mesa [eucarística]
la memoria de este sacrificio por medio de los símbolos de su cuerpo y de su
salvadora sangre, según la institución del Nuevo Testamento... Y así
todas estas cosas predichas por inspiración divina desde antiguo, se celebran
actualmente en todas las naciones, gracias a las enseñanzas evangélicas de
nuestro Salvador... Sacrificamos, por consiguiente, al Dios supremo un
sacrificio de alabanza; sacrificamos el sacrificio inspirado por Dios,
venerado y sagrado; sacrificamos de un modo nuevo, según el Nuevo Testamento,
"el sacrificio puro", y se ha dicho: "mi sacrificio es un
espíritu quebrantado"; y "un corazón quebrantado y humillado Tú no
los desprecias" [Sal 50,19]... "Suba mi oración como incienso en tu
presencia" [140,2]. «Por
consiguiente, no sólo sacrificamos, sino que también quemamos incienso. Unas
veces, celebrando la memoria del gran sacrificio, según los misterios
que nos han sido confiado por Él, y ofreciendo a Dios, por medio de piadosos
himnos y oraciones, la acción de gracias [eucaristía] por nuestra salvación.
Otras veces, sometiéndonos a nosotros mismos por completo a Él, y
consagrándonos en cuerpo y alma a su Sacerdote, el Verbo mismo. Por eso
procuramos conservar para Él el cuerpo puro e inmaculado de toda
deshonestidad, y le entregamos el alma purificada de toda pasión y mancha
proveniente de la maldad, y le honramos piadosamente con pensamientos
sinceros, con sentimientos no fingidos y con la profesión de la verdad. Pues
se nos ha enseñado que estas cosas les son más gratas que multitud de hostias
sacrificadas con sangre, humo y olor a víctima quemada [+Is 1,11] (Demostración
evangélica 1,10). En
cuanto al sacrificio eucarístico, «de la misma manera que nuestro Salvador y
Señor en persona, el primero, después todos los sacerdotes procedentes de Él,
cumpliendo el espiritual ministerio sacerdotal, según los ritos
eclesiásticos, por todas las naciones expresan con pan y vino los
misterios de su cuerpo y de su salvadora sangre. Y estas cosas las vio ya
de antemano Melquisedec, en el divino Espíritu, pues él usó de figuras de las
cosas que habían de suceder, según lo atestigua la Escritura de Moisés,
diciendo: "Y Melquisedec, rey de Salén, presentó panes y vino; y era
sacerdote del Dios Altísimo, y bendijo a Abraham" [Gén 14,18ss].
Con razón, pues, sólo a Aquél que ha sido manifestado "el Señor le ha
jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de
Melquisedec" [Sal 109,4]» (ib. 5,3). San
Atanasio
(295-373) Obispo
de Alejandría, doctor de la Iglesia, San Atanasio hubo de sufrir varios
exilios y muchas persecuciones, como gran defensor de la fe católica en
Cristo, contra los errores de los arrianos. «Nosotros
no estamos ya en tiempo de sombras, y ahora no inmolamos un cordero material,
sino aquel verdadero Cordero que fue inmolado, nuestro Señor Jesucristo,
el que fue conducido al matadero como una oveja, sin que dijera palabra ante
el matarife [+Is 53,7], purificándonos así con su preciosa sangre, que habla
mucho más que la de Abel [+Heb 12,24] (Carta 1,9). «Nosotros nos alimentamos con
el pan de la vida, y deleitamos siempre nuestra alma con su preciosa sangre,
como si fuera una fuente. Y, sin embargo, siempre estamos ardiendo de sed. Y
Él mismo está presente en los que tienen sed, y por su benignidad llama a la
fiesta a aquellos que tienen entrañas sedientas: "Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba" [Jn 7,37]» (Carta 5,1). |