2 LA LITURGIA DE
LAS HORAS DE AYER A HOY
«En diversas regiones se estableció la costumbre de
destinar algunos tiempos especiales a la oración común» (OGLH 1).
Como hemos visto, tanto el Señor como las
comunidades cristianas formadas por los apóstoles, santificaron con la
oración privada o comunitaria las horas más significativas de la jornada:
al levantarse, al mediodía, al caer la tarde, durante la noche. La Iglesia
primera, continuando en líneas generales las costumbres orantes de Israel,
quiso dar cumplimiento a la norma de Jesús: «Es necesario orar siempre» (Lc
18,1). Primero en las casas, después en las iglesias catedrales,
parroquiales o monásticas, se irán formando en la Iglesia al paso de los
siglos tradiciones de oración comunitaria cotidiana, y se configurará así
la estructura de la Liturgia de las Horas.
1. LOS PRIMEROS TESTIMONIOS (SS. I-III)
Los documentos históricos de los primeros siglos
cristianos ofrecen muy poca información sobre el Oficio Divino. Conocemos
la indicación de la Didaché VIII,3 alusiva al rezo
del Padrenuestro tres veces al día. Plinio el Joven, en una carta a Trajano
(a. 112), habla de la reunión matinal que los cristianos celebran para
cantar a Cristo como a un dios. San Clemente Romano (+ c. 100) hace
referencia a los tiempos y las horas establecidos para hacer lo que mandó
el Señor: las oblaciones y los oficios sagrados (Ad Cor 40,1).
En todo caso, sabemos que los primeros cristianos,
a ciertas horas de la jornada, se reunían a orar, o se dedicaban a la
oración en privado, como ya vimos. Ya en los comienzos del siglo III
hallamos noticias más concretas.
a) Clemente de Alejandría (+215).-Este autor es el
primero en mencionar, junto a un oficio matutino, que parece comunitario,
unas Horas de oración privada, tercia, sexta y nona, que equivalen a
nuestras 9, 12 y 15 horas (tres Horas, separadas una de otra por tres
horas). Y al sugerir el por qué de estos momentos, parece pensar más en la
Epifanía del Señor -su manifestación- que en la Resurrección.
«Puesto que el oriente significa el nacimiento del
sol y allí comienza la luz que brota de las tinieblas, imagen de la
ignorancia, el día representa el conocimiento de la verdad. Por eso, al
salir el sol, se tienen las preces matinales... Algunos también dedican a
la plegaria una horas fijas y determinadas, como tercia, sexta y nona, de
forma que el gnóstico (=iniciado) puede orar durante toda su vida, en
coloquio con Dios por medio de la plegaria. Ellos saben que esta triple
división de las ho ras, que siempre son santificadas por la oración, recuerda
a la Santa Trinidad» (Stromm. 7,7).
b) Tertuliano (+220).-Su valioso testimonio
relaciona por primera vez las horas de tercia, sexta y nona con episodios
de la Sagrada Escritura. Menciona la vigilia, y se refiere a las oraciones del
comienzo del día y de la noche como a horas legitimae, es decir,
establecidas, instituidas en la comunidad eclesial.
«Respecto del tiempo, no has de considerar inútil
la observancia de algunas horas más, a las que llamo comunes, que señalan
los momentos en que se reparte el día: la tercia, la sexta y la nona, que
en la Sagrada Escritura hallas destacadas con mayor solemnidad. En la hora
de tercia fue infundido por primera vez el Espíritu Santo a los Apóstoles
cuando estaban reunidos [Hch 2,15]. A la hora de sexta subió Pedro al
terrado para orar el día que experimentó la visión de la universalidad de
la comunidad en aquel lienzo [10,9]. A la hora de nona el mismo Pedro subía
con Juan al templo cuando curó al paralítico [3,1]. De suyo no existe
precepto alguno que mande observar estas horas; sin embargo, es bueno
pensar que en la recomendación de orar se presupone una cierta urgencia, y
que, como si fuera una ley, nos apartemos de los negocios y nos dediquemos
de cuando en cuando a orar. Lo mismo hacía Daniel, según leemos [Dan 6,10],
observando las normas de Israel; lo mismo debemos hacer nosotros,
servidores del Dios Trino, a quien debemos adorar por lo menos tres veces
al día: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Exceptuamos naturalmente las
oraciones mandadas por la ley (legitimae) que, por encima de cualquier
recomendación, debemos observar: al salir el sol y al caer la tarde» (De
oratione 25). Por otra parte, «¿quién se habría de
apartar en las celebraciones nocturnas, cuando las hay?» (De uxorem 2,4).
c) San Hipólito de Roma (+235).-En su preciosa
obra, la Traditio Apostolica, este presbítero romano, amigo de la tradición
de la Iglesia, recopila las principales normas o costumbres, para que los
obispos, especialmente, las conozcan y fomenten. Leyendo los capítulos 25,
35 y 41, se ve que el autor conoce, como Tertuliano, seis Horas de oración:
matutina, tercia, sexta, nona, vespertina y vigilar. Y es muy significativo
el modo como entiende el significado de cada una en clave cristológica. El
rezo de las Horas es un modo de unirse a la oración de Cristo, haciendo la
memoria de su pasión y de su resurrección. Las Horas litúrgicas quedan así
unidas profundamente al sacrificio eucarístico.
«Si te encuentras en casa, haz oración al llegar la
hora tercia, y bendice al Señor. Si estás en otro lugar, ora en tu corazón
en este momento a Dios, pues en esta hora fue contemplado Cristo clavado en
el madero [Mc 15,25]... Ora igualmente al llegar la hora sexta. Cuando
Cristo fue clavado en la cruz, el día se dividió en dos y sobrevinieron
grandes tinieblas. Hay que orar en esta hora con oración intensa, imitando
su voz [la de Jesús] que oraba, mientras la creación se ensombrecía a causa
de la incredulidad de los judíos [Mt 27,45; Mc 15,33; Lc 23,44-45]... Hay
que hacer también una gran plegaria y una gran bendición en la hora nona,
para imitar la forma como el alma de los justos alaba a Dios. En esta hora,
del costado abierto de Cristo brotó agua y sangre, iluminándose el día
hasta las vísperas [Jn 19,33-37] (Trad. Ap. 41). De este modo, «todos
vosotros que sois fieles, haciendo esto y acordándoos de ello,
instruyéndoos mutuamente y dando buen ejemplo a los catecúmenos, no podréis
ser tentados y no os perderéis, pues constantemente os acordáis de Cristo»
(ib. 35).
d) San Cipriano (+258).-Este gran Padre africano
explica también la significación de las Horas aludiendo al ejemplo de los
Apóstoles y a las horas de la pasión de Jesús. Refiriéndose a las horas de
tercia, sexta y nona, considera que «la Trinidad es enumerada de forma
perfecta por las tres ternas. Estos espacios de horas determinados por los
adoradores de Dios espiritualmente, revelaban la invitación a la oración en
tiempos establecidos y determinados (statutis et legitimis temporibus)» (De
oratione dominica 34). En cuanto a las Horas matutina y vespertina, san
Cipriano las relaciona explícitamente con la resurrección del Señor y con
la imagen de Cristo, sol sin ocaso:
«Por la mañana se debe orar, para celebrar con la
plegaria la resurrección del Señor... Al ponerse el sol y terminar el día,
de nuevo es necesario orar. Puesto que Cristo es el sol indeclinable y el
día verdadero, al faltarnos la luz y el día naturales, oramos y pedimos que
de nuevo la luz venga sobre nosotros. En realidad, pedimos que venga Cristo,
portador de la luz eterna» (ib.).
Los documentos aportados, nos dan una idea bastante
exacta de cómo la Iglesia primitiva vivió espiritualmente y entendió
teológicamente el sentido de las Horas litúrgicas.
2. EL OFICIO CATEDRAL Y MONÁSTICO (SS. IV-V)
Cesadas las persecuciones con el emperador
Constantino, la Iglesia inicia una época nueva, en la que se organizan
mejor las circunscripciones eclesiásticas, se desarrolla la catequesis, se
celebran Concilios de gran importancia, y bajo la responsabilidad de los
obispos se perfecciona notablemente la vida litúrgica. En estos siglos es
cuando el Oficio Divino irá cobrando la madurez de su estructura propia.
Son los años del monacato naciente, y por eso van a configurarse en la
ordenación de la plegaria comunitaria por un lado el modo eclesial
-catedral y parroquial-, y por otro lado el modo monástico, aunque
finalmente el influjo de éste será decisivo.
a) El Oficio catedral.-Se centra sobre todo en las
celebraciones de la mañana y de la tarde, es decir, los laudes y las
vísperas. Eran acciones litúrgicas, presididas por el obispo o el
presbítero, con asistencia del clero y con la participación de la comunidad
local. San Ambrosio, San Agustín, San Hilario, el Concilio I de Toledo, y
otros, mencionan este tipo de oficios sagrados. En cuanto a la composición
de los mismos, se puede decir que eran conformes a la norma del Apóstol:
«Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados» (Ef 5,19).
b) El Oficio en las comunidades monásticas.-Desde
su inicio, el monacato buscó la perfección evangélica en la dedicación de
gran parte de la jornada a la plegaria; pero no sólo a la oración privada,
sino a una plegaria organizada y distribuída en ciertas horas del día y de
la noche. Las Reglas monásticas establecen con detalle la distribución y el
contenido de las Horas, dando así lugar a Oficios propios. En ellas suele
darse una tendencia a ampliar el tiempo del Oficio Divino, aumentando sobre
todo el número de los salmos.
El Oficio monástico, junto a las horas legítimas, los laudes y las vísperas, comprendía tercia, sexta y
nona, a las que pronto se añadieron prima, completas y también las
vigilias, como celebración nocturna cotidiana. La cuidadosa distribución
del cursus de los salmos es quizá la aportación más original y variada. El
Salterio completo, según los lugares, venía a rezarse en dos semanas, en
una semana, o incluso en un día.
San Benito (480-547), en la Regula Monasteriorum,
distribuye el Salterio en una semana, e introduce el uso de los himnos,
provenientes de la liturgia ambrosiana. Su ordenación del Oficio, con la
gran difusión de la Orden Benedictina por toda Europa, y dado que no pocos
monjes fueron hechos obispos, influyó notablemente en la configuración del
Oficio en las comunidades eclesiales. Este influjo traerá también consigo
la obligatoriedad de celebrarlo por clérigos y por corporaciones al modo
monástico. Téngase también en cuenta que del mismo Oficio monástico
participaban una multitud de cristianos piadosos que, viviendo como
verdaderos monjes, residían junto a los monasterios.
3. EL OFICIO COMPLETO, COTIDIANO Y SOLEMNE (SS.
VI-IX)
Es en estos siglos cuando cristalizan los intentos
anteriores de estructuración de la Liturgia de las Horas. El Oficio Divino
es la oración de la iglesia local, clero y pueblo; aún no ha nacido la
recitación privada, ni se concibe la abreviación de las Horas. Cuando
todavía no se ha generalizado la celebración diaria de la eucaristía
-aunque en Témporas y Cuaresma, se celebraba los miércoles, viernes y
sábados-, las horas del Oficio llenan los días feriales, con modos diversos
según las distintas iglesias particulares.
En esta época es cuando en catedrales y monasterios
el canto salmódico y la música litúrgica alcanzan altas cimas. Y es también
entonces cuando se produce una gran creatividad de elementos no bíblicos
del Oficio: antífonas, himnos, responsorios, colectas. Es la época en que
el Oficio Romano, y la obligación de celebrarlo en las iglesias por el
clero, se va extendiendo en toda Europa.
Puede decirse que éste Oficio romano-benedictino es
el que va a durar hasta la reforma del Papa san Pío X.
4. LA PRIVATIZACIÓN DEL OFICIO (SS. X-XV)
La celebración completa, diaria y solemne del
Oficio, impuesta por la ley carolingia a todas las iglesias, apenas era
posible para el clero dedicado a la cura de almas, y a veces disperso por
pueblos y aldeas. Por otra parte, el Oficio romano, originalmente tan
sobrio y bello, se fue adornando más y más con la exuberancia de los
influjos germánicos y galicanos, hasta el punto de que su celebración
solemne en coro requería siete libros diferentes. Todo esto trajo consigo,
desde el siglo X, intentos diversos de reducir la extensión del Oficio, y
de limitar la obligación de su celebración solemne y comunitaria.
La solución al problema vendría de una serie de
pequeños hechos. En la capilla del palacio del Papa, sus colaboradores
usaban una abreviación de los libros litúrgicos empleados en la basílica de
Letrán. Un siglo después, Inocencio III codificó esta
adaptaciones en el Breviario de la Curia Romana. Poco después, hacia
el año 1230, los franciscanos, dada la movilidad frecuente de su vida,
adoptaron este Oficio, y con la gran difusión de su Orden, lo difundieron
por toda Europa. Por primera vez en la historia, el Oficio Divino se
unifica, y se reduce a un libro, el Breviario, que establece en todas
partes una Liturgia de las Horas de modelo romano-benedictino, galicanizado
y reducido.
La ventaja práctica del Breviario único, trae
consigo sin embargo otros cambios más graves y decisivos. Hasta entonces el
Oficio era celebrado comunitaria y solemnemente en la iglesia; pero a
partir de ahora -con la colaboración de moralistas, juristas y teólogos- se
abre paso la práctica de sustituir la obligación coral por la recitación
privada. Lo que en un principio fue excepción, se convierte en norma. El
Oficio Divino va reduciéndose al rezo de monjes y clérigos. Y si todavía el
pueblo cristiano asiste al Oficio de catedrales o colegiatas, lo hace ya en
silencio y sin entender el latín. Es la época en que nacen las lenguas
romances, y se desarrollan más y más las devociones populares
extralitúrgicas.
5. INTENTOS DE REFORMA DESDE EL SIGLO XVI HASTA
NUESTROS DÍAS
El Breviario, difundido por los franciscanos,
pronto se va acrecentando y complicando con la introducción en la liturgia
de vigilias, octavas, conmemoraciones, doblajes, etc. Todo ello, y las
leyendas hagiográficas, motivan sucesivas reformas, algunas bien
planteadas, pero que ya no piensan nunca en favorecer una participación de
los fieles: dan por cosa cierta que el Oficio es cosa de monjes y clérigos.
La reforma realizada por el cardenal Quiñónez,
volviendo el Oficio a su pureza primitiva y a su fundamento en la Biblia,
distribuyendo el salterio en una semana, y eliminando las hagiografías
dudosas, dio lugar a un buen libro, impreso en 1535, y adoptado por Paulo
III para uso de quienes, obligados al rezo del Oficio, no pudieran acudir a
coro. Fue suprimido por Paulo IV en 1558.
Por estos años el Concilio de Trento proyecta
reformar el Breviario, pero hasta 1563 no se presentan los primeros
esquemas, que empalman directamente con el Breviario de la Curia Romana.
Corresponde a San Pío V, en 1568, promulgar en 1568, el nuevo Breviario
según los decretos del Sacrosanto Concilio Tridentino. Pero se repite la
historia, y de nuevo el Santoral invade más y más el ciclo del Señor,
llegando a anular celebraciones del domingo, e impidiendo con frecuencia la
utilización del salterio según la antigua ordenación romana.
Casi cuatro siglos después, en 1911, la comisión
instituída por San Pío X asigna salmos distintos para cada día y hora,
abrevia las horas, introduce nuevos cantos bíblicos en laudes, y para
evitar que el Santoral altere la recitación del salterio, recurre al oficio
mixto, en el que se toman los salmos de la feria, y el resto del propio o
del común. Hasta el Concilio Vaticano II, no hay más reformas, salva algunas parciales, como la nueva versión latina
del Salterio, 1945 realizada por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma,
bajo Pío XII. Las reformas del Oficio de estos últimos cuatro siglos, aun
teniendo elementos valiosos, adolecen siempre de un planteamiento básico:
no pretenden devolver al Pueblo de Dios una plegaria que es suya por
naturaleza.
Corresponde al Concilio Vaticano II impulsar lo que
va a ser la gran renovación de la Liturgia de las Horas. Nos limitaremos a
recordar algunas fechas importantes de este proceso. 1964, creación del
Consilium creado para aplicar las decisiones litúrgicas conciliares. 1967,
proyecto de Liturgia de las Horas presentado al I Sínodo de los Obispos.
1969, consulta al Episcopado universal. 1971, Ordenación general de la
Liturgia de las Horas, Constitución Apostólica Laudis canticum, promulgada
por Pablo VI, y edición del primer volumen de las Horas. 1972, edición provisional
española, y 1979, edición oficial.
El Señor mandó a sus discípulos orar siempre, y
durante los primeros siglos fue el pueblo cristiano, presidido por sus
pastores, el que asumió esta grandiosa misión sacerdotal. Posteriormente el
Oficio Divino quedaría relegado al clero y a los monjes. Por eso puede
calificarse de histórica la decisión del Concilio Vaticano II, que impulsa
la elaboración de una Liturgia de las Horas, concebida como la oración del
pueblo de Dios. Queda ahora el reto pastoral de que los laicos,
privadamente o en comunidad, atendiendo a la orientación conciliar,
santifiquen con la oración común litúrgica el comienzo y el fin del día. La
indicación de la Iglesia es clara:
«La oración de la comunidad cristiana deberá consistir,
ante todo, en los Laudes de la mañana y las Vísperas: foméntese su
celebración pública y comunitaria, sobre todo entre aquellos que hacen vida
común. Recomiéndese incluso su recitación individual a los fieles que no
tienen la posibilidad de tomar parte en la celebración común» (OGLH 40;
+27; SC 100).
FICHA DE TRABAJO
1. Textos para meditar:
-Tertuliano, El sacrificio espiritual: lectura
patrística del jueves de la III semana de Cuaresma.
-San Juan Crisóstomo, La oración es luz del alma:
id. del viernes después de ceniza.
-San Agustín, Oración en ciertos momentos: id. del lunes de la semana XXIX del T. durante el año.
2. TEXTOS PARA PROFUNDIZAR:
AA.VV., La celebración en la Iglesia, 3, Salamanca
1990, 311-359.
3. Para la reflexión y el diálogo:
1. ¿Estamos convencidos de que es necesario orar
siempre y no desfallecer? 2. ¿Qué podemos aprender nosotros, a la distancia
de tantos siglos, acerca de la interpretación de las horas de oración por
los Santos Padres? 3. ¿Qué huella nos parece más marcada en nuestra
celebración actual de la Liturgia de las Horas: la huella eclesial
representada por el Oficio catedral, o la huella monástica? Qué encontramos
de positivo en cada una? 4. ¿Consideramos un
acierto o un retroceso la «privatización» del Oficio Divino?
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