Ageo 1,1-2,10
Es grande mi nombre entre las naciones
San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Ageo 14
La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras.
Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo
siguiente: El templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar, y
sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el
Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos
ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de
adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor del universo con sus
sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que
anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Yo
soy el Gran Rey –dice
el Señor–, y mi nombre es respetado en las naciones; en todo lugar ofrecerán
incienso a mi nombre, una ofrenda pura.
En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por quien podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuan do dice: La paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido e sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos dará la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.
Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo santo, morada de Dios por el Espíritu. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad, y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma.
Ageo 2,10-23
La participación del cuerpo y sangre de Cristo nos santifica
San Fulgencio de Ruspe
Tratado contra Fabiano 28,16-19
Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello
mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir:
El
Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la
acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por
vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de
cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced
esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de
este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.
Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.
Zacarías 1,2-2,4
Luz perenne en el templo del Pontífice eterno
San Columbano
Instrucción 12, Sobre la compunción 2-3
¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentra en vela! Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.
¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo! Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmensurable y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.
¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.
Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.
Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente.
Te pido, Salvador
amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que,
conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único
deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos.
Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad
con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti
invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y, hasta tal punto
inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el
único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento,
nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la
Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.
Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Zacarías 3,1-4,14
La luz que alumbra a todo hombre
San Máximo Confesor
Cuestión
La lámpara colocada sobre el candelero, de la que habla la Escritura, es nuestro Señor Jesucristo, luz verdadera del Padre, que, viniendo a este mundo, alumbra a todo hombre; al tomar nuestra carne, el Señor se ha convertido en lámpara y por esto es llamado «luz», es decir, Sabiduría y Palabra del Padre y de su misma naturaleza. Como tal es proclamado en la Iglesia por la fe y por la piedad de los fieles. Glorificado y manifestado ante las naciones por su vida santa y por la observancia de los mandamientos, alumbra a todos los que están en la casa (es decir, en este mundo), tal como lo afirma en cierto lugar esta misma Palabra de Dios: No se enciende una lámpara para meterla debajo el celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Se llama sí mismo claramente lámpara, como quiera que, siendo Dios por naturaleza, quiso hacerse hombre por una dignación de su amor.
Según mi parecer, también el gran David se refiere esto cuando, hablando del Señor, dice: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Con razón, pues, la Escritura llama lámpara a nuestro Dios y Salvador, ya que él nos libra de las tinieblas de la ignorancia y del mal.
ÉI, en efecto, al disipar, a semejanza de una lámpara, la oscuridad de nuestra ignorancia y las tinieblas de nuestro pecado, ha venido a ser como un camino de salvación para todos los hombres: con la fuerza que comunica y con el conocimiento que otorga, el Señor conduce hacia el Padre a quienes con él quieren avanzar por el camino de la justicia y seguir la senda de los mandatos divinos. En cuanto al candelero, hay que decir que significa la santa Iglesia, la cual, con su predicación, hace que la palabra luminosa de Dios brille e ilumine a los hombres del mundo entero, como si fueran los moradores de la casa, y sean llevados de este modo al conocimiento de Dios con los fulgores de la verdad.
La palabra de Dios no puede, en modo alguno, quedar oculta bajo el celemín; al contrario, debe ser colocada en lo más alto de la Iglesia, como el mejor de sus adornos. Si la palabra quedara disimulada bajo la letra de la ley, como bajo un celemín, dejaría de iluminar con su luz eterna a los hombres. Escondida bajo el celemín, la palabra ya no sería fuente de contemplación espiritual para los que desean librarse de la seducción de los sentidos, que, con su engaño, nos inclinan a captar solamente las cosas pasajeras y materiales; puesta, en cambio, sobre el candelero de la Iglesia, es decir, interpretada por el culto en espíritu y verdad, la palabra de Dios ilumina a todos los hombres.
La letra, en efecto, si no se interpreta según su sentido espiritual, no tiene más valor que el sensible y está limitada a lo que significan materialmente sus palabras, sin que el alma llegue a comprender el sentido de lo que está escrito.
No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir, la palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materialidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabiduría; coloquémosla, más bien, sobre el candelero (es decir, sobre la interpretación que le da la Iglesia), en lo más elevado de la genuina contemplación; así iluminará a todos los hombres con los fulgores de la revelación divina.
Zacarías 8,1-17.20-23
Yo salvaré a mi pueblo
San Agustín
Tratados sobre el evangelio de san Juan 26,4-6
Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre. No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. Ni debemos temer el reproche que, en razón de estas palabras evangélicas de la Escritura, pudieran hacernos algunos hombres, los cuales, fijándose sólo en la materialidad de las palabras, están muy ajenos al verdadero sentido de las cosas divinas. En efecto, tal vez nos dirán: «¿Cómo puedo creer libremente si soy atraído?» Y yo les respondo: «Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer».
¿Qué significa ser atraídos con placer? Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Existe un apetito en el alma al que este pan del cielo le sabe dulcísimo. Por otra parte, si el poeta pudo decir: «Cada cual va en pos de su apetito», no por necesidad, sino por placer, no por obligación, sino por gusto, ¿no podremos decir nosotros, con mayor razón, que el hombre se siente atraído por Cristo, si sabemos que el deleite del hombre es la verdad, la justicia, la vida sin fin, y todo esto es Cristo?
¿Acaso tendrán los
sentidos su deleite y dejará de tenerlos el alma? Si el alma no tuviera sus
deleites, ¿cómo podría decirse: Los humanos se acogen a la sombra de tus
alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus
delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz?
Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un tal corazón, y asentirá en lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, éste nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo.
Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que «cada cual va en pos de su apetito», ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? ¿Qué otra cosa desea nuestra alma con más vehemencia que la verdad? ¿De qué otra cosa el hombre está más hambriento? Y ¿para qué desea tener sano el paladar de la inteligencia sino para descubrir y juzgar lo que es verdadero, para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad y la eternidad?
«Dichosos, por
tanto –dice–, los que tienen hambre y sed de la justicia –entiende, aquí
en la tierra–, porque –allí, en el cielo– ellos quedarán saciados. Les
doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aquello en lo que
creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los
que estuvieron hambrientos y sedientos. ¿Dónde? En la resurrección de los
muertos, porque yo los resucitaré en el último día».
Malaquías 1,1-14; 2,13-16
En todo lugar ofrecerán incienso a mi nombre y una ofrenda pura
San Agustín
Ciudad de Dios 10,6
Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de
unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel
supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello,
incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se
hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Porque, aun siendo el hombre
quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción
divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos
latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es
verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está
dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios. Esto, en
efecto, forma parte de aquella misericordia que cada cual debe tener para
consigo mismo, según está escrito: Ten compasión de tu alma agradando a
Dios.
Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, sólo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices (cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: Para mí lo bueno es estar junto a Dios), resulta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la congregación o asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, tomando la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.
Por esto, nos exhorta el Apóstol a que ofrezcamos nuestros
cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto
razonable, y a que no nos conformemos con este siglo, sino que nos
reformemos en la novedad de nuestro espíritu. Y para probar cuál es la voluntad
de Dios y cuál el bien y el beneplácito y la perfección, ya que todo este
sacrificio somos nosotros, dice: Por la gracia de Dios que me ha sido dada
os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que
conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó
a cada uno. Pues así como nuestro cuerpo, en unidad, posee muchos miembros, y
no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos,
somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los
otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se
nos ha dado.
Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de muchos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este misterio es celebrado también por la Iglesia en el sacramento del altar, del todo familiar a los fieles, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.
Malaquías 3,1-24
Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último
Vaticano II
Gaudium et spes
40.45
La compenetración de la ciudad terrestre con la ciudad celeste sólo es perceptible por la fe: más aún, es el misterio permanente de la historia humana, que, hasta el día de la plena revelación de la gloria de los hijos de Dios, seguirá perturbada por el pecado.
La Iglesia, persiguiendo la finalidad salvífica que es propia de ella, no sólo comunica al hombre la participación en la vida divina, sino que también difunde, de alguna manera, sobre el mundo entero la luz que irradia esta vida divina, principalmente sanando y elevando la dignidad de la persona humana, afianzando la cohesión de la sociedad y procurando a la actividad cotidiana del hombre un sentido más profundo, al impregnarla de una significación más elevada. Así la Iglesia, por cada uno de sus miembros y por toda su comunidad, cree poder contribuir ampliamente a humanizar cada vez más la familia humana y toda su historia.
Tanto si ayuda al mundo como si recibe ayuda de él, la Iglesia no tiene más que una sola finalidad: que venga reino de Dios y que se establezca la salvación de todo género humano. Por otra parte, todo el bien que el pueblo de Dios, durante su peregrinación terrena, puede procurar a la familia humana procede del hecho de que la Iglesia es el sacramento universal de la salvación, manifestando y actualizando, al mismo tiempo, el misterio del amor de Dios hacia el hombre.
Pues el Verbo de
Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó, a fin de salvar, siendo él mismo
hombre perfecto, a todos los hombres y para hacer que todas las cosas tuviesen
a él por cabeza. El Señor es el término de la historia humana, el punto hacia
el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro
del género humano, el gozo de todos los corazones y la plena satisfacción de
todos sus deseos. Él es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos,
ensalzó e hizo sentar a su derecha, constituyéndolo juez de los vivos y de los
muertos. Vivificados y congregados en su Espíritu, peregrinamos hacia la
consumación de la historia humana, que corresponde plenamente a su designio de
amor: Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.
El mismo Señor ha dicho: Mira, llego en seguida y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin.