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RESURRECCION

Liturgia del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant


En mi vida de fe, he encontrado testimonios de seres muy queridos que en sus últimos minutos de su vida terrenal, como personas de fe y seguidores de las enseñanzas de Cristo, tenían la convicción de que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el contrario es el principio de la verdadera vida, la vida eterna que nos prometió Jesucristo nuestro Señor.

¡Qué maravilla llegar a comprender que la muerte es el inicio de la verdadera vida y que todo esto no ha sido sino un ensayo, un camino, una invitación! Y a pesar de todo, la comunidad celebra la muerte con esperanza, recuerdo a mi papa, lucido hasta el último instante, contra toda evidencia, murió confiado, con una oración en su corazón: "En tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc.23:26)

En el corazón de la muerte, nos queda el gozo de la esperanza en la resurrección, el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz. La muerte corporal será vencida."

Hace unos cuantos días atrás, celebramos la fiesta dedicada a los difuntos, y quizá hayamos tenido el tiempo de reflexionar un instante sobre la resurrección de los muertos, donde en el relato del Evangelio unos ángeles les decían a las mujeres: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”. Hoy la liturgia de este Domingo XXXII de Tiempo Ordinario, nos viene a decir algo más acerca la muerte, de la fe en la resurrección y de la vida eterna, con lo cual es una invitación a reflexionar muy en serio sobre la necesidad espiritual de afirmar nuestra fe en la vida eterna.

Hoy solo estamos preocupados del día a día de nuestra vida cotidiana, estamos muy preocupados de pasarlo muy bien, de hacer una vida divertida, y todo eso me parece muy bien, pero no por ello debiéramos olvidar la extensión futura de nuestra existencia. Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo el mundo, algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día, descubrimos con pena que tenemos alguna enfermedad grave, y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos, es decir al final, de una manera u otra, todos moriremos. Nadie, absolutamente nadie, escapará de la muerte. Es la realidad más irrefutable del mundo. Desde que somos concebidos en el vientre de nuestra madre, somos por definición, mortales. De aquí la urgente necesidad de meditar sobre donde debe acabar  nuestra felicidad que esta masa allá del término de la miseria humana.

Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera, no termina con la muerte. Creer en la vida eterna y en la resurrección de los muertos, para muchos de los hombres, es  acto de fe que le da un inmenso valor a la vida que hacemos, y esa misma fe nos da la fuerza para comprender la dignidad del hombre y su destino eterno. Nuestro Padre Creador, quien de verdad nos ama intensamente y se preocupa de verdad por nosotros ahora y por la eternidad, profundo conocedor de nuestra naturaleza humana, no podía habernos dejado en completas tinieblas acerca de un asunto tan inquietante e importante como es la muerte y lo que sucede en el más allá. Por tanto, es ahora cuando debemos saber cuál debe ser nuestra preocupación por los bienes terrenos y porque debe ser necesario preocuparnos mucho más por lo bienes eternos.

Nuestra profesión de fe concluye; “Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica,  la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén”. Por tanto la resurrección de los muertos es una de las verdades fundamentales de nuestra fe, y al rezarla este domingo, debiéramos hacerla como una reflexión concluyente de las lecturas bíblicas de la Liturgia de hoy.

La primera lectura de Macabeos, nos presenta un relato dramático, el martirio de los siete hermanos y de su madre; el rey Antíoco “envió a un consejero ateniense para que obligara a los judíos a abandonar las costumbres de sus padres y a no vivir conforme a las leyes de Dios”, y luego de haber torturado a tres de los hermano, el cuarto hermano manifiesta su fe en la resurrección a una vida eterna: “Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por Él”. Es esta una decisión que debe maravillarnos, por la convicción en la certeza de la resurrección que tiene este hermano, y al mismo tiempo, la seguridad de que también los que han hecho el mal resucitarán, pero no para la vida sino para recibir el justo castigo de su injusticia y su maldad, por eso él es muy explícito al predecir que el Dios de los judíos atormentará a Antíoco y a su descendencia. “Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”.

La lectura, nos muestra que cuando se tiene fe en la vida futura después de la muerte, como la tuvieron estos siete hermanos que manifestaron su heroica fortaleza enfrentando el martirio con la plena convicción de la fe, nos estimula a vivir con la esperanza de resucitar a una nueva vida.

En respuesta a la primera lectura, la antífona del salmo canta; “¡Señor, al despertar, me saciaré de tu presencia!”. Es una declaración hermosa de aquel que prefiere los bienes espirituales y la vida íntima con Dios. Lo que le interesa es contemplar la cara del Señor, saciándose, al despertar, con su imagen o compañía; “Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia”,  es decir, el salmista quiere gozar de la amistad divina y participar de todas las bendiciones que de ella se derivan. Ver la faz de Dios y saciarse con su imagen. Como nos asegura San Juan; “le veremos tal cual es”. (1 Juan 3,2)

En la segunda lectura, San Pablo nos llama a tener esta misma esperanza y expresa: “Dios, nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, los reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena”. Pablo no se desanima frente a las dificultades de la vida cotidiana, ni menos con los problemas  que ha tenido para llevar a todos partes la predicación del Evangelio, él está consciente de que el Señor es fiel y pone en Él toda esperanza. En efecto, el apóstol, tiene la certeza de que la resurrección es el “consuelo eterno” y la “feliz esperanza” que Dios ha regalado precisamente porque nos ha amado tanto. Frente a la pena y aflicción en que viven los que no tienen esperanza (1 Tes 4,13), el verdadero creyente vive en el gozo de la esperanza (Rom 12,12). A la luz de esto hemos de preguntarnos: ¿Cómo es mi esperanza en la resurrección? ¿Qué grado de convicción y certeza tiene? ¿En qué medida ilumina y sostiene toda mi vida?

Y muy acorde con toda la celebración de la Liturgia de la Palabra, en el evangelio de hoy encontramos la palabra definitiva sobre la resurrección, en el cual Jesús, que es mayor en sabiduría de la idea que tenían los fariseos, como la de los saduceos, que la negaban por completo.

Jesús les responde confirmado la fe en la resurrección, y les hace ver que Dios, es Dios de los vivos, no de los muertos y les dice: “Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”. Jesús les manifiesta que después de la resurrección no habrá vida material, destruyendo así sus doctrinas y sus frágiles fundamentos.

Lo cual no debe entenderse de tal modo que creamos que únicamente resucitarán los que sean dignos o los que no se casen, sino que también resucitarán todos los pecadores, y no se casarán en la otra vida.

En su respuesta, Jesús distingue claramente la vida en este mundo y en el otro. Los hijos del otro mundo no pueden morir, puesto que viven en el mundo de Dios, es decir, en el mundo del espíritu y, por tanto, en una situación diferente de la terrena, también por lo que se refiere al matrimonio. Ellos gozan de la filiación de Dios, participan de su misma vida. Comparten plenamente la comunión con Él, porque “Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”. Por tanto, aunque hayan muerto, viven en El con la esperanza de resucitar. La afirmación que hace Jesús, “no es un Dios de muertos, sino de vivientes”, nos debe alegrar mucho, nos debe llenar de gozo nuestro corazón, porque nos ratifica que para Dios, todos vivimos.

La muerte no alcanza a Dios, ni a los hijos de Dios. Los que están muertos, lo están para el mundo. Para Dios no existe la muerte ni los muertos.

El que está muerto para Dios, es aquel que no acepta abrirse a la Vida de la gracia que nos trae el Señor Jesús, Vida que nos asegura la gloria. Vida que vence a la muerte en la esperanza de la resurrección.

En definitiva, si Jesús nos ha prometido la resurrección de los muertos, Él, primicia de los resucitados, nos acompañará en nuestro caminar terreno para poder gozar después con él la gloria de la vida nueva.

Así, el cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, a pesar de muchas opiniones, por el contrario, la muerte es el principio de la verdadera vida, como el grano que muere para dar sus frutos. Para todos, la vida eterna, con convicción plena, nos debe llenar de gozo el corazón.

Digan lo que digan, los cristianos iluminados por la fe, vemos la muerte con ojos muy distintos de los del mundo. Si sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el umbral de la muerte, puede ésta llegar a hacerse deseable. El mismo San Pablo, enamorado del Señor, se queja "del cuerpo de pecado" pidiendo ser liberado ya de él. "Para mí la vida es Cristo y la muerte ganancia" (Fip.1:21) "Cuando se manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con El" (Col.3, 4).

El Señor nos bendiga

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario Ciclo C

2Mac 6, 1; 7, 1-2. 9-14

Sal 16, 1. 5-6. 8. 15

2Tes 2, 16-3, 5

Lc 20, 27-38

Publicado en este enlace de mi WEB: REFLEXIONES INTIMAS EN AMISTAD CON DIOS

 

 

www.caminando-con-jesus.org

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caminandoconjesus@vtr.net

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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